21.-

Gabriella estaba en la librería, colocando unos libros en las estanterías cuando el teléfono sonó. Ian había salido a comprar el almuerzo, de modo que bajó de la escalera para atender la llamada. Seguía pensando en los libros cuando oyó la voz de Steve y enseguida intuyó que algo iba mal. parecía muy alterado y al borde de las lágrimas.

– ¿Qué ocurre?

Las cosas entre ellos estaban un poco tirantes últimamente. A ambos les deprimía que Steve no tuviese trabajo y Gabriella no quería presionarle, pero el hecho de tener que estirar su sueldo a fin de que llegara para los dos era una preocupación constante.

– Oh, Gabbie… no sé cómo decírtelo… -Steve sabía que Gabriella adoraba al profesor, y ella sintió una punzada de pánico-. Se trata del profesor.

– Dios mío, Steve… ¿Qué ha pasado?

– Al llegar a casa lo encontré tirado en el suelo de la sala… parecía haberse golpeado la cabeza y la sien le sangraba. Estaba cerca de una mesa. Ignoro si se cayó a causa de un mareo o de un traspiés.

– ¿Estaba conciente? -preguntó angustiada Gabriella.

– Deliraba cundo lo encontró, y luego se desmayó. Pedí una ambulancia y los enfermeros me dijeron que podía tratarse de un ataque de corazón o una apoplejía. No estaban seguros. Acaban de llevárselo al hospital municipal.

Era un hospital público y Gabbie no estaba segura de que el profesor pudiera recibir allí toda la atención que precisaba. Al igual que la señora Boslicki y la señora Rosenstein, llevaba meses suplicándole que se hiciera unos análisis. Su salud había empeorado gradualmente desde el invierno. Ya nunca la llevaba a cenar y apenas tenia fueras para salir a dar un breve paseo. Y tosía constantemente.

– Dijeron que llamarían en cuanto supieran algo -dijo Steve-. Me quedaré junto al teléfono.

– Gracias a Dios que llegaste a tiempo. Iré al hospital en cuanto Ian regrese con el almuerzo.

Gabriella no deseaba otra cosa que agarrar el bolso y salir corriendo hacia el hospital, pero no quería cerrar la tienda sin dar una explicación a Ian.

– Sería mejor que esperaras a que nos llamaran -sugirió Steve.

Pero Gabriella quería estar al lado del profesor. Era su única familia.

– NO podría soportar la espera -dijo-. Me iré en cuanto Ian regrese. -en ese momento le vio entrar por la puerta y le hizo señas de que se acercara-. Te llamaré desde el hospital -dijo, convencida de que Steve estaría tan impaciente como ella por tener noticias.

Atropelladamente, explicó a Ian lo ocurrido y se disculpó por tener que dejarle solo, pero él comprendió la situación y le deseó buena suerte. Gabriella detuvo un taxi justo delante de la tienda y le dio la dirección pero cundo abrió el monedero para pagarle se sorprendió del poco dinero que llevaba. Entonces se preguntó si Steve había vuelto a las andadas. Le avergonzaba tanto pedirle dinero que hora lo “tomaba prestado” sin decir una palabra, pero eso significaba que a veces dejaba a Gabriella prácticamente a cero. Apenas tenía dinero suficiente para el taxi

Nada más irrumpir en la sala de urgencias se olvidó del asunto y preguntó al personal por el profesor. Tardaron casi una hora en regresar con noticias, pero por lo menos no le dijeron que el profesor había muerto camino del hospital. Mas cuando al fin pudo verle, se quedó atónita. El anciano tenía la cara cenicienta, y un montón de monitores conectados mientras un equipo médico luchaba por mantenerle vivo. Gabriella había tenido que decir que era su hija a fin de que le dejaran verle.

El personal se comunicaba con frases lacónicas. Gabriella observaba cómo le administraban oxígeno y sangre y le hacían un electrocardiograma. Finalmente repararon en su presencia y una enfermera le preguntó qué hacía ahí. Con las mejillas anegadas en lágrimas, aterrada ante la idea de perder al profesor, Gabriella no se movió.

– ¿Cómo está? -preguntó.

– ¿Es su abuelo? -inquirió la enfermera de forma brusca pero compasiva.

– No. Mi padre.

Gabriella sabía que al profesor le habría halagado oír eso. Siempre le decía lo mucho que a él y Charlotte les hubiera gustado tener una hija como ella.

– Ha sufrido una apoplejía -explicó la enfermera-. Tiene el lado derecho del cuerpo paralizado. No puede hablar, pero cuando está consciente creo que nos oye.

Gabriella estaba conmocionada. ¿Cómo era posible que le hubiese ocurrido algo tan terrible y de forma tan súbita?

– ¿Se recuperará?

Le había costado mucho preguntarlo, pero necesitaba que la tranquilizaran.

– Aún es pronto para saberlo. El electrocardiograma no es muy esperanzador, y el golpe que se dio al caer ha agravado la situación.

– ¿Puedo hablar con él? -preguntó Gabbie, tratando de controlar el pánico.

– Dentro de unos minutos -dijo la enfermera antes de regresar con sus compañeros.

Pero los minutos se convirtieron en horas. Hicieron más pruebas, conectaron más máquinas y para cuando trasladaron al profesor a la UCI Gabbie estaba fuera de sí. Era evidente que tenían problemas para conseguir que siguiera respirando, pero finalmente le permitieron verle.

– Sea breve y no espere respuesta -le advirtió la enfermera.

Gabriella se acercó a la cama. El profesor tenía el pelo más encrespado que nunca y en cuanto la oyó sus ojos se abrieron lentamente.

– Hola. Soy yo… Gabbie.

El profesor la reconoció e hizo ademán de sonreír, pero no podía hablar ni tampoco moverse. Gabriella se llevó la mano del anciano a los labios mientras una lágrima le resbalaba por la mejilla y caía en la almohada.

– Los médicos dicen que te pondrás bien -mintió para animarle.

En ese momento el profesor arrugó la frente, como si algo le doliera, y la miró fijamente. Gabriella tuvo la sensación de que quería decirle algo, mas no podía. Estaba atrapado tras un muro de piedra y sólo era capaz de sostener los dedos de Gabriella. Entonces empezó a agitarse y a soltar pequeños gruñidos. La enfermera se acercó y pidió a Gabriella que se fuera.

– ¿No puedo quedarme? -suplicó y el profesor le apretó aún más los dedos.

– Vuelva dentro de un par de horas. Su padre necesita dormir.

La enfermera lamentaba que las visitas no fueran más conscientes del peligro y la molestia que suponía su presencia en la UCI.

– Volveré más tarde -Gabriella le acarició la mejilla y el profesor soltó un gemido gutural. Era evidente que quería decirle algo-. No intentes hablar. Sólo descansa -le dio un beso y le dijo lo que él ya sabía-: te quiero.

Lo había dicho desde lo más hondo de su corazón. Lo único que deseaba en esos momentos era que el profesor se recuperase.

Gabriella lloró durante todo el trayecto a casa. Había cogido el metro por falta de dinero para un taxi, y se dijo que debía preguntar a Steve qué había pasado con el dinero de monedero. Pero cuando entró en casa, Steve, la señora Boslicki, la señora Rosenstein y otros inquilinos la esperaban en tal estado de angustia que enseguida se olvidó del asunto. Llevaban varias horas sentados en la sala de estar a la espera de recibir noticias mientras Steve les explicaba una y otra vez cómo había encontrado l profesor y lo que creía que había ocurrido.

– ¿Cómo está? -preguntaron al unísono en cuanto Gabriella apareció por la puerta.

– No lo sé. Sufrió una apoplejía y se golpeó la cabeza al caer. Tiene el lado derecho del cuerpo paralizado, pero por lo menos me reconoció. No puede hablar, aunque lo intenta, y parece muy acongojado.

No quería decirles que el aspecto del profesor era horrible, pero su cara hablaba por sí sol y la señora Rosenstein rompió a llorar. Gabriella la abrazó y le aseguró que el profesor se pondría bien.

– ¿Cómo pudo ocurrirle algo así tan de repente? -preguntó indignado Steve, y todos comentaron la suerte que había tenido de que lo hubiera encontrado antes de que hubiese sido demasiado tarde-. Supongo que el hecho de estar en pro tiene su lado bueno -comentó con cinismo, y Gabbie le miró tiernamente.

Steve había tenido muy mala suerte y Gabriella lamentaba haberle presionado tanto. Se sentía culpable. La situación del profesor le hizo pensar en los giros que podía dar la vida y lo fácil que era perder a los eres queridos. Sus problemas con Steve le parecían ahora nimiedades.

Steve se acercó y la abrazó.

– Lo siento, Gabbie.

Creía saber lo mucho que el profesor significaba para ella, pero en el fondo no lo sabía. El profesor se había convertido en el símbolo de la familia que Gabriella nunca había tenido, la única persona a quien podía acudir y con quien podía contar aparte de Steve. Era el padre que nunca había tenido, su confidente, su mentor. Él le había dado la esperanza, los elogios y el amor incondicional que Gabriella siempre había deseado. Aunque se conocían desde hacía poco, para ella significaba tanto como la madre Gregoria. Y habiendo perdido tantos seres queridos antes, sabía que la muerte del profesor la destruiría. No podía morir. No se lo permitiría.

Steve subió a su habitación y Gabriella llamó varias veces al hospital mientras la señora Boslicki y la señora Rosenstein la obligaban a cenar. Tras mucho esfuerzo y para tenerlas contentas, comió un poco de estofado y dos de los famosos buñuelos de la señora Boslicki. Y nada más terminar, se levantó de la mesa.

– Me voy al hospital -anunció mientras buscaba su bolso y entonces recordó que no tenía dinero.

Subió corriendo a su habitación. Tenía un sobre con doscientos dólares escondido en el cajón de las medias, pero al abrirlo lo encontró vacío; enseguida comprendió quién los había cogido. Y aunque no quería enfrentarse a Steve en ese momento, tampoco quería viajar en metro por la noche.

Bajó a la habitación de Steve y lo encontró leyendo unas cartas que acababa de escribir.

– Necesito dinero para un taxi -dijo Gabriella sin más.

– Lo siento, cielo, pero no tengo un céntimo. Tuve que comprar más sobres y fotocopiar mi currículum. Esas cosas cuestan una fortuna.

Parecía sentirlo de veras, pero Gabriella no estaba de humor para sus excusas.

– Venga y, Steve. Cogiste los doscientos dólares que tenía en el sobre y casi todo el dinero que llevaba en el monedero.

Los dos sabían que nadie más podía haberlo hecho.

– No he sido yo, cariño, te lo prometo. Solamente te cogí diez pavos para las fotocopias, pero con todo lo ocurrido se me olvidó decírtelo. Sólo me quedan dos dólares.

Steve le mostró la cartera. A Gabriella le indignó aún más el hecho de que mintiera. Sabía que a Steve le avergonzaba cogerle dinero y que a veces le mentía al respecto, pero sus embustes no iban a pagarle el taxi.

– Steve, por favor, necesito dinero. Tengo que ir al hospital y no cobro hasta el viernes. No puedes seguir haciéndome esto.

Últimamente, cada vez que abría el monedero par pagar algo lo encontraba vacío.

– Yo no he hecho nada -dijo Steve, mostrándose ofendido-. Siempre me estás acusando de algo. ¿No te das cuenta de lo difícil que es para mí? ¿Crees que me gusta esta situación?

– Ahora no puedo hablar de eso -dijo Gabriella, que sólo quería volver junto al profesor.

– Deja de echarme la culpa de todo. No es justo.

– Lo siento -Gabriella siempre intentaba ser justa con é, pero la falta de equidad en la relación los volví a los dos muy susceptibles-. La señora Rosenstein no ha sido -prosiguió, fingiendo serenidad-, pero desde luego hay alguien que no para de quitarme dinero. No pretendía ofenderte.

– Te perdono -dijo Steve, acercándose para besarla-. ¿Quieres que te acompañe?

L disculpa de Gabriella le había apaciguado, pero seguía ofendido. Y ella siempre se sentía fatal cuando le acusaba de quitarle el dinero. Quizá no era él. Gabriella dejaba la puerta abierta muchas veces. A lo mejor era otro huésped y viendo la expresión de Steve empezó a creerlo.

– No, gracias, no hace falta. Te llamaré si ocurre algo.

Gabriella bajó al vestíbulo y, con suma vergüenza, le pidió a la señora Boslicki dinero prestado para un taxi. La mujer le entregó diez dólares de su bolsillo. Era la primera vez que Gabriella le pedía dinero, pero no le extrañó, pues todo el mundo sabía que estaba manteniendo ese sacacuartos. Los inquilinos estaban hartos de él, de sus historias sobre Stanford y Yale y las razones por las que no encontraba trabajo. No entendían cómo podía seguir todavía sin empleo. Quizá se creí demasiado bueno para los puestos que le ofrecían. Recibía muchas llamadas, y tenían que ser por ago. La señora Boslicki lamentaba haber empujado a Steve a interesarse por Gabbie. Pensaba que la muchacha podía aspirar mucho más.

– Llámanos par decirnos cómo está el profesor -dijo mientras Gabriella salía a toda prisa de la casa.

En cuanto le vio, comprendió que la cosa no iba bien. El profesor tenía aspecto de estar sufriendo. Se hallaba muy agitado y miraba Gabbie con una intensidad que la asustaba. Al final las enfermeras tuvieron que pedirle que se marchara, pero Gabriella decidió quedarse a dormir en el sofá del vestíbulo de la UCI.

Al alba la enfermera le comunicó que el profesor estaba despierto y algo más tranquilo y Gabriella regresó a su lado.

– Hola -le susurró al oído-. Todos los de la casa te envían un fuerte abrazo. -había olvidado decírselo la noche anterior, pero estaba segura de que el profesor ya lo sabía-. Y la señora Rosenstein quiere que seas bueno y te tomes tu medicina. -la mujer se lo dijo mientras e enjugaba las lágrimas con un pañuelo-. Todos te queremos mucho.

Gbriella había pensado en la posibilidad de dejar el trabajo durante unas semanas para cuidar del profesor cuando regresara a casa. Estaba segura de que Ian lo comprendería. Le habló de un relato que había empezado la semana anterior y le dijo que a Steve le estaba encantando. En ese momento el profesor arrugó la frente, levantó la mano izquierda y agitó débilmente su famoso dedo. Gabriella sonrió, convencida de que le estaba regañando por no escribir lo suficiente.

– Escribiré más -dijo ella-, pero es que últimamente he estado muy ocupada trabajando y ayudando Steve. Lo está pasando muy mal con esto de que no encuentra trabajo -el profesor volvió a agitar el dedo. Parecía que se iba a echar a llorar-. No intentes hablar. Si te alteras me obligarán a marcharme. Cuando vuelvas a casa repasaremos lo que he escrito.

No había vendido más relatos, pero sabía que no estaba trabajando todo lo que debía. Tenía demasiadas cosas en la cabeza, y ahora esto. Mientras estuviera tan preocupada por el profesor, no podría escribir un asola palabra. Lo único que deseaba ahora era inyectarle vida y ayudarle a recuperarse.

El profesor cerró los ojos y dormitó, pero cada vez que abría los ojos y veía a Gabbie a su lado la miraba intensamente, como si quisiera comunicarle algo. Ella estaba sentada en un rincón, viéndole dormir y rezando por él. No había rezado con tanto fervor desde sus días en el convento. Pensó en las hermanas y en la madre Gregoria, en su fortaleza, en su convencimiento de que Dios siempre las protegería y amaría. Gabriella se inspiró en la fe que la había ayudado a sobrevivir y confió en que el profesor Thomas la sintiera con ella.

Al llegar la tarde seguía dormitando. Su estado parecía estable y Gabriella decidió ir a casa para darse una ducha e informar a los demás. Le besó en la mejilla, pero esta vez el anciano no se movió. Por fin dormía profundamente y una vez en la puerta Gabriella se volvió para sonreírle. Estaba segura de que se recuperaría. Era fuerte y estaba luchando por seguir vivo. Y así se lo dijo a los demás. La señora Rosenstein tenía previsto visitarle esa tarde y la señora Boslicki ya estaba hablando de la comida que iba a prepararle cuando regresara. Steve no estaba en casa pero había dejado una nota a Gabriella: había ido al parque a jugar a béisbol con un amigo que sabía de un trabajo para él, y prometía verla más arde.

Gabbie permaneció en la ducha largo rato, sintiendo el agua caliente en la piel y pensando en el hombre que estaba luchando por sobrevivir en la UCI y que tanto significaba par ella. El profesor era mucho más que un a migo, era parte de su ser y sabía que no podía perderle. Haría lo que fuera para conservarlo vivo, vertería su propia vid en él si era necesario. Dios se lo había dado y no permitiría que se lo arrebatara. No tenía derecho a hacerlo. Ya se había llevado a demasiadas personas de su lado. Y su sentido de la justicia le decía que esta vez iba a ser diferente.

Esa tarde, cuando Gabriella llegó al hospital, la señora Boslicki y la señora Rosenstein le explicaron con lágrimas en los ojos que el profesor había sufrido una recaída. La parálisis del lado derecho había empeorado y le costaba respirar. Le habían hecho una traqueotomía y conectado a un respirador. Cundo Gabbie entró en la luminosa habitación, el anciano parecía exhausto.

– Me han contado por ahí que hoy has sido un poco malo -dijo ella al sentarse-. Por lo visto has pellizcado a todas las enfermeras.

Los ojos del profesor sonrieron débilmente y una vez más, la miraron con intensidad. Pero esta vez no movió el dedo, y el respirador no le permitía emitir sonidos. El profesor parecía algo más débil pero tenía mejor color. Sabedora de que podía oírle, Gabriella le habló de las cosas que harían cuando regresara a casa y se quejó de que ya nunca la sacaba a cenar.

– El hecho de que Steve forme ahora parte de mi vida no significa que no podamos salir. No tiene celos de ti, aunque debiera.

Gabriella le besó en la mejilla y el anciano cerró los ojos. Parecía estar librando una terrible batalla. Gabriella le contó que Steve estaba jugando a béisbol con un amigo que sabía de un trabajo. Los ojos del anciano se abrieron de par en par y miraron fijamente a Gabriella, pero en la habitación reinaba el silencio. Sólo se oían las máquinas que le mantenían vivo.

Gabbie pasó la tarde con él y al final llamó a Steve y le dijo que iba a quedarse toda la noche en el hospital. Steve le contó que tenía previsto cenar con los tipos con los que había jugado a béisbol es tarde. Lo habían pasado muy bien y su equipo había ganado. Todos trabajaban en despachos de Wall Street. Era un excelente contacto para él, y Gabbie se alegró de que estuviera ocupado. Se había sentido mal por dejarlo solo y después de colgar se preguntó cómo iba a pagarse la cena.

El profesor tuvo una noche bastante tranquila gracias al respirador, pues ya no tenía que esforzarse por respirar. Y a medianoche alargó una mano y tomó la de Gabbie.

– Te quiero -susurró ella.

A veces pensaba que el profesor la confundía. Su mirada era sumamente dulce y Gabriella tuvo la sensación de que se sentía feliz. Probablemente sabía que iba a ponerse bien, se dijo. Quizá, después de todo, Gabriella había conseguido infundirle ánimos, razón por la que quería estar allí con él.

A partir de ahí durmieron cogidos de la mano, y Gabriella tuvo un sueño extraño en el que aparecían Joe, su padre, Steve y el profesor. Estaba soñando con este último cuando despertó y por la ventana divisó el horizonte cubierto de vetas rosadas. Era el principio de un nuevo día y la lucha continuaba. Pero Gabriella ya no dudaba de que el profesor sobreviviría y cuando le miró tenía los ojos cerrados y la mandíbula floja. Estaba totalmente relajado. Gabriella observó el respirador y en ese momento uno de los monitores soltó un silbido y otro empezó a pitar. Sin darle tiempo a preguntarse qué ocurría, dos enfermeros irrumpieron en el curto y empezaron a presionar el tórax del profesor al tiempo que contaban las compresiones. La habitación se llenó súbitamente de gente mientras Gabbie, pesa de pánico, observaba y escuchaba. El pulmón de acero seguía respirando por el profesor, pero su corazón se había detenido. Trabajaron frenéticamente durante largo rato, hasta que alguien sacudió la cabeza y una enfermera se acercó a Gabriella.

– Ha muerto… lo siento mucho.

Gabbie miró fijamente al equipo médico, segura de que mentían. Tenían que estar mintiendo. El profesor no podía hacerle eso. Ella le había sostenido la mano y deseado con todas sus fuerzas que viviera. No podía morirse ahora. No se lo permitiría. Pero había muerto. Se había despedido lentamente de la vida para reunirse con su amada Charlotte.

Tras apagar el respirador, el equipo médico salió de la habitación y Gabbie se quedó sola, negándose a creer que el profesor hubiese muerto. Entonces se sentó a su vera, le cogió la mano y le habló como si todavía pudiera oírle.

– No puedes hacerme esto -susurró con el rostro anegado en lágrimas-. Te necesito… no me dejes aquí sola… no te vayas, por favor… vuelve…

Pero sabía que no volvería. El profesor estaba ahora en paz. Había tenido una vida llena. Ochenta y un años. y no le pertenecía a Gabriella, nunca le había pertenecido. Sólo se lo habían prestado una temporada, una temporada demasiado breve. El profesor pertenecía a dios y a Charlotte. Y al igual que los demás, la había abandonado. Sin malicia, sin rencor, sin acusaciones ni reproches. Ella no había hecho nada para herirle o alejarle. Él no la culpaba de nada. Sólo habían compartido cosas buenas. Pero aún así se había ido, cuando le llegó el momento, a otro lugar, a otro tiempo, donde ella no podía acompañarle.

Una enfermera entró para preguntarle si necesitaba algo y Gabriella se negó con la cabeza. Sólo deseba estar con el profesor el máximo tiempo posible. Y más arde le preguntaron sobre la voluntad del difunto.

– La desconozco. Tendré que consultarlo.

Pero Gabriella no sabía a quién. A la señora Rosenstein, quizá. El profesor no tenía familia ni hijos, sólo los amigos de la pensión donde había vivido cerca de veinte años, y Gabbie. Era un final triste para una vida plena y una gran pérdida para todos. El profesor le había dado tanto amor, tanta sabiduría, tanto poder a su escritura… Gabriella no podía ni imaginar qué iba a hacer sin él.

Finalmente se levantó y e dio un último beso. Entonces notó que el profesor ya no estaba, que su espíritu había volado y sólo quedaba el cuerpo, exhausto e insignificante. Lo mejor de él ya no estaba allí.

– Saluda a Joe de mi parte -le susurró, segur de que se encontrarían.

Abandonó lentamente la UCI y salió al sol radiante de julio. Hacía un día precioso y la gente entraba y salía del hospital charlando y riendo. A Gabriella se le hacía extraño que la vida continuara sin más, que el mundo no se hubiera detenido, aunque sólo fuera brevemente, para honrar la muerte del profesor. Notaba una fuerte opresión en el corazón que le trajo a la memoria el día que abandonó el convento. Y mientras regresaba caminando a casa, oyó el sonido de una puerta al cerrarse. Esta vez no tenía dinero ni para el metro, pero no le importaba. Quería un poco de aire y tiempo para pensar en el profesor. Podía sentirlo cerca, y comprendió que en realidad no la había abandonado. Le había dejado muchas cosas, muchas palabras, muchos sentimientos, muchas historias. Y aunque se había marchado como los demás, ella sabía que esta vez era diferente.

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