CAPÍTULO 22

Cassandra llegó a Warren Hall, la casa solariega de Stephen en Hampshire, un soleado y fresco día de julio. Hasta el día de su boda se alojaría en Finchley Park, una de las propiedades del duque de Moreland situada a unos cuantos kilómetros, pero Stephen quería llevarla en primer lugar a Warren Hall. Quería enseñarle el que sería su hogar.

Cassandra se enamoró en cuanto el carruaje pasó entre los altos pilares de piedra que marcaban la entrada a la propiedad. El camino atravesaba una espesa arboleda, y por un instante la asaltó una sensación de paz y tranquilidad, y, por extraño que pareciera, también tuvo la impresión de que había llegado a casa. Quizá fuera porque tenía los dedos entrelazados con los de Stephen y la felicidad de este por estar allí era obvia.

– Ha sido mi hogar durante ocho años -dijo él con la atención dividida entre el paisaje que iban dejando atrás y ella-. No crecí aquí. Pero experimenté una inmediata sensación de… afinidad cuando vi la casa por primera vez. Como si me hubiera estado esperando toda la vida.

– Sí. -Volvió la cabeza para mirarlo con una sonrisa-. Creo que también me ha estado esperando a mí, Stephen, o espero que lo haya estado haciendo. Tengo la impresión de que he estado aguardando todo este tiempo a que mi vida comenzara, y ahora, a la avanzada edad de veintiocho años, me asalta la extraña sensación de que por fin lo está haciendo. No está a punto de empezar, sino que está empezando. Hablo en presente, no en futuro. ¿Te has parado a pensar que gran parte de nuestra vida sucede en el futuro y, por tanto, no es una vida real?

Solo con Stephen podía hablar de esa manera y estar segura de que la entendía. El futuro había sido la única faceta de su vida que parecía tolerable. Sin embargo, en algunas ocasiones incluso el futuro se había visto truncado y ella se había quedado sin esperanza. Sumida en la desesperación. Pero eso se acabó. Por una vez en la vida estaba viviendo el presente y disfrutándolo a cada paso.

Stephen le dio un apretón en la mano.

– A veces parece que todas las cosas buenas de la vida suceden debido a la desgracia de otras personas -comentó él-. Jonathan Huxtable tuvo que morir a los dieciséis años y Con tuvo que nacer ilegítimo para que yo heredara el título.

– ¿Jonathan era su hermano? -le preguntó.

– Padecía una especie de… enfermedad -dijo Stephen-. Con me confesó una vez que su padre lo llamaba imbécil. Pero también me dijo que Jonathan era puro amor. No me refiero a que quisiera mucho a la gente, Cass, sino a que era el amor en sí mismo. Ojalá hubiera podido conocerlo.

– Lo mismo digo -le aseguró ella, que le devolvió el apretón-. ¿Cómo murió?

– Mientras dormía -contestó Stephen-. La noche de su decimosexto cumpleaños. Al parecer ya había sobrepasado la esperanza de vida que pronosticaron los médicos. Con dice que Jonathan me habría querido… a mí, a la persona que ocuparía su lugar cuando él muriese. ¿A que es raro?

– Creo que empiezo a comprender que el amor siempre es raro -replicó ella.

Sin embargo, no tuvieron tiempo de seguir debatiendo esa idea. El carruaje había dejado atrás la arboleda y cuando Cassandra miró por la ventanilla alcanzó a ver la mansión, un enorme edificio de planta cuadrada y color gris, con una cúpula, un gran pórtico y unos escalones de piedra que conducían a la puerta principal. Delante de la mansión se extendía una especie de terraza delimitada por una balaustrada de piedra desde la que descendía una escalinata a través de la cual se accedía a un espacioso jardín de floridos parterres, rodeado por senderos y setos bajos.

– ¡Oh! -exclamó-. Es preciosa.

¿Sería posible que esa casa fuera a convertirse en su hogar? A su mente acudió el fugaz recuerdo del esplendor apabullante de Carmel House, que siempre le había parecido algo lóbrego y opresivo, incluso durante los seis primeros meses de su matrimonio. Desterró los recuerdos. Ya no tenían la menor importancia. Los recuerdos eran el pasado. Y ella estaba viviendo el presente.

– Lo es, ¿verdad? -Replicó Stephen, que parecía complacido y nervioso a la vez-. Y dentro de dos semanas tendrá una nueva condesa.

Stephen había comprado una licencia especial para no tener que esperar a que corrieran las amonestaciones. Sin embargo, había propuesto que esperasen dos semanas en vez de casarse de inmediato. Tal vez deberían casarse sin más dilación dadas las circunstancias, pero él quería que su boda fuera un momento memorable, quería celebrarla rodeado de familiares y amigos. Y también quería, si a ella no le importaba, casarse en la capilla de Warren Hall en vez de hacerlo en Londres o en la iglesia del pueblo.

A ella no le había importado la espera, aunque le apenaba la escasez de familiares y amigos por su parte. Claro que los pocos que tenía la acompañarían ese día. Wesley iba a asistir; de hecho, se había marchado directamente a Finchley Park con los duques y se verían esa noche. Alice y el señor Golding, al igual que Mary, William y Belinda, llegarían la víspera de la ceremonia.

Todos los familiares de Stephen iban a asistir a la boda. También lo harían la madre del duque de Moreland, su hermana menor acompañada de su esposo y sir Graham y lady Carling, además de la hermana de lord Montford y su marido. Y el señor Huxtable, por supuesto. Y sir Humphrey y lady Dew, que llegarían desde Rundle Park, una propiedad cerca de Throckbridge, en Shropshire, acompañados de sus hijas y sus yernos, y del vicario de Throckbridge, que había sido el tutor de Stephen hasta que cumplió los diecisiete años.

Según él, los Dew habían sido como de la familia para los Huxtable mientras vivieron en Throckbridge. Le habían permitido montar los caballos de sus establos. Vanessa había estado casada con el hijo menor durante un año, hasta que murió de tuberculosis. De hecho, consideraban a los hijos de Vanessa como sus propios nietos.

– Una nueva condesa -repitió ella-. La condesa de Merton. Será un placer deshacerme del personaje de lady Paget, Stephen. Es el único motivo por el que me caso contigo, por supuesto. -Lo miró a los ojos y se echó a reír.

Stephen esbozó una sonrisa.

– Me encanta ese sonido -dijo él.

Sus palabras hicieron que ella enarcara una ceja con un gesto interrogante.

– Tu risa -le explicó él-. Y lo que le hace a tu boca, a tus labios y a toda tu cara. Creo que has disfrutado de muy pocas risas en la vida, Cass. Si eso es lo que he logrado, hacerte reír, me parece mucho más valioso que el título o el apellido.

De repente, Cassandra se encontró parpadeando y riendo a carcajadas mientras le caían dos lágrimas por las mejillas.

– Tal vez fuera tú primo quien le dio a este lugar su aura de paz y amor, Stephen -dijo cuando el carruaje llegó a la terraza y vio la fuente de piedra emplazada en la zona que sobresalía por encima del jardín-. Y tal vez hayas sido tú quien le ha dado su aura de felicidad. Y tal vez haya sido el destino, o un ángel, quien me ha mantenido a la espera todos estos años, hasta estar lista para venir aquí y curar mis heridas. Y las de cualquier persona que comparta nuestro hogar. Transmitiré su paz, su amor y su felicidad a todo aquel que venga, Stephen. Y también se lo transmitiré a nuestros hijos. -En un primer momento deseó poder retirar esas palabras, ya que se le habían escapado. El terror se apoderó de ella una vez más, aunque nunca la abandonaba del todo.

Stephen le echó un brazo por encima, la acercó a él y la besó.

Se estaba arriesgando a confiar en la felicidad. Se estaba arriesgando a confiar.

Roger, que estaba tumbado en el otro asiento, resopló en sueños cuando el carruaje aminoró la marcha y después alzó la cabeza.

Al cabo de unos instantes el carruaje se detuvo frente al pórtico y Stephen la ayudó a apearse. El carruaje donde viajaban Margaret, el conde de Sheringford y sus hijos no tardó en llegar, seguido del de Katherine y lord Montford.

Estaba en casa, pensó Cassandra. Y pronto estaría rodeada de familia.

Y con Stephen a su lado.

Su ángel rubio.

Casi no lo podía creer.

Pero estaba aprendiendo a confiar.

Roger se apeó del carruaje, levantó la cabeza y comenzó a jadear a modo de invitación para que le acariciara el cuello.


La capilla de Warren Hall era pequeña. Rara vez se utilizaba, ya que el pueblo contaba con una iglesia muy bonita y espaciosa, a poco más de un kilómetro y medio de la mansión.

Sin embargo, la capilla se había usado siempre para los bautizos, las bodas y los funerales familiares, y la tradición era importante para Stephen, aunque la hubiera descubierto ya con cierta edad. Durante los últimos ocho años había pasado mucho tiempo paseando por el cementerio situado junto a la capilla, leyendo las lápidas de sus ancestros, sintiendo la conexión familiar con ellos. Durante un tiempo no se sintió demasiado predispuesto hacia su bisabuelo, que había echado de casa a su hijo, el que fue su abuelo, por casarse con una mujer de posición social inferior, la que fue su abuela. El distanciamiento duró dos generaciones, hasta que la primera rama familiar desapareció con la muerte de Jonathan y hubo que investigar para dar con los descendientes del hijo desterrado, y así lo encontraron a él.

Sin embargo, las disputas familiares eran muy tristes. ¿Por qué perpetuar esa cuando su bisabuelo ya estaba muerto? Le había dado instrucciones al jardinero jefe para que cuidara todas las tumbas con el mismo esmero y regularidad.

Siempre había soñado con casarse en esa capilla cuando llegara la hora, aunque había sido consciente en todo momento de que su prometida, fuera quien fuese, podría tener otras ideas.

Vanessa se había casado con Elliott en ese lugar.

Y él se casaría con Cassandra en ese lugar.

La capilla estaba decorada con flores de color blanco y púrpura. Había velas en el altar. Todos los bancos estaban ocupados. Los familiares y amigos presentes susurraban entre sí. Alguien habló en voz alta, Sam, el hijo de Nessie y de Elliott, y lo mandaron callar de inmediato. Alguien se echó a reír, Sally, la hija de Meg y de Sherry, y se llevó una regañina por la falta de respeto.

Stephen, que estaba sentado en el primer banco con la vista clavada en las parpadeantes llamas de las velas, inspiró hondo para tranquilizarse. Estaba nervioso, un hecho que lo había sorprendido por completo esa mañana, dado que las últimas semanas se le habían hecho eternas y estaba convencido de que ese día nunca llegaría. Le picaba la nariz, pero resistió el impulso de rascársela al recordar que lo había hecho hacía un par de minutos, y que posiblemente esa hubiera sido la segunda vez que lo hacía. Seguro que alguien se había dado cuenta, Sherry o Monty con toda probabilidad, y se reiría de él más tarde.

Se crujió los dedos, pero dio un respingo al escuchar, o eso le pareció, que el sonido reverberaba por toda la capilla. Elliott. Que estaba a su lado, lo miró de reojo con sorna, no le cabía la menor duda.

Era normal que a los casados les hiciera gracia su situación.

En ese momento se escuchó la llegada de un carruaje a las puertas de la capilla, y dado que todos los invitados ya estaban dentro y que la mayoría había llegado a pie, solo podía tratarse de Cassandra, que llegaba desde Finchley Park. Pronto se escucharon ruidos procedentes del sendero que conducía a la capilla la voz de alguien que le decía a otra persona que esperase un momento mientras le arreglaba la cola del vestido.

Y después la vio en la puerta y se puso en pie sin darse cuenta de que lo hacía. Claro que los demás también se estaban levantando de sus asientos y comprendió que el vicario instaba a los invitados a que lo hicieran.

Cassandra llevaba un vestido de talle alto y manga corta confeccionado con satén púrpura y rematado por una cola adornada con una profusión de volantes. Se había atrevido a no llevar sombrero, de modo que el único adorno que lucía en el pelo eran las flores púrpuras.

Stephen se devanó los sesos en busca de una palabra más adecuada que «preciosa», pero no encontró nada.

Por un instante se olvidó de respirar. Pero después se le ocurrió que podía sonreír, aunque descubrió que ya lo estaba haciendo.

¡Dios! ¿Por qué nadie le había advertido sobre lo que sucedía el día de la boda?

Aunque, bien pensado, tanto Sherry como Monty no habían hablado de otra cosa a lo largo del desayuno, del que él no había probado bocado. Recordó en ese momento que Meg se había enfadado mucho con su marido y le había preguntado si no se daba cuenta de que su pobre hermano ya tenía mal color de cara y si lo que pretendía era que acabara vomitando.

Se dio cuenta de que Cassandra lo miraba mientras su hermano se colocaba a su lado, seguramente después de haber terminado de arreglarle la cola. Sus ojos, esos enormes ojos verdes y almendrados, parecían más grandes que de costumbre. Cuando vio que se mordía el labio inferior, supo que estaba tan nerviosa como él.

Pero después la vio soltarse el labio y sonreír.

Y él se sintió tan feliz que estuvo a punto de soltar una carcajada.

Eso habría sido muy raro.

Recordó vagamente verla en Hyde Park, vestida de negro de los pies a la cabeza y con la cara oculta tras el velo. También recordó verla en el baile de Meg a la noche siguiente, una auténtica sirena con el vestido verde esmeralda, el pelo rojizo y esa máscara de altivo desdén.

Pero estaba seguro de haberlo intuido incluso entonces. Segurísimo.

Porque la habría reconocido en cualquier parte del universo en cualquier momento de la eternidad. Su amor.

Salvo que el amor, esa misteriosa, vasta y abrumadora fuerza, no cabía en una sola palabra.

Cassandra se colocó a su lado y juntos se giraron hacia el vicario, mientras Young entregaba la mano de su hermana al hombre que la cuidaría durante toda esa vida y en la otra si era posible. Justo después el vicario pronunció el «queridos hermanos» con una voz que parecía digna de una catedral y antes de darse cuenta Stephen había jurado quererla, honrarla y cuidarla, tras lo cual llegó el turno de Cassandra que juró quererlo, honrarlo y obedecerlo. Y después aceptó el anillo que Elliott le daba con manos firmes mientras contenía el aliento con la esperanza de colocárselo en el dedo sin que se le cayera al suelo. Al ver que lograba ponérselo sin problemas, le sonrió a Cassandra y al cabo de unos instantes el vicario los declaraba marido y mujer.

Cuando todo hubo terminado, se dio cuenta de que se había perdido su propia boda, de que ya estaba hecho, de que Cass era su esposa y de que si no la llevaba al altar para comulgar sin más demora, se pondría en ridículo chillando de alegría o haciendo algo igual de espantoso.

Cass era su esposa.

Estaba casado.

Y después, antes de que se diera cuenta, ya habían comulgado, habían firmado el registro, habían salido de la capilla, sonriendo a diestro y siniestro, y todo el mundo los esperaba en el exterior para abrazarlos.

Sobre ellos cayó una lluvia de pétalos de rosa procedente del cielo azul.

Y por fin pudo echarse a reír.

El mundo era un lugar maravilloso, y si bien era cierto que el felices para siempre no existía, al menos sí se podían vivir momentos de felicidad pura e indiscutible que debían disfrutarse al máximo para que su recuerdo hiciera más llevaderos los tiempos difíciles.

Ese día era feliz y, a juzgar por su expresión, Cass también lo era.


El banquete de bodas, al que asistieron varios vecinos junto con el resto de los invitados, duró hasta bien avanzada la tarde. Sin embargo y a la postre, todo el mundo se marchó de Warren Hall. Incluso aquellos que se alojaban en la mansión se trasladaron a Finchley Park para que los novios tuvieran intimidad.

Cassandra descubrió que su dormitorio era una estancia de planta cuadrada y muy espaciosa. Tenía un enorme vestidor adyacente y un acogedor gabinete más allá de dicha estancia, en el que había una puerta que posiblemente comunicara con el vestidor de Stephen y con su dormitorio a través de este.

Compartían varias estancias con vistas al jardín de los parterres y a la fuente situada delante de la fachada principal.

Mientras se cepillaba el pelo, aunque su nueva doncella ya se lo había dejado reluciente, y esperaba a Stephen clavó la mirada en la oscuridad de la noche y escuchó el relajante borboteo de la fuente que le llegaba a través de la ventana abierta.

No tardó mucho. Lo escuchó llamar a la puerta del vestidor y se volvió para verlo entrar.

– Cass, por fin solos -dijo mientras se acercaba a ella con las manos extendidas-. Los quiero a todos, pero creía que no se iban a ir nunca.

Se echó a reír al escucharlo.

– Tus criados habrían estado riéndose todo un mes si todo el mundo se hubiera ido temprano y nosotros nos hubiéramos retirado antes de que anocheciera.

Stephen rió entre dientes.

– Supongo que tienes razón -replicó-. Claro que se reirán durante un mes cuando vean que dan las doce del mediodía y no hemos bajado a desayunar.

– ¡Caray! -exclamó-. ¿Tienes pensado dormir hasta tarde?

– ¿Quién ha dicho nada de dormir? -replicó él.

– ¡Caray! -repitió Cassandra.

Soltó las manos de Stephen para desatarle el cinturón del batín que llevaba puesto. No tenía nada más. Le abrió el batín y se pegó contra él para sentir ese cuerpo fuerte y cálido contra la seda del camisón.

– Stephen, ¿te arrepientes? -le preguntó contra la garganta.

Él le enterró los dedos en el pelo y le tomó la cara con las palmas de las manos para que lo mirase.

– ¿Y tú? -le preguntó a su vez.

– Eso no vale -dijo ella-. Yo he preguntado primero.

– Creo que la vida es una constante toma de decisiones -comentó Stephen-. ¿Adónde voy ahora? ¿Qué cómo? ¿Qué hago? Y todas esas decisiones, más o menos importantes, nos llevan inexorablemente en la dirección en la que queremos ir, aunque no sea de forma consciente. Cuando nos vimos en Hyde Park y después en el baile de Meg, tuvimos varias opciones. En aquel momento no sabíamos adonde nos llevarían, ¿verdad? Creíamos ir en una dirección, pero en realidad nos traían hasta aquí, a través de las numerosas decisiones y elecciones que hemos tomado desde entonces. No me arrepiento absolutamente de nada, Cass.

– ¿Me estás diciendo que el destino nos ha traído hasta aquí? -repuso ella.

– No -contestó él-. El destino solo nos muestra alternativas. Nosotros tomamos las decisiones. Podrías haber elegido a otra persona en el baile de Meg. Yo podría haberme negado a bailar contigo.

– Ni hablar -lo corrigió-, no tuviste alternativa porque empleé mis mejores armas.

– Cierto -admitió él con una sonrisa.

– Podría haberte dejado marchar cuando comprendí que solo aceptarías una relación entre nosotros si me plegaba a tus condiciones.

– Ni hablar -repitió él-, no tuviste alternativa porque empleé mis mejores armas.

– ¿Y qué armas vas a usar ahora? -Le preguntó al tiempo que entornaba los párpados y bajaba la voz-. ¿Te vas a pasar toda la noche de bodas hablando?

– En fin, como las palabras no parecen bastarte, será mejor que pase a la acción.

Se sonrieron hasta que las sonrisas desaparecieron y Stephen la besó.

Conocía su cuerpo. Conocía su manera de hacerle el amor. Conocía lo que era tenerlo dentro. Conocía su cara, su olor y su tacto.

Sin embargo, descubrió que no sabía nada durante la siguiente media hora… y durante toda la noche. Antes de esa noche había conocido a Stephen embargado por la lujuria y por la culpa. Había sentido su placer y casi lo había experimentado ella misma.

No lo conocía enamorado.

No hasta esa noche, no hasta su noche de bodas.

Esa noche reconoció su cuerpo y forma de hacerle el amor, pero esa noche hubo algo más. Esa noche él estaba en cuerpo y alma. Al igual que ella. Y en cuatro ocasiones se fundieron en un solo ser. Porque antes habían sido dos personas bien diferenciadas, pero esa noche crearon una entidad única al saltar desde el precipicio del clímax más intenso y llegar al lugar que había al otro lado; un punto que no era ni un lugar ni un estado que se pudiera describir con palabras, ni que se pudiera recordar con claridad una vez pasado el momento… hasta que volvía a suceder.

– Cass -murmuró Stephen con voz soñolienta cuando el sol comenzaba a brillar al otro lado de la ventana y un pájaro empezaba a practicar sus trinos en alguna rama cercana-, ojalá hubiera un millar de formas de decirte que te quiero. O un millón.

– ¿Por qué? -le preguntó-. ¿Vas a decírmelas todas? Me quedaría dormida muchísimo antes de que terminaras.

Lo escuchó reírse por lo bajo.

– Además, no creo que me canse nunca de escuchar esas palabras.

– Te quiero -dijo él, que le frotó la nariz con la suya tras apoyarse en un codo.

– Lo sé -aseveró antes de que se colocara sobre ella y se lo volviera a demostrar sin palabras.

– Te quiero -dijo ella al terminar.

Stephen correspondió con un gruñido antes de quedarse dormido.


Otro pájaro, o tal vez el mismo, trinaba para otra persona, para alguien que ya se había levantado al amanecer. No había pasado la noche en Warren Hall. Tampoco se había ido a Finchley Park con el resto de la familia. ¿Cómo hacerlo cuando había intercambiado apenas un par de palabras con Elliott desde hacía años?

Elliott lo acusaba de robarle a Jonathan, que era presa fácil. Elliott lo acusaba de ser un canalla, de haber engendrado varios bastardos con un buen número de mujeres de la propiedad.

Elliott, que en otro tiempo fue su mejor amigo y su compañero de travesuras.

Constantine nunca había negado las acusaciones.

Nunca lo haría.

Pasó la noche en casa de Phillip Grainger, un viejo amigo residente en la zona.

En ese momento estaba en el cementerio situado junto la capilla donde Stephen se había casado con lady Paget el día anterior. Todavía quedaban pétalos de rosa en el sendero y en la hierba, los mismos que los niños les habían tirado a los novios.

Estaba al pie de una tumba, mirándola con expresión meditabunda. El largo gabán y el sombrero de copa, que llevaba para protegerse del frío matinal, le conferían un aspecto casi siniestro.

– Jon -dijo en voz baja-, parece que la familia verá otra generación. Nadie lo ha admitido todavía, pero apostaría una fortuna a que lady Merton ya está esperando un hijo. Creo que es una buena persona después de todo. Sé que Stephen lo es, aunque al principio deseaba que no lo fuera. Te caerían bien los dos.

Unos cuantos pétalos de rosa, algo mustios ya, salpicaban la tumba. Se agachó para quitarlos y también quitó el único que había caído sobre la lápida.

– No, los querrías, Jon. Tú siempre querías sin medida y sin control. Incluso me querías a mí.

De un tiempo a esa parte no solía ir mucho a Warren Hall. A decir verdad, le resultaba un poco doloroso. Pero en ocasiones añoraba a Jon. Aunque solo fuera eso, lo único que le quedaba de su hermano: el contorno de una tumba y una lápida que ya acusaba el paso del tiempo.

Jon habría cumplido veinticuatro años.

– Ya me voy -dijo-. Hasta que volvamos a vernos, Jon. Descansa en paz.

Se dio la vuelta y se alejó sin mirar atrás.

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