Dos días antes de Navidad Gabriella entró en una elegante librería de la Tercera Avenida para comprar un regalo al profesor Thomas. Buscaba algo maravilloso, algo que le gustara de veras y todavía no tuviera en los abarrotados estantes de su habitación.
Había decidido esperar a que pasara Navidad para ponerse a buscar trabajo. Tenía dinero suficiente para pagar el alquiler de enero y no debía olvidar el espléndido talón del New Yorker. Quería comprarle al profesor algo realmente bonito. Ya había adquirido un pequeño obsequio para cada huésped con excepción de Steve Porter, pues, en su opinión, no le conocía lo bastante.
También le hubiera gustado comprar algo para la madre Gregoria, pero sabía que no le habrían permitido aceptarlo. Al final decidió enviarle un número del New Yorker con su relato publicado. Sabía que la madre Gregoria estaría muy orgullosa de ella. El simple hecho de saber lo mucho que la había ayudado sería suficiente regalo. Y aunque nunca obtuviera respuesta, Gabriella sabía que la madre superiora todavía la quería. Se le hacía muy duro no poder verla. Era la primera Navidad desde su ingreso en el convento que pasaba sin ella.
La librería tenía libros nuevos así como una sección de libros antiguos encuadernados en piel y hasta algunas primeras ediciones. Gabriella se quedó de piedra al ver los precios. Algunos ascendían a varios miles de dólares. Finalmente eligió algo que sabía que agradaría al profesor. Eran tres tomos muy antiguos de un autor que el profesor mencionaba a menudo. Estaban encuadernados en piel y se notaba que habían sido muy leídos y sostenidos por manos respetuosas. Y al ir a pagar contó el dinero lenta y detenidamente. En su vida había comprado algo tan caro, pero el profesor lo merecía.
– Una estupenda elección -dijo el joven inglés que atendía la caja registradora-. Los compré en Londres el año pasado y me sorprendió que no me los quitaran de las manos el primer día. Es una edición excepcional.
Charlaron durante un rato sobre los libros y luego el joven miró a Gabriella con curiosidad y le preguntó si era escritora.
– Sí -respondió con cautela-, o mejor dicho empiezo a serlo. Acabo de vender un relato al New Yorker gracias al hombre a quien va destinada esta colección.
– ¿Es tu agente?
– No, un amigo.
El joven le contó que él también escribía y llevaba un año trabajando en su primera novela.
– Yo todavía estoy con los relatos -sonrió ella-. Dudo que algún día reúna el valor suficiente para escribir una novela.
– Seguro que sí -repuso él-, aunque no sé si deseártelo. Yo empecé con relatos cortos y poesía, pero, como bien sabrás, es muy difícil vivir de la literatura.
– Lo sé -dijo Gabriella-. He estado trabajando de camarera.
– Yo también. Trabajé de camarero en el East Village y en Elaine’s y ahora trabajo aquí. De hecho, soy el encargado y me dejan hacer algunas compras. Los propietarios de la librería viven en las Bermudas. Están jubilados y compraron el negocio porque adoran los libros. Los dos son escritores. -el joven mencionó dos nombres que impresionaron a Gabriella. Luego la miró con curiosidad-. ¿Supongo que no te interesaría dejar de servir mesas? -sabía que las propinas eran buenas, pero el trabajo era duro y la jornada larga.
– Acaban de despedirme esta misma semana -sonrió Gabriella-. Feliz Navidad.
– La mujer que trabaja aquí conmigo está a punto de dar a luz y el próximo viernes se marcha. ¿Te interesaría ocupar su puesto? El salario no está mal y puedes leer lo que quieras cuando la cosa esté tranquila. -el joven sonrió con timidez-. Además, dicen que no es tan horrible trabajar para mí. Por cierto, me llamo Ian Jones.
Entusiasmada por la oferta, Gabriella se presentó y le estrechó la mano. Ian le mencionó el sueldo y era más de lo que Gabriella ganaba en Bum’s trabajando doce horas al día, propinas incluidas. Y ésa era exactamente la clase de trabajo que quería. Se ofreció a darle referencias, pero Ian le dijo que no era necesario. Le gustaba su aspecto y sus modales. Era educada, inteligente y para colmo escritora. En su opinión, era perfecta. Y Gabriella aceptó empezar el día después de Año Nuevo.
Con los libros debajo del brazo, subió al autobús con una ancha sonrisa. Y cuando llegó a casa, entró en el vestíbulo como un torbellino.
– ¿Has vendido otro relato? -preguntó exaltada la señora Boslicki cuando salió a recibirla.
– Casi mejor que eso. ¡He conseguido un trabajo estupendo en una librería! Empezaré después de Año Nuevo.
Cuando el profesor Thomas se enteró de la noticia se alegró mucho por Gabriella. Últimamente no se encontraba muy bien. Tenía la gripe e iba camino de pillar una bronquitis. Con todo, estaba feliz por Gabriella, y se pusieron a charlar en su habitación mientras él permanecía envuelto en su viejo y cálido albornoz. Gabriella ardía en deseos de darle el regalo, pero estaba decidida a esperar hasta la mañana de Navidad.
Y camino de su habitación tropezó con Steve Porter. El muchacho estaba alicaído y enseguida reparó en la alegría de Gabriella. Ésta le contó que había encontrado trabajo y Steve la felicitó y comentó que envidiaba su suerte. Llevaba un mes en Nueva York acudiendo a un sinfín de entrevistas y por ahora no le había salido nada, y dijo que se le estaba acabando el dinero.
– Me han dicho que vendiste un relato al New Yorker -comentó con admiración-. Está claro que la suerte te sonríe. Me alegro por ti.
Steve no sabía que Gabriella ya había pagado sus deudas y sufrido el infortunio de toda una vida. A Gabriella, no obstante, le dio pena verlo tan deprimido. Le parecía injusto estar de tan buen humor sabiendo que Steve estaba pasando por un mal momento, y de repente lamentó todas las cosas desagradables que había dicho de él.
– Por cierto, gracias por la guirnalda -era la primera vez que le agradecía algo-. Cruzaré los dedos por ti.
– Gracias, lo necesito -Steve empezó a alejarse, pero de repente se volvió con cierto titubeo-. Hace tiempo que quiero proponerte algo pero tenía miedo de que te pareciera un poco raro. ¿Querrías acompañarme a la misa de gallo?
La propuesta enterneció a Gabriella. Sabía que iba a ser una Navidad difícil sin Joe y las hermanas, pero por otro lado no había asistido a una misa desde que dejó el convento.
– Dudo que quiera ir, pero si cambio de opinión te lo haré saber. Gracias de todos modos.
– No se merecen.
Steve sonrió y bajó recoger sus mensajes. Como estaba buscando trabajo, tenía que hacer muchas llamadas telefónicas. Gabriella reconoció lo mal que le había juzgado. El profesor Thomas tenía razón. Era un buen tipo. Y también lo era Ian Jones, su nuevo jefe. Seguro que se llevarían bien. Había comentado que vivía con una chica, así que su interés por Gabbie era estrictamente profesional e intelectual. Gabriella estaba encantada, pues no tenía interés en salir con hombres. Todavía echaba de menos a Joe y a veces se preguntaba si algún día estaría preparada para dejar entrar a otra persona en su vida. No podía imaginar la posibilidad de conocer a alguien que se pareciera a Joe. Con todo, la invitación de Steve había sido todo un detalle. Y últimamente se hallaba de tan buen humor que estaba más abierta ala posibilidad de ser su amiga. Así se lo dijo al profesor Thomas esa noche, cuando fue a verlo su cuarto con una bolsa de comida comprada en una cafetería.
– Creo que tienes razón con respecto a Steve -admitió Gabriella-. Parece un buen chic. Dice que le está costando mucho encontrar trabajo.
– parece increíble, un joven tan brillante por lo visto fue a Yale y se graduó con matrícula de honor, y tiene un master de dirección de empresas de la Universidad de Stanford. Impresionante.
Era una de las razones por las que deseaba que Gabriella saliera con él. Steve era un hombre inteligente y educado, y el profesor estaba seguro de que, una ve encontrara trabajo, llegaría lejos. Sólo tenía que ser paciente. Y mientras escuchaba, Gabbie comprendió lo afortunada que era por haber encontrado un trabajo de su agrado a los pocos días de haberse quedado en la calle. Todavía recordaba la escena de la niña en el restaurante y sabía que siempre se alegraría de haber salido en su defensa. Quizá ello serviría par que algún día Allison se diera cuenta de que había gente que se preocupaba por ella.
La tos del profesor sonaba cada vez peor, de modo que Gabriella le dejó descansar y subió a su habitación a escribir. Al llegar a la puerta encontró una nota de Steve. Era cortés y estaba bien redactada.
“Querida Gabbie, gracias por infundirme ánimo. En estos momentos lo necesito. Últimamente he tenido muchos problemas familiares. Mi madre lleva enferma un año y mi padre murió el invierno pasado. A todos nos iría bien un poco de alegría y ahora mismo no puedo regresar a Des Moines, así que si decides acompañarme a la misa de gallo me harás muy feliz. Si no te apetece, podríamos vernos en otra ocasión. ¿Qué te parece una cena? Soy un gran cocinero, y podría demostrártelo si la señora Boslicki me dejara utilizar su cocina. Filetes, espagueti, pizzas, ¡lo que quieras! Espero que estas Navidades terminen para ti con tanta fortuna como empezaron. Te lo mereces. Steve”.
Conmovida por lo que Steve contaba de su familia, Gabriella volvió a leer la nota detenidamente. El muchacho estaba pasando por un mal momento y se prometió que a partir de ahora sería agradable con él. No entendía por qué al principio le había caído tan mal. Quizá le pareció que se esforzaba demasiado por ser amable. ¿Y qué tenía eso de malo? Gabriella se avergonzaba ahora de su desconfianza y decidió acompañarle a la misa de gallo. Además, tenía que rezar por Joe y la madre Gregoria.
Dejó la nota sobre la cómoda, sacó su cuaderno y se olvidó de Steve. No volvió verlo hasta el día de Nochebuena, cuando fue a decirle que estaría encantada de ir a la misa de gallo con él. Steve se lo agradeció profundamente, consiguiendo con ello que Gabriella se sintiera aún peor por las cosas que había dicho de él.
– Deberías sentirte culpable -le regañó el profesor Thomas cuando esa noche ella le llevó la cena al cuarto-. Es un buen muchacho y lo está pasando mal.
Steve recibía un montón de mensajes cada día, pero todavía no había conseguido trabajo. El profesor temía que el muchacho apuntara demasiado alto y pretendiera dirigir General Motors desde el primer día. Pero por mucho que hubiera dicho Gabbie al principio, al profesor no le parecía arrogante, sólo listo y despreocupado.
Steve y Gabriella se reunieron en el vestíbulo a las once y media y salieron al frío glacial de la noche. Había hielo en el suelo y el aire se llenaba de escarcha cuando abrían la boca. Apenas hablaron en todo el camino, pues el aire les quemaba los pulmones. La iglesia de San Andrés era pequeña y estaba a rebosar, y Gabriella tuvo una intensa sensación de familiaridad cuando se sentó en el banco junto a Steve. El incienso era fuerte, había cientos de velas encendidas, y luego estaba el olor de las ramas de pino del altar. Era como volver a casa, y la pena y la nostalgia la embargaron. Permaneció arrodillada durante casi toda la ceremonia y cuando Steve la miró vio que estaba llorando. Aunque no quería molestarla, posó una mano amable sobre su hombro par a que supiera que estaba con ella y luego la retiró para respetar su intimidad.
Los cánticos fueron especialmente bonitos esa noche y Gabriella los reconocía todos. Los feligreses cantaron al unísono Noche de paz y ambos sollozaron cuando el coro entonó el Avemaría. Tanto ella como Steve tenían recuerdos dolorosos. Steve había perdido a su padre y su madre estaba enferma y no podía ir a verla.
Terminada la misa Gabriella fue a un altar menor y encendió tres velas a la Virgen, una para la madre Gregoria, otra para Joe y otra para su bebé. Rezó por sus almas y salió de la iglesia con aire taciturno. Steve esperó un rato antes de hablar, y entonces comentó lo duro que era estar lejos de casa y perder a los seres queridos. Gabriella aspiró profundamente y asintió con la cabeza.
– Tengo la impresión de que este años tampoco ha sido fácil para ti -comentó él. La había visto llorando, pero no se lo dijo.-
No, no lo ha sido.
Caminaban el uno junto al otro, y Steve tenía cuidado de no tocarla. No obstante, Gabriella había sentido en la iglesia el tacto amable de su mano cuando estaba llorando.
– Este año murieron dos personas a las que quería mucho… y hay una tercer a la que ya n puedo ver. Estaba pasando por un momento muy difícil cuando me instalé en casa de la señora Boslicki. -con ello Gabriella intentaba decirle que entendía su sufrimiento.
– La señora Boslicki se está portando muy bien conmigo -dijo Steve-. La pobre se pasa el día atendiendo mis llamadas.
– Estoy segura de que no le importa.
Estaban a una manzana de casa cuando de repente él le propuso ir a tomar una taza de café. Era la una de la madrugada pero la cafetería de la esquina todavía estaba abierta.
– De acuerdo.
Gabriella sabía que si iba a casa empezaría a pensar en Joe y acabaría llorando. Era Nochebuena y le resultaba imposible no sentirse sola. Los dos necesitaban compañía. Steve tenía sus propias penas y preocupaciones por las que llorar.
Le contó que había crecido en Des Moines y estudiado en Yale y Stanford. Le encantaba California, pero pensó que en Nueva York encontraría un trabajo mejor. Ahora le preocupaba haber tomado la decisión equivocada.
– Date tiempo -le animó ella, y entonces Steve le dijo que se había enterado de que había vivido en un convento-. Así es. Viví doce años en el convento de San Mateo. Era postulante, pero me marché por razones complicadas.
– La vida puede ser muy complicada ¿no crees? Es una pena. A veces se diría que nada es fácil.
– A veces es más fácil de lo que pensamos. Creo que somos nosotros mismos quienes complicamos las cosas, o por lo menos estoy empezando a creerlo así. Las cosas pueden ser más fáciles si dejamos que lo sean.
– Ojalá pudiera creerte -dijo Steve mientras la camarera las servía la tercera taza de café, esta ves descafeinado.
Steve le contó que había estado prometido a una muchacha que conoció en Yale. Tenían planeado casarse el 4 de Julio pasado, pero dos semanas antes de l boda su novia se mató en un accidente de coche cuando iba a reunirse con él. Steve comentó que eso había cambiado su vida para siempre. Y luego decidió sincerarse del todo. Las lágrimas le anegaban los ojos cuando le contó que lo peor era que ella estaba embarazada. No era el motivo por el que iban a casare, pero adelantaron la boda unos meses, y él estaba muy ilusionado con el futuro bebé. Gabbie escuchaba estupefacta. Ella había perdido a Joe y a su bebé. Quería contárselo a Steve pero no se atrevía. Una historia de amor entre una postulante y un sacerdote todavía resultaba intolerable para mucha gente. Ni siquiera se lo había contado al profesor Thomas.
– Yo sentí lo mismo cundo Joe murió -dijo-. Estábamos pensando en casarnos, pero primero teníamos algunas cosas que resolver. -y luego, con sus enormes ojos azules, miró a Steve y decidió liberarse por lo menos de una de sus cargas-. Se suicidó en septiembre.
– Oh, Gabbie… qué horror.
Instintivamente, Steve le acarició una mano y Gabriella no le detuvo.
– Ahora, cuando miro atrás -y sólo habían pasado tres meses-, no entiendo cómo pude sobrevivir. Todos me culparon de su muerte, incluida yo. Nunca seré capaz de aceptar que no fui responsable.
Era una culpa más entre otra, pero, con mucho, la peor.
– No puedes culparte. La gente se suicida por muchas razones. Generalmente están bajo una fuerte presión y dejan de ver las cosas con claridad.
– Eso fue más o menos lo que pasó. Su madre se había suicidado cundo él tenía catorce años y creo que Joe se sentía culpable. Y su hermano mayor murió a los nueve años, cuando él tenía siete, y también se culpó de esa muerte. Con todo, no puedo darme la plena absolución. Joe se quitó la vida por mí. Temía no poder estar a la altura de mis expectativas.
A Steve no le parecía justo que la responsabilidad recayera en Gabriella, pero no lo dijo. Ambos habían sufrido mucho, y cuando regresaban a casa, él le rodeó los hombros con el brazo y ella no dijo nada. Era Nochebuena y habían compartido muchos secretos. Era increíble lo mucho que tenían en común.
Steve se despidió de Gabriella en el rellano de la segunda planta para no violentarla, y se fue a su cuarto. Esa noche Gabriella pensó en él durante un rato. Era un hombre agradable y había vivido una tragedia parecida a la suya. Pero luego, como aún hacía con frecuencia, se sentó en la cama y lloró mientras leía la carta de Joe. Ojalá hubiera podido hablar con él. Si hubiese estado con él, quizá ahora todo sería diferente. Quizá esa noche no la habría pasado sola, compartiendo sus penas con un completo extraño, contándole lo mucho que ella y Joe se querían. Pero ya no estaba enfadada con él, sólo triste. Y una vez dormida soñó que Joe la esperaba en el jardín del convento.