El resto de la semana transcurrió con tranquilidad. Las postulantes tenían un montón de tareas que hacer. Gabriella se había ofrecido a trabajar en el jardín y quería plantar hortalizas para las hermanas ante del verano. Trabajar con las manos la relajaba y el huerto le daba tiempo para pensar y rezar. Por las noches, después de orar, intentaba escribir un poco, pero últimamente apenas disponía de tiempo para ello. Y la hermana Anne le había echado un jarro de agua fría al decirle que era una vanidosa por estar tan orgullosa de su escritura. Pero Gabriella no estaba orgullosa, simplemente le encantaba escribir. No creía que sus relatos pudieran interesar a nadie. La escritura era una ventana para su alma, un camino en el que se encontraba a gusto y que recorría sin pensar. Eran las monjas las que gustaban de leer sus historias. Pero, como siempre, la joven postulante de Vermont estaba celosa.
Gabriella intentó mantenerse alejada de ella y recordar las sugerencias del padre Connors. Tal como había prometido, el sacerdote volvió a finales de semana. Celebró una misa para toda la comunidad y escuchó en confesión. y cuando reconoció la voz de Gabriella, le preguntó cómo le iban las cosas. Su estilo, relajado y amistoso, convertía la confesión en un acto no tan austero y amedrentador, aún cuando Gabriella siempre había hallado gran alivio en ella. El confesionario era el único lugar donde sabía que sería perdonada por los terribles pecados que, desde la infancia, le habían atribuido y de los que se sentía tan culpable. Era una de las pocas ocasiones en que, en lo más hondo de su alma, no se sentía mala persona.
Gabriella le aseguró que las cosas iban mejor con la hermana Anne y que había rezado mucho por ella. El cura le impuso cinco Avemarías por el leve surtido de pecados que Gabriella le había contado y la dejó ir. Y luego, en el desayuno, volvió a verla. Sentdo en la mesa de la madre Gregoria con una taza de café delante, saludó a Gbriella con la mano y ésta sonrió desde su asiento. Y aunque de constitución más robusta y sonrisa más cálida, Gabriella volvió a sorprenderse de lo mucho que le recordaba a su padre.
Esa tarde, mientras trabajaba en el jardín, la hermana Anne le dijo un comentario que la dejó estupefacta.
– ¿Has hablado ya del padre Connors Con la hermana Emanuel?
La hermana Emanuel era la tutora de las postulantes. Gabriella levantó la vista sin comprender.
– ¿El padre Connors?
– Te vi hablando con él el otro día y esta mañana te he visto coquetear con él en el comedor.
Gabriella pensó que bromeaba. Tenía que estar bromeando.
– Muy graciosa -dijo, y sonriendo se concentró de nuevo en la hilera de albahaca que estaba plantando.
Pero cuando volvió a levantar la cabeza no le gustó lo que vio en los ojos de la hermana Anne.
– Hablo en serio. Deberías confesarte con la hermana Emanuel.
– No seas absurda -respondió irritada Gabriella. La hermana Anne siempre encontraba una idea nueva con la que torturarle y hacerla sentir culpable, pero esta vez no lo estaba consiguiendo-. Sólo he hablado con él en el confesionario.
– Mientes y lo sabes -replicó secamente la joven postulante de Vermont. La muchacha había llegado al convento tras un amargo desengaño amoroso. Era poco agraciada y el amor de su infancia había roto el compromiso una semana antes de la boda. El resentimiento la carcomía-vi cómo te miraba en el comedor. Si tú no se lo cuentas a la hermana Emanuel, yo lo haré.
Gabriella se puso en pie y miró indignada a la hermana Anne.
– Estás hablando de un sacerdote, de un hombre entregado a Dios que viene al convento para decirnos misa y oírnos en confesión. El solo hecho de pensar algo así de él ya es pecado. No sólo me estás insultando a mí, sino que estás poniendo en duda su vocación.
– Es un hombre como los demás, y los hombres sólo piensan en una cosa. Sé más de ese tema que tú.
La hermana Anne sabía que Gabriella llevaba diez años recluida en el convento de San Mateo. Ella, en cambio, había estado a punto de casarse y su prometido había huido con su mejor amiga del instituto. Creía tener mucho más mundo y era mucho más cínica que Gbariella, que todavía conservaba una inocencia poco común.
– Lo que dices es repugnante y creo que la hermana Emanuel estaría de cuerdo conmigo. Ignoro de qué estás hablando, pero yo nunca diría una cosa así de un sacerdote. Quizá sea hora de que hables con la hermana Emanuel sobre tus ideas. No te iría mal un poco más de fe y caridad.
Todavía indignada, Gabriella continuó con su tarea y las dos jóvenes no volvieron a dirigirse la palabra en toda la tarde. Finalmente la hermana Anne fue a preparar las largas mesas del comedor y Gabriella se quedó sola. Y para cuando regresó a su habitación para lavarse las manos y decir sus oraciones de la tarde, ya había recuperado la serenidad y estaba de mejor humor. Para ella el padre Connors era un ejemplo de devoción cristiana y poseía una dulzura y una bondad que todas deberían imitar. Gabriella sólo sentía admiración por él, y la insinuación de que había estado “coqueteando” con ella le parecía repulsiva.
Gbriella no volvió a pensar en el padre Connors hasta que lo vio en el altar oficiando la misa. Era domingo de Ramos y el cura almorzó con las monjas, y después de la comida, estando en el jardín, se cercó a Gabriella. La joven iba cargada con los ramos recogidos en la iglesia.
– Buenas tardes, hermana Bernadette. Me han contado que se ha pasado la semana plantando hortalizas. Por lo visto posee un don especial con las hierbas y los tomates gigantes. No olvide enviarnos algunos al colegio.
Sus ojos eran azules como el cielo de abril y sonrieron cuando Gabriella levantó la cabeza.
– ¿Quién se lo ha dicho?
– La hermana Emanuel. Dice que usted cría las mejores hortalizas del convento.
– Por eso me han permitido quedarme tantos años. Sabía que había una razón -bromeó Gabriella y juntos echaron a andar por el jardín.
– Puede que haya otras razones -dijo el cura.
Durante sus escasas visitas al convento había observado lo mucho que las hermanas querían a Gabriella. Sabía que había sido la protegida de la madre Gregoria durante la infancia, y al acercarse al huerto para que Gabriella le enseñase las hortalizas, comprendió por qué la joven significaba tanto para las hermanas. Poseía una distinción y una gracia que iban más allá de su porte y su aspecto físico. Era elegante por naturaleza y al mismo tiempo irradiaba una dulzura conmovedora. Se había convertido en una joven muy bonita, pero ella no era consciente. Nunca se paraba a pensar en su aspecto físico, y sin embargo hasta un religioso era capaz de apreciar su belleza. Era como un cuadro o una estatua de valor incalculable. Una bella obra de arte que atraía las miradas. Gabriella poseía una luz interior tan brillante que el padre la encontraba irresistible, y se dijo que era su intensa vocación lo que la hacía tan bella.
Gabriella le enseñó el amplio surtido de hortalizas y hierbas que había sembrado.
– Puedo plantar algunas más si quiere, aunque tendremos de sobras para compartir con ustedes cuando llegue el verano, siempre y cuando consiga que las hermanas no se impacientes y las recojan antes de tiempo. Tenemos una parcela entera de fresas -Gabriella la señaló con un dedo-. Las del verano pasado estaban deliciosas.
Asaltado por los recuerdos de su infancia en Ohio, el padre Connors sonrió.
– Yo solía recoger moras cuando era niño. Regresaba al San Marcos cubierto de jugo de moras y arañazos. Me comía tantas por el camino que el dolor de estómago me duraba una semana. Los hermanos me decían que era un castigo de Dios por mi glotonería, pero yo seguía haciéndolo. Valía la pena.
– ¿Estudió en un internado?
Gabriella estaba tan poco acostumbrada a hablar con gente nueva que sentía una curiosidad natural. Pese a su timidez a la hora de tratar con las personas ajenas al convento, le sorprendía lo cómoda que se sentía con el padre Connors. Y los desagradables comentarios de la hermana Anne habían quedado olvidados.
– Supongo que podría llamarse así -el padre Connors sonrió-. Mis padres murieron cuando yo tenía catorce años y como no tenía más parientes ingresé en el orfanato de mi pueblo. Lo llevaban unos franciscanos. Se portaron muy bien conmigo. -todavía sonreía con ternura cuando pensaba en ellos.
– Mi madre me dejó aquí cuando yo tenía diez años -explicó Gabriella con la mirada puesta en el jardín, pero él ya lo sabía.
– Qué extraño -dijo el cura, aunque sabía por boca de Gabriella que su madre no era una mujer corriente. Recordaba la mención de las palizas, y se dijo que quizá el hecho de que la abandonaran en el convento había sido una bendición más que otra cosa-. ¿Lo hizo por problemas económicos?
– No -respondió ella con calma-. Porque volvió a casarse y yo no encajaba en su nueva vida. Mi padre nos había dejado un año antes por otra mujer. Por motivos que desconozco, mi madre siempre me culpaba de sus problemas.
El cura la miraba compasivamente.
– Y usted, ¿sentía que era su culpa?
Le gustaba hablar con Gabriella y quería entender por qué había decidido quedarse en el convento. Para él era importante comprender a las personas a las que intentaba ayudar.
– Supongo que sí. Mi madre siempre me culpaba de todo, incluso cuando yo era muy pequeña… y yo siempre la creía. Llegué a la conclusión de que si no hubiera sido cierto mi padre habría intercedido por mí, y como nunca lo hizo acabé aceptando la culpa de todo. A fin de cuentas, eran mis padres.
– Una experiencia muy dolorosa.
Gabriella sonrió. Lo había sido, pero después de diez años de paz y seguridad ya no le parecía tan terrible.
– Lo fue. Pero quedarse huérfano a lo catorce tampoco debió de resultar fácil. ¿Murieron en un accidente?
Hablaban de una forma tan abierta y relajada que ninguno de losdos se dio cuenta de que el tiempo volaba. Gabriella se encontraba muy a gusto con el padre Connors, algo poco habitual en ella.
– No. Mi padre murió de un ataque al corazón a la edad de cuarenta y dos años, y mi madre se suicidó tres días después. Yo aún era muy joven para entender qué estaba ocurriendo, pero creo que mi madre se suicidó porque no pudo soportar el dolor. Un poco de asistencia psicológica la habría ayudado. Por eso esas cosas son tan importantes para mí. Ayudan mucho. -Gabriella asintió mientras se preguntaba qué clase de terapia habría sido la adecuada para su madre-. Tardé años en perdonarla por lo que hizo. Pero ahora hablo con mucha gente que se halla en situaciones similares, personas que se sienten atrapadas, asustadas, solas o abrumadas, que no ven solución a sus problemas. Es increíble la cantidad de gente que no tiene con quien hablar. Esa gente siente pánico por problemas que a los demás nos parecen insignificantes.
– Como la hermana Anne -Gabriella sonrió y esta vez los dos se echaron a reír.
Estaban compartiendo secretos importantes. Y tenían mucho en común. Ambos habían perdido a sus familias y terminado con su vida en el mundo exterior de forma súbita y definitiva, y ambos habían encontrado su salvación en una vida que no volvería a exponerlos a aquellos terribles problemas.
– ¿Cuándo decidió hacerse sacerdote? -preguntó Gabriella.
– Tomé la decisión cuando tenía quince años y entré en el seminario nada más terminar el instituto. No puedo imaginar mejor vida que ésta.
Ella sonrió inocentemente. Era tan atractivo que, en cierto modo, resultaba extraño verle con el cuello clerical.
– Apuesto a que muchas chicas se llevaron un buen disgusto.
– La verdad es que no. No me trataba con chicas. En San Marcos sólo había chicos. Y antes de eso era demasiado joven y tímido. Simplemente me pareció la decisión correcta y nunca he dudado de ella.
– Yo tampoco, una vez que estuve segura. Estuve dándole vueltas al asunto durante varios años. Las monjas siempre hablaban de la “llamada”, de la “vocación”, pero yo no me creía lo bastante buena. Esperaba oír voces o algo parecido, y al final simplemente comprendí que no quería irme de aquí. Éste es mi sitio.
Él asintió. Ambos sentían que ésa era la vida para la que habían nacido.
– Todavía tiene tiempo para pensárselo -dijo con dulzura, hablando de nuevo como un cura y no sólo como un a migo, pero Gabriella sacudió la cabeza.
– No necesito pensármelo más. Cuando fui a la universidad comprendí que no quería regresar al mundo exterior. Es demasiado duro para mí. No sabría qué hacer. Nunca he salido con chicos, nunca he querido conocer hombres. No sabría qué decirles. -sonrió, olvidando que el padre Connors era un hombre-. Y no quiero tener hijos.
Esto último sorprendió al cura, pero más le sorprendió la vehemencia con que lo dijo.
– ¿Por qué no?
– Lo decidí cuando era una niña. Tenía miedo de volverme como mi madre. ¿Y si acababa haciendo las cosas que ella me hacía?
– Eso es una tontería, hermana Bernadette. No tiene por qué padecer los mismos demonios que atormentaban a su madre. Hay muchas personas que experimentan una infancia terrible y luego son unos padres excelentes.
– Y si no ocurre así ¿qué? ¿Abandonas a los hijos en el primer convento que encuentres? No me gustaría jugar de esa manera con la vida de otra persona. Se lo que se siente.
– Debió de pasarlo muy mal cuando su madre la abandonó -dijo el padre Connors con tristeza, recordando el día que halló a su propia madre muerta.
Tras toda una vida de oración y servicio a Dios, todavía no había podido olvidarlo. La había encontrado en la bañera con las muñecas rajadas. Fue la primera y la última vez que había de verla desnuda. Los cortes, hechos con la navaja de afeitar de su padre, eran tan profundos que casi se había seccionado las manos.
– Sí -respondió Gabriella-, pero cuando comprendí que aquí estaba a salvo sentí un gran alivio. La madre Gregoria me salvó la vida. Ha sido como una verdadera madre para mí.
– Por lo que he oído, está muy orgullosa de que decidir ingresar en la orden. Será una buena monja, hermana Bernie. Es usted una buena persona.
– Gracias, padre. Usted también. Me alegro de que hayamos hablado -dijo ella, recuperando su timidez natural, regresando lentamente hacia la entrada para reunirse con las demás hermanas.
Habían conversado durante una hora como si no hubiese nadie más en el jardín.
– Cuídese, hermana.
Gabriella se alejó sonriendo y el padre Connors entró en el edificio para recoger sus cosas. Había pasado un domingo muy agradable. Le gustaba visitar a las monjas. El espíritu de las hermanas era una parte importante de su vida, y siempre había admirado el incansable trabajo que realizaban en hospitales y escuelas, y en las misiones donde tanto peligro corrían. Se preguntó entonces sobre el futuro de la hermana Bernadette. Podía imaginarla dando consuelo a los demás, sobre todo a los niños. Seguía pensando en ella cuando se despidió de la comunidad y regresó al colegio de San Esteban. Para entonces Gabriella estaba fregando el suelo de la cocina con otras dos postulantes y no reparó en la mirada de odio de la hermana Anne cuando pasó por su lado, como tampoco había visto a la madre Gregoria observarla durante su paseo con el joven sacerdote. De pie frente a la ventana de su despacho, la madre superiora había contemplado a la pareja con expresión inquieta. Eran tan jóvenes, tan inocentes y hacían tan buena pareja. Existía una curiosa similitud entre ellos.
La madre Gregoria había regresado luego a su mesa y pasado largo rato absorta en sus pensamientos, pero no dijo nada a la joven cuando la vio esa noche. Estaba tan dulce y alegre con sus hermanas que no tenía sentido preocuparla. La madre Gregoria había visto algo inquietante esa tarde, pero luego se dijo que eran imaginaciones suyas.
El padre Connors estuvo toda la semana siguiente de viaje. No apareció en el convento de San Mateo hasta el sábado de Gloria y pasó toda la tarde confesando. Las monjas se alegraron de verle. El hombre tenía un gran sentido del humor y era benevolente en el confesionario. La hermana Emanuel estaba hablando de él a la tutora de las novicias cuando el padre Connors se detuvo a charlar con ellas camino de la salida.
– ¿Comerá con nosotras mañana, padre Connors? -preguntó la hermana Inmaculada, la tutor de las novicias, con una tímida sonrisa. De joven había sido muy bella y llevaba más de cuarenta años en la orden.
– Me encantaría -respondió él con una sonrisa.
Adoraba a las monjas, el brillo de sus ojos, sus tímidas sonrisas, el ingenio agudo que tantas veces le pillaba desprevenido. Sus rostros no reflejaban las tensiones del mundo. Habían escapado de los horrores que atormentaban tantas vidas. La mayoría aparentaba menos edad. Su vida de aislamiento les ahorraba mucho sufrimiento.
– Las postulantes y las novicias prepararán este año el almuerzo de Pascua. Llevan trabajando desde anoche -explicó la hermana Emanuel, orgullosa del grupo que estaba formando este año.
Habían preparado varios pavos y jamones. Había maíz del huerto, puré de patatas y guisantes frescos, y algunas monjas llevaban toda la mañana horneando pan y pasteles.
– Estoy impaciente por catarla -también estaban invitados a la comida otros tres curas y las familias de algunas monjas. Y este año el tiempo estaba siendo tan benevolente que la madre Gregoria había accedido a comer en el jardín-. ¿Puedo traer algo? Un feligrés nos ha regalado una caja se vino excelentes.
– Sería fantástico -dijo la hermana Inmaculada, sabedora de lo mucho que se alegrarían algunos comensales. La madre Gregoria raras veces permitía que las hermanas bebieran vino. Se sabía que lo hacían cuando visitaban a sus familias, pero en el convento nunca se consumía alcohol. Los cursa que iban a verlas bebían bastante, pero era un privilegio que la madre Gregoria prefería limitar a las visitas-. Gracias por el detalle.
Las dos hermanas sonrieron y al día siguiente, cuando el padre Connors llegó para la misa de Resurrección, traía en el maletero de su coche varias cajas de vino de California que trasladó hasta la cocina y confió a la hermana más veterana. Las novicias iban de un lado para otro, y al padre Connors se le hizo la boca agua sólo de olfatear los platos que habían preparado. Estaba impaciente por probarlos.
Los cuatro sacerdotes celebraron la misa juntos. La capilla rebosaba de monjas y familiares. Había niños por todas partes, y tras la larga cuaresma destaparon el crucifijo del altar y el vía crucis. Era un día de celebración, y el humor seguía siendo excelente cuando, después de la misa, los comensales se congregaron en el jardín.
La madre Gregoria saludaba y estrechaba la mano de viejos amigos, y las monjas más jóvenes ya habían empezado a sacar las bandejas con la comida. Gabriella estaba transportando un enorme jamón con la ayuda de la hermana Agatha cuando el padre Connors las vio y se ofreció a ayudarlas. Cogió la bandeja sin esfuerzo y la dejó sobre una mesa alargada, junto a otro jamón y cuatro pavos. También había galletas y bollos, pan de maíz, verduras de todas clases, puré de patatas, ensaladas variadas, media docena de tartas diferentes y helado casero.
– ¡Uau! -exclamó el padre Connors con una amplia sonrisa y los ojos abiertos de par en par cuando contempló la extensa colección de platos-. Ustedes sí que saben hacer de una comida de Pascua un acontecimiento inolvidable.
Y cuando la hermana Emanuel reparó en la expresión del joven cura, se sintió muy orgullosa de sus alumnas.
Los invitados pasaron en el convento casi toda la tarde. Gabriella estaba saboreando un trozo de tarta de manzana cuando el padre Connors se le cercó al fin. Había pasado la tarde charlando con la madre Gregoria, las monjas más mayores y sus familias. Le gustaba conversar con la madre superiora, una mujer bien informada, inteligente y sabia. Y a ella le había gustado conocer mejor al nuevo sacerdote. Connors llevaba en el colegio de San Esteban poco tiempo. Había vivido en Alemania y trabajado seis meses en el Vaticano, y sabía mucho de lo que ocurría por allí.
– Debería ponerle helado de vainilla -el cura señaló la tarta de manzana de Gabriella y luego atacó su porción de helado casero-. Mmmm… un acomida fantástica. Si abrieran un restaurante harían una fortuna para la Iglesia.
Gabriella rió al ver la cara de éxtasis del padre.
– Podríamos llamarlo “Restaurante Madre Gregoria”.
– Quizá algo más atrevido, como “Restaurante Las monjas”. Me han contado que acaban de abrir un club nocturno en una vieja iglesia de la ciudad donde el altar hace de barra. -sólo la mención del suceso les parecía a ambos un sacrilegio, pero a pesar de todo les hizo reír-. De pequeño me encantaba bailar -reconoció Connors-. ¿Y a usted, hermana Bernadette? -preguntó como si fueran viejos amigos.
Gabriella sonrió y negó con la cabeza.
– Nunca lo he intentado. Llevo en este convento desde los diez años. Cuando era niña mis padres solían dar muchas fiestas y a mí me encantaba ver bailar a los invitados, pero nunca me atrevía a bajar. Me sentaba en lo alto de la escalera y les observaba a hurtadillas. Parecían príncipes y princesas salidos de un cuento de hadas. Siempre pensaba que de mayor sería como ellos.
Gabriella ignoraba qué había sido de su casa y del mobiliario, si su madre lo había conservado o vendido.
– ¿Dónde vivía de niña? -preguntó el cura mientras colocaba una cucharada de su delicioso helado sobre la tarta de su a miga.
– Gracias… -Gabriella lo saboreó con los ojos cerrados y luego sonrió-. Mmmm, está delicioso… Vivíamos en Nueva York a veinte manzanas de aquí. Ignoro qué le ha pasado a la casa.
– ¿Nunca regresó para averiguarlo? -le extrañaba que no hubiera vuelto por mera curiosidad.
– Durante mis años de universidad pensé más de una vez en volver, pero… -se encogió de hombros y miró al padre Connors con sus enormes ojos azules, tan parecidos a los de él-. Demasiados recuerdos. Creo que no quiero volver a verla. Ha pasado mucho tiempo -y su vida ahora era muy diferente
– Si lo desea, puedo pasar en coche para comprobar si todavía está en pie.
– Se lo agradecería -el padre Connors podía enfrentarse a los demonios por ella e informarle después. Estaba casi segur de que a la madre Gregoria no le importaría-. ¿Y usted? ¿Ha vuelto alguna vez a San Marcos?
– Voy de tanto en tanto -miró a Gabriella con ternura-. La casa de mis padres es ahora un aparcamiento y no tengo familia. Lo único que me queda de mi infancia es San Marcos.
Ambos poseían una historia perturbadora y un pasado del que apenas quedaba nada salvo recuerdos dolorosos y sueños rotos. No obstante, ambos agradecían el hecho de haber sobrevivido. Habían buscado refugio en la Iglesia y se sentían a gusto en ella, como también se sentían a gusto charlando en ese banco del jardín. Gabriella levantó la vista y se sorprendió una vez más de lo atractivo que era Connors. Aún le costaba creer que hubiese renunciado al mundo laico, y cuando él contempló a la joven postulante, pensó lo mismo de ella.
Estaban observando cómo la gente charlaba animadamente cuando ambos cayeron en la cuenta de que las monjas y los sacerdotes con los que vivían era cuanto tenían en el mundo.
– Es extraño ¿no le parece? -dijo él-. Me refiero al hecho de no tener familia. Los primeros años, cuando llegaban las vacaciones, la echaba mucho de menos, pero luego me acostumbré. Los hermanos del San Marcos fueron maravillosos conmigo. Cada vez que iba a visitarles desde el seminario me sentía como un héroe. Le hermano Joseph, el director, fue como un padre para mí.
Compartían una experiencia muy similar que iba más allá de las misas o las confesiones. Era algo que sólo ellos podían comprender, una clase de soledad que forjaba un vínculo tácito entre ellos.
– Yo, cuando llegué aquí, simplemente me alegré de librarme de las palizas -dijo Gabriella en voz queda.
El padre Connors no habría ido capaz de imaginarlas si no hubiera visto eso y cosas peores cuando, de joven, trabajaba de capellán en un hospital. Había llorado mucho por el mal que la gente hacía a sus niños.
– ¿Eran muy fuertes? -preguntó.
Gabriella asintió con la cabeza y clavó la mirada en el vacío.
– A veces -respondió en un susurro-. Una vez acabé en el hospital. Me sentía feliz allí. La gente era muy amable conmigo. No soportaba la idea de tener que volver a casa, pero no me atreví a contarles lo que pasaba. Nunca se lo conté a nadie. Pensaba que tenía que proteger a mis padres y temía que si no lo hacía mi madre me mataría. Si me hubiese quedado a su lado unos años más, probablemente lo habría hecho. Me odiaba.
Gabriella miró a su nuevo amigo.
– Probablemente tenía celos de ti -dijo Connors.
Le había pedido que le llamara padre Joe y ella le había dicho que su verdadero nombre era Gabriella aún cuando las postulantes y algunas monjas la llamaran hermana Bernie.
– ¿Por qué iba a tener celos de una niña?
– A veces ocurre. ¿Cómo era su padre?
– No estoy segura. Algunas veces creo que nunca llegué a conocerle. Se parecía mucho a usted -Gabriella sonrió-. O por lo menos tengo esa impresión. Mi padre temía a mi madre. Nunca se enfrentó a ella ni intentó detenerla.
– Su padre debe de sentirse muy culpable. Quizá huyó por eso. Probablemente no pudo soportarlo. A veces la gente, cuando se siente impotente, hace cosas extrañas. -Gabriella pensó enseguida en el suicidio de su madre, pero no lo mencionó para no traerle recuerdos dolorosos-. Quizá debería intentar dar con él y hablarle del tema.
Ella lo había pensado más de una vez y le sorprendió que él lo mencionara, mas no sabía por dónde empezar la búsqueda. Sólo sabía que doce años atrás su padre se había ido a vivir a Boston.
– dudo que mi madre se molestara en comunicarle que me había abandonado en un convento. Una vez estuve a punto de mencionar el asunto a la madre Gregoria, pero ella siempre dice que debo olvidar el pasado. Supongo que tiene razón. Mi padre jamás volvió a dar señales de vida después de su partida. -lo dijo con la mirada triste. Hablar de sus padres todavía le causaba un profundo dolor.
– Puede que su madre no le dejara -sugirió el padre Joe, pero eso no era consuelo para ella, y quizá la madre Gregoria tenía razón. Su vida ahora era muy diferente y debía desembarazarse de los fantasmas que todavía la rondaban-. ¿Dónde está su madre ahora?
– En San Francisco, o por lo menos lo estaba cuando dejó de enviar dinero para mi manutención.
El cura aún no podía entender que su familia la hubiese abandonado por completo.
– En fin, hermana Bernie, ahora tiene una buena vida aquí y el convento la necesita. Las monjas la adoran. Creo que la madre Gregoria piensa que un día usted podría ocupar su puesto. Sería un gran honor. No nos ha ido tan mal después de todo ¿no cree? -dijo con una sonrisa.
Pero cuando sus miradas se encontraron, ambos comprendieron lo duro que había sido, lo lejos que habían llegado y lo mucho de sí mismos que habían dejado atrás. El padre Connors le dio una palmadita en la mano y Gabriella se sobresaltó al notar el contacto de su piel. Era una mano firme y fuerte y enseguida le hizo pensar en su padre. Llevaba tantos años sin sentir la proximidad de un hombre que era im posible que no le saltaran los recuerdos del único varón que había conocido o tenido tan cerca. Consciente de la reacción que había provocado, Connors se levantó lentamente.
– Será mejor que vaya a comprobar si mis colegas se han emborrachado ya y me los lleve a casa.
Gabriella se echó a reír cuando imaginó a los curas dando traspiés y desplomándose sobre las monjas.
– A mí me parece que están sobrios.
Dos de los curas se hallaban charlando con la madre superiora y el tercero con una familia. La hermana Emanuel estaba reuniendo a las postulantes para organizar la limpieza de la cocina, y los niños y demás invitados parecían contentos pero cansados. Habían pasado un domingo de Resurrección fantástico, sobre todo Gabriella.
– Nunca hablo de estas cosas -le confió al padre Connors antes de ir a reunirse con sus compañeras-. Todavía me asusta.
– No lo permita -le aconsejó él sabiamente-. Sus padres ya no pueden hacerle daño, Gabbie. Se han ido. Y aquí está segura. -era como si la hubiese liberado, con su dulzura, sus palabras y su amable presencia, como si pudiera protegerla por el solo hecho de estar junto a ella durante un rato-. Nos veremos en el confesionario -dijo con una sonrisa-. Intente no meterse en líos con la hermana Anne.
A veces, cuando hablaba con ella, el padre Connors se sentía viejo. Gabriella tenía veintiún años y sabía muy poco del mundo que se extendía más allá de los muros del convento. Él tenía diez años más y, en su opinión, bastante más experiencia.
– Estoy segur de que tendrá mucho que decir sobre nuestra conversación de esta tarde -repuso con exasperación. La irritaba enormemente tener que soportar las acusaciones de la joven postulante de Vermont.
– ¿Por qué? -preguntó asombrado el padre Joe.
– Siempre está picajosa por algo. La semana pasada se quejaba de mis relatos. Decía que yo me dedicaba a escribir cuando tenía que estar rezando los maitines o los laudes. Siempre hay algo que le molesta.
– Siga rezando por ella. Ya se cansará.
Gabriella asintió con la cabeza y dejó al padre Joe con la hermana Emanuel.
En la cocina había un montón de cacharros y bandejas que fregar, y el suelo estaba increíblemente sucio. Pero por una vez la hermana Anne estaba tan atareada que ni siquiera reparó en Gabriella. Gabbie se puso un delantal, se arremangó y se inclinó sobre los cacharros con un estropajo y una botella de jabón líquido. Tardaron varias hors en dejarlo todo limpio. Para entonces las monjas estaban sentadas en la sala hablándole la estupenda comida que habían preparado las novicias y postulantes, las familias se habían ido a sus casas y el padre Joe se hallaba en su habitación del colegio de San Esteban mirando por la ventana con el rostro extrañamente serio.