– Voy a dar un paseo -dijo Cassandra, aunque no hizo ademán de poner en práctica sus palabras. Estaba de pie junto a la ventana de la salita, contemplando un día que no terminaba de decidirse entre el sol y la lluvia, aunque parecía más inclinado hacia lo segundo.
No había dormido bien… nada sorprendente dadas las circunstancias.
Y esa mañana todo el mundo se había rebelado.
Mary se negaba a dejar de trabajar en la cocina, así como a no llamarla «milady».
– Eres de la familia, Mary, estás casada con mi hijastro -intentó explicarle, pero sin éxito alguno.
– Alguien tiene que preparar el desayuno, hacer el té, lavar los platos y todo lo demás, milady -replicó la aludida-, y será mejor que lo haga yo porque ni la señorita Haytor, ni Billy ni usted saben poner una sartén del derecho. Además, sigo siendo la misma de ayer y la misma del mes pasado, ¿verdad?
William estaba arreglando la puerta de la salita cuando ella bajó, de modo que ya cerraba bien sin tener que darle un empujoncito extra. En cuanto terminó con la puerta, siguió con el tendedero, asegurándolo de forma que no corriera peligro de caer al suelo cuando la colada estuviera tendida. En ese momento estaba limpiando todas y cada una de las ventanas de la casa, por dentro y por fuera. Su hijastro siempre había sido un hombre enérgico e inquieto, y era mucho más feliz realizando algún trabajo físico que matando el tiempo con actividades propias de un caballero. Nigel quiso que hiciera carrera en la Iglesia, pero William se rebeló tras acabar sus estudios en Cambridge.
Alice fue la peor de todos ellos esa mañana. Estaba atacando las sábanas con la aguja, y de un humor de perros. Lucía una irritante expresión de «ya te lo dije», aunque estaba en su derecho porque ciertamente le había dicho que William no había disparado a su padre, sino que Nigel se había suicidado.
Y para colmo le había dado un ultimátum, o algo que a fin de cuentas sonaba como tal.
O aceptaba seguir con el compromiso que habían anunciado la noche anterior en el baile de lady Compton-Haig y que saldría publicado en los periódicos del día siguiente o ella cortaría cualquier relación con el señor Golding.
Era una ridiculez sin pies ni cabeza. Pero Alice no estaba dispuesta a dar su brazo a torcer.
– Estoy segura de que el señor Golding me ha invitado a asistir al cumpleaños de su padre movido por la amistad que nos une -acababa de decirle hacía escasos minutos-. Estoy segura de que cuando volvamos, no volveré a verlo, salvo que nos encontremos por casualidad. Pero como sigas con este absurdo plan de comprarte una casita en algún rincón perdido de Inglaterra, te advierto que no volveré a verlo jamás, Cassie.
– ¡Pero es que para mí sería el paraíso! -protestó ella.
– Tonterías -replicó Alice-. Te aburrirás como una ostra en menos de dos semanas y empezarás a tirarte de los pelos. Sería muchísimo mejor que te casaras con el conde de Merton, porque pese a todo parece que os tenéis cariño y creo que en el fondo es un joven agradable, incluso decente. Además, si rompes el compromiso a estas alturas, se producirá otro escándalo, y eso es lo último que te hace falta. Deberías haber pensado las cosas antes de permitirle que te besara en medio del baile. Si insistes en irte a vivir al campo, yo me voy contigo. Y ya puedes mirarme como te dé la gana. Las miradas no matan. Al fin y al cabo, Mary no se irá contigo, ¿verdad? Y aunque podrás contratar a media docena de criados para reemplazarla, todos serán completos desconocidos. Igual que tus vecinos. ¿Qué van a pensar de una viuda forastera que se va a vivir a su pueblo sin contar siquiera con una dama de compañía para hacer que su casa sea respetable? No, Cassie, si te vas al campo, yo me voy también. -Por si eso fuera poco, Alice parecía tener un as en la manga para ganar la discusión-: Y no volveré a ver al señor Golding en la vida -añadió para reforzar su postura mientras cortaba la hebra con los dedos.
De modo que Cassandra amenazó con salir a dar un paseo.
– Me llevaré a Roger -dijo en ese momento, mientras tamborileaba con los dedos sobre el alféizar.
Sin embargo, el muy traidor de Roger llevaba toda la mañana pegado a William. Al igual que Belinda, que seguía a su padre con la muñeca contra el pecho y los ojos como platos.
– Me parece bien, Cassie -dijo Alice sin levantar la vista de la costura-. Y llévate un paraguas.
No obstante, ya era demasiado tarde. Un carruaje demasiado lujoso para circular por Portman Street enfiló la calle, y eso que desde la distancia era imposible distinguir el blasón ducal que lucía en la portezuela.
Cuando el vehículo se detuvo delante de la casa, sintió una extraña resignación. El cochero se bajó del pescante, desplegó los escalones y ayudó a bajar a la duquesa de Moreland. Ni siquiera se sorprendió al ver que hacía lo mismo con la condesa de Sheringford y lady Montford.
¡Cómo no! El triunvirato al completo.
Su hermano había anunciado su compromiso la noche anterior.
– Tenemos visita, Alice -dijo. La aludida dejó a un lado la costura.
– Te dejaré a solas con ellas -dijo-. Todavía tengo que ocuparme de mi equipaje.
Se marchó antes de que Mary llamara a la puerta para anunciar a las tres damas.
Así comenzaba todo, pensó ella. La gran charada.
– Lady Paget -la saludó la duquesa de Moreland mientras cruzaba la estancia y la abrazaba-. Bueno, como vas a ser nuestra hermana, voy a comportarme como tal y voy a llamarte Cassandra. ¿Te importa? Y tú tienes que llamarme Vanessa. Nos negábamos a esperar a una hora más respetable para hacerte una visita, así que tendrás que perdonarnos. O no, todo depende de ti. El caso es que aquí estamos -concluyó la duquesa con una sonrisa radiante.
La condesa de Sheringford también la abrazó.
– Anoche nos cohibió la gran cantidad de espectadores, por eso no pudimos darte la bienvenida a la familia como nos habría gustado. Stephen se portó muy mal al besarte de esa manera en el balcón, sobre todo porque lo eduqué para que supiera que esas cosas no se hacen, pero fue maravilloso descubrir que está tan enamorado que es capaz de cometer una imprudencia. Es muy raro que Stephen se muestre imprudente. Y estamos encantadísimas de que le haya sucedido contigo. Siempre hemos deseado que encuentre el amor y la felicidad, Cassandra. Y por favor, llámame Margaret.
– Y a mí Katherine -terció la baronesa Montford, que fue la tercera en abrazarla-. ¡Stephen está comprometido y hay que organizar una boda! Todavía no acabo de asimilarlo. Pero tenemos tanto por hacer que ni siquiera sabemos por dónde empezar. Sabemos que no tienes ni madre ni hermanas, aunque ha sido una grata sorpresa enterarnos de que sir Wesley Young es tu hermano y de que no estás sola en este mundo. Meg, Nessie y yo seremos tus hermanas cuando te cases con Stephen, pero no vamos a esperar tanto para ejercer como tales. Te ayudaremos a celebrar tu compromiso y a organizar tu boda.
– La verdad es que somos un poco malas al alegrarnos de que no tengas parientes del género femenino -confesó Vanessa-. Pero nos alegramos igualmente. Vamos a divertirnos de lo lindo durante lo que queda de temporada social… a menos que queráis casaros antes de que acabe, claro. ¿Dónde…?
– ¡Nessie! -La interrumpió Margaret que después se echó a reír y tomó a Cassandra del brazo-. Si no refrenamos un poco nuestro entusiasmo y nuestra cháchara, a Cassandra le va a dar algo. Hemos venido para llevarte a tomar un café y unos dulces… siempre y cuando no tengas otros planes para esta mañana, por supuesto. Y cuando nos hayamos sentado y relajado un poco, hablaremos del baile de compromiso que se celebrará en Merton House. Será el baile más memorable de esta temporada.
Cassandra miró a las tres hermanas, tan guapas y elegantes, tan bien casadas, y se preguntó cómo era posible que se mostraran tan entusiasmadas con el compromiso de su hermano. Hasta un ciego se daría cuenta de que lo adoraban.
Sabía muy bien que en el fondo el entusiasmo no era genuino. Tenían que estar horrorizadas, alarmadas, preocupadas… Supuso que estaban poniéndole buena cara al mal tiempo, ya que consideraban que la situación era irremediable.
Tomó una decisión impulsiva. Representar un papel ante la alta sociedad durante lo que quedaba de temporada social era una cosa. Engañar a las hermanas de Stephen, otra muy distinta.
– Gracias -dijo-. Será un placer tomar un café con vosotras. Y estaré encantada de ayudar en la organización del baile. Pero no habrá boda que planear.
Las tres hermanas la miraron sin comprender.
– No habrá boda -repitió.
Ninguna de las tres habló. La duquesa se llevó las manos al pecho.
– Me gusta vuestro hermano -les aseguró-. Seguramente sea el hombre más amable y decente que he conocido en mi vida. Desde luego que es el más guapo. También es muy… muy atractivo. Creo que la atracción es mutua. De hecho, sé que es así. Ese beso fue el resultado de una atracción mutua, nada más. Fue algo increíblemente imprudente… por ambas partes. El conde de Merton se comportó con gran aplomo y caballerosidad al darse cuenta de que teníamos espectadores. Por eso anunció el compromiso. Pero es una solución que ninguno de los dos desea y tampoco podemos permitir que el resto de nuestra vida quede marcado por culpa de un beso irreflexivo y tonto. Es evidente que él se siente obligado a proteger mi reputación. No puedo humillarlo obligándolo a no publicar el anuncio del compromiso en los periódicos y a eludir la celebración del mismo, de modo que he accedido a seguir comprometida con él hasta el final de la temporada social. Después romperé el compromiso en privado. La reputación de vuestro hermano no sufrirá en absoluto, os lo aseguro. De hecho, todo el mundo se sentirá aliviado por él. Vosotras incluidas.
Las tres hermanas se miraron entre sí.
– ¡Bravo, Cassandra! -exclamó Vanessa.
– Eres muy amable al sincerarte con nosotras -comentó Katherine.
– Y ahora tenemos que decidir si le decimos a Stephen que lo sabemos todo -dijo Margaret con firmeza-. ¿Se enfadará contigo por decírnoslo, Cassandra?
– Seguramente -contestó-. Estoy convencida de que cree que nuestro compromiso es real y de que espera poder hacerme cambiar de opinión. Por supuesto, no quiere casarse conmigo de verdad. Pero su caballerosidad no tiene límites.
– Además de que está locamente enamorado -añadió Vanessa con sorna-. Hace un tiempo que lo sabemos a ciencia cierta. Y hace un par de días me confesó que le gustabas de verdad, Cassandra. Y esa admisión, que le gustas «de verdad», es un paso tremendo para un hombre. Creo que la boca masculina está diseñada para que les resulte casi imposible pronunciar cualquier palabra relacionada con el amor, sobre todo cuando tienen que conjugar un verbo y formar una frase como «te quiero».
– Y por eso no podemos darte la razón -apostilló Margaret-. Nos parece lo más lógico que Stephen quiera casarse contigo de verdad.
Cassandra guardó silencio, incapaz de rebatir sus argumentos.
– No le contaremos a Stephen nada de lo que nos has dicho -dijo Katherine, que miró a sus hermanas en busca de confirmación-. Y tal vez nunca haga falta. Pero te aseguro que valoramos muchísimo su felicidad y si solo puede lograrla casándote contigo, haremos todo lo que esté en nuestra mano para asegurarnos de que haya una boda que planear.
– Pero es imposible que me queráis como su esposa -protestó al tiempo que se llevaba una mano al pecho-. Tengo veintiocho años, estuve casada durante nueve años, mi esposo murió en circunstancias tan misteriosas que la opinión pública me tiene por su asesina y lord Merton y yo nos conocimos hace poco más de una semana. -A medida que enumeraba las razones, iba extendiendo los dedos de la otra mano.
– Cassandra, deberías saber algo sobre nosotras -dijo Margaret con un suspiro-. Aunque nos comportamos a la perfección casi todo el tiempo, no crecimos ni nos educamos como la mayoría de los aristócratas y por tanto somos incapaces de pensar como ellos, de ahí que hayamos conseguido hacer funcionar nuestros respectivos matrimonios, si bien en sus comienzos todos fueran potencialmente desastrosos. Es más, hemos logrado convertirlos en matrimonios por amor. ¿Por qué iba Stephen a ser distinto? ¿Por qué vamos a señalarle todos los desastres que podrían sucederle si existe la posibilidad de que encuentre la felicidad?
– Hemos aprendido a confiar en el amor -añadió Katherine con una sonrisa-. Somos unas optimistas natas. Ya te contaré mi historia un día de estos. ¡Se te pondrán los pelos de punta!
– Si no nos vamos pronto -comentó Vanessa-, vamos a tomar ese café y esos dulces como almuerzo en vez de como tentempié.
– Voy en busca de mi sombrero -les dijo.
Mientras subía la escalera, se preguntó si su decisión de explicarles la verdad a las hermanas de Stephen la había librado de complicaciones o le había creado más.
Stephen le había dicho a Vanessa que le gustaba de verdad y lo hizo antes de los acontecimientos de la noche anterior.
Sonrió… y sintió el escozor de las lágrimas en la garganta.
William estaba de rodillas en el pasillo del primer piso, arreglando un tablón suelto del suelo que llevaba crujiendo desde que se habían mudado a la casa.
Tras salir de la Cámara de los Lores, Stephen se marchó a casa en vez de poner rumbo a White's, como era su costumbre. Tenía demasiadas cosas en la cabeza.
De todas maneras, el club sería un lugar muy incómodo después de la noche anterior. Sería la víctima de incontables chistes si lo veían. La Cámara de los Lores ya había sido bastante mala y aunque nadie le había dicho nada abiertamente, había visto algunas sonrisas socarronas muy elocuentes.
La pesadilla de todo caballero era que lo sorprendieran en alguna pequeña e imprudente indiscreción durante un acto público, de modo que se viera abocado a un matrimonio indeseado.
Su indiscreción no había sido pequeña, pero sí muy imprudente.
¡Por el amor de Dios!
Pero ¿sería un matrimonio indeseado?
Estaba enamorado de Cassandra. Se había pasado toda la noche en vela, intentando que la verdad surgiera de entre las capas de culpabilidad, caballerosidad y deseos fantasiosos que lo abrumaban, de modo que pudiera conocer sus verdaderos sentimientos. Aunque la verdad era irrelevante por completo. Tenía que convencer a Cassandra para que se casara con él.
Sin embargo, la verdad era la que era por muchas capas que tuviera encima.
Estaba enamorado de ella.
¿Lo normal era que después de reconocerlo quisiera casarse con ella? ¿De verdad quería casarse, fuera con quien fuese, a una edad tan temprana?
Evidentemente no tenía por qué devanarse los sesos intentando responder esas preguntas. Lo habían pescado besándola y debía casarse con ella. Sobre todo habida cuenta de la reputación de Cassandra.
De camino a casa, decidió que tomaría un almuerzo ligero y que después volvería a salir. Tenía que hablar con William Belmont. Había sido maravilloso escuchar la verdad sobre la debacle de la noche de marras, pero no tenía tan claro que proclamar dicha verdad a los cuatro vientos fuera lo más adecuado.
Lord Paget se había suicidado enfurecido por el alcohol.
Si la verdad salía a la luz, seguramente quisieran exhumar sus restos y sacarlos del camposanto para volver a enterrarlo en un lugar no consagrado.
Y Cassandra era su viuda.
Sin duda alguna se vería envuelta de nuevo en otro escándalo muy desagradable.
Siempre y cuando alguien creyera la historia de Belmont. Cabía la posibilidad de que la mayoría de la gente siguiera creyendo la historia del hacha. Era mucho más sórdida. La verdad solo lograría avivar un escándalo que se estaba convirtiendo en agua pasada. La mayoría de la gente ni siquiera lo creía y ya se estaba aburriendo de los cotilleos.
Tal vez pudiera convencer a Belmont para que se limitara a apoyar la tesis oficial sobre la muerte, que dictaminaba que había sido accidental. No mentiría si declaraba que había estado presente y que había visto lo sucedido. Su palabra tendría bastante peso en la opinión de los demás, salvo en la de aquellas personas dispuestas a creer lo peor. Al fin y al cabo, era hijo del difunto.
Además, tenía que ir a ver a Cassandra después del almuerzo. La llevaría a dar un paseo si el sol se decidía a salir de una vez. Podría comenzar con su campaña de persuasión. Utilizaría todo su encanto para convencerla de que se enamorara de él.
De hecho, se moría de ganas de volver a verla.
Subió los escalones de entrada con rapidez y llamó a la puerta en vez de abrir con su llave. Le lanzó el sombrero al criado que le abrió y le sonrió a su mayordomo, que acababa de salir de la parte trasera de la casa.
– Que no cunda el pánico, Paulson -le dijo-. Almorzaré fiambre, pan y mantequilla. ¿Puedes tenerlo preparado para dentro de media hora?
Sin embargo, Paulson tenía cierta información que comunicarle.
– Milord, lady Sheringford, la duquesa de Moreland y la baronesa Montford están aquí. Creo que en el salón de baile. Dijeron que no se quedarían para el almuerzo, pero ya llevan más de una hora y es posible que hayan perdido la noción del tiempo. He ordenado que preparen un almuerzo frío para las damas. Añadiré un cubierto más para usted, milord. Estará listo en diez minutos.
¿Sus hermanas? ¿En el salón de baile?
No había que ser un genio para adivinar el motivo. Estaban tomando las riendas aun antes de que él se lo pidiera. Estaban organizando su baile de compromiso.
– Gracias, Paulson -le dijo al mayordomo al tiempo que se dirigía a la escalinata.
Subió los escalones de dos en dos.
¿Debería decírselo?, se preguntó. Lo de que su compromiso no era real, al menos en lo concerniente a Cass, por supuesto. No lo haría, decidió antes de llegar al descansillo. Era algo irrelevante. Al final de la temporada social el compromiso sería real para los dos. Iban a casarse en verano. Esperaba que la boda se celebrara en Warren Hall, aunque no le importaba hacerlo en Saint George si eso era lo que ella quería llegado el momento.
Descubrió a sus hermanas de pie en medio del salón de baile, con la cabeza echada hacia atrás mientras inspeccionaban las arañas que colgaban del techo. Había tres, ya que era una estancia muy espaciosa, y nunca la había usado desde que heredó el título. Un caballero soltero no tenía muchas oportunidades para celebrar suntuosas fiestas en su casa.
Su baile de compromiso sería una excepción. Estaba ansioso y entusiasmado por la idea.
Se quedó en la puerta con las manos entrelazadas a la espalda.
– He contado setenta velas en esa araña. Y supongo que habrá otras tantas en la del fondo. La del centro es la más grande. Debe de tener espacio para al menos cien velas. Eso hace un mínimo de doscientas cincuenta velas, sin contar los candelabros de pared. Sería un despilfarro inusitado. Solo las velas costarán una verdadera fortuna.
La voz procedía del estrado de la orquesta, situado en el extremo más alejado de la estancia. No se había percatado de su presencia hasta que la oyó hablar.
Cassandra.
Ella también tenía la cabeza echada hacia atrás.
Como si Paulson y el ama de llaves no supieran cuántas velas hacían falta para iluminar el salón de baile… sin tener que contar los candelabros y acabar con dolor de cuello en el proceso.
– Estaba a punto de mandar llamar a la guardia al enterarme de que habían invadido mi casa -dijo, alzando la voz-. Pero ya veo que sería inútil. ¿Debo suponer que os habéis apoderado de ella hasta el baile de compromiso?
– A menos que tú quieras organizarlo solo, Stephen -señaló Margaret mientras él se adentraba en la estancia.
Sonrió y le dio un beso a su hermana mayor en la mejilla antes de hacer lo mismo con sus otras dos hermanas.
– Tal vez debería llamar a la guardia de todas maneras para que no podáis escapar antes de que llegue ese día -replicó.
Cassandra estaba atravesando la pista de baile, con un ligero rubor en las mejillas.
Se encontró con ella a medio camino, le pasó un brazo por la cintura y le dio un beso fugaz en los labios. Verla en su propia casa le producía una sensación increíble.
– Amor mío -le dijo.
– Stephen -lo saludó ella mientras la hacía girar para quedar de frente a sus hermanas.
Las tres los observaban con idénticas expresiones ufanas.
– Hemos tomado café y dulces juntas -le informó Cassandra-. Me han felicitado por lo menos veinte personas, y eso que ni siquiera se ha publicado el anuncio del compromiso. Ha sido vertiginoso. Y maravilloso -añadió, como si se le hubiera ocurrido después esa idea.
– Menos mal que fuimos sinceros al anunciar nuestro compromiso en el baile de anoche -replicó él.
Cassandra le sonrió con los ojos. Sus hermanas también sonreían. Hasta ese momento se había estado preguntando qué pensarían de su compromiso.
– Menos mal, desde luego -convino Cassandra-. Aunque fuiste tú quien hizo el anuncio.
– Tal y como Dios manda -intervino Meg-. No quiero ni pensar qué habría pasado si llegas a anunciarlo tú, Cassandra.
El comentario hizo que todas se echaran a reír de buena gana.
– ¡Mira que la idea de hacer un anuncio así sin que sea cierto! Stephen, qué cosas tienes. No quiero ni imaginarme qué habría pasado si Cassandra te hubiera llevado la contraria. Solo de pensarlo se me ponen los pelos como escarpias.
– No tendríamos ningún baile fastuoso que organizar -añadió Kate-. Ni una boda todavía más fastuosa este verano.
Se echaron a reír de nuevo, como si fueran cómplices de una conspiración en su contra.
Abrazó a Cassandra con más fuerza y le sonrió.
– Ya veo que mis hermanas y tú os lleváis a las mil maravillas -comentó-. Tendría que haberte advertido que no esperarían a la boda para tomarte bajo el ala.
– Estábamos debatiendo sobre el color de los arreglos florales antes de que nos concentráramos en las arañas -dijo ella-. Hemos decidido que queremos crear un ambiente luminoso y soleado, como un jardín, aunque todavía no hemos decidido qué colores vamos a usar ni cuántos tonos distintos.
– Amarillo y blanco -propuso Stephen-, con muchas plantas verdes.
– Perfecto. -Cassandra lo miró con una sonrisa.
– Magnífico -dijo Nessie-. Cassandra va a llevar un vestido amarillo, Stephen. Resaltará su color de pelo y de piel, claro que estaría guapísima aunque se pusiera un saco. Me muero de envidia por ese pelo.
– Paulson me estará regañando durante un mes si no os llevo a todas al comedor en menos de cinco minutos -les dijo-. Ha preparado un almuerzo frío para los cinco.
– ¡Oh! -Exclamó Cassandra-. No debería…
– … rechazar el almuerzo -se apresuró a decir él-. Estoy de acuerdo contigo. No deberías rechazarlo bajo ningún concepto. Cass, te aseguro que es mejor congraciarse con Paulson y no empezar con mal pie.
– La verdad es que tengo hambre -dijo Kate, que parecía sorprendida-. Claro que no he comido ningún dulce con el café. Paulson es un encanto y pienso decírselo.
Sus hermanas salieron del salón sin decir nada más, pero él mantuvo a Cassandra a su lado un momento, hasta que se quedaron a solas en la estancia.
– Iba a ir a verte más tarde -le dijo-. No podía esperar. Me he pasado toda la mañana pensando en ti en vez de concentrarme en los asuntos de la Cámara de los Lores. Estás muy guapa con ese tono de rosa. Con tu pelo debería sentarte fatal. Qué perspicaz por tu parte saber que te sentaría bien.
– ¡Ay, Stephen! -Exclamó ella con un suspiro-. Ojalá no hubiera pasado nada anoche. Tus hermanas y tú sois increíblemente… ¡decentes!
La miró con una sonrisa.
– Si sigues empecinada en que sea un compromiso temporal, vas a descubrir lo increíblemente indecente que puedo llegar a ser. Pelearé por ti con uñas y dientes, y con todas las tretas que se me ocurran.
Cassandra soltó una carcajada y le colocó una mano en la cara.
La besó, y se demoró haciéndolo lo justo para robarle un poco el aliento.
– Un ángel con las alas tiznadas -dijo ella-. Menuda contradicción.
La cogió de la mano, entrelazó sus dedos y la condujo hacia el comedor. Benditas fueran sus hermanas por haberla llevado allí.
A su propio hogar.