Cassandra pasó la mañana siguiente comprando en Oxford Street. Sin embargo, las compras no eran para ella. Le había pedido permiso a Mary para llevarse a Belinda, ya que quería comprarle una cofia para el verano a fin de que sustituyera la vieja gorra que llevaba, que perteneció a un mozo de cuadra. No se ofreció a comprarle más ropa a la niña. Con Mary había que tener mucho cuidado. Era una mujer orgullosa. Y también protegía con celo a Belinda, a quien adoraba.
Cumplió su objetivo en la primera tienda. Belinda salió con una preciosa cofia de algodón azul de ala ligeramente almidonada y con un volante en la nuca que le protegería el cuello del sol. Se ataba bajo la barbilla con unas cintas de color amarillo, unidas a la cofia con sendos ramilletes de diminutos ranúnculos y acianos de tela.
El esplendor de la cofia dejó boquiabierta a la niña, que se volvió para ver su reflejo en el escaparate cuando salieron de la tienda.
Caminaron por la calle de la mano y se detuvieron frente a una juguetería. Belinda no tardó en pegar la nariz al escaparate mientras contemplaba los juguetes en silencio. No demostró la menor emoción, ni tampoco parecía esperar que alguno de los objetos exhibidos pudiera ser suyo algún día. No exigió nada. Pero estaba claro que se había olvidado del resto del mundo.
Cassandra la observó con cariño. El simple hecho de ver algo así posiblemente bastara para alegrarle el día a la niña. Era una criatura fácil de contentar.
En un momento dado se percató de que en vez de observar todos los juguetes tenía la vista clavada en uno en particular. No era el más grande ni el más ostentoso. Más bien todo lo contrario. Era una muñeca de porcelana que solo llevaba un sencillo camisón de algodón y que descansaba sobre una mantilla de lana blanca. Después de mirarla durante un buen rato, Belinda levantó una mano y se despidió de ella.
Cassandra parpadeó para no llorar. Que ella supiera, Belinda no tenía juguetes.
– Creo que ese bebé necesita una mamá -dijo.
– Un bebé -repitió Belinda mientras pegaba la mano al escaparate.
– ¿Te gustaría cogerlo en brazos? -le preguntó.
La niña volvió la cabeza y la miró con esos ojos tan grandes y tan serios. Asintió en silencio.
– Vamos pues -le dijo ella, tomándola de la mano de nuevo para entrar en la juguetería.
Era un derroche absurdo. Ya no era la amante de lord Merton, ¿verdad? Y ya le había regalado la cofia. Pero había más necesidades en la vida además de la comida, la ropa y un techo bajo el que dormir. El amor también era necesario. Y si el amor le costaba unas monedas esa mañana en concreto, que así fuera.
El gasto valió la pena cuando la dependienta se inclinó hacia el escaparate y, tras coger la muñeca, la dejó en los brazos de Belinda.
No le habría extrañado ver que se le salían los ojos de las órbitas. La niña contempló la muñeca con la boca entreabierta y la sostuvo con rigidez unos instantes, hasta que comenzó a mecerla con suavidad.
– ¿Te gustaría llevártela a casa y ser su mamá? -le preguntó Cassandra.
Belinda volvió a mirarla y a asentir con la cabeza. Detrás de ellas había otra niña muy bien vestida que en ese momento exigió la muñeca de los tirabuzones rubios y no la otra tan fea que llevaba el vestido de terciopelo y la pelliza. Después dijo que necesitaba el cochecito de bebé, porque al suyo se le habían caído las ruedas. Y el saltador, porque los mangos del que le regalaron por su cumpleaños la semana anterior eran de un verde muy feo.
La muñeca de Belinda no se vendía con la ropa, procedieron a informarle. Así que compró el camisón que llevaba puesto. Y después, al ver que Belinda le daba un beso en la frente y le susurraba que no pasaría frío, también compró la mantilla de lana.
Ignoraba que los juguetes fueran tan caros.
Sin embargo, no se arrepintió del gasto al salir de la tienda. Belinda seguía sin poder hablar. Aunque acabó recordando algo de las insistentes enseñanzas de su madre. La miró con la muñeca firmemente sujeta en los brazos y dijo:
– Gracias, milady.
Sus palabras de agradecimiento no fueron un comentario educado. Fueron sinceras.
– Bueno, no podíamos dejar a ese bebé ahí sólito sin una mamá, ¿verdad? -le dijo ella.
– Es una niña -puntualizó Belinda.
– ¡Ah! -Sonrió y al levantar la vista se encontró con las sonrientes caras de lady Carling y lady Sheringford.
– ¡Sabía que era usted, lady Paget! -Exclamó lady Carling-. Se lo he dicho a Margaret y hemos cruzado la calle para asegurarnos. Qué niña más bonita. ¿Es suya?
– No -contestó-. Es la hija de mi ama de llaves, cocinera, doncella… en fin, de mi todo.
– Se llama Belinda -añadió la condesa de Sheringford- y veo que lleva sus preciosos zapatos nuevos. ¿Cómo está, lady Paget? Parece que tienes un nuevo bebé, Belinda. ¿Puedo verla? ¿Es una niña?
Belinda asintió con la cabeza y apartó la mantilla de la cara de la muñeca.
– ¡Vaya, es preciosa! -Exclamó la condesa-. Parece muy contenta y muy calentita. ¿Tiene nombre?
– Beth -contestó la niña.
– Un nombre muy bonito -comentó lady Sheringford-. Beth es el diminutivo de Elizabeth. ¿Lo sabías? Pero Elizabeth es demasiado largo para un bebé tan pequeñito. Es mejor llamarla Beth, sí.
– Margaret y yo vamos a la confitería para tomarnos un té -terció lady Carling-. ¿Le gustaría acompañarnos, lady Paget? Estoy segura de que encontraremos un dulce al gusto de Belinda. Y seguro que sirven limonada.
Su primer impulso fue el de rechazar la invitación. Sin embargo, no le haría daño que la vieran en público con ambas damas. Si la sociedad la aceptaba de forma gradual, tal vez en algún momento encontrara alguna anciana sola o enferma que necesitara una dama de compañía y que confiara en ella lo suficiente para contratarla. No era una perspectiva agradable, y no sabía qué sería de Alice y de Mary si algo así llegaba a suceder, pero…
En fin, no le haría daño a nadie que aceptara la rama de olivo que le tendían libremente.
– Gracias -dijo-. Belinda, ¿te apetece un dulce?
Belinda volvió a abrir los ojos como platos y asintió con la cabeza antes de recordar sus modales.
– Sí, milady, por favor -contestó.
Las tres charlaron durante casi una hora sentadas a la mesa mientras Belinda se mantenía en silencio. Después de comerse el bollo blanco con cobertura rosa que eligió con gran meticulosidad, la niña se bebió la limonada, servida en una taza que sostuvo con ambas manos, usó la servilleta para limpiarse la boca y las manos, y volvió a acunar a su muñeca. Mientras las damas hablaban, ella se entretuvo dándole besos y susurrándole cosas.
– Hace un día precioso para tomar el té al aire libre en Richmond -dijo la condesa.
– ¿Un té al aire libre? -Preguntó lady Carling con interés-. Qué agradable. No hay mejor manera para pasar una tarde de verano, ¿no le parece?
– Mi antigua institutriz, que vive conmigo, solo tiene cuarenta y dos años -explicó Cassandra-. Demasiado joven para ir sola a Richmond con un caballero de la misma edad… según ella. Ayer se presentó en mi casa el señor Golding para invitarla a tomar el té en Richmond Park y aunque era evidente que quería aceptar, se mostró un tanto titubeante. Así que lord Merton ofreció sus servicios y los míos como carabinas.
Las tres se echaron a reír, justo cuando el mismísimo conde de Merton, acompañado por el señor Huxtable, el ángel y el demonio, pasaba por delante del escaparate de la confitería. Cassandra notó que el corazón, o el estómago, o lo que fuera, le daba un vuelco. Del brazo de lord Merton caminaba una jovencita, la misma con quien bailó la pieza que dio comienzo al baile de su hermana. Stephen tenía la cabeza inclinada para escuchar lo que ella le decía. Y estaba muy sonriente.
Detrás de ellos caminaba una mujer también joven que debía de ser la doncella.
Lo que Cassandra sintió no fueron celos. Fue… Fue la certeza de que en teoría seguía siendo su amante, de que había pasado dos noches con él en su cama, de que había disfrutado de la experiencia muchísimo más de lo que se atrevía a admitir, de que había visto su cuerpo desnudo y había sentido su peso sobre ella.
Pensamientos que no tenían por qué cruzarle de repente por la cabeza.
Stephen quería ser su amigo.
En realidad, su sitio estaba al lado de una jovencita como la que llevaba del brazo. Una jovencita que se reía del comentario que él acababa de hacer. Stephen también se reía.
Su sitio estaba al lado de esa joven. No a su lado. Era un hombre joven, libre y simpático, un joven que irradiaba luz.
No debería haberle permitido que intentara transformar su fallida aventura amorosa en una amistad.
¡Ay, pero era tan…!
Tan… adorable.
– ¡Vaya, ahí están Stephen y Constantine! -exclamó lady Sheringford al mismo tiempo que el señor Huxtable reparaba en ellas a través del escaparate y les decía algo a sus dos acompañantes, que también se volvieron para mirarlas con una sonrisa.
Stephen levantó la mano para saludarlas y después le dijo algo a la joven, que negó con la cabeza y al cabo de unos instantes se alejó con su doncella, que apretó el paso para alcanzarla. Los dos caballeros entraron en la confitería y se acercaron a su mesa.
– ¿Así es como las damas se mantienen tan delgadas? -preguntó el señor Huxtable con voz y gesto irónicos.
– No, ni mucho menos -contestó lady Carling-. Lo logramos caminando de tienda en tienda, señor Huxtable. Además, Belinda es la única que ha disfrutado de un dulce. Nosotras hemos sido buenas y nos hemos contenido. Lady Paget ni siquiera le ha puesto azúcar al té, y solo le ha echado una gota de leche. Cojan unas sillas y siéntense con nosotras.
Cassandra descubrió que de repente le faltaba el aliento. No pintaba nada en ese grupo familiar. Además, ya era hora de llevar a Belinda a casa. Mary estaría preocupada.
– Pueden quedarse con las nuestras -les ofreció al tiempo que se ponía en pie-. Belinda y yo tenemos que irnos.
La niña se puso en pie sin protestar al tiempo que miraba al conde de Merton.
– Tengo una muñeca nueva -le dijo.
– ¡Ah! ¿Es una muñeca? -Le preguntó él con cara de sorpresa antes de acuclillarse a su lado-. Pensaba que era un bebé de verdad. ¿Puedo verla?
– Es una niña -señaló ella mientras le apartaba la mantilla de la cara-. Se llama Beth. Bueno, es Elizabeth, pero es un nombre muy largo.
– Beth le queda mejor -convino Stephen, acariciando una de las mejillas de la muñeca con un dedo-. Seguro que está muy calentita abrigada con la mantilla y acurrucada entre tus brazos. Está dormida.
– Sí -dijo la niña al ver que Stephen le sonreía.
Cassandra tragó saliva con dificultad y tuvo la impresión de que todo el mundo se percataba. Stephen tenía una expresión muy tierna en la cara y, sin embargo, no dejaba de ser un aristócrata mirando a la hija de una criada. Una niña ilegítima. Sería muy fácil encariñarse de él, confiar en él a pesar de que la experiencia le había enseñado a no confiar en ningún hombre, sobre todo en los amables.
Nigel había sido amable…
Lord Merton se puso en pie.
– Permítame acompañarlas a casa -se ofreció, mirándola.
¿Cómo podía negarse sin causar una escena delante de la ávida mirada de lady Carling y sus familiares?
– No es necesario -replicó-, pero se lo agradezco.
– Espero que el té al aire libre sea divertido -dijo la condesa.
– ¿Un té al aire libre? -Preguntó el señor Huxtable y esos ojos tan oscuros se clavaron en los suyos-. ¿Me he perdido algo?
– La dama de compañía de lady Paget ha sido invitada por un caballero amigo suyo a tomar el té al aire libre en Richmond -le explicó la condesa-. Y Stephen y lady Paget van a acompañarlos a modo de carabinas.
– Fascinante -comentó el señor Huxtable, que todavía seguía mirándola. Había enarcado las cejas-. ¿Como carabinas?
Cassandra se inclinó para ayudar a Belinda a arropar bien a la muñeca con la mantilla. Antes de enderezarse le dio un beso en la mejilla y la tomó de la mano. Sin embargo, al salir de la confitería la niña se detuvo, le entregó la muñeca a Stephen sin pedirle permiso siquiera y lo cogió de la mano para caminar entre ellos.
Stephen se colocó la muñeca bajo el brazo y correspondió a las miradas de algunos transeúntes con un gesto sonriente y algo tímido.
En opinión de Cassandra la escena era demasiado hogareña, casi como si la muñeca fuera real y tanto ella como Belinda fueran sus hijas. De los dos.
¿Sería sincero el comportamiento de Stephen?
Nadie podría contestar esa pregunta.
¿Existían personas así, tan puras como los ángeles?
En caso de que existieran, ¿qué hacía ella relacionándose con una?
Alice estaba muy emocionada por la salida de esa tarde, aunque no lo reconocería ni bajo amenazas de tortura. Para Cassandra, Alice siempre había sido una figura maternal, mucho más que una simple institutriz o una dama de compañía. Una figura emocional sólida como una roca. Su presencia quizá fuera lo único que la había ayudado a conservar la cordura a lo largo de los últimos diez años. Sin embargo, en ese momento se sentía culpable porque acababa de comprender que nunca la había visto como a una mujer. Cuando comenzó a trabajar para ellos, Alice era muy joven. Ni siquiera había cumplido los veinte años. De modo que cuando ella se casó, tenía treinta y pocos. Y durante todos esos años, jamás había tenido un pretendiente, jamás había tenido la oportunidad de contraer matrimonio o de disfrutar de alguna alegría personal.
¿Se habría enamorado del señor Golding hacía ya tantos años? ¿Habría albergado esperanzas al respecto? ¿Habría seguido pensando en él, soñando con él, durante todos los años transcurridos? ¿Habría sido un momento crucial en su vida el encuentro fortuito sucedido hacía un par de días? ¿Habría renacido la esperanza? ¿Quizá acompañada por un doloroso anhelo?
El hecho de ignorar las respuestas a todas esas preguntas le resultaba muy vergonzoso. Sin embargo, haría todo lo posible para que fructificara una relación entre ellos si ambas partes lo deseaban. Todo salvo ejercer de casamentera, por supuesto.
Esperaba con ilusión la llegada de la tarde, pero por Alice.
¡Ah, y también por ella!, reconoció a regañadientes mientras Belinda le contaba a Stephen que tenía una cofia nueva y él afirmaba que hacía muchísimo tiempo que no veía una tan bonita. No debería ilusionarse por la excursión. No debería permitir que se forjara una amistad entre ellos, porque Stephen debería estar con jovencitas como la que lo acompañaba un rato antes. Jovencitas que carecieran del lastre emocional que ella arrastraba.
Pero puesto que se había comprometido a pasar la tarde en su compañía, se limitaría a pasarlo bien.
Tenía la sensación de que hacía siglos que no lo pasaba bien.
¿Lo había hecho alguna vez? ¿Había existido algún momento en su vida en el que lo había pasado bien?
Stephen había prometido llevar la alegría a su vida. Le había asegurado que la alegría existía.
En su opinión, la alegría era mucho más valiosa que la felicidad.
Y más difícil de alcanzar. Estaba decidida a pasarlo bien. ¡Desde luego que sí!
Cuando llegaron a casa, Belinda se detuvo en silencio en la puerta mientras ella sacaba la llave de su escondrijo, debajo de una maceta situada al lado de los escalones, en vez de llamar. En cuanto abrió, Belinda cogió con mucho cuidado su muñeca del brazo de Stephen y se fue directa a la cocina, entre chillidos y gritos, y hablando tan rápido que ni siquiera pronunciaba bien las palabras. Sin embargo, entre el emocionado parloteo logró distinguir unas cuantas palabras: cobertura rosa, Beth, ranúnculos y cofia, dos damas elegantes, una mantilla blanca de lana, un volante que le protegería el cuello del sol y un caballero que había llevado a Beth sin despertarla.
La pobre Mary acabaría sorda por los gritos, pensó Cassandra con una sonrisa mientras sacaba la llave de la cerradura y la devolvía a su escondite.
Y de repente la asaltó un dolor atroz, como le sucedía en ocasiones, de buenas a primeras.
Ella no tenía hijos vivos. Solo cuatro bebés muertos.
No tenía ningún hijo que corriera hacia ella para ensordecerla con sus gritos.
Respiró hondo por la nariz antes de soltar el aire muy despacio por la boca y girarse para tenderle la mano a Stephen.
– Gracias -le dijo-. ¿Has visto lo despilfarradora que soy? ¿Has visto qué forma de malgastar tu dinero?
– ¿Haciendo feliz a una niña? -Precisó él al tiempo que se llevaba su mano a los labios-. No se me ocurre una forma mejor de gastarlo, Cass. ¿Nos vemos esta tarde?
– Sí -contestó antes de entrar en casa.
Stephen se alejó por la calle. Un hombre encantador, afable y físicamente perfecto. Y con un atractivo arrollador.
Sí, sería muy fácil encariñarse de él. Tan fácil como desearlo en el sentido más carnal. Tal vez no estuviera interpretando un papel, sino que fuera así de verdad.
O tal vez no.
Fuera como fuese, esa tarde iba a pasarlo bien. Había despilfarrado una buena cantidad de dinero esa mañana. Y esa tarde haría lo mismo con sus sentimientos.
Porque llevaba demasiado tiempo conteniéndolos.
Ni siquiera estaba segura de que quedara alguno escondido que despilfarrar.
Esa tarde lo descubriría.
A Stephen le pareció muy gracioso ayudar a la señorita Haytor a subir a su cabriolé esa tarde y ver cómo la dama se apresuraba a ocupar el sitio libre junto a Cassandra en vez de sentarse frente a ella. La maniobra lo obligaba a sentarse al lado del señor Golding. A juzgar por sus aturdidos ademanes, la señorita Haytor estaba muy nerviosa.
Quizá lo que estaba sucediendo fuera lo más parecido a un cortejo que había experimentado en la vida, pensó. Era una idea triste. Aunque mejor tarde que nunca.
El señor Golding parecía incluso más nervioso que el día anterior mientras supervisaba la colocación de una enorme cesta de mimbre, muy nueva, por cierto, en la parte trasera del carruaje. Si la había llenado de comida, podría alimentar a todo un regimiento.
En un primer momento, el señor Golding, cuyo atuendo era muy elegante, se mantuvo callado. La señorita Haytor, que iba como un pincel con un vestido de paseo azul oscuro y una pelliza, estaba tensa y silenciosa.
Cassandra, despampanante con un vestido verde claro y un bonete de paja, parecía encontrar la situación tan graciosa como él, aunque estaba convencido de que la sonrisa que intercambiaron no tuvo nada de maliciosa, ni por su parte ni por la de Cassandra.
Llegó a la conclusión de que el peso de la conversación tendría que recaer en él de momento. Claro que el arte de la conversación nunca le había resultado complicado. A menudo se reducía a hacer las preguntas apropiadas.
– Señor Golding, ¿se dedicó usted a la enseñanza en el pasado? -Preguntó mientras el cabriolé aumentaba la velocidad-. ¿Coincidió en ese período con la señorita Haytor?
– Lo hicimos, sí-contestó el aludido-. La señorita Haytor era la institutriz de la señorita Young y yo era el tutor del joven Young. Pero mis servicios no se requirieron durante mucho tiempo, y me vi obligado a buscarme otro puesto. Lamenté mucho hacerlo. La señorita Haytor era una maestra excelente. Admiraba mucho su dedicación y su gran preparación intelectual.
– Su dedicación era semejante a la mía, señor Golding -replicó la señorita Haytor, que por fin había recuperado el habla-. En una ocasión lo encontré a medianoche en el despacho de sir Henry Young, intentando dar con un buen método para enseñarle a Wesley a realizar divisiones de varias cifras de forma sencilla. Además, mi preparación intelectual era inferior a la suya.
– Solo en lo referente a los estudios formales que se reciben al asistir a la universidad -puntualizó él-. En aquella época usted había leído muchísimo más que yo, señorita Haytor. Me recomendó varios títulos que desde entonces se han convertido en mis preferidos. Siempre la recuerdo cuando los releo.
– Le agradezco el halago -dijo la señorita Haytor-. Pero supongo que habría acabado descubriéndolos tarde o temprano.
– Lo dudo -la contradijo él-. Tengo tantos libros pendientes para leer que me resulta difícil elegir un título con el que empezar, de modo que al final no leo ninguno. Me gustaría que me dijera qué ha estado leyendo durante estos años. Tal vez así me anime a intentar algo nuevo que no esté relacionado con la política.
Stephen miró a Cassandra. No se sonrieron abiertamente. Podrían haberlos pillado y eso los habría devuelto al nerviosismo del principio. Pero se sonrieron. Sabía que ella estaba sonriendo aunque no hubiera movido los labios. Y ella sabía que él le estaba devolviendo la sonrisa.
Aun en el caso de que hubiera malinterpretado su expresión, al menos esa tarde había abandonado la máscara. Tampoco la llevaba esa mañana. De hecho, lo había pillado tan desprevenido esa mañana que había llegado a la conclusión de que corría el riesgo de enamorarse de ella si no se andaba con cuidado. Cuando Con le dijo que mirara hacia el interior de la confitería, fue a Cassandra a quien vio en primer lugar. Ni siquiera se percató de la presencia de Meg y de lady Carling. Y cuando acompañó después a Cassandra y a la niña a su casa, sintió…
En fin, lo mismo daba. Era absurdo sentir algo así.
A la excursión los acompañaba solo el cochero, y Golding no iba con ningún sirviente, ya que había llegado a Portman Street en un coche de alquiler con la cesta en la mano. Por tanto, después del largo trayecto hasta Richmond Park, los caballeros se encargaron de llevar la cesta mientras que las damas encabezaban la marcha para elegir un buen lugar donde tomar el té.
Encontraron uno después de internarse entre los vetustos robles por los que Richmond Park era tan famoso. Una ligera pendiente cubierta de hierba desde la que se admiraban los prados y un bosquecillo de rododendros a un lado, tras el cual se alzaban más robles. A lo lejos se veía Pen Ponds, dos lagunas gemelas en las que abundaba la pesca.
Había algunas personas paseando, no muchas, y nadie parecía ir provisto con comida como ellos. No había nadie cerca del lugar que habían elegido. Tal como Stephen había esperado que sucediera, iban a pasar una tarde tranquila, alejados de cualquier curioso.
Una vez que dejaron la cesta, el señor Golding la abrió y sacó una manta enorme, lo que explicaba por qué no pesaba tanto como Stephen había pensado al ver su tamaño. El señor Golding la sacudió para extenderla y la habría colocado él mismo de no ser porque la señorita Haytor se apresuró a coger dos de los extremos para ayudarlo. Entre ambos la colocaron en el suelo sin una sola arruga.
– Es demasiado temprano para tomar el té -señaló el señor Golding-. ¿Les apetece dar un paseo?
– Pero alguien podría ver la cesta y la manta si nos alejamos -protestó la señorita Haytor.
– Yo estoy muy bien aquí sentada -comentó Cassandra-, relajándome al sol, respirando el aire puro y disfrutando de la verde campiña. Alice, ¿por qué no acompañas al señor Golding mientras que lord Merton y yo nos quedamos aquí?
La señorita Haytor miró a Stephen con recelo. Y él le regaló la mejor de sus sonrisas.
– Señora, yo me encargo de cuidar a lady Paget -dijo-. El hecho de que el parque sea un lugar público y de que haya otras personas será protección más que suficiente en su caso y en el de ella.
Era evidente que sus palabras no acababan de convencerla. Pero su deseo de dar un paseo a solas con el señor Golding pugnaba con la prudencia.
– Allie -dijo Cassandra-, si hemos venido hasta aquí para pasear todos juntos alrededor de la cesta, mejor nos hubiésemos quedado en casa para disfrutar del té en el jardín trasero, debajo del tendedero de Mary.
Sus palabras lograron persuadir a la señorita Haytor, que descendió la suave pendiente al lado del señor Golding, cuyo brazo acabó aceptando en cuanto giraron en dirección a las distantes lagunas.
– Creo que he sido muy egoísta -comentó Cassandra mientras se sentaba en la manta, tras lo cual se quitó los guantes y el bonete para dejarlos a su lado.
– ¿Al mandarlos lejos mientras nosotros nos quedamos aquí? -precisó Stephen.
– Al mantener a Alice a mi lado durante todos estos años -contestó ella-. Empezó a buscar otro empleo cuando acepté la propuesta matrimonial de Nigel. Incluso fue a una entrevista y quedó muy impresionada con los niños y con sus padres. Pero le supliqué que me acompañara al campo, por lo menos durante un año. Nunca había vivido en el campo y la perspectiva me asustaba un poco. Me acompañó porque insistí muchísimo, y al final se quedó, año tras año. Solo tuve en cuenta mis necesidades, incluso le dije en multitud de ocasiones que no sabía cómo podría vivir sin ella.
– Sentirse necesario es, aunque suene redundante, una necesidad inherente al ser humano -comentó Stephen-. Es obvio que ella te quiere. Supongo que se alegró de seguir a tu lado.
Cassandra volvió la cara para mirarlo. Se había abrazado las piernas, que tenía dobladas por las rodillas.
– Stephen, eres muy amable al decir eso -concedió ella-. Pero es posible que hubiera encontrado a un hombre con quien casarse hace años. Podría haber sido feliz.
– O no -apostilló él-. No muchas institutrices gozan de una posición tan libre como para relacionarse con hombres, ¿no te parece? Además, sus nuevos señores tal vez solo quisieran que les impartiera conocimientos básicos a sus hijos. Los niños podrían haberle tomado antipatía. Y habría acabado siendo despedida al poco tiempo de comenzar a trabajar para ellos. Su siguiente empleo podría haber sido peor. En resumen, que podría haber pasado cualquier cosa.
Cassandra soltó una carcajada. Todavía seguía mirándolo.
– Tienes razón -reconoció-. Después de todo, a lo mejor he estado conservándola a mi lado para que se produjera este feliz reencuentro con el amor de su vida. Creo que el señor Golding es el amor de su vida. Además, hoy no es un día para la melancolía y los remordimientos, ¿verdad? Hoy estamos tomando el té al aire libre. Siempre me ha parecido muy alegre lo de comer al aire libre. Pero no lo hicimos nunca durante mi matrimonio. Es raro, la verdad. Acabo de darme cuenta hoy mismo. Stephen, he venido para pasarlo bien.
Él estaba sentado con una pierna doblada y la suela de su bota de montar firmemente plantada sobre la manta. Uno de sus brazos descansaba sobre dicha pierna, mientras que con la otra mano se apoyaba en el suelo, a su espalda. Habían colocado la manta bajo la sombra de las ramas de uno de los robles. Su sombrero descansaba a un lado.
Observó, fascinado, cómo Cassandra levantaba los brazos para quitarse las horquillas del pelo, tras lo cual sacudió la cabeza y dejó que los mechones cayeran en torno a sus hombros y por su espalda. Dejó las horquillas en el ala del bonete y se pasó los dedos por el pelo para desenredárselo.
– Si llevas un cepillo en el ridículo, estaré encantado de hacerlo por ti -se ofreció.
– ¿De verdad? -Ella volvió a mirarlo-. Pero me he quitado las horquillas para poder tumbarme en la manta y mirar el cielo. Mejor luego, antes de que vuelva a recogérmelo.
Lo más extraño era que no estaba coqueteando con él. No estaba usando sus ademanes seductores, ni tampoco la voz que los acompañaba. Sin embargo, la tensión entre ellos se tornó casi palpable, y no le cupo la menor duda de que ella era tan consciente de ese hecho como él. Nunca había visto a Cassandra con esa actitud tan relajada, sonriente y natural.
Se sentía deslumbrado.
Porque así resultaba mucho más atractiva que cuando intentaba atraerlo.
Siguió observándola mientras se tumbaba en la manta y se colocaba la ropa para asegurarse de que tenía los tobillos decentemente cubiertos por las faldas. Después entrelazó los dedos bajo la cabeza y clavó la mirada en el cielo con un suspiro de contento.
– Si pudiéramos mantener siempre el vínculo con la tierra -dijo-, nos evitaríamos muchos problemas. ¿No te parece?
– A veces nos dejamos embriagar tanto por la extraña idea de que somos los amos de todo lo que vemos que se nos olvida nuestra condición de simples criaturas de la naturaleza -contestó él.
– Como las mariposas, los ruiseñores y los gatitos -replicó ella.
– O los leones y los cuervos -añadió él.
– ¿Por qué es azul el cielo?
– No tengo la menor idea -reconoció antes de mirarla con una sonrisa y ver que ella también lo estaba mirando-. Pero me alegro de que lo sea. Si el sol brillara en un cielo negro, el mundo sería un lugar muy triste.
– Como los días de tormenta -señaló ella.
– No, peor.
– O como las noches despejadas de luna llena. Ven a ver esto -lo invitó.
Y él malinterpretó a propósito sus palabras. Agachó la cabeza sobre la suya y contempló su cara a placer hasta llegar a esos ojos verdes. Que lo miraban risueños.
– Precioso -dijo. Con total sinceridad.
– Lo mismo digo -replicó ella, cuyos ojos lo estaban observando a su vez-. Stephen, cuando seas mayor vas a tener arrugas alrededor de los ojos, y te harán muchísimo más atractivo.
– Cuando eso suceda -repuso-, recordaré que me lo advertiste.
– ¿De verdad? -Cassandra levantó las manos y le rozó el lugar donde aparecerían dichas arrugas con las yemas de dos dedos-. ¿Me recordarás?
– Siempre -le aseguró.
– Yo también te recordaré -confesó-. Recordaré que alguna vez en mi vida conocí a un hombre perfecto en todos los sentidos.
– No soy perfecto -la corrigió.
– Déjame seguir soñando -lo reprendió-. Para mí, eres perfecto. Hoy eres perfecto. No te conoceré tan a fondo ni nos relacionaremos durante tanto tiempo como para descubrir tus defectos o tus vicios, que estoy segura de que los tienes en abundancia. En mis recuerdos serás mi ángel perfecto. A lo mejor mando hacer un medallón con tu retrato que llevaré siempre al cuello.
Y la vio sonreír. Él no lo hizo.
– ¿No vamos a relacionarnos durante mucho tiempo? -le preguntó.
Cassandra hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
– Exacto -contestó-. Pero eso da igual, Stephen. Hoy es hoy, y es lo único que importa.
– Sí -convino.
Hasta donde alcanzaba su vista no había nadie paseando que pudiera verlos. Y en caso de que hubiera alguien, ya estaría bastante escandalizado. ¿Qué más daba si…?
La besó.
Y ella le devolvió el beso, primero acariciándole la cara con las manos y después echándole los brazos al cuello.
Fue un beso inocente, tierno y muy lento en el que no intervinieron sus lenguas. El beso más peligroso que Stephen había compartido jamás. Lo supo tan pronto como se separó de sus labios y la miró de nuevo a la cara.
Porque fue un beso de cariño rayano en el amor. No hubo deseo. Sino amor.
– ¿Vas a hacerme caso por fin y a mirar lo que te he pedido que miraras antes? -la oyó preguntar-. Mira hacia arriba. Al cielo -añadió en voz baja y sin sonreír pese a la nota risueña de sus palabras.
De modo que Stephen se tumbó a su lado, clavó la vista en el cielo y comprendió al instante su comentario anterior sobre el vínculo con la tierra. Lo sintió, firme y eterno contra la espalda a pesar del grosor de la manta. Sobre él vio el cielo azul sin rastro de nubes y, conectando el cielo con la tierra, las ramas del roble. El formaba parte de dicha conexión, de ese glorioso lugar que no paraba de rotar, de la misma manera que formaba parte Cassandra.
Alargó un brazo para cogerla de la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
– Si tuvieras la opción de echar a volar y convertirte en otra persona, ¿lo harías? -preguntó ella.
Él meditó un rato la cuestión.
– ¿Y dejar de ser la persona que conozco? ¿Dejar atrás todo aquello, a las personas y a las cosas, que me ha ayudado a ser lo que soy? -puntualizó-. No. Pero un escape temporal no vendría mal de vez en cuando. Es que soy un poco ambicioso y me gusta quedarme con lo bueno de los dos mundos. ¿A ti no?
– Yo podría quedarme aquí y soñar con volar hacia el azul del cielo y hacia la luz. Pero tendría que marcharme al completo, porque de otro modo el ejercicio no tendría sentido. Así que nada cambiaría, ¿verdad? Si pudiera volar y al mismo tiempo quedarme atrás… En fin, sería como la misma muerte. Y creo que lo detestaría. Porque quiero vivir.
– Me alegro de escucharlo -aseguró él, riendo entre dientes.
– ¡No lo has entendido! -Exclamó Cassandra-. Esa conclusión me ha sorprendido mucho. Porque llevaba muchísimo tiempo pensando que si me dieran la oportunidad de hacer algo así sin tener que quitarme la vida, elegiría la muerte.
Sus palabras lo dejaron helado.
– ¿Y ya no te sientes así? -le preguntó.
– No -contestó ella con una suave carcajada-. ¡No! Quiero vivir.
Stephen le dio un fuerte apretón en la mano mientras se sumían en el silencio y reflexionaba sobre lo que Cassandra acababa de decirle. ¿Cómo habría sido su vida para que hubiera preferido la muerte a la vida? ¿Cómo habría sido su vida para que le sorprendiera descubrir que, en contra de lo que llevaba pensando tanto tiempo, prefería la vida?
A veces se le olvidaba, tal vez a propósito, que su vida había sido tan intolerable que había llegado al extremo de cometer un asesinato.
Pero no era momento de pensar en esas cosas. Volvió la cabeza para mirarla al cabo de unos minutos y ella le devolvió la mirada. Ambos sonrieron.
– ¿Eres feliz? -le preguntó.
– Mmmm -murmuró ella a modo de respuesta.
Stephen suspiró y se colocó la mano libre sobre los ojos.
Aunque no había echado a volar, sí que se encontraba en un terreno desconocido. Lo que estaba sucediendo no tenía nada que ver con la seducción. Ni con la simple amistad. Era… Ignoraba lo que era. Pero tenía el presentimiento de que su vida jamás volvería a ser la misma.
Y no sabía si alegrarse o echarse a temblar.
Al cabo de unos minutos se sumió en un agradable duermevela, en ese estado de relajación en el que, pese a todo, se seguía siendo consciente a medias de lo que sucedía a su alrededor.