CAPÍTULO 06

Cassandra llevaba despierta mucho tiempo. En realidad, apenas había logrado echar un par de cabezaditas.

Pasó un buen rato contemplando el horroroso dosel de la cama. Lo quitaría, decidió, o encontraría la manera de cubrirlo con una tela más clara y más alegre. Debía convertir la casa en un hogar… en caso de que se quedara en ella, por supuesto. En caso de que pudiera permitírselo.

En ese momento volvió la cabeza y observó largo y tendido al conde de Merton a la parpadeante luz de la vela. ¡Qué derroche dejar que se consumiera! Tampoco había apagado las velas de la entrada ni del descansillo. Como si tuviera dinero para despilfarrar.

Lord Merton dormía profundamente y no parecía estar soñando. Estaba tan guapo dormido como lo estaba despierto. Su pelo, aunque corto, lucía alborotado y se había rebelado contra el peine que había domado los rizos.

Parecía más joven.

Parecía inocente.

No era inocente… al menos no en lo que al sexo se refería. No había habido muchos preliminares, ni antes ni después de acabar en el lecho, y el acto en sí apenas había durado unos minutos. Pero lord Merton sabía lo que estaba haciendo. Era un amante apasionado y habilidoso aunque se hubiera apresurado un poco durante su primer encuentro.

Llegó a la conclusión de que posiblemente fuera un hombre muy decente que procedía de una familia también muy decente. Por un breve instante se arrepintió de haberlo elegido. Sin embargo, ya era demasiado tarde para cambiar de opinión y escoger a otro. No tenía tiempo para coquetear con varios amantes antes de elegir al que más le convenía.

A la postre, cuando el alba comenzaba a rayar al otro lado de las ventanas haciendo innecesaria la luz de las velas, fue incapaz de quedarse más tiempo en la cama. Se alejó de lord Merton muy despacio para no despertarlo, pero él ni siquiera se inmutó. Seguía teniendo el brazo extendido bajo la almohada y la tela del frac estaba arrugadísima allí donde ella había colocado la cabeza. Se inclinó sobre él y le abrochó con mucho tiento la bragueta de las calzas mientras le lanzaba miraditas a la cara.

Desnudo debía de estar magnífico, pensó.

La próxima vez lo comprobaría. La invadió un inesperado anhelo por ese momento.

Salió de la cama y apagó la vela, momento en el que se percató con gran pesadumbre de lo mucho que se había consumido, y después entró sin hacer ruido en el atestado y minúsculo vestidor situado junto al dormitorio. Tras lavarse las manos y la cara con el agua fría que quedaba de la noche anterior en el aguamanil, escogió a oscuras un vestido mañanero del armario y se lo puso. Tanteó el estante superior del armario en busca de una cinta para el pelo, que se cepilló y se recogió en la nuca.

Notaba un persistente escozor allí donde él había estado. Había pasado mucho tiempo…

Por raro que pareciera, era una sensación bastante placentera.

Lord Merton todavía no se había despertado cuando regresó al dormitorio. Descorrió las cortinas y estuvo varios minutos con la vista clavada en la calle, que seguía desierta a pesar de que la oscuridad de la noche estaba desapareciendo. Al cabo de un rato vio a un trabajador que caminaba con rapidez y con la cabeza gacha.

Y después se sentó en la banqueta del tocador, colocándola de forma que pudiera ver al hombre que yacía en la cama y percatarse de cuándo se despertaba.

Le sorprendió que no lo hubiera hecho ya, impaciente por repetir los placeres nocturnos. Esbozó una sonrisa sesgada porque no lo hubiera hecho. ¿Había interpretado tan mal su papel? ¿O lo había hecho maravillosamente bien?

Cruzó las piernas y se entretuvo balanceando un pie hasta que por fin lo vio moverse. Lord Merton tardó un rato en espabilarse y girar la cabeza para verla sentada en la banqueta.

– Cassandra -dijo-. Lo siento. Debería…

Lo interrumpió. No le interesaban sus disculpas. ¿Se disculpaba por haber dormido tanto? Todavía era muy temprano, tanto que ni siquiera habían salido a la calle los vendedores ambulantes, solo los trabajadores, que tal vez regresaran a casa tras el turno de noche. ¿O se disculpaba por haber dormido en vez de aprovechar al máximo la noche para disfrutar de su cuerpo?

Había pronunciado su nombre como si fuera una caricia.

En ese momento recordó que lo había pronunciado después de terminar con ella… como si no solo fuera un cuerpo femenino con el que saciar su deseo, sino también una persona con nombre propio.

Debía tener mucho cuidado para no acabar seducida por ese hombre. Ella era la seductora.

– Tenemos que hablar, lord Merton -le dijo.

– ¿En serio? -dijo él, que se incorporó sobre un codo con expresión risueña-. ¿No sería…

«… mejor volver a la cama y hablar después… en todo caso?»

– De negocios -lo interrumpió antes de que él pudiera terminar su frase-. Tenemos que hablar de negocios.

Todo su futuro dependía de ese momento. Siguió balanceando el pie, con cuidado de no hacerlo más deprisa por temor a demostrar lo nerviosa y tensa que estaba. Entornó los párpados y esbozó una leve sonrisa.

– ¿De negocios? -El conde se sentó, bajó los pies al suelo, se pasó las manos por la ropa en un vano intento por alisarla e hizo ademán de arreglarse la corbata. Seguía pareciendo un hombre que había dormido vestido.

– No lo seduje por el placer de una noche en su compañía, milord -confesó-. Más aún teniendo en cuenta que se ha pasado casi toda la noche durmiendo.

– Te pido dis… -comenzó.

Alzó una mano para volver a interrumpirlo.

– El hecho de que haya dormido profundamente me parece un tributo al placer que le proporcioné anoche -dijo-. Yo también he dormido casi toda la noche. Es usted un… amante muy satisfactorio. -Se permitió una ligera sonrisa.

Lord Merton no dijo nada.

– Deseo estar otra vez con usted esta noche y mañana por la noche y todas las noches del futuro más cercano -continuó-. Y me encargaré de que me desee en la misma medida y durante el mismo tiempo, milord. ¿O ya no hace falta que recurra a mis artes de seducción? ¿Ya me desea?

La respuesta del conde la alarmó y le produjo un escalofrío.

– No me gusta la palabra «seducción» -lo oyó decir-. Implica cierta debilidad en la persona seducida y una fría maquinación por parte de la seductora. Implica una disparidad de deseos y necesidades. Sugiere a un títere y a un titiritero. Nunca he admirado a los seductores porque explotan a las mujeres y las convierten en juguetes de alcoba. Nunca he conocido a una seductora, si bien conozco la leyenda de las sirenas.

– ¿No es cierto que conoció a una anoche, lord Merton? -le preguntó.

– Conocí a una dama -precisó él con una sonrisa- que se definía como tal. A ti, de hecho. Me gustaría pensar que al sentirte sola… perdóname, que al estar sola, buscaste a alguien que te resultara atractivo para consolarte, y me encontraste a mí. No me sedujiste, Cassandra. Fuiste descarada y sincera sobre la atracción que sentías por mí, cosa que nunca me había sucedido con otras damas, ya que suelen emplear un vasto arsenal de triquiñuelas mucho más sutiles para llamar mi atención. Me gustó tu franqueza. Yo también me sentí atraído por ti. Te habría invitado a bailar aunque no hubieras forzado el encontronazo justo antes de que comenzara el vals. Supongo que no te habría invitado a compartir cama tan pronto si no hubieras dejado tan claro que tú también lo deseabas, pero a la postre nuestra mutua atracción nos habría conducido hasta este mismo punto.

Había malinterpretado la situación por completo. Aunque daba lo mismo.

«Nuestra mutua atracción.»

– Sí, quiero volver a acostarme contigo y quiero que sigamos haciéndolo. Pero antes tengo que preguntarte algo.

Ella enarcó las cejas y lo miró con expresión altanera.

– ¿De verdad? -replicó. De alguna manera había perdido el control de la conversación. Se suponía que ella iba a hablar y que él iba a escuchar.

– Cuéntame cómo murió lord Paget -le pidió. Se había inclinado hacia delante y había apoyado los brazos en las rodillas. Esos ojos azules la miraban con expresión penetrante.

– Murió -contestó con una sonrisa desdeñosa-. ¿Qué más quiere que diga? ¿Quiere que le confiese que le abrí la cabeza con un hacha, lord Merton? Porque no lo hice. Lo mató una bala… que le atravesó el corazón.

Siguió mirándola sin flaquear.

– ¿Lo mataste? -le preguntó.

Cassandra apretó los labios y le devolvió la mirada.

– Sí -contestó.

No se había dado cuenta de que lord Merton había contenido el aliento hasta que lo escuchó expulsar el aire con fuerza.

– Me habría costado mucho blandir un hacha -continuó-, pero no tengo problemas para usar una pistola. Y la usé. Le atravesé el corazón de un disparo. Y no me arrepiento. No he llorado su muerte ni un solo minuto.

Lord Merton agachó la cabeza de modo que se quedó mirando el suelo y ella le miraba la coronilla. Tuvo la impresión de que había cerrado los ojos. Lo vio apretar los puños.

– ¿Por qué? -preguntó Stephen al cabo de unos minutos de silencio.

– Porque sí -contestó, y sonrió aunque él no la miraba-. Tal vez porque me apetecía.

Tendría que haberse negado a contestar la primera pregunta. ¿Acaso quería espantarlo y arruinar sus cuidadosos planes? Porque no podía haber elegido mejor manera de hacerlo.

Se produjo otro largo silencio. Cuando lord Merton volvió a hablar, lo hizo con un hilo de voz.

– ¿Te maltrataba? -le preguntó.

– Sí -respondió Cassandra-. Me maltrataba.

Lord Merton por fin alzó la cabeza y volvió a mirarla fijamente con expresión preocupada y el ceño fruncido.

– Lo siento -dijo.

– ¿Por qué? -le preguntó con un gesto desdeñoso-. ¿Hay algo que usted hubiera podido hacer y no hizo, milord?

– Siento que tantos hombres se comporten como brutos por el mero hecho de ser físicamente más fuertes que las mujeres. ¿Tan mala era la situación que no te quedó otro remedio que matarlo?

Sin embargo, él mismo se respondió antes de que ella pudiera hacerlo.

– Tuvo que serlo. ¿Por qué no te arrestaron?

– Le disparé en la biblioteca, casi de noche -contestó-. No hubo testigos, y cuando llegaron varias personas atraídas por el ruido, fue imposible saber quién lo había hecho. No hubo, ni hay, prueba alguna de que lo hiciera yo. Cualquiera pudo haberlo hecho. Cualquiera. La casa estaba llena de criados y de otras personas. La ventana de la biblioteca estaba abierta y cualquiera pudo entrar. Nadie puede demostrar nada salvo que murió de un disparo.

– Y salvo que me lo acabas de confesar.

– Pero solo se lo he confesado a usted -replicó-. De ahora en adelante siempre lo acompañará el temor de que lo mate alguna noche para asegurarme su silencio.

– No soy un soplón -afirmó él- ni tengo miedo. Y tú tampoco debes tenerlo.

– No tengo miedo de usted -declaró-. Un caballero no revela los secretos de una dama, y creo que usted es un caballero. Y no temo que me maltrate. Si lo hiciera, no lo mataría. ¿Para qué hacerlo cuando me basta con alejarme de usted, cosa que no pude hacer en el caso de mi esposo? Una viuda tiene poder, lord Merton. Es libre.

Salvo que ella no lo era. La falta de dinero la ponía en un aprieto. Y de alguna manera esa conversación no se estaba desarrollando como ella había planeado. En su cabeza ella controlaba las respuestas del conde y sus propias preguntas. Desconocía la forma de recuperar el control.

– Será un placer ser tu amante -dijo él-. Te trataré con cariño. Te lo prometo. Y cuando la relación termine, solo tienes que decírmelo y me iré.

– El problema, lord Merton, es que no me puedo permitir una relación puramente basada en la atracción. -No se parecía en absoluto a lo que había pensado decir. Pero ya era demasiado tarde. Había pronunciado las palabras.

Lord Merton la taladró con la mirada.

– ¿No te lo puedes «permitir»? -recalcó.

– Es normal que un hombre que hereda el título de su padre, sus propiedades y su fortuna considere a su madrastra un estorbo. Sin embargo, la mayoría de los hombres cumple con su deber. El actual lord Paget no lo ha hecho.

– ¿Tu esposo no te dejó nada en su testamento? -Le preguntó lord Merton con el ceño fruncido-. ¿Ni tampoco se acordó nada en el contrato matrimonial?

– Por supuesto que sí-contestó-. ¿De verdad cree que lo habría matado de saber que me quedaría desamparada, lord Merton? Debería hacer uso de la residencia de la viuda en Carmel House durante lo que me queda de vida, y también de la residencia londinense. Iba a recibir una compensación económica, todas mis joyas y una cómoda pensión vitalicia.

El conde seguía frunciendo el ceño.

– ¿Paget puede negarte legalmente todo eso? -quiso saber.

– No puede -respondió-. Pero yo tampoco puedo matar legalmente a un hombre. Su padre, para más señas. Como ve, estábamos en tablas, lord Merton, pero él resolvió el empate. No me denunciaría si yo accedía a marcharme con las manos vacías.

– ¿Y lo hiciste? -le preguntó-. ¿Te marchaste sin más? ¿Aunque no había pruebas en tu contra?

– Se pueden fabricar pruebas, milord, para inculpar a alguien a quien no se le tiene mucho aprecio -dijo.

El conde la miró un buen rato antes de cerrar los ojos y agachar la cabeza una vez más.

Una dama de dudosa reputación lo había seducido y, acto seguido, había recibido una propuesta de negocios por parte de una cortesana… una cortesana cara, una cortesana irresistible. Y lord Merton obedecería como un cachorrito bien entrenado porque había despertado su apetito, pero no lo había saciado del todo. Jadearía de deseo por ella.

Ese era el plan. Lo tenía muy claro y en su momento le pareció muy razonable. No esperaba que fuera difícil de ejecutar.

No obstante, el plan se había ido al traste.

Comenzó a balancear el pie muy despacio una vez más. Contempló esos alborotados rizos rubios con todo el desdén del que fue capaz. En cualquier momento lo vería ponerse en pie para marcharse. Sintió el deseo de apresurar las cosas ordenándole que lo hiciera.

No temía que lord Merton le contase a otra persona lo que le había dicho. Al fin y al cabo, estaba segura de que era un caballero. Además, no estaría dispuesto a admitir que se había dejado seducir por una infame asesina.

Lo vio ladear la cabeza y cuando sus ojos volvieron a encontrarse a la luz del día, tuvo la sensación de que estaba más pálido que antes, de que sus ojos eran más azules. Y más intensos.

– ¿No tienes nada? -le preguntó.

Enarcó las cejas antes de contestar.

– Tengo lo suficiente -mintió-. Pero si va a ser mi amante, lord Merton, también será mi protector. Me pagará por los servicios prestados. Me pagará como le pagaría a la cortesana más cotizada del momento. Es decir, me pagará muy bien. Y yo le prestaré unos servicios diez veces mejores que los de cualquier cortesana. Lo de anoche no será nada en comparación.

Parecía un alarde absurdo. Y temió que lord Merton acabara riéndose en su cara.

– No te sentías atraída por mí en lo más mínimo, ¿verdad? Te presentaste en el baile de Meg sin invitación con la idea de encontrar un protector.

Le sonrió… y en ese momento su zapato acabó en el suelo con un golpe suave.

– Lord Merton, una dama hace lo que tiene que hacer -adujo con voz ronca.

«Vete -le ordenó en silencio-. Por favor, vete. Vete para que no vuelva a verte jamás.»

Se produjo un largo silencio durante el cual siguieron mirándose a los ojos. Decidió no apartar la mirada. También decidió no hablar hasta que él lo hiciera. Y tenía muy claro que no se pondría en pie de un brinco para huir hacia el vestidor y refugiarse tras la puerta cerrada hasta que él se marchara.

– Le pagaré semanalmente, lady Paget -dijo el conde a la postre-, por adelantado. Empezando hoy mismo. Le enviaré el dinero en cuanto llegue a casa… o a una hora temprana que sea respetable, al menos.

La suma semanal que pronunció a continuación hizo que le diera un vuelco el corazón, además de dejarla boquiabierta. ¿De verdad ganaban tanto las cortesanas?

– Me parece bien -replicó con frialdad. Se había percatado de que él había abandonado el uso de su nombre de pila y el tuteo-. No se arrepentirá, lord Merton. Le serviré muy bien.

Algo relampagueó en las profundidades de esos ojos azules.

– No quiero que me sirvan, señora -sentenció al tiempo que se ponía en pie-, como si fuera un animal que responde solo a la lujuria. Dudo mucho que existan animales así, salvo los humanos, por supuesto. Seré su protector. Técnicamente será mi amante. Pero me acostaré con usted cuando el deseo sea mutuo. Cuando usted desee hacerlo, y no lo haré cuando usted no quiera. Seremos amantes o no seremos nada. Su salario semanal no dependerá del número de veces que me ofrezca su cuerpo sobre esa cama o sobre cualquier otra superficie. ¿Queda claro?

Lo miró con cierta sorpresa. Sintió algo rayano en el miedo. Pero no era un miedo físico. Estaba casi segura de que lord Merton nunca le haría daño. Pero era un hombre… Ni siquiera sabía cómo tildarlo, pero había algo en él que de repente la asustó.

¿El temor a no poder manipularlo como había esperado hacer? Era joven, agradable y caballeroso… y estaba rodeado por un aura de inocencia. Había imaginado que también tendría un carácter débil o, al menos, manejable, que pudiera controlarse fácilmente a través del sexo.

Quizá lo había subestimado.

Era una posibilidad espantosa.

Sin embargo, había accedido a ser su protector durante un tiempo indeterminado. E iba a pagarle una cuantiosa suma. La cantidad que ella había pensado apenas sobrepasaba la mitad de lo que él le había ofrecido.

– Más claro que el agua -contestó y se puso en pie tras quitarse el otro zapato. Se acercó a él, levantó los brazos y se dispuso a enderezarle la corbata en un intento por recomponer sus complicados pliegues-. Tenemos un trato, lord Merton.

– Lo tenemos -replicó él, cogiéndola de las muñecas.

Alzó la cara para mirarlo con una sonrisa.

El conde no se la devolvió. Esos ojos azules la miraron de forma penetrante.

– Conmigo no la necesita -lo escuchó decir en voz baja.

– ¿El qué? -Enarcó las cejas.

– Esa máscara de gélido desdén hacia el mundo y sus habitantes humanos -contestó Stephen-. No necesita llevarla. No voy a hacerle daño.

En ese momento el pánico la atenazó hasta tal punto que habría echado a correr de verdad si él no la estuviera sujetando por las muñecas, aunque no lo hiciera con fuerza. No obstante, sonrió.

– Qué chasco sonreírle a tu amante y protector y que te diga que es una expresión de gélido desdén. Tal vez debería mirarlo con el ceño fruncido.

El conde bajó la cabeza y le dio un beso fugaz, aunque violento, en los labios.

– ¿Irá al té de lady Carling esta tarde? -le preguntó.

– Creo que sí -contestó-. Al fin y al cabo, la dama me invitó y creo que será divertido ver la reacción de las demás invitadas.

– Mis tres hermanas asistirán -comentó lord Merton-. La tratarán con suma cortesía, al igual que lady Carling. La recogeré en mi tílburi para dar un paseo por el parque después del té.

– Ni hablar -rehusó, apartándose de él-. No tiene nada que ganar y muchísimo que perder al relacionarse conmigo en público.

– Vendré a verla por las noches con discreción, a fin de proteger su reputación al máximo -señaló-. Pero no es una cortesana, lady Paget. Es una dama que necesita restaurar su reputación entre la alta sociedad. Ignoro qué sucedió con su esposo, aunque me haya contado los detalles por encima. Creo que hay más, mucho más, y ya hablaremos del tema conforme pase el tiempo. Sin embargo, debe restaurar su reputación. Lo conseguirá en parte gracias a mi compañía. Y si cree que mi reputación se verá seriamente dañada, no entiende la doble moral por la que se rige la alta sociedad (en realidad, la sociedad al completo), el doble rasero con el que se mide a hombres y mujeres. Sherry, por ejemplo, el conde de Sheringford, está a punto de ser perdonado, mientras que a la dama con quien huyó le habría costado muchísimo más si siguiera viva y hubiera decidido regresar. Mi reputación permanecerá prácticamente inmaculada si me ven con usted por Londres. La suya se beneficiará de mi compañía.

– No tiene que ser amable conmigo, lord Merton -replicó.

– Si la palabra «protector» se limita a indicar que tengo acceso exclusivo e ilimitado a su cuerpo, no quiero el puesto -sentenció él-. Si soy su protector, ejerceré el papel en toda la extensión del término además de acostarme con usted.

El comentario le arrancó un hondo suspiro.

– Creo que anoche encontré un monstruo en vez del ángel que me esperaba… un ángel rico. Por más amables que sean conmigo esta tarde, sus hermanas se quedarán espantadas cuando se presente en casa de lady Carling para llevarme a dar un paseo por el parque.

– Mis hermanas tienen su propia vida y yo tengo la mía. No nos controlamos los unos a los otros. Solo nos queremos.

– Precisamente el amor que sienten por usted será el motivo de su espanto.

– En ese caso, que se espanten todo lo que quieran -replicó él-. Pasaré a buscarla a las cuatro y media.

– Será mejor que se vaya antes de que Alice aparezca y lo mire con el ceño fruncido. Acabará acostumbrándose, pero al principio fruncirá el ceño. Y, créame, no es agradable enfrentarse a ese gesto crítico cuando se está en desventaja. El frac y las calzas están arrugados, y su corbata no tiene remedio. Tiene el pelo alborotado y está empezando a rizársele.

Lo vio sonreír, por primera vez en bastantes minutos.

– La cruz de mi existencia -comentó.

– Pues no intente domarlo -le aconsejó-. Cualquier mujer de sangre caliente se muere por alborotarle el pelo con los dedos.

Lord Merton le hizo una reverencia y se llevó su mano derecha a los labios.

– La veré esta tarde -le dijo. La miró a los ojos-. Y le enviaré el dinero esta mañana.

Cassandra asintió con la cabeza.

Y el conde se fue, cerrando la puerta tras él sin hacer ruido.

Se acercó a la ventana y clavó la vista en la calle hasta que lo vio salir por la puerta principal. No la oyó abrirse ni cerrarse. Lo vio caminar con paso vivo y alegre por la calle, hasta que dobló una esquina, y siguió con la vista clavada en el lugar por donde había desaparecido.

Al cabo de un momento se dio cuenta de que estaba llorando. Regresó al vestidor y se inclinó sobre la palangana.

Ella no lloraba. Nunca jamás.

Alice no debía ver ni una sola lágrima en su cara.

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