Alice llegó a casa poco después que Cassandra. Había pasado cuatro horas caminando por las calles de Londres de una agencia de empleo a otra bajo el calor del mediodía, pero todo había sido en vano. Su edad era un impedimento para todos los trabajos disponibles. El detalle de que solo hubiera trabajado para una persona y de que solo hubiera desempeñado dos funciones, como institutriz y como dama de compañía, a lo largo de toda su vida laboral durante los últimos veintidós años también era un impedimento, pese a todos sus esfuerzos por explicar que el hecho de que hubiera estado tantos años al lado de dicha persona ponía de manifiesto que era una trabajadora responsable y digna de confianza. Nadie la contrataría como ama de llaves, un puesto para el que tenía la edad adecuada, ya que carecía de experiencia en las tareas que debía llevar a cabo, y tampoco la contratarían como cocinera porque lo más complicado que sabía hacer era un huevo cocido.
Lo único que había hecho era dejar su nombre y sus cartas de presentación y recomendación en las dos agencias que habían estado dispuestas a aceptarla, con la esperanza de que surgiera algo. Sin embargo, sabía muy bien que era una esperanza vana. Solo le había pasado una cosa buena esa tarde, y era su encuentro con un antiguo amigo, al que vio mientras descansaba sentada en un banco a la sombra de un árbol cerca de un cementerio. Haberlo reconocido después de tantos años le resultó sorprendente. Aunque aún lo fue más que él la reconociera a ella. Fue algo mutuo, en todo caso, de modo que él se detuvo a charlar con ella e incluso se sentó unos minutos.
¿Recordaría Cassie al señor Golding?
– ¿Te refieres al tutor de Wesley? -le preguntó después de hacer memoria.
– Veo que te acuerdas -comentó Alice con una sonrisa deslumbrante.
Claro que lo recordaba. Era un joven al que su padre le sacaba una cabeza, delgado, moreno, serio y con unos anteojos de montura metálica. Fue contratado cuando Wesley cumplió ocho años, después de que su padre tuviera uno de sus inusuales golpes de buena suerte. No había pasado ni un mes cuando la suerte cambió y el señor Golding se vio obligado a marcharse al ver que no podían pagarle. Sin embargo, Alice se mantuvo a su lado, como siempre.
Lo recordaba porque por aquel entonces ella tenía trece años, la edad en que las jovencitas comenzaban a fijarse en los hombres. Se había enamorado secreta y desesperadamente del señor Golding después de que un día le sonriera y la llamara «señorita Young» al tiempo que la saludaba con una respetuosa inclinación de cabeza como si fuera una adulta. Cuando se fue, se pasó una semana llorando, convencida de que jamás podría olvidarlo ni amar a otro.
– ¿Cómo está? -quiso saber.
– Muy bien -contestó Alice-. Es secretario de un ministro, Cassie. Y la verdad es que por su aspecto tan elegante parece que le van bien las cosas. Tiene canas en las sienes. Le dan un aire muy distinguido.
En ese momento cayó en la cuenta de que tal vez no había sido la única en enamorarse de él hacía quince años. Alice y el señor Golding debían de tener la misma edad y se podía decir que habían trabajado codo con codo durante todo un mes.
– Me ha preguntado por ti -añadió Alice-, y se ha sorprendido mucho al enterarse de que sigo contigo. Te ha llamado «señorita Young». Tal vez no se enteró de tu matrimonio.
¿Alice no le había dicho nada?, se preguntó. No podía culparla, claro.
– Le he dicho que a estas alturas eres lady Paget y que has enviudado -prosiguió Alice-. Te manda saludos.
«¡Vaya por Dios!», exclamó para sus adentros. No volverían a ver al señor Alian Golding, pensó mientras le dirigía una sonrisa a una sonrojada Alice. Se compadeció de ella. No recordaba que hubiera mantenido una amistad con alguien a lo largo de su vida.
Cenaron juntas y después se sentaron en la salita de estar. Cassandra le lanzó unas cuantas miraditas a la chimenea, donde habían apilado carbón y leña para prender el fuego. Sin embargo, quedaba tan poco carbón en el cubo de la puerta de la cocina que no estaba dispuesta a permitirse extravagancias, aunque contaba con un poco de dinero. Tenía que ahorrar todo lo posible. El verano estaba a la vuelta de la esquina y la alta sociedad abandonaría Londres, como también lo haría el conde de Merton, sin duda alguna. No se atrevía a pensar a más largo plazo para decidir qué haría después. Por ese motivo debía ahorrar todo lo posible hasta que llegara el momento de considerarlo.
No era una noche fría, pero hacía un poco de fresco.
– Supongo que vendrá esta noche -dijo Alice de repente, sin levantar la cabeza de la costura. Ni siquiera le había preguntado cómo había pasado la tarde.
– Sí -confirmó Cassandra-. Va a venir.
Alice siguió cosiendo como si no la hubiera oído.
– Lo que debería hacer -dijo la dama de compañía al cabo de unos cinco minutos de silencio- es asaltar un carruaje, con un antifaz y un par de humeantes pistolas en las manos. -Al ver que Cassandra guardaba silencio, levantó la cabeza y ambas se miraron hasta que fueron incapaces de aguantar la risa, de modo que acabaron estallando en carcajadas.
Después de secarse las lágrimas, volvieron a mirarse y empezaron otra vez. Una reacción exagerada para la broma en cuestión.
Cuando recuperaron la serenidad y volvieron a acomodarse en sus respectivos asientos, Cassandra le dijo a su amiga:
– Es un buen hombre, Allie. No lo elegí por ese motivo, ni siquiera lo hice por su físico. Lo elegí porque sabía que debía de ser más rico que Creso y que podía atraerlo. Pero seguro que había un hada buena, o tal vez mi ángel de la guarda, vigilándome. Es un hombre bueno y decente.
Un hombre a cuyo lado se sentía incómoda. Un hombre en cuyos ojos azules podía acabar ahogándose.
– No es tan decente -apostilló Alice, olvidadas por completo las risas que acababan de compartir- si está dispuesto a pagarte por… Ningún hombre que haga eso es decente, Cassie.
– Pero es un hombre -señaló ella-. Y yo puedo ser muy seductora cuando me lo propongo. Anoche me lo propuse. No tuvo la menor oportunidad, Allie. No lo culpes a él. En todo caso, cúlpame a mí. -No logró ablandarla ni siquiera con una sonrisa-. Además -siguió, ya sin sonreír y con la mirada clavada en el carbón de la chimenea-, creo que me ha contratado por una mezcla de lujuria y compasión. No es tonto, Allie, y a mí no se me da bien mentir. Sabe por qué lo he elegido. Se lo dejé muy claro esta mañana. Habría sido una tontería negarlo. Sabe que el interés que siento por él es de índole económica, y creo que ha aceptado mis términos porque le doy lástima.
Admitirlo era humillante. Si hubiera sido la cortesana irresistible que había creído ser, el conde de Merton habría aceptado sus términos solo porque le garantizaban un acceso ilimitado a su lecho y a su cuerpo. Eso habría sido muchísimo mejor.
Alice la observaba en silencio, con la aguja suspendida sobre la costura.
– Es demasiado tarde para que sigas cosiendo -dijo Cassandra-. No se ve nada y no quiero encender una vela a menos que sea absolutamente necesario. -La noche anterior había malgastado un par de velas. No podía permitírselo una segunda vez-. Estás cansada -añadió-. Has tenido un día muy largo y ajetreado. ¿Por qué no vas a la cocina, te preparas un té y te lo llevas a la cama?
– No me quieres por aquí cuando venga -replicó Alice, que soltó la costura después de trabar la aguja en la tela y se puso en pie-. Y yo tampoco quiero. No podría saludarlo con educación. Buenas noches, Cassie. Ojalá no tuvieras que hacer esto por mí, por lo menos.
– Llevas casi un año sin cobrar -le recordó-. Y te debo mucho, no solo en ese aspecto. Rara vez recibiste tu sueldo cuando yo era pequeña, ¿verdad? Sin embargo, te quedaste a mi lado cuando podrías haber encontrado otro empleo sin ningún problema.
– Te quería -dijo Alice.
– Lo sé.
Cassandra la acompañó a la cocina. Mary estaba limpiando los viejos fogones. Roger estaba tumbado delante del fuego y al verlas llegar, las saludó moviendo el rabo sin levantar siquiera la cabeza.
– Mary -dijo Cassandra-, ¿nunca dejas de trabajar? Seguro que esos fogones no han estado nunca tan limpios. Vete a la cama.
– Nunca dejo de trabajar para usted, milady -contestó Mary con vehemencia-. No después de todo lo que ha hecho por mí, primero obligando a su marido a mantenerme a su servicio después de que Billy se fuera dejándome embarazada. Y luego intentando protegerme cuando su marido…
– En ese caso, obedéceme y vete a la cama -la interrumpió-. Y si escuchas llamar a la puerta, no te levantes. Yo abriré.
– Y luego me trajo aquí con usted después de que Billy se fuera de nuevo y su hijastro me echara de la propiedad antes de que volviera -añadió Mary, poco dispuesta a amilanarse-. Lo que debe hacer, milady, es dejar que sea yo quien abra la puerta y quien atienda a ese caballero. Es lo justo y lo adecuado. Que yo gane el dinero y se lo entregue a usted.
– ¡Mary, por Dios! -Exclamó Cassandra mientras se acercaba a ella para abrazarla, pasando por alto la grasa del delantal y de sus manos-. Es la oferta más generosa que me ha hecho nadie desde hace muchísimo tiempo. Pero no tienes que preocuparte por nada. El conde de Merton es un hombre bueno y decente, y me gusta. Además, hacía mucho que… En fin, da igual. A veces ciertos trabajos también pueden resultar placenteros, ¿sabes? -Sintió que se sonrojaba y deseó no tener que dar ningún tipo de explicación.
Alice, que acababa de preparar el té, soltó la tetera con fuerza sobre la repisa del hogar.
– Es un tipo guapo -reconoció Mary-. Parece un ángel, ¿verdad, milady?
– A lo mejor lo es -contestó ella-. Un ángel enviado para salvarnos. Las dos a la cama ahora mismo para que yo pueda prepararme. Alice, no me mires como si tuviera que prepararme para la horca. Es guapísimo. Ea, ya lo he dicho. Es guapísimo, es mi amante y estoy muy contenta. El dinero no lo es todo. Me gusta y voy a ser feliz a su lado. Ya lo veréis. Después de llevar luto durante un año y de verlo todo cada vez con más tristeza, voy a ser feliz. Con un ángel. Alegraos por mí.
Lord Merton le había dicho la noche anterior que era una mujer escandalosa y tenía toda la razón. Sí, señor.
Las dos se fueron a la cama llorando.
Y no precisamente de felicidad, supuso.
Sin embargo, no había mentido del todo, reconoció con cierta sorpresa e incluso consternación. Había una parte de sí misma que casi estaba deseando que llegara la noche. Llevaba sola muchísimo tiempo. Y se sentía muy sola. Al menos no lo estaría esa noche. No se acostaría sola. Esa noche, al menos. Y si tenía suerte, no volvería a acostarse sola la mayor parte de las noches que estaban por llegar.
Algo bueno tenía que haber entre toda esa oscuridad que había reinado en su vida durante tanto tiempo. Desde luego que sí.
Tal vez la soledad remitiera aunque fuera un poco al acostarse con el conde de Merton.
A lo mejor él era lo único bueno de toda la situación.
Estaba tan cansada de la oscuridad…
«Por favor, por favor, solo pido un poco de luz.»
Stephen cenó en Cavendish Square con Vanessa y Elliott, y con otros invitados más. Entre estos últimos se encontraba una jovencita soltera, acompañada por su padre.
Sus hermanas no eran unas casamenteras sin remedio. Todo lo contrario. Le repetían con asiduidad que no se casara demasiado pronto y que, cuando lo hiciera, se casara por amor. Sin embargo, no se resistían a ponerle en bandeja a aquellas jovencitas en edad de merecer que pudieran llamarle la atención. Y para colmo conocían sus gustos al dedillo.
La señorita Soames era muy de su gusto. Joven, guapa y delgada. De naturaleza dulce, alegre y con una risa contagiosa. De modales exquisitos y animada conversación. Era recatada, pero no excesivamente tímida.
Durante la cena estuvo sentado a su lado. Lo mismo sucedió en el carruaje que los trasladó al teatro más tarde, y después en el palco de Elliott. Su compañía le agradaba y tenía motivos para pensar que el sentimiento era mutuo.
Fue una noche típica, como muchas otras. Pero también muy distinta de las demás.
Porque apenas pasó un instante en el que su mente no estuviera ocupada pensando en Cassandra.
Y muy en contra de su voluntad, estaba deseando que llegara el momento de volver a verla.
No debería ser así. Debería aferrarse al mundo que habitaban la señorita Soames, lady Christobel Foley y las demás jovencitas. Al mundo que frecuentaban sus amigos, con sus numerosas actividades, su familia, sus deberes parlamentarios y el resto de las responsabilidades inherentes a su título y a sus propiedades.
El mundo en el que había aprendido a vivir durante los últimos ocho años. Un mundo que le gustaba.
Cassandra, lady Paget, habitaba otro mundo. Un mundo en el que había mucha oscuridad. Y también algo innegablemente seductor.
Y no se trataba solo de la promesa de disfrutar con frecuencia del sexo.
Su atracción no se basaba solo en eso.
Sin embargo, fuera lo que fuese, la atracción era renuente e incómoda.
Sir Wesley Young también había asistido al teatro. Estaba sentado en un palco con otras siete personas, entre ellas la dama con la que paseaba por el parque esa misma tarde. Su palco estuvo muy animado durante toda la representación.
Su presencia lo distrajo de tal modo que no pudo prestarle la debida atención a la señorita Soames y al resto de los invitados de su cuñado. Intentó imaginar a una de sus hermanas en la situación de lady Paget. A Nessie, por ejemplo. ¿Habría sido capaz de darle la espalda en el parque esa tarde motivado por el afán de que la alta sociedad no descubriera su parentesco? ¿Sería capaz de disfrutar esa noche en el teatro sin que los remordimientos por lo que había hecho lo corroyeran?
¡Era inconcebible! Siempre respaldaría a sus hermanas, sin importar las consecuencias que ese respaldo le acarreara. Ciertos tipos de amor eran incondicionales y eternos, a pesar de que Cassandra afirmara lo contrario.
En vez de disfrutar de la obra de teatro, una de sus actividades preferidas, estuvo distraído imaginándosela mientras cuidaba de su hermanito recién nacido con solo cinco años, mientras lo abrazaba y lo besaba, canturreándole y hablándole, rodeándolo de amor porque no había nadie que la quisiera salvo ese padre casi siempre ausente, y porque tampoco había nadie que quisiera a su hermano a menos que ella lo hiciera.
Además, su mente no dejaba de rememorar la escena que había acontecido esa tarde en la puerta de su casa. Esa escena tan hogareña.
La criada, tan joven y delgada, con esa expresión asombrada que la asemejaba más a una vagabunda sin hogar que a la sirvienta feroz que se habría imaginado si se hubiera detenido a pensar en ello. La niña tímida y despeinada de mejillas sonrosadas. Y un perro muy viejo que parecía haber luchado en un par de guerras a lo largo de su juventud, durante las cuales solo había salido intacto el cariño por su dueña.
Tal vez, pensó, Cassandra no solo estuviera preocupada por su supervivencia y su bienestar cuando se coló en el baile de Meg en busca de un protector.
Tal vez hubiera luz en ella después de todo, aunque hubiera perdido el brillo por culpa de las circunstancias.
Esa tarde su casa le había parecido un…
En fin, le había parecido un hogar.
Después de la representación teatral y mientras salía de Merton House, reconoció que albergaba sentimientos encontrados. Quería ver de nuevo a Cassandra. Quería entrar de nuevo en su dormitorio. Quería hacerle el amor otra vez, quizá con un poco más de delicadeza y prestándole un poco más de atención a fin de que ella también disfrutara.
Pero al mismo tiempo le resultaba incómodo hacerlo en esa casa. Tal vez debiera haber alquilado una casa donde verse con ella. Tal vez debiera hacerlo.
Lo pensaría al día siguiente.