El resto del año hasta que Gabriella cumplió los diez fue un calidoscopio de oscuridad cuyo tema era siempre el mismo, por mucho que cambiaran los patrones, y el horror siempre igual de agudo, por mucho que cambiaran los colores.
Gabriella no volvió a ver a su padre. Parecía haber desaparecido de la faz de la tierra. No la llamó ni escribió ni fue a verla para explicarle por qué se había marchado.
El día que Eloise recibió la primera notificación de parte del abogado de John, se enfureció tanto que, como era de esperar, apalizó a Gabriella con saña. Y durante los días siguientes se mostró despiadada: la culpaba de todo, como había hecho desde que nació, y le dijo que su padre las odiaba a las dos por igual. Le dijo que ya no la necesitaba, que la mujer con la que iba a casarse tenía dos hijas encantadoras.
– No son como tú -comentaba Eloise con virulencia-. Ellas son guapas y educadas y tu padre las quiere mucho.
En cierta ocasión Gabriella cometió la imprudencia de replicar para defender los sentimientos que atribuía a su padre pero de los que ya no estaba tan segura dada su deserción. Como castigo Eloise le cepilló la boca con detergente hasta que la espuma le bajó por la garganta y la hizo vomitar, no sólo a causa del jabón sino también del dolor de la pérdida. Su padre la quería, se dijo Gabriella, ella lo sabía, o eso pensaba… o quizá sólo quería creerlo. Al final ya no sabía qué pensar.
Pasaba la mayor parte destiempo sola en casa leyendo y escribiendo cuentos. A veces escribía a su padre, pero como no sabía dónde enviar las cartas siempre acababa rompiéndolas. No le había dejado ninguna dirección, y las veces que intentó buscarla cuando su madre no estaba en casa no la encontró. Tampoco se atrevía a pedírsela a ella. Sabía dónde trabajaba su padre antes de que se marchara, pero cuando llamó al banco le dijeron que se había ido a vivir a Boston. Y cuando el día de su décimo cumpleaños no recibió noticias de él, comprendió que lo había perdido para siempre.
Todavía le entraban ataques de pánico cada vez que recordaba la noche que ella y su padre hablaron en susurros a la luz de la luna en su habitación. Le hubiera gustado decirle muchas cosas. Si le hubiese dicho lo mucho que le quería a lo mejor se habría quedado, a lo mejor no la habría dejado por las dos niñas de las que hablaba su madre, esas niñas que eran mucho mejores que ella y que su padre tanto quería ahora. Si se hubiese esforzado más, o si hubiese sacado mejores notas, aunque poco tenía que mejorar, o si no hubiese tenido que ir al hospital, si no hubiese hecho que su madre las odiase tanto a los dos, quizá no se habría ido… o quizá estaba muerto y todo era una mentira. Tal vez había sufrido un accidente. Sólo de pensarlo se quedaba sin respiración… ¿Y si nunca volvía a verle? ¿Y si olvidaba su cara? De vez en cuando contemplaba fotografías de su padre. Había dos sobre el piano y varias en la biblioteca, pero cuando su madre la descubrió mirándolas las sacó de los marcos y las hizo pedazos. Gabriella observaba una de cuando ella tenía cinco años, hecha durante un verano en Easthampton, pero su madre también la encontró y la tiró.
– Olvídale. Tu padre no te quiere. ¿Por qué pierdes el tiempo pensando en él? No te salvará -decía, disfrutando al ver cómo los ojos de la niña se llenaban de lágrimas.
Más que los golpes de su madre, lo que realmente dolía ahora a Gabriella era sabe que ya no volvería a ver a su padre, algo que Eloise no se cansaba de repetirle, eso y que nunca la había querido. Al principio le costó aceptarlo, pero poco a poco se dijo que tenía que ser cierto. Su silencio lo confirmaba. Pero si la quería, Gabriella estaba segura de que un día tendría noticias de él. Sólo era cuestión de tiempo.
Un año después Gabriella pasó el día de Navidad sola en la calle sesenta y nueve mientras su madre pasaba el día con amigos y la noche con un hombre de California alto, moreno y guapo. Gabriella no le encontraba ningún parecido a su padre. Habló con él un par de veces en que fue a casa a buscar a su madre para llevarla a cenar, pero Eloise enseguida le dejó bien claro que no era necesario ni recomendable. Gabriella era una criatura malvada, le explicó en más de una ocasión, tanto que no deseaba entrar en detalles. Y el hombre comprendió muy pronto que su amistad con Gabriella no era la mejor forma de ganarse el favor de Eloise. Lo mejor era evitarla, así que con el tiempo dejó de hablarle.
Numerosos hombres pasaban por la casa a recoger a su madre, pero el de California era el más habitual. Se llamaba Frank. Franklin Waterford. Y Gabriella sólo sabía que era de San Francisco y que estaba pasando el invierno en Nueva York. Hablaba mucho de California con su madre y le aseguraba que iba a encantarle. Más tarde Eloise empezó a hablar de pasar seis semanas en Reno. Gabriella ignoraba dónde estaba Reno y por qué su madre deseaba ir allí, pero nunca le explicaba nada. Lo único que sabía era lo que oía cuando ella y Frank pasaban junto a su habitación charlando animadamente y cuando se sentaban en la biblioteca por la noche para beber, conversar y reír. Gabriella ignoraba qué pasaría con el colegio cuando ella y su madre fueran a Reno. Pero no podía preguntárselo; si lo hacía, su madre montaría en cólera.
Gabriella, entretanto, seguía con su vida, a la espera de noticias o explicaciones, y cada día, cuando volvía de la escuela, miraba el correo con la esperanza de encontrar una carta de su padre. Pero la carta nunca llegaba, y cuando su madre la pilló un día revolviendo el correo sucedió lo inevitable. Últimamente las palizas, no obstante, eran menos enérgicas y frecuentes. Eloise llevaba una vida demasiado ajetreada para preocuparse por “disciplinar” a su hija. La mayor parte del tiempo se limitaba a repetirle que era una niña incorregible. Su padre se había dado cuenta, ¿o no?, y nadie podía exigirle a ella que desperdiciara su vida intentando hacer algo bueno de Gabriella. Así que dejaba que se las arreglara sola. Su hija tenía que preparase su propia cena. Eso cuando había comida en casa.
Jeannie, la criada, se iba cada día a las cinco en punto, y si creía que la señora no iba a descubrirlo, dejaba algo en el horno para Gabriella. Pero sabía que si la “mimaba” o le hablaba demasiado, la pequeña pagaba un alto precio por ello, así que optaba por fingir indiferencia y se obligaba a no pensar en lo que le ocurría a Gabriella cuando ella se marchaba. Jeannie nunca había visto unos ojos tan tristes en una niña y el corazón se le encogía sólo de mirarlos. Pero no podía ayudarla. Su padre había desaparecido y la había dejado en manos de su madre, y Eloise era el diablo en persona. Gabriella, no obstante, era hija suya. Qué otra cosa podía hacer Jeannie para ayudarla salvo dejarle un poco de sopa en el horno o aplicarle una compresa fría en una herida que la niña aseguraba haberse hecho en el patio del colegio. Hasta Jeannie sabía que en los patios de los colegios los niños no se hacían heridas de semejante envergadura. Una vez le descubrió en la espalda la marca de una mano tan perfilada que parecía un dibujo, y comprendió enseguida cómo había ocurrido. A veces casi deseaba que la niña escapara de casa. Estaría mucho mejor sola en la calle que con su madre. Allí disponía de un techo y de ropa de abrigo, pero no tenía ternura, ni amor, ni apenas comida, ni nadie que se preocupara de ella. Pero si Gabriella huía, la policía no tardaría en devolverla a casa. Jamás se entrometería entre una madre y una hija, independientemente de lo que la primera pudiera hacerle a la segunda. Gabriella también lo sabía. Sabía que las personas mayores no ayudaban, sabía que no acudirían en un corcel blanco para salvarla. Las más de las veces fingían no ver y cerraban los ojos o se volvían. Como su padre.
Pero a medida que se acercaba la primavera, la cólera de Eloise fue disminuyendo hasta dar paso a la indiferencia. Se hubiera dicho que ahora le traía sin cuidado lo que hiciera Gabriella siempre y cuando no tuviera que verla u oírla. Últimamente sólo le había pegado una vez, cuando creyó que Gabriella fingía no oírla. Pero Gabriella no fingía, simplemente su oído ya no era el de antes como consecuencia de las palizas recibidas. Oía bien, pero si la voz le llegaba desde determinados ángulos o había otros ruidos en la habitación, no distinguía las palabras. Gabriella, no obstante, nunca se quejaba, y aunque a veces suponía un problema en la escuela, nadie salvo su madre parecí anotarlo.
– ¡No me ignores, Gabriella! -aulló Eloise antes de abalanzarse sobre su hija.
Pero Frank iba mucho por la casa últimamente y Eloise jamás le ponía una mano encima durante sus visitas. Sólo lo hacía cuando estaban a solas. Y cuando Frank no se presentaba a la cita u olvidaba llamar, Eloise siempre culpaba a Gabriella.
– ¡No ha venido porque te detesta, condenada tunante!
A Gabriella no le cabía duda, y se preguntaba qué sucedería si Frank no venía nunca más. Pero por ahora no parecía que fuera a ocurrir, aunque hablaba de regresar a San Francisco en abril. La idea inquietaba a su madre, y ese nerviosismo se traducía en algo muy peligroso para Gabriella.
Una vez llegado marzo, cada vez que Frank venía a casa cerraban la puerta de la biblioteca para poder hablar en privado o pasaban hora en el dormitorio de Eloise. Resultaba difícil saber qué hacían y siempre eran muy silenciosos. Frank sonreía a Gabriella cada vez que la veía, pero nunca la saludaba ni se detenía a charlar con ella. Lo tenía prohibido. Gabriella era tratada como una leprosa en su propia casa.
En abril, tal como estaba previsto, Frank regresó a San Francisco. No obstante, para sorpresa de Gabriella, su madre no parecía afligida sino todo lo contrario. Estaba más contenta y atareada que nunca. Apenas le dirigía la palabra, lo cual era toda una bendición, y parecía estar haciendo planes. Pasaba mucho tiempo al teléfono hablando con sus amigas y bajaba la voz cada vez que Gabriella entraba en la sala, como si estuviera contando algún secreto. Pero Gabriella, de todos modos, no podía oírlas.
Tres semanas más tarde Eloise pidió a Jeannie que le ayudara a subir las maletas del sótano y luego empezó a llenarlas con sus cosas mientras Gabriella se preguntaba cuándo le ordenaría que ella hiciera lo mismo. Unos días después, finalmente, lo hizo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó Gabriella con cautela.
Raras veces hacía preguntas, pero no sabía qué ropa meter en la maleta y no quería enfurecer a su madre eligiendo el vestuario equivocado.
– Me voy a Reno -respondió Eloise.
Gabriella no se atrevió a preguntar dónde estaba Reno o cuánto tiempo pasarían allí y confió en dar con la indumentaria adecuada. Fue a su cuarto y mientras hacía el equipaje, se preguntó si Frank estaría esperándolas cuando llegaran. Todavía no estaba segura de si le gustaba. Apenas le conocía. Sólo sabía que era guapo y alto, y muy cortés con su madre. Gabriella temía acabar decepcionándole como a los demás. Sabía que si cogía mucho cariño a alguien ese alguien acabaría odiándola y, probablemente, abandonándola, como había hecho su padre. Y si su padre la odiaba ¿quién no iba a odiarla? Pero quizá con Frank sería diferente. y para aliviar su angustia empezó a escribir cuentos sobre él, pero cuando su madre los encontró los hizo añicos y le dijo que era una guarra y que quería robarle a Frank. Gabriella no entendía lo que su madre le decía ni el motivo de su enfado. En uno de sus cuentos describía a Frank como el Príncipe Azul y ello le valió una paliza. Frank se habría indignado de haberlo sabido, pero para entonces ya estaba en California.
Un sábado por la mañana, dos semanas después de Pascua, Eloise miró a su hija durante el desayuno y, por primera vez en su vida, le sonrió. Gabriella sintió un escalofrío. Algo en sus ojos le dijo queso no iba con cuidado, tendría problemas. Pero su madre se limitó a decir con voz alegre:
– Mañana me voy a Reno. ¿Tienes hecho el equipaje?
Gabriella asintió con la cabeza. Después del desayuno Eloise supervisó el cuarto y la maleta de su hija y dio su aprobación. Gabriella respiró aliviada al ver que no había cometido ningún error imperdonable. Luego su madre miró en derredor para asegurarse de que no había olvidado nada y se mostró satisfecha con los resultados. No había cuadros en las paredes, nunca los había habido, y Eloise había arrojado a la basura la única fotografía que Gabriella poseía de su padre. Su habitación no tenía adornos, sólo una cama, una cómoda, una silla, unas cortinas blancas en las ventanas y un suelo de linóleo que Jeannie le ayudaba a fregar cada martes por la tarde.
– No necesitarás ropa elegante, Gabriella. Puedes sacar el vestido rosa de la maleta -fue el único comentario de Eloise, y la niña se apresuró a colgar el vestido en el armario-. No olvides el uniforme del colegio. -las instrucciones eran confusas, pero Gabriella había guardado algunas prendas del colegio porque eran cómodas y no estaba segura de cuánto tiempo pasaría en Reno. Luego su madre la miró con un sarcasmo que Gabriella conocía bien-. Estoy segura de que te alegrará saber que tu padre va a casarse en junio.
Gabriella sintió un gran alivio, además de una aplastante decepción al comprender que su padre ya no volvería. Siempre lo había temido. El alivio, no obstante, provenía de saber que estaba vivo, que no había muerto en un terrible accidente. Gabriella había escrito un relato al respecto cargado de tanto realismo que había empezado a temer que su padre hubiese muerto de verdad.
– No volverás a verlo -le dijo su madre por milésima vez-. No nos quiere. Nunca nos quiso. No lo olvides, Gabriella. Tu padre nunca te quiso -Eloise la miró con una chispa de ira en los ojos-. Lo sabes ¿verdad?
Gabriella asintió con la cabeza. Quería decirle que no la creía, pero le habría costado la vida. A esas alturas había aprendido a ser prudente. Por otro lado, quizá era cierto, quizá su padre nunca las había querido. Si Gabriella se hubiese portado mejor, si no hubiese dado tantos problemas, tal vez su padre las h abría querido más y se habría quedado… Pero no había olvidado la mirada de él aquella noche en su cuarto. Sus ojos le habían dicho que la quería, por mucho que dijera su madre. Así pues, todo le resultaba confuso.
Eloise salió con unos amigos esa noche y su hija se preparó un emparedado para cenar. En la casa reinaba el silencio y Gabriella estuvo largo rato pensando en el misterioso viaje que iban a emprender al día siguiente. Todavía no sabía por qué iban a Reno y qué les esperaba allí, pero era consciente de que hasta que no llegaran a su destino sus preguntas no obtendrían respuesta. Le inquietaba estar en ascuas y, en cierto modo, le entristecía dejar su casa. Era la casa donde había vivido con su padre, y mientras iba de habitación en habitación recordó el sonido de sus pasos y la fragancia que desprendía después de afeitarse. Pero ella y su madre no estarían fuera mucho tiempo, y tal vez se tratase de toda una aventura. Quizá Frank estaría allí y esta vez le hablaría. Quizá sería simpático con ella, y si se portaba muy bien y hacía todo lo posible por no enfadarlo, quizá hasta le querría. Gabriella se prometió que lo intentaría con todas sus fuerzas.
Esa noche, cuando su madre llegó, Gabriella ya dormía y no la oyó entrar. Eloise se desvistió sonriendo para sus adentros. Para ella estaba a punto de empezar una nueva vida llena de promesas y la oportunidad de cerrar la puerta a todos sus desengaños. Ardía en deseos de marcharse. Iba a coger el tren al día siguiente por la noche, pero Gabriella todavía no lo sabía, como tampoco a qué hora debían partir.
Para no hacer esperar a su madre, se levantó al amanecer, y cuando Eloise bajó a las nueve a desayunar ya le había preparado café. Gabriella colocó la taza delante de su madre con cuidado de no derramar el líquido. A esas alturas ya lo sabía todo sobre perfección. El café estaba exactamente a la temperatura que quería su madre. Y Eloise no hizo ningún comentario, señal al menos de que Gabriella no la había hecho enfadar. Todavía. La situación podía cambiaren un santiamén.
Transcurrió media hora antes de que su madre abriera por fin la boca, y lo hizo para preguntar a su hija si lo tenía todo listo. Gabriella había cerrado la maleta antes de bajar. Vestía una falda gris y un jersey blanco y tenía una chaqueta azul cuidadosamente doblada sobre la silla de su cuarto junto con la boina azul y los guantes. Los zapatos de charol negro estaban impecables, sin una sola rozadura, y llevaba los calcetines, blancos y hasta el tobillo, impolutos y doblados como a su madre le gusta. Con su coleta rubia y sus enormes ojos azules Gabriella habría enternecido a cualquiera, salvo a su madre. A sus diez años seguía siendo una niña adorable, y todo en ella hacía prever que algún día sería una belleza, lo que no la ayudaba a ganarse el favor de su madre.
Eloise esperó en el portal mientras Gabriella subía a recoger la maleta y el resto de sus cosas, y cuando volvió advirtió que su madre no había bajado su equipaje. Enseguida se preguntó si esperaba que ella lo hiciera y empezó a subir.
– ¿Adónde vas ahora? -preguntó Eloise con exasperación. Tenía muchas cosas que hacer y no podía perder más tiempo.
– Por tus maletas.
– Yo misma lo haré más tarde. Baja de una vez.
Gabriella no entendía nada, pero sabía que no podía pedir una explicación ni siquiera ahora que estaban a punto de marcharse. Entonces reparó en que su madre llevaba puesta una ropa que sólo utilizaba para estar por casa y hacer recados. A diferencia de Gabriella, no iba vestida para viajar. Ni siquiera se había molestado en ponerse un sombrero. Gabriella salió con su pequeña maleta y al contemplar la casa donde había conocido tanto dolor sintió pánico. Sentía que algo no iba bien. De repente le dieron ganas de esconderse en el armario del vestíbulo. Habían pasado dos años desde la última vez que lo hizo. Había aprendido que esconderse sólo agravaba las palizas y que era mejor someterse a ellas sin oponer resistencia. pero ahora prefería cualquier cosa antes que seguir ciegamente a su madre hacia un sino desconocido que podía ser mucho peor que el padecido hasta ese momento.
– No arrastres los pies, Gabriella, no tengo todo el día -le regañó Eloise.
Pero su madre no llevaba equipaje y Gabriella comprendió que allá donde fuera su madre no iría con ella. Pero ¿adónde podía llevarla con una maleta un sábado por la mañana?
Eloise dio al taxista una dirección. Recorrieron las veinte manzanas que les separaban de su destino mientras el corazón le latía con fuerza. Le aterraba no saber adónde se dirigían, pero sabía que si hacía preguntas más tarde lo pagaría. Su madre, entretanto, miraba por la ventanilla del taxi absorta en sus pensamientos. Consultó su reloj una o dos veces y se mostró satisfecha al comprobar que iba bien de tiempo. Finalmente se detuvieron frente a un edificio grande y gris de la calle Cuarenta y ocho, cerca del East River. Gabriella tenía náuseas y las manos le temblaban. Quizá esta vez había hecho algo realmente horrible y su madre la llevaba a la policía para que la castigaran. Todo era posible en una vida llena de terror como la suya. Gabriella no podía estar segura en ningún lugar.
Su madre pagó al taxista y salió por delante de Gabriella, que parecía moverse con una lentitud irritante y luchar torpemente con la maleta. Eloise llamó al timbre y golpeó una pesada aldaba. Era un edificio impresionante pero austero. Y mientras esperaban, en vano buscó los ojos de su madre, y luego se miró los pies para ocultar las lágrimas que se esforzaba por sofocar. Las piernas le temblaban de miedo. Finalmente, con una lentitud angustiosa, la puerta se abrió y una cara menuda y frágil asomó por ella.
– ¿Sí?
Gabriella no supo si se trataba de un hombre o una mujer. Lo poco que veía de la cara parecía carecer de edad y sexo.
– Soy la señora Harrison. Tengo una cita -dijo Eloise con impaciencia- Y prisa -añadió mientras el rostro no identificable se alejaba para preguntar al respecto.
– Mami… -dijo Gabriella con voz trémula. Aunque sabía que era preferible callar, no podía soportar la angustia un minuto más-. Mami…
Su madre se volvió bruscamente.
– ¡Calla! No es momento ni lugar para tus malos modales. Esta gente no tolerará tus tonterías como yo.
Así que era verdad: iban a meterla en la cárcel para castigarla por diez años de faltas que, al final, habían conducido a la pérdida de su padre. Había llegado la hora de pagar por ello. Los ojos de Gabriella se llenaron de lágrimas. Tenía la sensación de estar esperando su sentencia de muerte y no entendía qué había ocurrido con el viaje a Reno. ¿O acaso aquello era Reno? ¿Era así como lo llamaban? ¿Dónde estaba? ¿Qué iban a hacerle?
Y justo cuando creía que el miedo iba a ahogarla, la pesada puerta se abrió para revelar un pasillo largo y oscuro. Delante había una anciana menuda y retorcida, con un chal negro sobre el hábito y un bastón en la mano, que les hacía señales para que entraran. Gabriella tragó saliva y muy a su pesar, dejó escapar un sollozo mientras su madre la agarraba del brazo y la metía en el edificio. La puerta se cerró con estruendo y el único sonido que podía oírse ahora era el llanto de Gabriella.
– La madre Gregoria la atenderá dentro de un momento -dijo la anciana a Eloise, sin siquiera mirar a Gabriella. Eloise miró irritada a la niña y la zarandeó por un brazo.-
– ¡Deja de lloriquear! -le ordenó, y le propinó otra sacudida, pero se contuvo-. Podrás llorar cuanto quieras cuando me haya ido, pero ahora no. Yo no soy como tu padre. No pienso tolerar tus lloriqueos, y tampoco las hermanas. ¿Sabes qué hacen las monjas a los niños que se portan mal?
Gabriella no respondió, pero cuando levantó la cabeza no vio más que un enorme crucifijo con un Cristo sangrante y rompió a llorar aún con más fuerza. Era el peor día de su vida, y sólo deseaba morir cuanto antes y evitar que la castigaran por los innumerables pecados cometidos durante su corta existencia. Ignoraba qué hacía en ese lugar y cuánto tiempo iba a quedarse, pero la maleta no era una buena señal.
Sus sollozos se acrecentaron y las amenazas de su madre no consiguieron sofocarlos. Gabriella seguía llorando cuando la monja regresó para anunciarles que la madre superiora las recibiría. La siguieron por el pasillo, iluminado por lámparas diminutas y algunas velas. El lugar parecía una mazmorra y Gabriella oía a lo lejos un canto lastimero. Hasta el sonido de esas voces le resultaba aterrador y la música que las acompañaba era lúgubre y desoladora. Prefería morir a estar allí.
La monja se detuvo ante una puerta y tras invitarlas a pasar, se alejó cojeando con su bastón. A pesar de su dolencia y lo avanzado de su edad, sus pies parecían deslizarse sobre el suelo de piedra, y Gabriella sintió un escalofrío. Su madre la cogió del brazo y la metió en la estancia; el llanto de Gabriella se intensificó cuando miró alrededor. De pie, detrás de un pequeño escritorio trillado, había una monja de mirada gélida y cara de granito. Llevaba una banda blanca y almidonada sobre la frente y el resto de su persona estaba cubierto de negro. Gabriella se sorprendió de lo alta que era, pero lo que más la aterró fue que parecía no tener manos. Tenía los brazos cruzados y las manos metidas en las mangas del hábito y un pesado rosario en torno a la cintura como único adorno. No llevaba insignia alguna que mostrara su posición destacada en la orden, pero Eloise sabía que era la madre superiora. Se habían visto en dos ocasiones durante los últimos dos meses para hablar de Gabriella. La madre superiora se sorprendió de que la niña estuviera tan trastornada. Suponía que su madre la habría informado de sus planes antes de venir.
– Hola, Gabriella -dijo con solemnidad-. Soy la madre Gregoria. Como ya te habrá explicado tu mamá, vas a quedarte con nosotras una temporada.
Aunque no sonreía, tenía mirada amable, pero eso Gabriella aún no podía verlo y sólo se limitó a sacudir vehemente la cabeza para indicar que no quería quedarse y que su madre no le había contado nada.
– Te quedarás aquí mientras yo esté en Reno -dijo Eloise con voz impasible.
La madre superiora las observaba. Había comprendido que Gabriella ignoraba por qué estaban allí y desaprobó en silencio el modo en que Eloise había manejado el asunto.
Gabriella miró a su madre con cara de pánico.
– ¿Cuánto tiempo estarás fuera?
Pese a lo mucho que la había temido toda su vida, no tenía a nadie más. Gabriella se preguntó si la estaban castigando por sus malos pensamientos. Tal vez su madre siempre supo que los tenía y ahora la dejaba allí para que la castigaran.
– Estaré en Reno seis semanas -respondió Eloise mientras se apartaba de la turbada chiquilla sin añadir una palabra de consuelo.
– ¿Iré al colegio? -preguntó Gabriella. De tanto llorar le había entrado hipo y respiraba entrecortadamente.
– Estudiarás con nosotras -explicó la religiosa con una serenidad que no consiguió tranquilizar a Gabriella.
De repente todo le era desconocido y estaba asustada. Prefería con mucho las palizas de su madre a ese lugar. Pero no tenía elección. Su madre se iba a Reno.
– Tenemos otras dos chicas aquí -continuó la madre superiora-. Son hermanas y mayores que tú. Una tiene catorce años y la otra diecisiete. Creo que te gustarán. Son muy felices con nosotras.
No explicó que vivían en el convento porque eran huérfanas. Sus padres habían muerto en un accidente de avión un año atrás, y fueron a vivir con su abuela, el único familiar que les quedaba, pero ésta había fallecido repentinamente en Navidad. Eran primas de una religiosa de la orden y hasta que pudieran encontrarles otro hogar el convento era la única solución. Para Gabriella solamente era una medida temporal. Dos meses, había dicho la señora Harrison, como mucho tres pero Eloise no se lo dijo a Gabriella. Entre madre e hija parecía existir una extraordinaria distancia que la sabia monja advirtió. De hecho, tuvo la impresión de que la niña temía a su madre. Sabía que el padre las había abandonado e iba a casarse con otra, pero la señora Harrison no le había hablado de sus propios planes, sólo que necesitaba un lugar donde dejar a la niña mientras iba a Reno para divorciarse. No era un plan que contara con la aprobación de la madre superiora, pero tampoco pretendía juzgar la moral de Eloise. Únicamente le interesaba proporcionar cobijo a Gabriella.
La pequeña seguía llorando. Entonces Eloise consultó su reloj y puso cara de sorpresa.
– Tengo que irme -dijo, y en ese momento una manita se aferró a su falda.
– No te vayas, mami, por favor… Seré buena, te lo prometo… Déjame ir contigo, por favor…
– ¡No seas ridícula! -espetó Eloise al tiempo que retrocedía con asco. La proximidad de Gabriella le desagradaba.
– Reno no es lugar para una niña -intervino la madre Gregoria-, ni para un adulto -añadió con tono de desaprobación. La madre superiora ignoraba que Frank había hecho una reserva para Eloise en uno de los ranchos para turistas más lujosos de Reno y tenía previsto pasar allí con ella todo el tiempo. Iba a enseñarle a montar a caballo al estilo de Texas-. Tu madre volverá pronto, Gabriella. Verás cómo el tiempo pasa volando -dijo con dulzura, consciente de que la pequeña se hallaba en un estado de pánico y que a la madre o bien le traía sin cuidado o ni siquiera se percataba de ello.
La monja asintió levemente con la cabeza y pocos segundo después Eloise ya había recogido el bolso y estrechado su mano. Luego miró a su hija con una tenue sonrisa, incapaz de ocultar el placer que le producía marchar se. No tenía nada que decirle para aliviar su terrible dolor. Lo único que deseaba era ser libre.
– Pórtate bien y no des problemas -fue cuanto le dijo-. Me enteraré si lo haces. -y ambas sabían lo que eso significaba, pero a Gabriella ya no le importaba.
Rodeó a su madre por la cintura y lloró tanto por la madre que nunca había tenido como por el padre perdido. Gabriella era un pozo de miedo y una soledad indescriptibles, y aunque su mirada pasaba desapercibida para Eloise, había conmovido a la madre Gregoria. La monja esperó que Eloise besara a su hija o le dijera algo para tranquilizarla, pero la mujer se limitó a retirar los bracitos de su cintura y apartar a la niña de un empujón.
– Adiós, Gabriella -dijo fríamente mientras su hija la miraba con ojos que comprendían mucho más de lo habitual para su edad.
Gabriella entendía ahora lo que se sentía ante el abandono. Se quedó inmóvil, incapaz de contener las lágrimas, y vio cómo su madre se marchaba sin mirar atrás.
Durante un breve instante comprendió con precisión lo sola que estaba y quizá siempre estaría. Entonces sus ojos y lo de la monja reencontraron. Gabriella y la madre superiora eran dos almas que habían viajado muy lejos y visto demasiado, y a una edad excesivamente temprana en el caso de Gabriella. La niña permanecía muy quieta, emitiendo unos ruiditos que rompían el corazón. La madre Gregoria se acercó lentamente y la rodeó con sus brazos.
Quería proteger a Gabriella del mundo que la había herido de una forma casi irreparable. Todo lo que Gregoria sabía, sentía y creía se concentró en la fuerza de su abrazo, así como todo lo que quería para esa criatura. Gabriella la miró con perplejidad, y luego cerró los ojos, consciente de lo que acababa de ocurrir entre ellas. Y mientras permanecía acurrucada en el dulce abrazo, las compuertas se abrieron y Gabriella lloró por todas las pérdidas, todo el dolor, toda la pena, todo el terror y todos los desengaños que la vida le había infligido. Mas, pasara lo que pasara, a partir de ahora sabía con la erudición de sus diez años que allí estaría a salvo.