CAPÍTULO 15

Stephen estuvo toda la mañana siguiente en la Cámara de los Lores, participando en el debate de un tema que le interesaba en particular. Después se marchó a White's, como era su costumbre, para disfrutar de un tardío almuerzo con algunos amigos con quienes habría ido a las carreras si algo, o más bien alguien, no lo hubiera distraído justo antes de entrar en el club.

Wesley Young.

Por no hablar de la distracción que suponía su hermana, en quien no podía dejar de pensar desde el día anterior. Incluso había soñado con ella. En su sueño estaban de nuevo subidos en la rama del árbol, besándose, y desde allí echaron a volar hacia el cielo, felices y contentos hasta que él intentó descubrir el camino de vuelta entre sus desordenados rizos pelirrojos, porque ella recordó de repente que el perro tenía que comer.

Un sueño la mar de absurdo.

No recordaba haber soñado nunca con una mujer.

– ¿Sabe alguien dónde vive sir Wesley Young? -le preguntó al grupo.

Todos negaron con la cabeza, salvo Talbot, que pareció recordar que Young había alquilado una residencia de soltero en Saint James's Street, cerca del club. En concreto la casa con la llamativa puerta amarilla y el montante semicircular sobre esta.

– Recuerdo haber esperado delante de esa puerta con unas cuantas copas de más en el cuerpo, esperando a que Young lograra meter la llave en la cerradura -siguió Talbot-. Y la verdad, Merton, ese color hizo bien poco por asentarme el estómago. Me quitó las ganas de beber, así que como mucho me tomé solo seis o siete más cuando entramos.

El hecho de haber visto a Young cerca del club podría significar bien que volvía a casa después de almorzar o bien que acababa de salir para almorzar fuera, concluyó.

La decisión de no ir a las carreras fue una decepción no solo para algunos de sus amigos, sino también para sí mismo. De modo que fue en busca de la llamativa puerta amarilla, que resultó no ser tan llamativa a la luz del día y en estado sobrio.

Llamó y esperó.

Y comprendió que estaba comportándose de forma irracional. E impulsiva. Ni siquiera tenía claro por qué lo estaba haciendo, salvo que de algún modo había acabado enredado con Cassandra, en el ámbito personal y emocional, y el reprobable impulso de interferir en su vida le resultaba irresistible.

No debería hacer lo que estaba haciendo. Ella no se lo había pedido.

Ni siquiera había quedado en volver a verla después del té al aire libre del día anterior. Necesitaba un tiempo para serenarse. Habían bastado cuatro días para descubrirse inmerso en la locura. Cosa impropia en él, que solía llevar una vida tranquila y bastante predecible. Y le gustaba que fuera así.

Su sueño, en cambio, no le había ayudado nada a mantener esa decisión tan sensata.

Como tampoco le habían ayudado las ensoñaciones que pasaban por su mente mientras yacía despierto en la cama, deseándola con un ardor febril.

Decidió que no podía seguir así. Necesitaba hacer algo por ella antes de retomar el curso normal y feliz de su vida.

El ayuda de cámara de Young abrió la puerta y aceptó su tarjeta de visita. Le pidió que esperara en el salón recibidor de la planta baja, una estancia típicamente oscura y poco acogedora, mientras subía para comprobar si el señor Young estaba en casa, un claro signo de que sí estaba. Porque de lo contrario el ayuda de cámara no lo habría invitado a entrar.

Al cabo de unos minutos apareció Young en persona, sorprendido y desconcertado. Y arreglado como si estuviera a punto de salir.

– ¿Merton? -le preguntó-. No esperaba este honor.

– ¿Young? -dijo él a su vez, saludándolo con una inclinación de cabeza.

Era pelirrojo y apuesto, aunque carecía de la radiante belleza de su hermana. No obstante, el parecido familiar era innegable. Su expresión afable y simpática le resultó irritante.

Se produjo un incómodo silencio.

– ¿Le apetece subir? -lo invitó Young, poniendo fin a dicho silencio.

– No, gracias -rehusó. No tenía ganas de enzarzarse en una conversación insulsa-. Llevo unos cuantos días meditando el tema a fondo y he llegado a la conclusión de que bajo ninguna circunstancia me imagino dándole la espalda a una de mis hermanas en Hyde Park al cruzarme con ella.

Young se sentó en un ajado sillón de cuero sin invitarlo siquiera a hacer lo propio. De todas formas, Stephen se acomodó en el sillón de enfrente, cuyo asiento estaba lleno de bultos.

– Sobre todo si se encuentra sin amigos y en situación de desamparo -añadió.

Young se ruborizó y su expresión se tornó molesta, no sin razón tal vez.

– Merton -replicó-, debe entender que no soy un hombre rico. O tal vez no lo entienda, claro. Para mí es importante contraer un matrimonio ventajoso, y este año estoy… no, estaba a punto de lograrlo. Cassie ha sido muy egoísta al presentarse en Londres precisamente ahora, sobre todo después de advertirle que no lo hiciera.

– Egoísta… -repitió mientras observaba cómo Young volvía a ponerse en pie presa de los nervios y caminaba hacia la chimenea-. ¿Dónde iba a ir si no?

– Al menos podría haber llevado una vida discreta y sin llamar la atención de nadie -repuso el joven-. Pero desde la tarde que la vi en el parque, me han dicho que ya ha aparecido en el baile de lady Sheringford y en el té de lady Carling. Y no sé cómo, pero logró convencerlo a usted para que la acompañara a dar un paseo en carruaje por el parque justo cuando estaba más concurrido. Debería comprender que después de lo que hizo tiene suerte de seguir viva y en libertad. Es absurdo que espere ser recibida por la gente decente. Es absurdo que espere que yo… Pero ¿por qué le estoy contando todo esto? Ni siquiera lo conozco y no le incumbe la forma en la que decida tratar a mi hermana.

Stephen pasó por alto sus recriminaciones, aunque Young tuviera toda la razón del mundo, por supuesto.

– ¿Cree entonces todo lo que se dice sobre ella? -le preguntó, en cambio-. ¿Conocía bien a lord Paget?

Young frunció el ceño, pero siguió con la mirada clavada en la chimenea.

– Era el tipo más simpático del mundo -contestó-. Y generoso hasta decir basta. Debió de gastarse el rescate de un rey en joyas para Cassandra. Debería verlas. Fui un par de veces de visita a Carmel House. Y me decepcionó ver a mi hermana. Había cambiado. Había perdido la chispa y el buen humor que siempre tuvo mientras crecíamos. Apenas hablaba. Saltaba a la vista que se arrepentía de haberse casado con un hombre apenas unos años más joven que nuestro padre, y me pareció muy injusto hacia Paget, que la adoraba. Al fin y al cabo, se casó con él sabiendo muy bien la edad que tenía. ¿Lo mató? En fin, alguien lo hizo, Merton. Y no se me ocurre ninguna otra persona que tuviera más motivos que ella. Quería ser libre. Quería volver a Londres y comportarse tal cual lo está haciendo. Es obvio que a usted lo ha embrujado, y todo el mundo sabe que es más rico que Creso.

– ¿La hermana que usted conoció sería capaz de matar a un hombre para recuperar la libertad y disfrutar de la vida? -le preguntó Stephen.

Young regresó al sillón de cuero y se dejó caer en él.

– Mientras crecíamos fue mi madre, mi hermana y mi amiga -respondió-. Pero la gente cambia, Merton. Ella cambió. Lo vi con mis propios ojos.

– Tal vez la obligaron a cambiar -replicó Stephen-. Tal vez no todo eran miel y hojuelas en ese matrimonio. He creído entender que sus visitas fueron escasas y breves, ¿cierto?

Young clavó la vista en sus botas con el ceño fruncido y se mantuvo en silencio.

Estaba al tanto de todo, concluyó Stephen. Posiblemente siempre lo estuvo, o tal vez solo lo sospechó. A veces era más sencillo pasar por alto las cosas, a veces era más sencillo negarse a admitir la verdad.

– Yo era muy joven -adujo sir Wesley, a modo de excusa.

– Sin embargo, ahora ya es mayor de edad -señaló-. Su hermana necesita un amigo, Young. Necesita a alguien de su familia que la quiera de forma incondicional.

– La señorita Haytor… -protestó el aludido, aunque tuvo la decencia de no completar la frase.

– Sí -dijo él-. La señorita Haytor es su amiga. Pero no es de la familia. Y tampoco es un hombre.

Young se removió incómodo en el sillón, pero en ningún momento afrontó su mirada.

– La joven que lo acompañaba en el parque -siguió Stephen-. Me temo que no la conozco.

– La señorita Norwood -suplió Young.

– ¿Sigue teniendo esperanzas de casarse con ella?

– Ayer por la tarde pasé a buscarla, pero me comunicaron que se sentía indispuesta para asistir al almuerzo al aire libre -contestó su interlocutor con una sonrisa crispada-. Me dijeron que estaría indispuesta algunos días. Sin embargo, la vi anoche en los jardines de Vauxhall rebosante de salud. Estaba con sus padres y con el vizconde de Brigham.

– En ese caso, considérese afortunado por haber escapado a tiempo -comentó-. Entre la alta sociedad habrá quienes lo respeten mucho más si decide apoyar a su hermana abiertamente que si finge no conocerla siquiera. Y, por supuesto, habrá quienes no lo hagan. ¿A qué grupo prefiere impresionar? -Se puso en pie para marcharse.

– ¿Qué interés tiene en Cassie? -quiso saber Young, que siguió sentado-. ¿Es su amante?

– Lady Paget necesita un amigo con desesperación -contestó Stephen-. Yo soy su amigo. Y aunque sé de buena tinta, porque ella misma me lo ha contado, que tenía motivos de sobra para matar al malnacido que fue su marido, algo me dice que no lo hizo. Ignoro las circunstancias de su muerte salvo el hecho de que le dispararon, no que lo mataron con un hacha. Pero voy a decirle una cosa, Young: aunque en algún momento llegue a descubrir sin el menor asomo de duda que fue ella quien le disparó, seguiré siendo amigo de lady Paget. Porque el barón era un malnacido. ¿Sabía que su hermana sufrió dos abortos y un parto prematuro, y no precisamente por causas naturales?

En ese momento Young lo miró a los ojos al tiempo que su rostro perdía todo rastro de color. Sin embargo, no esperó a que dijera nada. Cogió su sombrero y su bastón, que estaban al lado de la puerta, y salió del oscuro salón recibidor en dirección a la calle.

En fin, menos mal que no debía interferir en la vida de aquellas personas que no eran de su incumbencia…

De repente, se descubrió caminando hacia Portman Street, en concreto hacia la casa de Cassandra. El motivo se le escapaba. Tal vez necesitara confesarle lo que acababa de hacer. Estaba seguro de que se enfadaría muchísimo al enterarse, y tenía todo el derecho del mundo a enfadarse, claro. ¿Se arrepentía de haber actuado así?, se preguntó. En absoluto. Volvería a hacer lo mismo si le dieran la oportunidad.

¿De verdad pensaba que Cassandra era inocente del asesinato de su marido? ¿Que era inocente incluso de haberlo matado en defensa propia? ¿Sería su deseo de que fuera inocente lo que lo había llevado a esa conclusión?

Cassandra no estaba en casa. Cosa que fue casi un alivio.

– Ha salido con la señorita Haytor, milord -dijo la criada.

– ¡Ah! -exclamó él-. ¿Hace mucho?

– No, milord. Hace un momento.

Sin embargo, no había rastro de ninguna de las dos por la calle. Por lo que dedujo que tardarían en regresar.

– Mary -dijo-, ¿puedo hablar contigo?

«¿¡Qué puñetas voy a hacer!?», se preguntó para sus adentros.

– ¿Conmigo? -preguntó Mary con los ojos como platos al tiempo que se llevaba una mano al pecho.

– Solo serán unos minutos -le aseguró-. No te quitaré mucho tiempo.

Mary se apartó para dejarlo pasar, y al ver que él hacía un gesto en dirección a la cocina, lo adelantó a toda prisa.

Al pasar, Stephen reparó en la tarjeta con el borde dorado que descansaba contra el jarrón de la mesa del recibidor. En ella estaba escrito el nombre de lady Paget con una caligrafía muy elegante. Una invitación para el baile de lady Compton-Haig que se celebraría a la noche siguiente. Sobre el escritorio de su despacho había una exactamente igual a esa.

¿Eso quería decir que su plan estaba dando resultados? ¿Que la alta sociedad comenzaba a abrirle las puertas a Cassandra?

La niña estaba sentada en el suelo debajo de la mesa de la cocina, con el perro tumbado a sus pies. Al escucharlo, el animal lo miró con su único ojo y comenzó a mover el rabo perezosamente sobre el suelo, pero no hizo ademán de levantarse. La niña le estaba cantando en voz baja a la muñeca, que tenía arropada con su mantilla blanca mientras la acunaba.

Mary se volvió para mirarlo y de repente Stephen se percató de que era una mujer muy guapa, pese a su delgadez y a su palidez. Tenía unos ojos muy bonitos y el rubor que había provocado su presencia le sentaba muy bien a sus mejillas.

– Mary… -le dijo, y comprendió que no podía preguntarle lo que más deseaba saber. Era muy posible que ni siquiera supiera la respuesta. De repente, se sintió ridículo-. ¿Qué le pasó al perro?

La muchacha bajó la vista y comenzó a retorcer el delantal.

– Alguien, un… un desconocido… -titubeó-, intentó golpear a lady Paget en los establos y Roger trató de defenderla. Lo logró porque la paliza no fue tan brutal como la que había sufrido otras… como la que podría haber sufrido de no ser por él. Pero lord… pero el desconocido cogió un látigo y le pegó con él a Roger con tanta fuerza que quedó ciego de un ojo y perdió casi toda la oreja. Además, tenía la pata tan aplastada que tuvieron que amputarle la parte inferior.

– Aplastada… ¿con un látigo? -quiso saber.

– Con una… pala, creo -contestó Mary.

– Y este desconocido… o tal vez lord Paget, ¿también salió herido? -le preguntó.

Mary le lanzó una mirada fugaz antes de clavar los ojos de nuevo en el delantal.

– Acabó con unos buenos mordiscos, milord -contestó-. En los brazos, en las piernas y en la cara. Estuvo una semana entera en cama antes de poder levantarse y llevar una vida normal. Me refiero a lord Paget. Que fue a rescatar a milady. No sé qué le pasó al desconocido. Debió de escapar.

Se preguntó qué haría Mary cuando rememorara la conversación y reparara en los agujeros que presentaba la historia.

– El encargado de los establos quería sacrificar a Roger -siguió Mary-. Decía que era lo mejor que podían hacer por él. Pero lady Paget ordenó que le amputaran la parte aplastada de la pata y después se lo llevó a su dormitorio para cuidarlo hasta que se recuperó, aunque nadie pensaba que llegara a hacerlo, solo ella. Lord Paget nunca ordenó que sacrificaran al animal, aunque eso era lo que esperábamos todos. Roger no debió de reconocerlo cuando fue a rescatar a su esposa y por eso lo atacó también.

Stephen le colocó una mano en el hombro y le dio un apretón.

– No pasa nada, Mary -dijo-. Lo sé. Lady Paget me lo ha contado todo. No me dijo lo de Roger, pero sí el resto. Tampoco me ha hablado sobre la muerte de lord Paget, pero no voy a intentar sonsacarte nada al respecto. -Sin embargo, reconoció que era justo eso lo que había ido a averiguar-. Siento haberte inquietado -añadió.

– Ella no lo hizo -susurró la criada con los ojos nuevamente como platos y la cara blanca de repente. Le dio otro apretón antes de soltarla.

– Lo sé -dijo.

– Yo la adoro -confesó la muchacha con valentía-. ¿He hecho mal al venir con ella? Cocino, limpio y hago todo lo que puedo, pero ¿la estoy avergonzando? ¿Soy una carga para ella porque tiene que darnos de comer a mí y a Belinda? Sé que se siente obligada a pagarme. Y sé que no tiene dinero o que no tenía hasta que… -Dejó de hablar de golpe y se mordió el labio.

– Has hecho lo correcto, Mary -le aseguró-. Lady Paget necesita a alguien que cuide de ella, y a mí me parece que tú lo haces muy bien. Y necesita amigos. Necesita amor.

– Yo la quiero mucho -aseveró Mary-. Pero fui la culpable de todo lo que pasó al final. Yo tengo la culpa de todo. -Se tapó la cara con el delantal y, al verla, Belinda dejó de acunar a su muñeca para mirarla.

– No, yo tengo la culpa de todo esto -la contradijo Stephen-. No debería haber venido a molestarte con mis preguntas. ¿Cómo está Beth hoy, Belinda? ¿Está dormida?

– Está siendo mala -contestó-. Quiere jugar.

– Ah, ¿sí? Pues entonces deberías jugar con ella un ratito o contarle un cuento. Los bebés se duermen cuando se les cuenta un cuento.

– Pues le contaré uno -dijo la niña-. Me sé uno. Acaba de comer y si jugamos ahora, a lo mejor vomita.

– Ya veo que eres una mamá muy buena y lista. Beth tiene mucha suerte. -Se volvió hacia Mary, que estaba alisándose el delantal sobre las faldas-. Ya te he entretenido demasiado cuando deberías estar trabajando… o descansando, no lo sé. Siento mucho haberte hecho tantas preguntas. No suelo inmiscuirme en los asuntos de los demás.

– ¿La aprecia? -le preguntó Mary.

– Sí -contestó él, enarcando las cejas-. Me temo que sí.

– Entonces, lo perdono -replicó la muchacha, que se puso muy colorada.

– ¿Te ofendería si te diera dinero para que le compres un helado a Belinda en Gunter's alguna tarde que tengas libre? Todos los niños deberían vivir esa experiencia. Y también los adultos.

– Tengo dinero -protestó Mary.

– Lo sé -afirmó con una sonrisa-. Pero me gustaría mucho poder invitar a Belinda… y también a ti.

– De acuerdo -claudicó la criada por fin-. Gracias, milord.

Stephen se marchó a toda prisa después de dejar unas cuantas monedas en la mesa, lo justo para dos helados. Se fue a su casa aunque todavía era muy temprano. No estaba de humor para hacer nada de lo que solía hacer a esa hora. Ni siquiera se le pasó por la cabeza la idea de ir a las carreras, aunque habría llegado a tiempo para verlas casi todas.

Intentó pensar en las jovencitas con las que normalmente le gustaba bailar y hablar, e incluso coquetear de una forma inocente.

No fue capaz de recordar la cara de ninguna.

Si la memoria no le fallaba, no había reservado ningún baile con nadie para la fiesta de lady Compton-Haig.

Mary acababa de decir que ella era la culpable de todo lo que pasó al final. De la muerte de lord Paget, según había entendido él. Además, había dicho con firmeza que Cassandra no lo había hecho.

Claro que después de asegurarlo había añadido que la adoraba. Era muy fácil mentir en beneficio de un ser querido.

El perro había sufrido las heridas recibiendo una paliza que en un principio estaba destinada a su dueña. Le habían aplastado la pata con una pala… ¿con la que también habían amenazado a Cassandra? ¿Estaría muerta en esos momentos si Roger no hubiera intervenido? ¿Diría la versión oficial que también se había caído de un caballo?

Al llegar a casa descubrió que tenía jaqueca.

Y él nunca sufría de jaquecas.

– Vete, Philbin -le dijo a su ayuda de cámara al ver que estaba en su vestidor, colocando unas camisas recién planchadas-. Como abras la boca, seguro que te digo algo desagradable y que me parta un rayo si tengo que pasarme el resto de la vida pidiéndote perdón cada dos por tres.

– Las botas nuevas le aprietan, ¿verdad, milord? -replicó Philbin con voz alegre-. Se lo dije cuando se las compró y…

– Philbin -lo interrumpió mientras se llevaba una mano a la cabeza para apretarse las sienes con los dedos-, vete. Ahora mismo.

Philbin se fue.


Cassandra le había echado un vistazo al periódico que Alice compró unos cuantos días antes y había anotado los nombres y las direcciones de tres abogados que esperaba que estuvieran dispuestos a ayudarla. Cuando se enteró de lo que pensaba hacer, Alice le aconsejó que hablara con el señor Golding o incluso con el conde de Merton, ya que ambos sabrían cuáles eran los mejores abogados para un caso como el suyo.

Sin embargo, estaba harta de depender de los hombres. Apenas se podía confiar en ellos, y aunque seguro que era injusto pensar algo así tanto en el caso del señor Golding como en el de Stephen, lo cierto era que ya se había cansado de no tener el control de su propia vida. Hacía menos de una semana pensaba que obtendría dicho control si conseguía un protector. En ese momento iba a hacer lo que tendría que haber hecho al principio.

Sin embargo, no fue fácil, tal como descubrió después de hablar con los tres abogados, uno tras otro, acompañada de Alice, que había insistido en ir con ella. En palabras de su amiga, nadie tomaría en serio a una dama que apareciera sola.

Con acompañante o sin él, nadie la tomó en serio.

El primer abogado le dijo que no aceptaba clientes nuevos, ya que estaba muy ocupado con los que tenía. A pesar de que anunciaba sus servicios en el periódico. El segundo fue más directo a la hora de admitir que la reconocía, y le hizo llegar el mensaje de que no era un abogado criminalista y que, en el caso de serlo, no representaría a asesinos desalmados.

Después de eso, Alice le dijo que debían volver a casa. Estaba muy molesta. Al igual que ella misma, por supuesto, pero la grosería de ese hombre (que ni siquiera tuvo la decencia de decírselo en persona) le hizo levantar la barbilla, cuadrar los hombros y seguir adelante con paso casi marcial.

El tercer abogado las invitó a pasar a su despacho, la saludó con una reverencia y con una sonrisa aduladora, escuchó su historia con atención y simpatía, y después le aseguró que su caso era legítimo y que si contrataba sus servicios, conseguiría su dinero, sus joyas, la residencia de la viuda y también la de Londres en un abrir y cerrar de ojos. Acto seguido, le comunicó sus honorarios, que a sus oídos sonaron exorbitantes, aunque el hombre le aseguró que le estaba haciendo un descuento considerable habida cuenta de que su caso sería coser y cantar, y de que era una dama por la que sentía enorme respeto y simpatía. Añadió que solo le pediría la mitad de esa cantidad por anticipado, ni un penique más.

Cassandra le ofreció lo que tenía y añadió que si su caso era tan sencillo y podía conseguirle el dinero que le pertenecía con suma facilidad, no tardaría en poder pagarle la cantidad completa; pero que mientras durara esa situación y no pudiera acceder a su dinero, le resultaba imposible pagarle más.

Parecía que al abogado no se le había pasado por la cabeza que una mujer con el título de «lady Paget» pudiera estar desamparada, pese a la historia que acababa de contarle. Su actitud cambió. Se tornó brusca, fría e irritada.

No podría llevar a cabo su trabajo con ese anticipo tan ridículo…

Tenía una esposa y seis hijos…

Había sido una pérdida de tiempo que lamentaba mucho… Además, debía pagarle la tarifa habitual por la consulta… Las investigaciones que tendría que llevar a cabo serían arduas…

Y lady Paget no podía esperar que él…

Cassandra ni siquiera le prestó atención. Se puso en pie y salió de su despacho y del edificio seguida de Alice, que dijo una vez que estuvieron caminando por la calle:

– A lo mejor el conde de Merton…

Se volvió hacia su antigua institutriz echando chispas por los ojos.

– Hace solo unos días el conde de Merton era el demonio personificado en tu opinión, porque me estaba pagando un generoso salario por el uso de mi cuerpo. ¿Y ahora que ya no hace uso de mi cuerpo ves perfectamente lícito pedirle una pequeña fortuna?

– ¡Cassie, cállate! -exclamó Alice al tiempo que miraba a todos lados, muerta de vergüenza. Por suerte, los pocos transeúntes que había por la calle no estaban tan cerca como para escucharlas-. Estaba pensando en un préstamo -puntualizó-. Si ese hombre dice la verdad, podrías devolvérselo en breve.

– Ni aunque me diese mañana mismo mi dinero acompañado de las joyas de la Corona le pagaría un cuarto de penique a ese abogado -sentenció. Pero dejó caer los hombros al instante-. Lo siento, Allie. No tengo derecho a hablarte de esa manera. Pero dime que tengo razón. Dime que todos los hombres tienen el alma podrida.

– No todos -la corrigió Alice mientras le daba unos golpecitos en el hombro y echaban a andar de nuevo-. Aunque ese en concreto sí que la tiene. Compadezco a su pobre mujer y a sus seis hijos. Ha pensado que podía sacarte una buena tajada de dinero solo porque eres una mujer. Y podría haberlo hecho. Le habrías dado la cantidad que te ha pedido sin rechistar, por más abusiva que sea. Por desgracia para él, la avaricia ha roto el saco.

Cassandra soltó un hondo suspiro. De qué poco le había servido su determinación de controlar su vida. De qué poco le habían servido su resolución y sus planes. Pero lo intentaría otra vez. No pensaba rendirse.

Aunque no lo haría ese día. Lo que le apetecía era arrastrarse a casa para lamerse las heridas. Y, como si el tiempo se acompasara a su estado de ánimo, el cielo se encapotó y el viento comenzó a levantar el polvo de las aceras. La temperatura bajó de repente.

– Va a llover -dijo Alice levantando la mirada.

Se apresuraron a volver a casa y llegaron justo cuando comenzaban a caer los primeros goterones. Cassandra suspiró con alivio cuando la llave que había sacado de debajo de la maceta giró en la cerradura y tanto Alice como ella entraron. La casa comenzaba a parecer un hogar. Un santuario.

Mary llegó corriendo desde la cocina mientras se limpiaba las manos en el delantal.

– Hay un caballero en la salita, milady -dijo.

– ¿El señor Golding? -preguntó Alice, ilusionada.

«¿Stephen?», pensó ella, aunque no llegó a decirlo en voz alta.

El día anterior durante el té al aire libre no hablaron sobre la posibilidad de volver a verse. Y fue un alivio, porque había llegado a la conclusión de que se veían demasiado. Sin embargo, reconocía que todo un día sin verlo resultaba un tanto deprimente. Una idea alarmante.

Abrió la puerta de la salita y descubrió a un joven paseándose de un lado para otro.

Se quedó helada cuando lo vio volverse para mirarla.

– Cassie -le dijo con expresión desolada.

– Wesley.

Entró y cerró la puerta tras ella. Alice había desaparecido.

– Cassie, yo… -comenzó su hermano, pero se detuvo y tragó saliva con fuerza. Se pasó los dedos por el pelo, un gesto que a ella le resultó muy familiar-. Iba a decir que no te reconocí el otro día, pero habría sido una tontería, ¿verdad?

– Sí -convino ella-. Habría sido una tontería.

– No sé qué decir -reconoció Wesley.

Aunque no lo había visto mucho durante los últimos diez años, siempre lo había querido con locura. Porque lo sentía como suyo. Qué tonta había sido.

– Tal vez podrías empezar contándome qué ha pasado con el recorrido por las Highlands -propuso.

– ¡Ah! -Exclamó su hermano-. Es que unos cuantos amigos… ¡A la porra con las excusas! Cassie, no había ningún recorrido.

Se quitó el bonete, que soltó junto con el ridículo en una silla cercana a la puerta, y después se acercó a su sillón habitual para sentarse junto a la chimenea.

– Debes entender que papá no dejó mucho dinero… más bien no dejó nada. Así que este año me había propuesto comenzar a buscar en serio una novia que pueda aportar una buena fortuna al matrimonio. No quería que aparecieras y lo arruinaras todo. Este año no.

En ese instante comprendió que su hermano había hecho algo parecido a lo que había hecho ella: buscar a alguien que solucionara sus problemas económicos.

– Supongo que tus posibilidades de contraer un buen matrimonio se reducirán por culpa de esa hermana que asesinó con un hacha a su marido, ¿verdad? Lo siento.

– Nadie se cree esa parte de la historia -replicó Wesley-. Me refiero a lo del hacha.

El comentario le arrancó una sonrisa mientras observaba cómo comenzaba a pasearse nervioso una vez más.

– Cassie -dijo su hermano-, aquella vez que fui a verte cuando tenía diecisiete años, ¿te acuerdas? Tenías los restos amarillentos de un moratón en un ojo.

«Ah, ¿sí?», se preguntó ella para sus adentros. No recordaba que las visitas de Wesley hubieran coincidido con alguna de las numerosas palizas que había recibido.

– Me golpearía con la puerta de mi dormitorio -adujo-. Creo recordar que me sucedió en una ocasión.

– Con la puerta de los establos -la corrigió-. Cassie, Paget… ¿Paget llegó a pegarte?

– Un hombre tiene derecho a disciplinar a su esposa cuando lo desobedece, Wesley -señaló ella.

Su hermano la miró con gesto ceñudo y preocupado.

– Ojalá me hablaras con tu verdadera voz, Cassie, no con ese tono… tan sarcástico. ¿Te pegó?

Lo miró en silencio un buen rato.

– Era un bebedor ocasional -respondió al postre-. Cuando bebía, lo hacía durante dos o tres días seguidos y sin parar. Y después… se volvía muy violento.

– ¿Por qué no me lo dijiste? -Le reprochó Wesley-. Habría… -Dejó la frase en el aire.

– Wes, era su legítima esposa -le recordó-. Y tú solo eras un muchacho. No podrías haber hecho nada.

– ¿Lo mataste? -Le preguntó su hermano-. Dejando el hacha al margen, ¿lo mataste? ¿Fue en defensa propia, mientras te pegaba?

– Eso no importa -respondió-. No hubo testigos que puedan hablar, así que no hay pruebas. Merecía morir y lo hizo. Nadie merece que lo castiguen por haberlo matado. Déjalo estar.

– ¡Sí que importa! -la contradijo-. A mí me importa. Solo quiero saberlo. Aunque la verdad no va a cambiar nada. Me siento profundamente avergonzado de mí mismo. Y espero que me creas y que me perdones. He estado todo este tiempo pensando solo en mí, pero eres mi hermana y te quiero. Fuiste una madre para mí cuando era pequeño. Nunca me sentí solo ni desamparado aunque papá se pasara días fuera apostando en las mesas de juego. Déjame… por lo menos déjame apoyarte, Cassie. Reconozco que es muy tarde, pero espero que no lo sea demasiado.

– No hay nada que perdonar, de verdad -aseguró ella-. Wes, de vez en cuando todos hacemos cosas egoístas y despreciables en la vida, pero esos momentos no llegan realmente a definirnos si contamos con una conciencia lo bastante fuerte para impedir que nos convirtamos en personas egoístas y despreciables. Yo no maté a Nigel. Pero no diré quién lo hizo. Ni a ti ni a nadie. Jamás. Así que seguiré siendo la principal sospechosa del crimen aunque se dictaminara que su muerte fue accidental. La mayoría de la gente siempre creerá que yo lo maté. Pero eso no me afecta.

Wesley asintió con la cabeza.

– La dama con la que te vi en el parque -siguió ella-, ¿sigues cortejándola?

– Tenía muy mal genio -contestó su hermano con una mueca.

– ¡Vaya! Veo que escapaste a tiempo -comentó con una sonrisa.

– Sí.

– Ven y siéntate -lo invitó-. Si sigo mirándote así, acabaré con el cuello dolorido.

Wesley se sentó en el sillón adyacente al suyo. Cassandra le tendió la mano y él la aceptó, dándole un apretón. La lluvia golpeaba los cristales de la ventana. El ambiente resultaba casi acogedor.

– Wes -dijo-, ¿conoces a algún buen abogado?

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