Envuelta en la seguridad del convento de San Mateo, los siguientes cuatro años fueron tranquilos para Gabriella. Continuó sus estudios con las monjas. Julie se hizo novicia y su hermana Natalie ingresó en la universidad con una beca. Para entonces no sólo estaba fascinada con Elvis, sino pedidamente enamorada de los Beatles. Escribía con frecuencia a las hermanas. Era feliz, salía con chicos y hacía casi todas las cosas con que había soñado durante su vida en el convento.
Para entonces San Mateo contaba con dos nuevas pupilas, dos niñas de Laos enviadas por una hermana misionera. Aunque Gabriella les llevaba bastante edad, compartía el cuarto con ellas como había hecho con Natalie y Julie.
Gabriella no había tenido noticias de su madre durante esos cuatro años, pero todavía pensaba en ella, y también en su padre. Ignoraba qué había sido de él desde su traslado a Boston y sus planes de casarse con una mujer que tenía dos hijas, y no había forma de averiguarlo. Sabía que su madre todavía vivía en San Francisco. La madre Gregoria recibía cada mes un talón de la señora Harrison para costear la manutención de su hija, pero jamás lo acompañaba con una carta o una nota donde se interesara por Gabriella. Tampoco le enviaba tarjetas ni regalos de Navidad o de cumpleaños. La vida de Gabriella giraba ahora en torno al convento y todas las monjas la querían. Trabajaba más que cualquiera, fregaba suelos y lavabos, hacía tareas que muchas hermanas se habrían negado a realizar. Y era brillante en sus estudios. Seguía escribiendo relatos y poemas y sus maestras coincidían en que poseía un gran talento como escritora.
Todavía dormía en un extremo de la cama, todavía sufría frecuentes pesadillas, pero nunca hablaba de ellas. Y la madre Gregoria seguía observándola, preocupada. El dolor en la mirada había disminuido y Gabriella estaba cada día más bonita, aunque ella no se daba cuenta y le traía sin cuidado su aspecto. Vivía en un mundo sin vanidad. En el convento no había espejos y Gabriella vestía las ropas que las nuevas postulantes cedían tras su ingreso. Siguiendo el objetivo que se había fijado a los diez años, llevaba una vida de sacrificio y de servicio a los demás. Pero todavía insistía, cuando se tocaba el tema, en que no tenía vocación. En opinión de Gabriella, Julie y las chicas que llegaban al convento estaban convencidas de su vocación, mientras que ella sólo veía en sí misma defectos, debilidades y errores. En realidad era mucho más humilde que las postulantes que tanto alardeaban de su vocación. Y la madre Gregoria se esforzaba año tras año por hacérselo ver. Pero Gabriella se empeñaba tanto en negar sus virtudes y señalar sus imperfecciones que era incapaz de imaginarse como monja del convento de San Mate, si bien tampoco podía verse fuera de él. La suya era una vida de completo aislamiento envuelta por el amor y la protección de las monjas.
– Supongo que me quedaré aquí fregando suelos el resto de mi vida -bromeó con la hermana Lizzie cuando cumplió quince años-. Nadie más quiere hacerlo y a mí me gusta. Me da tiempo para pensar en mi siguiente relato.
– Podrías seguir escribiendo aunque ingresaras en la orden, Gabbie -le decía Lizzie, como hacían la demás.
Todas eran conscientes de la intensa vocación de Gabriella salvo ella misma. y la mayoría de las veces se limitaban a sonreír y a ignorar sus bobadas. Sabían que con el tiempo oiría la llamada. No podía ser de otra manera, y entretanto maduraría.
Poco antes de cumplir los dieciséis años terminó sus estudios de bachillerato y aunque a sus profesoras les apenaba desprenderse de ella, había llegado la hora de enviarla a la universidad. Gabriella insistía en que no quería ir. Era feliz allí, con las hermanas, haciendo pequeñas tareas y recados y teniendo detalles de los que nunca alardeaba. Pero con su talento para escribir, la madre Gregoria estaba decidida a no permitir que descuidara su educación. Las conmovedoras historias que escribía eran fruto de un don, una percepción y una intuición extraordinarias. Estaban cargadas de dramatismo y de una ternura desgarradora, pero también de fuerza. Poseía el estilo de una persona de mayor edad, y nada tenía que ver con el de alguien que había pasado su adolescencia en un convento.
– ¿Y qué vamos a hacer con la universidad? -preguntó la madre Gregoria el día que Gabriella cumplió dieciséis años y después de haber hablado del asunto con sus profesoras.
Todas coincidían en que Gabriella estaba totalmente preparada para la universidad y sería un pecado no enviarla.
– Ignorarla -respondió Gabriella con firmeza.
No tenía interés en volver al mundo exterior que tanto daño le había hecho y que todavía la aterraba. No quería abandonar el cielo protector del convento de San Mateo. Las hermanas la comparaban en broma con las monjas ancianas que protestaban cada vez que tenían que salir del convento para ir al médico o al dentista. Las más jóvenes todavía disfrutaban yendo a la biblioteca, a casa de sus familiares o al cine. Pero Gabbie no. Ella prefería sentarse a escribir relatos.
– No estamos aquí para escapar del mundo, Gabriella -le dijo la madre Gregoria-, sino para servir a Dios con nuestros talentos. Para ofrecerlos a un mundo que los necesita y no para negárselos por temor a salir del convento. Piensa en las hermanas que trabajan en el hospital Mercy. ¿Qué ocurriría si decidieran encerrarse aquí porque les asusta cuidar a los pacientes varones? La nuestra no es una vida de cobardía, sino de servicio.
La monja tropezó con una mirada llena de pánico y reticencia. Gabriella no tenía intención de dejar el convento para ir a la universidad. A estas alturas Natalie ya era una estudiante avanzada en Ithaca, pero ni el entusiasmo de sus cartas ni la posibilidad de reunirse con ella conseguían hacerla cambiar de parecer.
– No pienso ir -era la primera vez que desafiaba a la madre superiora.
– No tienes elección -repuso la monja. No quería obligarla, pero si ése era el único modo de conseguirlo, estaba dispuesta a utilizarlo-. Formas parte de esta comunidad y harás lo que yo te diga. Aún eres demasiado joven para tomar esta clase de decisiones. Estás cometiendo un terrible error.
Molesta por la terquedad de Gabriella, dio por zanjado el asunto. La madre Gregoria sabía que a la joven le daba pánico volver al mundo exterior, pero no dejaría que el miedo la venciera. Gabriella, por su parte, se daba cuenta de que su actitud no era saludable, pero no pensaba ceder ni un centímetro. Allí se sentía segura. No quería formar parte del mundo. Con dieciséis años, se había apartado de él espiritual y físicamente, y estaba decidida a seguir como reclusa del convento de San Mateo.
La madre Gregoria ordenó a las profesoras que solicitaran el ingreso en Columbia. Conseguir que Gabriella rellenara el formulario fue una auténtica batalla, pero al final lo hizo entre protestas y juramentos de que no iría. Naturalmente, fue aceptada, y con una beca completa, hecho que alegró a todas menos a ella. Habían elegido la Universidad de Columbia no sólo por su prestigio, sino porque así podría asistir a las clases y seguir viviendo en el convento.
– ¿Y ahora qué? -preguntó lastimeramente cuando la madre Gregoria le dio la noticia.
Era junio y estaba a punto de cumplir diecisiete años, y por primera vez desde que ingresó en el convento se estaba comportando como una niña mimada.-
– Tienes hasta septiembre para hacerte a la idea, hija mía. Podrás vivir aquí, pero tendrás que asistir a las clases.
– ¿Y si me niego? -repuso ella con una beligerancia impropia.
Presa de la frustración, la madre superiora estuvo a punto de elevar los brazos al aire.
– El 1 de septiembre la comunidad entera se pondrá en fila para darte un azote en el culo y créeme, lo tendrás bien merecido. Eres una desagradecida. Se trata de una beca excelente y en el futuro podrás hacer una labor importante como escritora.
Gabbie encontraba ridícula la idea.
– También puedo hacerla sin salir de aquí -dijo con miedo en la mirada, pero la monja aún ignoraba qué era eso que tanto temía.
– ¿Insinúas que eres tan inteligente y talentosa que no tienes nada que aprender sobre escritura? Vaya, vaya, me temo que vamos a tener que trabajar tu sentido de la humildad. Quizá toque un poco de meditación silenciosa.
Gabriella se echó a reír.
Durante los tres meses siguientes el tema salió a relucir con frecuencia y siempre desembocaba en discusiones, pero al final, empujada por las monjas, Gbriella se presentó en septiembre en la universidad. Y al cabo de una semana, muy a su pesar, tuvo que reconocer que le gustaba. Y al cabo de tres meses no sólo le gustaba sino que estaba encantada.
Durante cuatro años no se perdió una sola clase. Se apuntaba a todas las disciplinas sobre escritura creativa, engullía las clases de literatura y se empapaba con cada palabra de sus profesores favoritos. Raramente hablaba a menos que le preguntaran y se mostraba distante con sus compañeros. Evitaba tanto a los chicos como a las chicas. Asistía a las clases diligentemente, pero en cuanto sonaba la campana regresaba al convento. Desde el punto de vista social, la experiencia estaba siendo un fracaso. Gabriella escribía un trabajo detrás de otro, aceptaba proyectos suplementarios e incluso empezó una novela. Al final se graduó con magna cum laude. Las hermanas de la comunidad se jugaron a suertes quién asistiría a la ceremonia de graduación y veinte de ellas ganaron y acompañaron a la madre Gregoria como cualquier madre complaciente. Gabriella tenía casi veintiún años cuando se graduó y regresó al convento triunfalmente en una de las dos furgonetas que habían alquilado para la ocasión. Las monjas no cabían de gozo con los premios que había ganado. Sus años en Columbia suponían una gran victoria para ella y todo el mundo estaba convencido de que un día escribiría un gran libro y sería una escritora de éxito, si bien Gabriella tenía sus dudas al respecto. Hasta los profesores le decían que estaba demasiado insegura de su talento, el cual, en opinión de todos, era inmenso.
Esa noche, después de la graduación, salió a pasear por el jardín del convento con la madre Gregoria y habló con titubeos sobre su futuro como escritora.
– Todavía no estoy segura de que pueda escribir.
El sentimiento de culpa y la humildad de su niñez se habían transformado, al alcanzar la edad adulta, en una aguda falta de confianza. La monja era consciente de ello y, como siempre, recontradijo.
– Por supuesto que puedes. No hay más que ver la novela que escribiste para tu tesis. ¿Por qué crees que te graduaste con magna cum laude?
– Por vosotras. No querían avergonzaros y además, el decano es católico -repuso Gabriella con una risita.
– Pues ahí te equivocas. Es judío. Y sabes muy bien por qué te dieron todos esos premios. No fue por caridad, sino porque te los merecías. La cuestión es qué vas a hacer con ellos. ¿Quieres intentar escribir un libro o prefieres trabajar para una revista o un periódico? Son muchas las áreas a las que podrías dedicarte. Hasta podrías enseñar en el colegio de San Esteban y escribir un libro en tus ratos libres.
Quería ayudar a Gabriella en sus comienzos; sabía muy bien que necesitaba un fuerte empujón en esa dirección.
– ¿Podré vivir aquí mientras lo hago? ¿Podré quedarme aquí para siempre? -preguntó Gabriella.
Gregoria frunció el entrecejo. Le preocupaba que la joven estuviera tan decidida a permanecer aislada del mundo laico. Jamás se había permitido el menor sorbo de libertad. No tenía amigos, no conocía a ningún hombre. En su opinión, Gabriella tenía que conocer mejor el mundo de fuera antes de rechazarlo por completo. La idea de abandonar el convento o de dejar de formar parte de él la habría angustiado y la madre Gregoria lo sabía.
– Podría pagar mi manutención con el dinero que gane -dijo Gabriella con determinación-, aunque es posible que tarde un poco en empezar a tener ingresos.
Llevaba meses preocupada por el tema y temiendo esta conversación. Había vivido en el convento de San Mateo más de diez años, más de la mitad de su vida, y no podía imaginarse fuera de él. Con todo, llevaba tiempo barajando una idea y esperando el momento justo para comentarla con la madre Gregoria. El momento había llegado.
– Por supuesto que puedes seguir viviendo aquí. Y contribuirás con algo cuando puedas permitírtelo. Pero ahora, con todo el trabajo que haces, tu contribución es más que suficiente. Siempre has sido una hermana más.
Su madre había dejado de enviar cheques cuando Gabriella cumplió dieciocho años. No hubo ninguna nota o carta de explicación. Simplemente dejaron de llegar. Por lo que a Eloise Harrison Waterford respectaba, su obligación para con su hija había terminado y no quería ningún otro contacto con ella. No lo había tenido desde que la abandonara en el convento y con los años Gabriella había empezado a sospechar que su padre no tenía ni idea de dónde la había dejado su madre. Por otro lado, tampoco había intentado ponerse en contacto con ella cuando todavía estaba con su madre. Lo cierto era que ni uno ni otro deseaba formar parte de su vida. Y durante sus años en Columbia, Gabbie contó que era huérfana y vivía en el convento de San Mateo, si bien casi nadie se lo preguntaba salvo sus profesores. Las chicas de la clase la encontraban exageradamente introvertida y tímida. Y aunque los chicos la consideraban atractiva, Gabriella los espantaba en cuanto mostraban el menor interés por ella. Estaba totalmente aislada, por propia decisión, y durante los años de universidad su única vida social se limitaba a la que compartía con las monjas del convento de San Mateo. En muchos aspectos había sido una vida poco saludable para una chica de su edad, pero la madre Gregoria llevaba tiempo presintiendo algo y no quería presionarla. Gabriella tenía que prestar atención a sus propias voces, como hacían las demás. Y lo que le dijo a continuación no la sorprendió.
– Últimamente he estado dándole muchas vueltas a algo -empezó súbitamente cohibida ante la mujer que había sido una madre para ella, la única madre que había querido desde su espantosa infancia.
En los últimos años hablaba más de esa época de su vida, pero muy de vez en cuando y sólo para decir que había sido muy infeliz con sus padres y que éstos habían sido “poco amables” con ella. Nunca hablaba de las palizas, del horror en el que había vivido. Pero la vieja monja había deducido muchas cosas sobre su infancia como consecuencia de las pesadillas y las cicatrices que había observado aquí y allá a lo largo de los años. Las radiografías realizadas dos años antes a causa de una bronquitos mostraban las repetidas fracturas en las costillas, y había una pequeña cicatriz cerca del oído que hablaba por sí sola y explicaba la leve sordera de Gabriella. La madre superiora sabía mucho sin, de hecho, saberlo. Gabriella suspiró profundamente cuando intentó explicar lo que había pensado, si bien la monja ya lo intuía. Había llegado el momento.
– Creo que oigo cosas, madre… y he tenido sueños. Al principio pensé que eran imaginaciones mías, pero cada vez son más intensos.
– ¿Qué clase de sueños?
– No estoy segura. Es como si me estuvieran empujando a hacer algo que nunca pensé que sería capaz de hacer… algo para lo que nunca pensé que era lo bastante buena. No creo… no estoy segura… -los ojos de Gabriella rehumedecieron mientras miraba a la mujer que le había hecho de madre y mentor-.¿Qué se supone que debo oír?
La madre Gregoria entendía perfectamente la pregunta. Para algunos la llamada era muy clara, mientras que los auténticamente predestinados nunca estaban seguros de ser lo bastante buenos. Y era muy propio de Gabriella sentirse insegura.
– Se supone que debes escuchar tu corazón, hija mía. Pero para ello es preciso que creas en ti misma. Siempre estás dudando de lo que oyes y de lo que está bien. Creo que lo sabes desde hace mucho tiempo.
– Eso pensaba -suspiró, aliviada por las palabras de la monja. Anhelaba tomar la decisión correcta, pero la mayoría de las veces no se consideraba suficientemente buena para ofrecer su ayuda a los demás-. El año pasado estaba tan segura de haber oído la llamada que estuve a punto de decírselo, pero luego pensé que la oía sólo porque quería oírla.
– ¿Y ahora? -preguntó la madre Gregoria mientras paseaban por el jardín. Estaba a punto de oscurecer-. ¿Qué deseas decirme, Gabbie?
Quería que ella misma pronunciara las palabras. Era un momento muy importante en su vida y no quería robárselo. Finalmente se detuvieron y Gabbie habló con voz apenas audible.
– Intento decirle que quiero ingresar en la orden -dijo con semblante preocupado, y sus profundos ojos azules buscaron la aprobación de la mujer que consideraba su madre-. ¿Cuento con su autorización?
Era un momento de humildad plena, de entrega total. Quería ofrecerse a Dios y a la gente que tanto le había dado: seguridad, libertad, amor, consuelo. Quería dedicar su vida a las hermanas que le habían compensado con creces por todo lo que sus padres le habían negado.
– No depende de mí -dijo con dulzura la monja-, sino de ti y de Dios. Yo estoy aquí únicamente para ayudarte. Esperaba que tarde o temprano tomaras esta decisión. Te he visto luchar mucho durante los dos últimos años.
– ¿Insinúa que lo sabía? -Gabriella sonrió con sorpresa y unió su brazo al de la monja.
– Probablemente desde antes que tú.
– ¿Y qué opina?
Gabriella se lo estaba preguntando a la madre superiora de la orden en la que quería ingresar.
– En agosto comienza un curso para postulantes. Es el momento idóneo.
Se sonrieron y Gabriella la abrazó.
– Gracias por todo. Nunca sabrá de lo que me salvó cuando vine aquí.
Ni siquiera ahora podía reunir el valor necesario para contárselo. Todavía le resultaba demasiado doloroso.
– Lo sospeché desde el principio -dijo Gregoria, y luego no pudo evitar preguntarle algo que siempre le había intrigado-. ¿Todavía les echas de menos? -era la pregunta de una madre adoptiva sobre los padres reales.
– A veces. Echo de menos lo que hubieran podido ser o lo que yo quería que fueran. A veces me pregunto dónde están, cómo son sus vidas, si tienen hijos… Pero ya no importa -sí importaba, y ambas lo sabían-. Ahora tengo una familia… o la tendré en agosto.
– has tenido una familia desde el día que pusiste los pies en este convento, Gabbie.
– Lo sé.
Gabriella volvió a unir su brazo al de la monja y juntas entraron en la casa donde vivían y donde Gabriella se quedaría para siempre. Para ella era una decisión importante. Significaba que ya nunca tendría que dejarlas, que nunca las perdería, que nunca la abandonarían. No deseaba otra cosa que la certeza de que pertenecería a ellas para siempre.
– Serás una buena hermana -dijo la madre Gregoria con una sonrisa.
– Eso espero -respondió Gabriella, feliz-. Es lo único que deseo.
Ambas caminaron por el pasillo cogidas del brazo mientras Gabriella experimentaba un profundo alivio. Ésa era su verdadera casa y siempre lo sería.
Al día siguiente durante la cena, cuando la madre Gregoria comunicó a las demás monjas la decisión de Gabriella, hubo gritos de júbilo. Entre felicitaciones y abrazos, le dijeron lo contentas que estaban y que siempre habían sabido que tenía vocación. Y cando Gabriella regresó a su habitación, supo que nada salvo la muerte podría separarla de sus hermanas. Y esa noche durmió en paz hasta que llegaron las pesadillas, con todos los horrores que tan vivamente recordaba: el rostro de su madre, los golpes, el odio, el olor del hospital… y la figura impotente de su padre en la puerta. Pero aunque nunca consiguiera escapar de ellos, aunque le rondaran hasta la muerte, cada vez que despertaba y miraba alrededor, jadeando, sabía que estaba a salvo.
Una hermana asomó la cabeza por la puerta y vio a Gabriella sentada en la cama, temblando. Como era habitual, toda la comunidad había oído sus gritos y ya no se alarmaban, pero la compadecían.
– ¿Estás bien? -susurró la hermana.
Gabriella asintió y sonrió a través de las lágrimas, luchando por regresar al presente.
– Siento haberte despertado.
Pero a estas alturas ya estaban acostumbradas. Gabriella había tenido los mismos sueños desde que llegó al convento. Nunca hablaba de ellos. Las monjas sólo podían imaginarse los horrores que la rondaban y cómo había sido su vida antes de conocerla. Pero en la seguridad del convento donde iba a pasar el resto de su vida, Gabriella sabía que los demonios ya no podrían destruirla. Volvió a tumbarse en la cama mientras pensaba en sus padres, en la pregunta de la madre Gregoria sobre si los echaba de menos. Lo cierto era que ya no, pero todavía pensaba en ellos, y en noches como ésa se preguntaba por qué nunca la habían querido. ¿Era realmente tan mala como sus padres decían? ¿Quién tenía la culpa, ella o ellos? ¿Había arruinado Gabriella la vida de sus padres o ellos la de su hija? Pero ni siquiera a esas alturas hallaba respuestas a sus preguntas.