CAPÍTULO 17

Stephen no acababa de decidirse sobre el color del vestido de Cassandra. ¿Era rojo o naranja oscuro? Un tono intermedio, más bien. En todo caso, el tejido resplandecía a la luz de las velas y resultaba magnífico. El escote era bastante pronunciado para destacar su busto y las faldas, que caían plisadas desde el talle alto, resaltaban sus curvas y acentuaban el contorno de sus largas y torneadas piernas. Se había recogido la lustrosa melena en la coronilla, pero llevaba algunos mechones sueltos que se rizaban junto al cuello.

Aunque su porte siempre era orgulloso, esa noche parecía casi feliz. Qué diferente de aquella misteriosa mujer de reputación escandalosa que se coló la semana anterior en el baile de Meg y Sherry y que miraba por encima del hombro a todos los que la rodeaban, como si los despreciara.

Bailó todas las piezas que precedieron al vals, que resultó ser el baile previo a la cena. Incluso la vio bailar con Constantine, a quien le sonrió y con el que charló cada vez que los pasos se lo permitieron.

Por su parte, él también bailó todas las piezas que precedieron al vals. Sus parejas fueron jovencitas que disfrutaban de su presentación en sociedad esa temporada y que le habían dejado claro el interés que sentían por él desde el principio. Un hecho del que no se vanagloriaba en absoluto. Al fin y al cabo, era uno de los solteros de oro de Londres. Estuvo conversando amigablemente con todas ellas mientras bailaban, les sonrió y les prestó toda la atención que se merecían.

Sin embargo, también estuvo pendiente de Cassandra en todo momento.

Comenzaba a preguntarse si su vida recobraría algún día la normalidad… fuera esta la que fuese.

Se pasó toda la noche deseando que llegara el baile previo a la cena, y le pareció que el momento no llegaba nunca.

No obstante, debía ser cuidadoso. No podía hacer nada impulsivo de lo que acabara arrepintiéndose durante el resto de su vida.

Aún no se sentía preparado para el matrimonio. Solo tenía veinticinco años. Siempre había dicho que no empezaría a considerar el tema en serio hasta que cumpliera los treinta. E incluso entonces se lo tomaría con calma y elegiría a una mujer capaz de ver más allá de su título y su fortuna. Capaz de verlo a él. Incluso de amarlo. Elegiría a una mujer que le gustara de verdad, una mujer a quien admirara y quisiera.

Cuando por fin llegó la hora del baile previo a la cena, se acercó a Cassandra para reclamarlo. Se encontraba con su hermano y un grupo de personas a las que no conocía. En un momento dado, ella se volvió y lo miró mientras se acercaba.

– Lady Paget -le dijo a modo de saludo-, creo que esta pieza me corresponde.

– Desde luego, lord Merton -replicó ella con su voz aterciopelada al tiempo que le colocaba la mano en el brazo.

¡Qué formalidad! El té al aire libre le pareció un sueño lejano. Qué raro que recordara con más claridad el té que las dos noches que había pasado en su cama.

– La pieza previa a la cena va a ser el vals -le dijo mientras la acompañaba a la pista-. ¿Me reservarás la última de la noche para volver a bailar?

– Te la reservaré -contestó ella.

Se colocaron en la pista de baile mirándose el uno al otro mientras el resto de las parejas ocupaban sus puestos.

– ¿Hay alguna novedad relevante en el floreciente romance de la señorita Haytor? -le preguntó con una sonrisa.

– ¡Desde luego que sí! -contestó Cassandra, que procedió a contarle lo del paseo por la tarde y la inminente fiesta de cumpleaños en el campo.

– ¿Con la familia del señor Golding? -le preguntó-. Creo que estamos muy cerca de una proposición matrimonial.

– Creo que ocurrirá muy pronto, sí -convino ella-. A lo mejor durante su estancia en Kent. Y creo que Alice será muy feliz. Estoy convencida de que abandonó las esperanzas de casarse hace ya muchos años, ¿no te parece? La preocupación que sentía por mí la mantuvo confinada en el campo durante todos esos años.

– No te culpes -le aconsejó, y no era la primera vez que lo hacía.

– Tienes razón -reconoció Cassandra con una carcajada-. No vas a permitir que me sienta culpable por todos los males del mundo, ¿cierto?

– Puedes estar segura de ello. -En ese momento reparó en el colgante que llevaba. Era la primera vez que la veía con joyas-. Es bonito -dijo, mirándolo. El extremo inferior del corazón casi le rozaba el canalillo.

– Era de mi madre -le informó ella, al tiempo que acariciaba la joya con una mano enguantada-. Mi padre se lo regaló cuando se casaron y fue el único objeto de valor perteneciente a la familia que jamás se vendió. Wesley me lo ha dado antes de salir. -Sus ojos adquirieron un brillo sospechoso.

– Eso quiere decir que te has reconciliado con tu hermano, ¿no?

– Creo que el recuerdo del incidente del parque cuando pasó a mi lado fingiendo que ni me veía ni me conocía ha debido de pesarle mucho en la conciencia. A lo mejor incluso le ha robado el sueño. Ayer fue a verme.

– ¿Y no le guardas rencor? -quiso saber Stephen.

– ¿Por qué iba a hacerlo? Es mi hermano y lo quiero. Se mostró sinceramente arrepentido por haber sido un cobarde y por intentar obviar mi existencia. ¿Quién hubiera sufrido más si me hubiera negado a perdonarlo? La respuesta no es tan sencilla. Es posible que ambos hubiéramos sufrido por igual. ¿Y todo para qué? ¿Para satisfacer el orgullo herido o la indignación por la injusticia padecida? Lo importante es que Wesley estaba arrepentido de verdad y que fue a arreglar las cosas. Y ahora está arriesgando su reputación al aparecer en público conmigo y al presentarme a sus conocidos como su hermana.

De modo que Wesley Young no le había mencionado la visita que le hizo el día anterior, pensó él, que agradeció mucho el gesto. Aun cuando hubiera tenido un final feliz, no tenía ningún derecho a inmiscuirse en la vida de Cassandra y ella podría recriminarle que lo hubiera hecho.

Aunque no se arrepentía. Las rencillas familiares eran algo muy triste.

La orquesta tocó un acorde y al escucharlo le hizo una reverencia a Cassandra que ella correspondió. Acto seguido, le colocó una mano en la cintura con una sonrisa y le cogió la mano derecha. Cassandra le devolvió la sonrisa mientras le ponía la mano izquierda en el hombro.

– Creo que el vals es el baile más bonito de todos -dijo ella-. Llevo toda la noche deseando que llegara este momento. Eres un gran bailarín. Tienes un hombro y una mano firmes y fuertes, y hueles divinamente. -Stephen no apartó la mirada de sus ojos y Cassandra acabó soltando una carcajada-. Y aquí estoy yo, hablando de forma tan escandalosa como lo hice en el baile de tu hermana hace una semana. Debería fingir ese tedio que está tan en boga. Debería fingir que es una especie de tortura dejarme llevar por la pista de baile contigo.

Sus palabras le arrancaron una carcajada.

Sin embargo, sus miradas siguieron entrelazadas y los ojos verdes de Cassandra chispearon de alegría y felicidad. La hizo girar para comenzar a bailar y continuó girando con ella hasta que el mundo se convirtió en un remolino de luz y color con ella como magnífico eje central.

Cassandra.

Cass.

Estaba sonriente, con las mejillas sonrojadas, los labios entreabiertos y la espalda arqueada a fin de mantener la distancia adecuada entre ambos. No importaba. De todas formas percibía su calor corporal. Lo olía, y también la olía a ella. Una mezcla de perfume suave y mujer. El olor de la seducción.

Se detuvieron un instante entre melodías, pero no hablaron ni dejaron de mirarse, y después siguieron bailando, aunque la orquesta interpretó una melodía más lenta e infinitamente más emotiva.

Le gustaba de verdad, le había dicho a Vanessa. Menudo eufemismo…

El sonrojo de sus mejillas se intensificó y él comenzó a sentirse acalorado. El olor de las flores se tornó opresivo. Incluso la música pareció sonar de repente a un volumen demasiado alto.

Pasaron bailando junto a unas puertas francesas, que estaban abiertas para que el aire de la noche refrescara el ambiente. Un poco más adelante había otras y al llegar, Stephen ejecutó un giro que los llevó al exterior, a un balcón amplio que por suerte estaba desierto.

Y en el que también por suerte se estaba muy fresquito. Siguieron bailando, pero sin más giros. Sus pasos fueron ralentizándose poco a poco, y en un momento dado, se colocó la mano derecha de Cassandra sobre el corazón. La otra mano, la que descansaba en su hombro, fue ascendiendo hasta detenerse en su nuca. En ese instante la abrazó por la cintura y la acercó a él de modo que sus torsos y sus mejillas quedaron pegados.

Ni siquiera pensó en el decoro, ni en la realidad, ni en las formas que normalmente eran algo instintivo en él.

Dejaron de bailar cuando la música acabó, pero no se separaron. Se mantuvieron muy juntos en silencio unos instantes, con los ojos cerrados. Al menos él los tenía cerrados.

Después enderezó la cabeza y Cassandra hizo lo propio. Se miraron a los ojos a la parpadeante luz del farolillo colgado en una esquina del balcón.

Se besaron.

No fue un beso ardiente, pero sí un poco más apasionado que el que habían compartido durante el té al aire libre. Fue un beso la mar de elocuente, que dejó claras muchas cosas sin necesidad de palabras.

Y no se apresuró a ponerle fin. Porque una vez que acabara, tendría que usar dichas palabras, y no sabía qué iba a decir. Ni lo que iba a decir Cassandra.

Cuando por fin se apartó, la miró con una sonrisa. Que ella correspondió.

Y fueron conscientes, casi al unísono, de que tenían público. Unas cuantas personas debían de haber decidido salir en busca de aire fresco una vez finalizado el vals. Y algunas otras debían de haber mirado hacia las puertas francesas y ver la escena recortada contra la luz del farolillo. Otros posiblemente se hubieran acercado por la curiosidad de descubrir aquello que había llamado la atención de los dos primeros grupos.

En todo caso, era un público vergonzosamente numeroso, y saltaba a la vista que había presenciado el beso. Cierto que no había sido un beso impúdico, pero cualquier tipo de beso era impúdico en público, sobre todo si los que se besaban eran dos personas que no tenían excusa alguna para besarse.

No estaban casados.

No estaban comprometidos.

Stephen fue consciente de tres cosas, o más bien de cuatro si contaba el brusco jadeo de Cassandra. Fue consciente de la mirada de Elliott, que lo observaba con las cejas enarcadas y un gesto muy serio desde el interior del salón de baile. Fue consciente de Con, que lo miraba con una ceja arqueada y gesto inescrutable. Y fue consciente de Wesley Young, que se abría camino a codazos entre la multitud con gesto asesino.

Y de repente comprendió que había echado a perder todos los progresos que Cassandra había conseguido tras una semana de arduo trabajo para recuperar su respetabilidad, para conseguir que la alta sociedad la acogiera en su seno, que era donde estaba su sitio.

– ¡Ay, Dios! -Exclamó mientras la cogía de la mano y entrelazaba sus dedos, y al tiempo que se pasaba la otra por el pelo-. Esta no era precisamente la manera en la que habíamos planeado hacer el anuncio, pero parece que mi impulsividad me ha tendido una trampa. Damas y caballeros, ¿me permiten presentarle a lady Paget como mi prometida? Acaba de concederme el honor de aceptar mi proposición, y me temo que me he dejado llevar por el entusiasmo hasta el punto de olvidar los buenos modales.

Le dio un apretón a Cassandra en la mano cuando acabó de hablar.

Y esbozó su sonrisa más encantadora.


Cassandra se sentía petrificada por la mortificación.

Había estado en un tris de enarcar las cejas, componer su expresión más altiva y adentrarse entre la multitud de camino al comedor. Se había enfrentado a situaciones mucho peores que ese beso. Podía volver a hacerlo.

Salvo que siempre había una gota que colmaba el vaso y esa debía de ser la suya.

No obstante, antes de que pudiera reaccionar, Stephen tomó el control de la situación y realizó el anuncio.

«¿Y ahora qué?», pensó ella.

Stephen le soltó la mano, se la colocó en el brazo y la pegó a su costado.

Cuando todo fallaba, lo único que se podía hacer era sonreír, concluyó Cassandra.

Y sonrió.

En ese momento Wesley apareció en el balcón, después de haberse abierto paso entre todos los demás, y se plantó frente a ellos. La expresión enfurecida se había tornado en una de cómica estupefacción.

– Cassie -le dijo-, ¿es cierto?

¿Qué podía hacer sino mentir?

– Sí, Wes, es cierto -contestó y se dio cuenta mientras hablaba de que, de todas formas, no habría podido alejarse después del beso con la cabeza en alto ni evitar el desastre.

Wesley acababa de redescubrirla. Había expiado sus culpas por haberla evitado cuando más lo necesitaba y en ese momento se había erigido en su protector sin que nadie se lo pidiera. Si Stephen no hubiera hecho el anuncio, se habría producido una escena espantosa delante de todos. Wesley le habría asestado un puñetazo en la nariz o tal vez le habría cruzado la cara con un guante… o ambas cosas.

Mejor no pensarlo.

Su hermano sonrió de repente. Tal vez él también había reparado en la necesidad de actuar para salir de semejante enredo. Después de abrazarla con fuerza dijo:

– Merton, confieso que en un primer momento he malinterpretado la situación. Pero me alegro del anuncio, aunque me parece que quizá debería haber hablado antes conmigo. Sin embargo… ¡qué puñetas! Cassie ya es mayorcita. -Le ofreció la mano derecha y Stephen se la estrechó.

El público no se dispersó con rapidez a pesar de que la cena estaba servida. El murmullo de las conversaciones tenía un sonsonete alegre, casi congratulatorio. O eso le pareció a ella, aunque no le cabía la menor duda de que entre los espectadores había muchos horrorizados por la idea de que el apuesto y codiciado conde de Merton se hubiera comprometido con la asesina del hacha.

Muchas jovencitas estarían inconsolables esa noche, de eso tampoco le cabía la menor duda.

Las hermanas de Stephen lo rodearon de inmediato, procedentes de distintos lugares del salón, y lo abrazaron, tras lo cual la abrazaron a ella con aparente cariño y alegría. Sus maridos felicitaron a Stephen estrechándole la mano mientras que a ella le dedicaron una reverencia. Lo mismo hizo el señor Huxtable, aunque le pareció que esos ojos tan oscuros la taladraban hasta llegar a la parte posterior del cráneo.

Era difícil saber a ciencia cierta si el anuncio alegraba o no a su familia. Era imposible que estuvieran encantados, pero eran personas amables y educadas… obligadas a lidiar con el sorprendente anuncio ante el ávido escrutinio de una buena parte de la alta sociedad.

No les quedaba más remedio que parecer encantados.

– Amor mío -le dijo Stephen con una sonrisa mientras la instaba a tomarlo del brazo-, debemos hablar con los vizcondes de Compton-Haig.

– Por supuesto -convino ella, devolviéndole la sonrisa.

¿Debían hablar con los vizcondes?, se preguntó. ¿Por qué? En ese momento ni siquiera recordaba quiénes eran.

La mayoría de los invitados parecían haber perdido el interés en ellos o más bien habían decidido comentar el escandaloso episodio mientras cenaban. La multitud había menguado. Lady Compton-Haig estaba con su marido junto a la puerta del salón y al verlos recordó, ¡por fin!, que eran los anfitriones del baile.

– Sí, por supuesto -repitió.

Los vizcondes habían tenido el detalle de enviarle una invitación, la primera aparte de la invitación verbal de lady Carling para que asistiera a su té la semana anterior.

– Señora -dijo Stephen mientras tomaba la mano de la vizcondesa una vez que atravesaron el salón de baile; tras una reverencia, se la llevó a los labios-, le pido perdón por haber usado su fiesta para hacer mi anuncio sin consultarla previamente. No tenía intención de comunicarlo esta noche, pero la belleza de su salón de baile sumada a la de la música me ha impulsado a declararme a la dama. Y después, cuando lady Paget me dio el sí… en fin, me temo que perdí la cabeza. Así que no me ha quedado más remedio que explicarle a todo el mundo por qué la estaba besando en su balcón.

El vizconde de Compton-Haig torció el gesto. Su esposa sonrió con calidez.

– Lord Merton -dijo-, no hace falta que se disculpe por haber hecho su anuncio esta noche. Me alegra muchísimo y me honra que lo haya hecho. Como bien sabrá, no tenemos hijos en común, aunque Alastair tiene dos hijos de su primer matrimonio, claro. Así que nunca había imaginado que se pudiera hacer un anuncio semejante en mi casa. Tengo la intención de aprovecharlo al máximo. Acompáñeme, lady Paget.

Después de tomarla del brazo, la vizcondesa se alejó con ella en dirección al comedor, sonriendo y saludando a los invitados mientras caminaban. Al llegar a la mesa de los anfitriones, le indicó que se sentara a su lado. Stephen, que las seguía con el vizconde, ocupó la silla emplazada al otro lado.

Cassandra se percató con cierto alivio de que casi todos los invitados estaban pendientes de la comida y de sus propias conversaciones. No obstante, el murmullo general parecía algo más festivo que de costumbre. Y hubo algunos que los miraron para saludarlos con una sonrisa, o que los miraron sin más. En conjunto la atmósfera no era hostil, aunque era muy posible que el estado anímico de la alta sociedad cambiara por completo al día siguiente, cuando todos asimilaran la noticia y comprendieran que una viuda que seguía siendo una paria (al fin y al cabo solo había recibido una invitación) estaba a punto de conseguir al soltero más cotizado, al mejor partido de toda Inglaterra.

Lo gracioso era que desde el beso Stephen y ella apenas se habían mirado. No habían intercambiado ni una sola palabra. Aunque estuvieron sentados codo con codo durante la cena, no hablaron entre ellos, ocupados como estaban charlando con otras personas. Y sonriendo… siempre sonriendo.

Stephen iba a padecer un terrible bochorno durante un tiempo, cuando la gente comprendiera que en realidad no estaban comprometidos al ver que los periódicos no publicaban ningún anuncio oficial del compromiso.

Sin embargo, los hombres se recuperaban con rapidez de ese tipo de bochornos. Y la población femenina se alegraría de las noticias y lo perdonaría en un santiamén.

«¡Ojalá no hubiera asistido a la fiesta!», exclamó para sus adentros. Y ojalá no hubiera aceptado su invitación a bailar el vals. Y ojalá no le hubiera dejado que la sacara bailando al balcón. Y ojalá no le hubiera permitido que la besara.

Aunque eso era injusto. En realidad, el uso de la palabra «permitir» no era muy acertado. Porque había participado de forma voluntaria, en la misma medida que él.

Salvo en el anuncio que se había visto obligado a hacer.

Claro que, para ser sincera, reconocía que no le había quedado otra alternativa que hacer justo lo que había hecho.

Ojalá el abogado no hubiera exagerado con lo de las dos semanas.

Lord Compton-Haig se puso en pie, instigado por su esposa, y propuso un brindis por la pareja comprometida, de forma que el resto de los invitados se levantaron para alzar las copas y beber, tras lo cual todos volvieron al salón y el baile se reanudó. Stephen bailó con la duquesa de Moreland, su hermana, y ella con el duque. Por suerte, se trataba de una complicada contradanza que no permitía muchos momentos de conversación. El gesto serio del duque de Moreland ponía de manifiesto que tenía un sinfín de cosas que decirle en cuanto se le presentara la oportunidad. Recordó que en algún momento del pasado había sido el tutor legal de Stephen.

El duque solo dijo una cosa de índole personal, que logró de algún modo provocarle un escalofrío.

– Lady Paget, debe venir a cenar a casa algún día de estos. Le diré a la duquesa que lo organice. Así podrá contarnos al detalle qué piensa hacer para lograr la felicidad de Merton.

Cassandra le sonrió.

– Puede estar tranquilo, excelencia -replicó mientras contemplaba esos ojos tan azules, el único rasgo distinto entre él y el señor Huxtable, cuyos ojos eran muy oscuros-. Las esperanzas y los sueños que albergo hacia el conde de Merton deben de ser muy similares a los suyos.

El duque inclinó la cabeza y se alejó para bailar los siguientes pasos con otra dama.

Después de la contradanza lo único que le apetecía era suplicarle a Wesley que la llevara a casa. Sin embargo, no podía hacerlo. No podía abandonar tan pronto al hombre cuya oferta matrimonial acababa de aceptar, mucho menos en unas circunstancias tan públicas.

Sin embargo, ese pensamiento la llevó a otro y tuvo una idea mejor. El duque ya la había llevado de nuevo junto a Wesley, pero su hermano estaba ocupado charlando con un grupo de amigos y se limitó a sonreírle de forma fugaz. De modo que ella abrió el abanico y ojeó el salón. Localizar a Stephen fue fácil, caminaba hacia ella con una cariñosa sonrisa en los labios.

¡Seguro que estaba resentido con ella!

De la misma forma que ella lo estaba con él. Estaba segura de que podría haber afrontado la crisis de alguna otra manera. Aunque bien sabía Dios que no se le ocurría ninguna.

– La última pieza está a punto de empezar -dijo Stephen-. Y creo que me la has reservado.

– Stephen, llévame a casa -le pidió.

Esos ojos azules se clavaron en los suyos, pero la sonrisa no desapareció de sus labios.

– Es una buena idea -dijo él-. Evitaremos la consabida aglomeración de la salida. ¿Has venido con tu hermano?

Asintió con la cabeza.

– Le diré que vuelvo a casa contigo -dijo-. Está aquí mismo.

Wesley se apartó de su grupo de amigos justo mientras ella hablaba.

– Wes -le dijo-, ¿te importa que Stephen me lleve a casa en su carruaje?

– No -respondió su hermano al tiempo que le tendía una mano a Stephen-. Merton, espero que la trate con respeto. De otro modo, tendrá que vérselas conmigo.

«¡Hombres!», pensó ella. Eran unas criaturas ridículas y posesivas. A veces parecían pensar que las mujeres eran incapaces hasta de respirar si no contaban con su ayuda.

Sin embargo, resultaba en cierto modo reconfortante que su hermano ya fuera un hombre. «Tendrá que vérselas conmigo», había dicho. En el caso de Nigel no contó con nadie que dijera algo así, salvo su padre, que siempre fue un hombre demasiado afable y confiado para su propio bien.

Besó a su hermano en la mejilla.

– Young, estoy seguro de que nunca será necesario llegar a esos extremos -replicó Stephen-. Su hermana está en buenas manos.

Una vez que localizaron a los vizcondes de Compton-Haig, se acercaron para disculparse por no participar en la última pieza del baile. La vizcondesa pareció más encantada que ofendida, y tanto ella como su esposo los acompañaron a la planta baja y aguardaron en la puerta a que apareciera el carruaje de Stephen para despedirlos.

Ya en el interior, Cassandra apoyó la cabeza en la mullida tapicería del asiento mientras el carruaje se ponía en marcha y cerró los ojos.

La mano de Stephen encontró la suya en la oscuridad y le dio un apretón en los dedos. Estaba tan cansada que no tenía fuerzas para retirarla.

– Cassandra -lo oyó decir-, lo siento muchísimo. Debería haberte cortejado de una forma más íntima y mucho menos arriesgada. Y sobre todo debería haberte propuesto matrimonio antes de anunciar nuestro compromiso a los cuatro vientos. Pero te he puesto al borde del abismo y no se me ocurrió otra cosa que hacer.

– Lo sé -reconoció ella-. Al principio estaba muy enfadada contigo, pero se me pasó pronto. Hemos sido terriblemente indiscretos. Los dos. No te culpo y te aseguro que no era un ardid para seducirte ni mucho menos. Ha sido una… indiscreción. Por desgracia, tu reacción te va a poner en un aprieto bastante incómodo durante los próximos días, cuando no aparezca el anuncio del compromiso que la gente espera. Pero la gente recobrará pronto la normalidad. Como siempre. Fíjate que solo han tardado una semana en invitar a sus fiestas a la asesina del hacha.

– Cass, habrá un anuncio -la contradijo él al tiempo que le daba otro apretón en la mano-. Cierto que no será en el periódico de mañana, porque ya es tarde. Pero sí lo habrá en el de pasado mañana. Y tendremos que decidir cuándo y dónde se celebrará la boda. Bien aquí en Saint George con la alta sociedad en pleno, bien en algún sitio más íntimo. En Warren Hall, quizá. De todas formas, la gente querrá saberlo. Nos acribillarán a preguntas.

¡Ay, debería haberse imaginado que Stephen llevaría la caballerosidad al extremo!

– Pero, Stephen -protestó sin abrir los ojos y sin volver la cabeza-, no me has hecho ninguna propuesta de matrimonio, ¿cierto? Y yo no he aceptado casarme contigo. Y no aceptaré aunque me la hagas ahora. Ni ahora ni nunca. No me casaré ni contigo ni con nadie. Si hay algo que jamás volveré a hacer en la vida es volver a casarme.

Lo escuchó tomar aire para replicar, pero no dijo nada.

Se mantuvieron en silencio el resto del trayecto.

En cuanto llegaron a su casa, Stephen se apeó sin pérdida de tiempo, desplegó los escalones y la ayudó a bajar. Después, plegó los escalones, cerró la portezuela y levantó la vista para indicarle al cochero que volviera a casa.

– Stephen, no vas a entrar conmigo -le advirtió con voz cortante-. No estás invitado.

El carruaje se alejó traqueteando por la calle.

– Pienso entrar de todas formas -le aseguró él.

Y comprendió, tal como había comprendido la semana anterior después de elegirlo, que Stephen Huxtable, conde de Merton, poseía una vena acerada, y que en ciertas cuestiones se mostraba de lo más inflexible. Esa era una de dichas cuestiones. Ya podía quedarse toda una hora en la calle discutiendo con él, porque al final acabaría entrando. Mejor dejarlo entrar sin más. Estaba empezando a chispear, y en el cielo no se veía ni una sola estrella. Posiblemente faltara poco para que comenzara a diluviar.

– ¡Muy bien! -claudicó, irritada, y se inclinó para coger la llave de debajo de la maceta.

Stephen se la quitó, abrió la puerta y la invitó a entrar en primer lugar. Una vez dentro, cerró y echó el pestillo.

Alice, Mary y Belinda debían de llevar horas en la cama. No podía contar con su ayuda. Aunque, de estar presentes, tampoco la ayudarían. Una simple mirada a la cara de Stephen a la mortecina luz de la vela del vestíbulo fue suficiente para confirmar sus sospechas: estaba enfadado y decidido a mantenerse en sus trece, por lo que sería muy difícil lidiar con él.

Lo vio entrar en la salita, de la que salió con una vela que prendió con la del vestíbulo. Una vez que apagó esta última, regresó a la salita de estar.

Como si fuera el dueño de la casa.

Claro que era él quien pagaba el alquiler…

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