3.-

El portal de la casa de la calle Sesenta y nueve se cerró con sigilo poco después de las ocho de la mañana de ese mismo día. John Harrison subió las escaleras y se detuvo frente al cuarto de Gabriella, sabedor de que a estas horas ya estaría despierta. No obstante, su hija tenía los ojos cerrados y estaba tumbada encima de la colcha, lo cual era extraño en ella, pero John lo interpretó como una buena señal. En lugar de ocultarse a los pies de la cama, dormía al descubierto. Eso significaba que su madre no la había molestado. Eloise había bebido más de la cuenta esa noche y probablemente se había sentido demasiado cansada después de que él se marchara para perder el tiempo con Gabriella. Por una vez la pequeña no había sido castigada por los pecados del padre. O eso pensaba John cuando se dirigió a su dormitorio.

Eloise dormía aún con el vestido y el collar de diamantes puestos. Los pendientes se hallaban sueltos sobre la cama, y su sueño era tan profundo que no se movió cuando su marido se acostó a su lado. John conocía bien a su esposa y sabía que cuando despertara no haría ningún comentario sobre su precipitada desaparición. Se mostraría indiferente y distante un par de días, pero no volvería a mencionar el tema. Simplemente se lo guardaba.

Eran las diez cuando Eloise se desperezó y miró a su marido. No se sorprendió de verlo a su lado. John seguía durmiendo, recuperándose de la noche que había pasado en el apartamento del Lower East Side. Tenía varias direcciones como ésa. Eloise ignoraba adónde iba él cuando se marchaba. Aunque lo sospechaba, jamás se lo habría preguntado.

Se levantó en silencio, dejó las joyas sobre el tocador y entró en el cuarto de baño. Recordaba todo lo ocurrido esa noche, sobre todo lo que sucedió después de que John se marchara, pero no tenía nada de especial, no había nada que valiera la pena comentar. No tenía nada que decir a su marido.

Gabriella seguía en su cuarto cuando Eloise bajó a preparar el desayuno. L a criada se había quedado esa noche para ayudar a los camareros a recoger y tenía el día libre porque era domingo. La mujer, callada y discreta, llevaba años trabajando para ellos. Detestaba a Eloise pero la trataba con diplomacia, y Eloise estaba contenta con ella porque no se metía donde no la llamaban. Aunque la mujer no aprobaba la forma que tenía de disciplinar a Gabriella, nunca intervenía.

Eloise puso en marcha la cafetera, se sentó a la mesa y cogió el periódico. Estaba leyendo y bebiendo café de su taza de Limoges cuando John bajó a desayunar.

– ¿Dónde está Gabriella? -le preguntó-. ¿Sigue durmiendo?

– Ayer fue una noche larga para ella -respondió Eloise con voz glacial y sin levantar la vista del periódico.

– ¿Crees que debería subir a despertarla?

Eloise se encogió de hombros. John se sirvió una taza de café, cogió la sección de negocios del Sunday Times y leyó durante media hora antes de preguntarse una vez más por la ausencia de Gabriella.

– ¿Crees que está enferma?

Parecía preocupado y era incapaz de imaginar lo que había ocurrido. No se daba cuenta de que Eloise siempre se desahogaba con Gabriella cuando él se marchaba a altas horas de la noche después de una pelea. Hubiera debido sospecharlo desde el principio, pero como siempre, no quería verlo. Eran cerca de las once cuando subió a buscarla.

La encontró cambiando las sábanas de la cama. Gabriella se movía con la torpe cautela de alguien que está sufriendo.

– ¿Estás bien, cariño?

Gabriella asintió con los ojos llenos de lágrimas invisibles. Estaba pensando en Meredith, su muñeca. Tenía la sensación de que alguien había muerto esa noche y así era. No sólo su muñeca, sino ella misma. Había sido la peor paliza recibida hasta la fecha, y había acabado con las pocas esperanzas que le quedaban de sobrevivir en esa casa. Gabriella sabía que tarde o temprano su madre acabaría con ella. Ya no tenía sueños ni ilusiones, sólo un insoportable dolor en el costado y el recuerdo de su muñeca vapuleada contra la pared, algo que su madre desearía hacer con ella pero aún no se atrevía.

– ¿Puedo ayudarte a hacer la cama? -preguntó John, pero su hija negó con la cabeza. Sabía lo que su madre diría si les descubría. La acusaría de intentar manipular a su padre y volverlo contra ella-. ¿No quieres bajar a desayunar?

Lo cierto era que Gabriella no quería ver a su madre. Ya no tenía hambre y puede que nunca volviera a tenerla. No le importaba dejar de comer para siempre y cada vez que respiraba sentía una punzada en el tórax. No se veía capaz de bajar las escaleras o de sentarse junto a su madre, y aún menos de comer.

– No te preocupes, papi. No tengo hambre.

Sus ojos parecían más tristes de lo normal y John se dijo que probablemente estaba cansada. Se negaba a ver la torpeza con que su hija se movía, la sangre incrustada en el pelo, la inflamación del labio.

– Baja conmigo. Te haré tortitas. -como si tuviera que compensarla de algo. Como si en el fondo supiera lo que Eloise le había hecho a su hija aunque se empeñara en negarlo. Aceptarlo le habría hecho sentir demasiado culpable.

Notó que Gabriella llevaba puesto un jersey encima del vestido. Generalmente era señal de que sus brazos estaban llenos de magulladuras, una señal queso padre siempre reconocía pero de la que nunca se daba por enterado. Con apenas siete años Gabriella sabía que tenía que cubrirse para no ofender a su padre, y aún menos a su madre, con las muestras externas de su “maldad”. John no le preguntó si tenía frío ni por qué llevaba puesto el jersey. A veces Gabriella e cubría con una prenda de manga larga o con un chal incluso en la playa, por esa misma razón. Y sus padres no decían nada. Era un acuerdo tácito entre ellos.

– ¿Dónde está Meredith? -preguntó John. La muñeca siempre estaba por allí, pero ahora no la veía.

– Se ha ido -respondió Gabriella bajando la mirada, esforzándose por no llorar, recordando el sonido de la muñeca golpeada contra la pared. Era un sonido que nunca olvidaría, un acto que nunca perdonaría a su madre. Meredith era su bebé.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó inocentemente su padre, y luego, como si comprendiera, decidió no ahondar en el tema-. Baja a comer algo, cariño -dijo con dulzura-. Todavía falta una hora para ir a misa. Tenemos tiempo de sobra. -y se marchó rápidamente, impaciente por escapar de la intensa mirada de su hija, de la profundidad de su dolor.

Ahora sabía que había sucedido algo en su ausencia, pero no quiso hacer preguntas ni conocer los detalles. Ese día no era diferente de los demás.

Gabriella bajó por las escaleras en silencio, de peldaño en peldaño, respirando con dificultad y aferrándose a la barandilla. Le dolían los brazos, el tobillo y la cabeza, y sentía como si tuviera todas las costillas rotas, no sólo dos. El dolor le provocó náuseas cuando se sentó a la mesa del desayuno. Había puesto sus sábanas en la bolsa de la ropa sucia después de enjuagar algunas zonas. Ahora tenía sábanas limpias en la cama y creía que existía una posibilidad de que su madre nunca descubriera el “accidente”.

– Llegas tarde -dijo Eloise sin levantar la vista del periódico.

– Lo siento, mami -hablar le provocaba un dolor terrible, pero sabía que debía contestar por su propio bien.

– Si tienes hambre sírvete un vaso de leche y hazte una tostada.

Eloise no tenía intención de levantarse. Sin decir palabra, John le levantó y le preparó el desayuno a su hija.

– ¿Por qué la mimas tanto? -dijo Eloise. Miró a su marido acusadoramente, enojada por algo que no tenía nada que ver con el hecho de hacerle el desayuno a Gabriella. Con todo, Eloise no soportaba que John fuera amable con su hija.

– Es domingo -como si eso respondiera a la pregunta-. ¿Te apetece otra taza de café?

– No, gracias -contestó fríamente Eloise-. Tengo que vestirme para ir a misa. Y tú también.

A Gabriella le dieron ganas de llorar sólo de pensar en desvestirse y vestirse otra vez, con lo dolorido que tenía el cuerpo.

– Ponte el vestido rosa de punto de abeja y la rebeca a juego. -las instrucciones eran claras, así como el castigo si se equivocaba-. No te muevas de tu cuarto hasta que llegue la hora de marcharnos e intenta no ensuciarte por una vez.

Gabriella asintió con la cabeza y se levantó de la mesa sin desayunar. Sabía que hoy tardaría más de lo normal en cumplir las órdenes de su madre. Su padre la vio marchar sin decir palabra, en un silencio cómplice.

Subió las escaleras con más dificultad de la que había tenido al bajarlas, pero finalmente llegó a su habitación y buscó en el armario el vestido que su madre le había indicado. Lo encontró con facilidad, pero ponérselo ya fue otra cosa. Llorando de dolor, tardó casi una hora en cambiarse de ropa. La rebeca fue el golpe final de una mañana horrible. Y cuando su padre fue a buscarla, Gabriella estaba lista y aguardándole para seguirle escaleras abajo con sus zapatos de charol negro, sus calcetines blancos y el vestido rosa con la rebeca a juego. Parecía, como siempre, un pequeño ángel.

– Pero ¿con qué te has peinado? ¿Con un tenedor? -preguntó su madre en cuanto la vio.

Gabriella había sido incapaz de levantar los brazos para peinarse e ingenuamente había confiado en que su madre no lo notaría.

– Se me olvidó -fue lo único que se le ocurrió contestar, y por lo menos su madre no podría decir que mentía.

– Sube ahora mismo a peinarte y ponte la cinta de raso rosa.

Los ojos de Gabriella se humedecieron y por una vez su padre le echó una mano. Sacó un peine del bolsillo de su americana y lo deslizó por los rizos sedosos de su hija, y consiguió que estuviera presentable en menos de un minuto. La sangre se había secado para entonces y John fingió no verla.

– No necesita ninguna cinta -dijo a su mujer.

Gabriella le miró agradecida. Su padre le pareció más guapo que nunca con su traje oscuro, su camisa blanca y su corbata azule y roja. Su madre vestía un traje de lana gris con un cuello de pieles, un sombrero negro con velo y unos guantes blancos, como siempre impolutos. Llevaba unos zapatos de ante negro muy bonitos y un bolso de piel de cocodrilo también negro. Gabriella sabía que habría parecido una modelo de revista de no ser por esa cara de enfadada que llevaba siempre. Y por una vez Eloise decidió no discutir con John. No valía la pena.

Llegaron a la iglesia en taxi y se sentaron en un banco con Gabriella en medio. Eso significaba que cada vez que se moviera aunque sólo fuera un centímetro su madre la pellizcaría hasta dejarle una marca.

Gabriella estuvo muy quieta durante todo el oficio. Apenas podía respirar y el dolor en las costillas la tenía medio atontada. Su madre mantenía los ojos cerrados, como si rezara devotamente, y de vez en cuando los abría para echar un vistazo a Gabriella.

Después del servicio siguió a sus padres hasta la salida de la iglesia y allí se mezclaron con amigos. Algunas personas comentaron lo bonita que estaba Gabriella, pero su madre ignoraba los cumplidos. Y cada vez que Gabriella era presentada a alguien tenía que estrecharle la mano y hacer una reverencia. No era tarea fácil, teniendo en cuenta la paliza que había recibido, pero no le quedaba elección.

– ¡Es una niña perfecta! -dijo alguien a John.

Eloise no se dio por enterada. Perfección era justamente lo que esperaba de su hija. Y Gabriella hacía lo posible por complacerla, aunque ese día no le estaba resultando fácil.

Después de la misa fueron a comer al Plaza. Había música y bandejas de plata con emparedados. Su padre pidió para ella un chocolate caliente y éste llegó acompañado de un cuenco de nata. Los ojos de la niña se abrieron de par en par al mismo tiempo que Eloise levantaba el cuenco y lo dejaba en el otro extremo de la mesa.

– No te conviene, Gabriella. No hay nada más repugnante que una niña gorda.

Gabriella no corría el peligro de engordar y los tres lo sabían. Se asemejaba más a esos niños depauperados de África de los que tanto oía hablar cuando no se terminaba la cena. Pero el cuenco de nata nunca volvió. Y Gabriella sabía que era porque no se lo merecía. La noche antes había enfurecido a su madre. Estaba segura de que ella era la culpable de esos ataques de ira aunque no entendiera el motivo.

Estuvieron en el Plaza hasta bien entrada la tarde saludando a amigos y observando a extraños. Era un lugar entretenido para almorzar y Gabriella normalmente lo pasaba bien, pero hoy no podía. El cuerpo le dolía demasiado y se alegró mucho cuando llegó la hora de marcharse. Su padre salió a buscar un taxi y ella siguió los pasos elegantes de su madre hasta el vestíbulo. La gente siempre se volvía para mirar a Eloise. Gabriella la contemplaba con temor y odio. Si era tan hermosa ¿por qué no podía también ser agradable? Constituía un misterio cuya respuesta nunca obtendría.

Al salir del hotel tropezó, y durante un breve instante, pisó la punta del zapato de ante negro de su madre. Gabriella se echó a temblar, pero la reacción de su madre fue aún más rápida. Se detuvo en seco, miró despectivamente a su hija y señaló el zapato con furia reprimida.

– Límpialo -murmuró con una voz cavernosa que, para Gabriella, sonaba como la del diablo.

Eloise señalaba el zapato con un apremio que hubiera sorprendido a cualquiera, pero, como siempre, nadie parecía darse cuenta.

– Lo siento, mami -barboteó la niña.

– Haz algo -espetó Eloise, pero Gabriella no tenía nada con qué limpiar la ofensiva mancha de polvo.

Pensó en utilizar el vestido o la rebeca, pero eso habría irritado aún más a su madre. No vio ningún trocito de papel, así que empezó a frotar el zapato con los dedos. Y la mancha acabó por desaparecer, pero Eloise no se lo creyó cuando su hija se lo dijo. Arrodillada en la acera, la obligó a limpiar el zapato una y otra vez.

– Y que no se vuelva a repetir ¿entendido?

Gabriella dio gracias al cielo por haber podido quitar la mancha, pues de lo contrario habría recibido otra paliza, aunque quizá era pronto para cantar victoria. El día no había terminado aún.

Regresaron a casa en taxi. El dolor de Gabriella empeoraba por momentos. Estaba pálida, y como las manos le temblaban las cruzó disimuladamente con la esperanza de que su madre no lo notara. Pero Eloise, por una vez en su vida, se hallaba de muy buen humor y a pesar de la pelea del día anterior trataba a su marido con una cortesía inaudita. No se disculpó, nunca lo hacía. En su opinión, John tenía la culpa de que hubiesen discutido y ella no tenía nada de qué disculparse.

Eloise envió a Gabriella a su cuarto nada más llegar a casa. No soportaba encontrársela deambulando sin motivo. La prefería recluida en su habitación, sin dar problemas y Gabriella no deseaba otra cosa. No quería provocar más a su madre, así que no se movió de allí. No tenía nada que hacer, pero el cuerpo le dolía demasiado para querer hacer nada. No podía dejar de pensar en Meredith. La echaba tremendamente de menos. Meredith era su única amiga, su confidente, su alma gemela. Ahora ya no tenía a nadie.

De repente oyó risas en el pasillo y para su asombro, comprendió que provenían de sus padres. Su madre casi nunca reía, pero ahora semejaba una chiquilla. Las voces se alejaron y la puerta del dormitorio conyugal se cerró de golpe. Gabriella ignoraba qué podían estar haciendo sus padres allí dentro, pero no parecía que estuvieran peleando. Todo lo contrario, parecían muy contentos. Gabriella esperó en su cuarto. Tarde o temprano tendrían que ir a buscarla, aunque sólo fuera para darle de cenar.

Pero al caer la noche seguían en la habitación. Gabriella sabía que no podía entrar ni hablarles desde el otro lado de la puerta. No podía exigir una explicación de por qué la ignoraban, por qué la habían dejado sola y por qué habían olvidado darle de cenar.

Y esa noche no volvió a saber nada de sus padres. Habían alcanzado una especie de tregua temporal y la estaban consumando en la intimidad del dormitorio. Eloise, sorprendentemente, había perdonado a John, y él estaba tan atónito y su esposa tan bonita que hasta se sintió atraído por ella. Fue eso, y el hecho de que hubieran tomado algunas copas en el Plaza, lo que le hizo ablandarse ante la mujer que detestaba. Ambos se sentían inusitadamente melosos. Con todo, sus recién desenterrados afectos no se extendían a su hija. Tanto John como Eloise sabían que la tregua sólo era temporal, pero valía la pena disfrutarla mientras durara. Y Eloise no estaba dispuesta a renunciar a un solo momento en el lecho conyugal para dar de cenar a Gabriella.

Gabriella sabía que quedaban restos de comida de la fiesta en la cocina, pero temía lo que pudiera ocurrir si los tocaba, de modo que prefirió seguir esperando. Sus padres no tardarían mucho más. Después de todo, sólo estaban hablando. Mas cuando vio que daban las siete, y luego las ocho, y luego las nueve e incluso las diez, comprendió que se habían olvidado de ella. Finalmente se acostó, al menos satisfecha de que el día hubiese transcurrido sin sobresaltos desagradables. Éstos, no obstante, todavía estaban a tiempo de suceder si su padre enfurecía a su madre o se marchaba de casa, como hacía tan a menudo. Todo era posible, y Gabriella tendría que pagar el precio de todas las debilidades y flaquezas de su progenitor. Pero esta vez no ocurrió nada. John no se marchó y los dos tórtolos seguían en su habitación cuando Gabriella finalmente concilió el sueño, sin haber cenado.

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