Era una situación terriblemente delicada.
Estaba obligada a casarse con él. Y seguro que era consciente de ello. Su posición en la alta sociedad era ya bastante precaria, por decirlo suavemente. Si Cassandra rompía el compromiso en ese momento, jamás volverían a aceptarla.
– Cass -dijo mientras dejaba la vela en la palmatoria situada en la repisa de la chimenea-, te quiero.
Le temblaron las rodillas al pronunciar las palabras en voz alta. Se preguntó si las decía en serio. Esa misma tarde le había dicho a Nessie que le gustaba de verdad como contraposición a que le gustaba a secas, pero ¿eso significaba que su amor era eterno?
Quizá lo fuera, pensó. Pero todo había sucedido muy deprisa. No había tenido tiempo para enamorarse. Aunque nada de eso importaba ya.
¡Por el amor de Dios, no había besado a una mujer en público, o casi en público, en la vida! Era imperdonable que lo hubiera hecho esa noche. Sobre todo con Cassandra.
– No, no me quieres -lo contradijo ella, que se sentó en su sillón de costumbre, cruzó las piernas y comenzó a balancear un pie, haciendo que el escarpín colgara de sus dedos. La vio extender los brazos sobre el sillón con actitud relajada… y un tanto desdeñosa. La vieja máscara-. Creo que te gusto bastante, Stephen, y por razones que solo tú conoces has decidido entablar amistad conmigo y hacer que la alta sociedad me acepte… además de apoyarme económicamente hasta que yo pueda valerme por mí misma. Sin duda alguna hay un componente de deseo en la mezcla, porque ya has estado dos veces en mi cama y has disfrutado lo bastante de ambas experiencias como para llegar a la conclusión de que no te importaría repetir. Pero no me quieres.
– ¿Me estás diciendo que me conoces mejor que yo mismo? -le preguntó, irritado.
Aunque reconoció que sus palabras encerraban algo de verdad. La deseaba incluso en ese momento. El vestido rojo anaranjado relucía a la luz de la solitaria vela y su pelo brillaba con la misma intensidad; su cara seguía siendo hermosa pese a la expresión altiva. De nuevo estaba en su casa a altas horas de la madrugada, y le resultaba imposible no pensar en los placeres que podría obtener si subían a su dormitorio y volvía a hacerle el amor.
– Así es -contestó ella, y su expresión se suavizó un tanto cuando lo miró a los ojos-. Creo que tu compasión y tu caballerosidad son innatas, Stephen. Heredar el título, las propiedades y la fortuna no te ha cambiado, como habría sucedido en la práctica totalidad de los casos. Al contrario, te crees obligado a ser más compasivo y caballeroso que antes para demostrarte a ti mismo que eres merecedor de tan buena suerte. Te has ofrecido caballerosamente a casarte conmigo esta noche… En realidad, has anunciado nuestro compromiso. Y ahora intentas con mucha galantería convencerte a ti mismo de que deseas casarte conmigo. En tu cabeza eso equivale a que me quieres y por eso crees que lo haces. Pero no es así.
La irritación se tornó en rabia. Aunque al mismo tiempo se preguntó si Cassandra no tendría razón. ¿Cómo podía haberse enamorado tan de repente? Y con una mujer tan distinta de su ideal de futura esposa, además. ¿Cómo podía contemplar sin desánimo un matrimonio que se había visto forzado a proponer?
Y sin embargo…
– Te equivocas -le aseguró-, y ya te darás cuenta de tu error. Pero nada de eso importa, Cass. Tenga quien tenga razón, eso no cambia la situación. Nos han visto juntos lo suficiente como para haber despertado la curiosidad y las especulaciones, y esta noche nos han pillado a solas en el balcón, abrazados y besándonos. Solo podemos hacer una cosa. Tenemos que casarnos.
– ¿Y tenemos que sacrificar el resto de nuestra vida por una pequeña e imprudente indiscreción? -Protestó ella mientras tamborileaba despacio con los dedos sobre los reposabrazos del sillón-. Sé perfectamente que eso es lo que espera la alta sociedad ahora. Es lo que exige. Pero ¿no ves lo absurdo que es, Stephen?
Era absurdo y sería algo que merecería la pena desafiar si se detestaran con todas sus ganas.
– Una pequeña e imprudente indiscreción-repitió-. ¿Eso ha sido ese beso, Cass? ¿No significaba nada más?
La vio enarcar las cejas, pero Cassandra guardó silencio un rato.
– Hemos pasado dos noches juntos, Stephen -respondió a la postre-, pero después hemos vuelto al celibato. Eres un hombre guapísimo y creo que yo también tengo mis encantos. Estábamos bailando un vals y el deseo nos asaltó en el salón de baile. Buscamos la frescura de la noche en el balcón y descubrimos también un poco de intimidad. Lo que pasó fue algo casi inevitable… Una indiscreción, por supuesto. Imprudente.
– ¿Solo fue fruto del deseo? -preguntó él.
– Exacto, solo fue deseo. -Cassandra sonrió.
– Sabes muy bien que hubo algo más -replicó, mirándola a los ojos-. Si alguien se está engañando, eres tú, Cass, no yo.
– Eres muy dulce -repuso ella con su voz aterciopelada.
Volvía a estar enfadado. Y frustrado. Se colocó de espaldas a la chimenea, con las manos entrelazadas por detrás.
– Si rompes el compromiso -dijo-, se producirá un terrible escándalo.
La vio encogerse de hombros.
– La gente se sobrepondrá. Siempre lo hace. Además, así le proporcionaremos algo a la alta sociedad que le encanta por encima de todas las cosas: un jugoso cotilleo.
Se inclinó hacia ella.
– Sí -convino-. En circunstancias normales tal vez podríamos albergar la esperanza de que todo se solucionara con un par de semanas de intensa incomodidad. Pero, perdona que te lo diga, Cass, las circunstancias no son normales. Al menos en tu caso.
Cassandra frunció los labios y lo miró con una sonrisa divertida.
– La alta sociedad se relamerá de gusto en tu caso, Stephen -replicó-. El hijo pródigo que vuelve a su seno. Todas las damas llorarán de alegría. A la postre escogerás a una de ellas y vivirás feliz para siempre a su lado. Te lo prometo.
La miró hasta que ella enarcó de nuevo las cejas y acabó bajando la cabeza con brusquedad. Observó cómo se colocaba bien el escarpín en el pie con un simple movimiento de los dedos, tras lo cual descruzó las piernas y se alisó el vestido sobre las rodillas.
– En ocasiones tus ojos son tan intensos que resulta imposible mirarte a la cara, Stephen, y resultan más elocuentes que las palabras. Es muy injusto. No se puede discutir con unos ojos.
– Supondrá tu ruina -le dijo.
Cassandra soltó una carcajada.
– ¿No estoy arruinada ya?
– Estás recuperando tu reputación -señaló él-. La gente comienza a aceptarte. Estás empezando a recibir invitaciones. Mi familia te ha aceptado. Tu hermano se ha reconciliado contigo. Y ahora estás comprometida conmigo. ¿Qué tiene de malo? ¿Crees que voy a pegarte después de casarnos? ¿Qué te haré perder a nuestros hijos? ¿Lo crees? Mírame a los ojos y dime que me crees capaz de un comportamiento tan cobarde.
Cassandra negó con la cabeza y cerró los ojos.
– No puedo aportar nada al matrimonio, Stephen -adujo-. Ni esperanzas, ni sueños, ni luz, ni juventud. Solo las cadenas que arrastro como si fueran espectros. Además de las que arrastraré en cuanto termine la ceremonia y haya prometido entregarte mi libertad. No, no creo que me maltratases nunca.
Pero no puedo hacerlo, Stephen. No puedo. Por tu bien y por el mío. Seríamos desdichados. Los dos. Créeme que lo seríamos.
A él se le heló el corazón. No había máscara alguna en ese momento. La voz de Cassandra temblaba por la sinceridad de sus palabras.
Casarse era algo que no podía volver a hacer. Una vez había sido suficiente. Había sido demasiado.
No había argumento alguno que pudiera hacerla cambiar de opinión.
Y así lo dejaba en libertad, aunque ya no quería ser libre. Tal vez al día siguiente viera las cosas de otro modo. Tal vez al día siguiente recuperara el sentido común.
Se produjo un largo silencio, durante el cual se sentó en el sillón situado frente al que ocupaba ella. Se acomodó contra el respaldo y apoyó un codo en el reposabrazos antes de descansar el peso de la cabeza en la mano.
No podía sentirse aliviado porque estaba experimentando otros sentimientos mucho más fuertes.
Decepción.
Pena.
Desconcierto. Desesperación.
Y en ese momento se le ocurrió algo.
– Cass, ¿estarías dispuestas a aceptar un término medio? -le preguntó.
– ¿Casarme contigo a medias? -precisó ella con una sonrisa ligeramente adusta y una mirada… ¿anhelante?
– Déjame publicar el anuncio del compromiso en los periódicos -le suplicó-. No, no niegues todavía con la cabeza. Espera a oír lo que se me ha ocurrido. Déjame celebrar una fiesta de compromiso en Merton House. Sigamos comprometidos lo que queda de temporada social. Después podrás romper el compromiso de forma discreta durante el verano, cuando la alta sociedad se haya dispersado por todo el país. Decidiremos juntos de qué manera vas a mantenerte el resto de tu vida. Pero al menos…
– No voy a necesitar tu ayuda para eso, Stephen -lo interrumpió-. Incluso podré devolverte el dinero que me has dado. Hoy mismo he ido a ver a un abogado con Wesley y está convencido de que puede recuperar mis joyas y conseguirme el dinero que me pertenece según el contrato matrimonial y el testamento de Nigel. Y también podré usar la casa de Londres, e incluso la residencia de la viuda, aunque esta última no la quiero. Bruce me intimidó hasta hacerme creer que debía elegir entre mi libertad y lo que me correspondía de la herencia como viuda de su padre, pero no me habría dado esa opción si hubiera creído posible que me condenaran por asesinato, ¿verdad? Hace muy poco que he caído en ese detalle y he decidido dejar de huir y plantarle cara. Después de todo, voy a tener una vida bastante acomodada. Voy a ser independiente.
Se alegró muchísimo por ella. Ojalá se le hubiera ocurrido a él, ya que Cassandra tenía toda la razón. Paget lo había apostado todo a que podía avasallar a la mujer que su padre había aterrorizado durante nueve años.
Sin embargo, una breve reflexión le hizo cambiar de idea. Era bueno para Cassandra que se le hubiera ocurrido a ella, que hubiera sido ella quien encontrara la manera de encauzar su vida y su futuro, y lo más importante, la manera de empezar a cerrar heridas.
– ¿Y qué vas a hacer con tu independencia? -le preguntó.
– Compraré una casita en un pueblo y viviré feliz para siempre en completo anonimato -contestó ella. Y le sonrió de verdad-. ¿Me deseas lo mejor, Stephen?
– Y eso es preferible a casarte conmigo -dijo él. No era una pregunta. La respuesta era evidente, y lo alegraba y entristecía a un tiempo.
– Sí -respondió ella en voz baja-. Pero voy a aceptar ese término medio, Stephen. Tienes derecho a tu caballerosidad. No voy a humillarte delante de toda la alta sociedad cuando has sido tan amable conmigo. Publica el anuncio del compromiso. Lo celebraré contigo y con quien quieras invitar a Merton House. Interpretaré el papel de la novia enamorada lo que resta de temporada social. Y después te dejaré libre.
O no.
No lo dijo en voz alta. Se limitó a mirarla y a asentir con la cabeza. Y ella le devolvió la mirada y sonrió.
– Ahora que por fin parece que podré devolverte todo el dinero que me has dado -dijo ella-, ¿puedo considerarme libre de cualquier obligación como tu amante?
– Por supuesto -respondió, muy dolido-. Pero nunca te he exigido nada en ese aspecto, Cass. Si te he impuesto mi compañía, no ha sido porque fueras mi amante, sino porque quería ayudarte.
– Lo sé, y te lo agradezco -confesó ella-. También soy libre, o lo seré en cuanto me sean devueltos mi dinero y mis pertenencias. Dado que se puede decir que soy libre, voy a hacerte una invitación libremente. Quédate esta noche.
Stephen sintió una repentina punzada de deseo y anhelo. Sin embargo, meditó su respuesta. ¿Sería lo más sensato? ¿Sabía Cass cómo evitar la concepción? ¿La pondría en peligro una tercera vez? Aunque ya era un poco tarde para preocuparse por eso, cuando habían sucedido dos encuentros previos.
– Sería muy humillante que dijeras que no -comentó ella con una sonrisa.
Su dama de compañía estaba en la casa, durmiendo en el último piso. Al igual que Mary y la pequeña Belinda. Ojalá…
– Debería ser lo más sencillo del mundo -añadió ella-, no lo más difícil.
– ¿El qué? -preguntó al tiempo que se ponía en pie y acortaba la escasa distancia que los separaba para colocar las manos en los reposabrazos de su sillón e inclinarse sobre ella.
– Seducir a un ángel -contestó Cassandra.
La besó.
No habría más sordidez entre ellos. Iba a casarse con ella. Ignoraba cómo lograrlo, pero definitivamente lo haría.
Cassandra iba a convertirse en su esposa.
La puso en pie, todavía abrazados, y la besó con pasión y creciente deseo.
– Creo que deberíamos continuar con esto arriba, Stephen -dijo ella a la postre, tras apartarse un poco.
– ¿Porque podrían interrumpirnos aquí? -preguntó con una sonrisa.
– ¿Como nos interrumpieron en el balcón del salón de baile hace un rato? -replicó ella-. No, pero…
En ese inoportuno momento alguien llamó con suavidad a la puerta de la salita.
¿Qué diantres estaba pasando?, pensó Cassandra. Debía de ser más de medianoche.
Alguien estaba enfermo, concluyó, de modo que se apartó de Stephen y cruzó la estancia para abrir la puerta. ¿Sería Alice? ¿Belinda?
Mary estaba al otro lado de la puerta y junto a ella…
– ¡William! -exclamó al tiempo que daba un paso para abrazar a su hijastro… aunque solo era un año más joven que ella-. ¡Has vuelto! Y nos has encontrado.
– Pero no a tiempo -replicó el recién llegado cuando se separaron. Le pasó un brazo a Mary por encima de los hombros-. Huí de Carmel House sin pensar y descubrí un barco a punto de zarpar para Canadá. Subí a bordo y cuando me di cuenta de que lo había hecho todo mal, estábamos en medio del océano. Aunque la idea era alejarme un tiempo para ver si el asunto quedaba olvidado, resultó que me alejé más de la cuenta. Se tarda una puñetera eternidad en ir y volver a Canadá. Sobre todo cuando uno se va con lo puesto y se ve obligado a trabajar para pagar el pasaje de ida. Y una vez en tierra firme tuve que trabajar de nuevo para comprar el pasaje de vuelta. Tuve suerte de no tener que esperar hasta el año que viene.
– Entra, aquí hay más luz -le dijo-. Mary, tú también. Por supuesto que tienes que entrar.
Tenía que hacerlo… porque William era el padre de Belinda.
– Cassie, no puedes ni imaginarte lo que sentí cuando llegué a Carmel House y descubrí que Mary y Belinda no estaban -dijo William al entrar en la salita-. Y cuando me enteré de que te habían… -Guardó silencio de repente cuando se percató de que había alguien más en la estancia.
– Stephen, te presento a William Belmont -dijo ella-. Es el segundo hijo de Nigel. William, te presento al conde de Merton.
Los dos se saludaron con una reverencia.
– No había tenido el placer hasta ahora -dijo Stephen.
– He venido muy poco a Londres -adujo William-. Siempre he detestado la ciudad. Pasé varios años en Estados Unidos y luego dos en Canadá. Acabo de volver tras una segunda estancia en el país. Los espacios abiertos siempre me han atraído mucho, aunque debo confesar que durante este último año he sentido otro tipo de atracción mucho más poderosa. -Miró hacia atrás, ya que Mary se había quedado en el vano de la puerta, y extendió un brazo hacia ella-. ¿Conoces a mi esposa, Merton? -le preguntó-. Cassie, ¿sabías que Mary es mi esposa? Ella me ha dicho que no, pero me cuesta mucho creerlo. Fue lo que causó la puñetera pelea.
«¿La pelea? ¿¡La pelea de aquella noche!?», exclamó Cassandra para sus adentros.
Miró a la pareja con asombro.
– ¿Estás casada con William, Mary? -le preguntó a la criada.
– Lo siento, milady -contestó Mary sin moverse del lugar que ocupaba-. Cuando Billy volvió de Canadá y se enteró de la existencia de Belinda, salió en busca de una licencia especial y nos casamos a treinta kilómetros de Carmel House el día antes de… El día antes de que se marchara de nuevo. Me dijo que volvería cuando pudiera, y lo ha hecho. -Miró a William con los ojos como platos y una ternura innegable.
– Ven aquí, cariño -le dijo William, haciéndole un gesto con los dedos hasta que ella obedeció y pudo cogerla de la mano. Sin embargo, se mantuvo un tanto rezagada-. Mary se adaptaría estupendamente a la dura vida de los pioneros, ¿verdad, Cassie? Parece frágil, pero no lo es. Aunque no voy a poner su fortaleza a prueba. Voy a sentar cabeza aquí, en este país, que Dios me ayude, y a cuidarlas a Belinda y a ella. Después de enmendar tu situación, por supuesto. No sé cómo Bruce ha podido ser tan tonto como para creer que… -Se interrumpió de nuevo y miró a Stephen, que estaba delante de la chimenea con las manos entrelazadas a la espalda, como antes-. Será mejor que hable mañana contigo -dijo, cambiando de tema-. Aunque no me iré a ningún lado esta noche, si no tienes inconveniente, claro. Quiero quedarme con mi esposa y con mi hija.
Cassandra miró a Stephen con expresión pensativa. En realidad, no estaba comprometida con él. Nunca se casarían. Sin embargo, había sido muy amable con ella. Le debía algo: sinceridad. Si bien Stephen le había preguntado por su vida y por su matrimonio, y también le había preguntado si ella había matado a Nigel (a lo que había respondido que sí), no le había pedido detalles. Aunque debía de preguntarse qué había sucedido. Y, por supuesto, le había mentido.
– Di lo que tengas que decir, William -dijo-. El conde de Merton es mi prometido. Lo hemos anunciado esta misma noche.
Mary se llevó una mano al pecho y después, cuando William cruzó la estancia para estrecharle la mano a Stephen, hizo lo mismo con la otra.
– Me alegro de escucharlo -replicó William-, si es un hombre decente, Merton. Cassie se merece un poco de felicidad. Porque no creerá todas esas tonterías que cuentan de ella, ¿verdad? ¡La asesina del hacha, por Dios! Ni siquiera en la frontera hay muchas mujeres capaces de blandir un hacha… para hacerle mucho daño a alguien, al menos.
– No creo nada de lo que se dice -le aseguró Stephen en voz baja y miró a Cassandra con expresión seria-. Y aunque fuera verdad, estoy seguro de que habría sido en defensa propia y no un asesinato a sangre fría.
– Mi padre podía ser un animal -reconoció William-. Pero era el alcohol lo que lo endemoniaba. Claro que para endemoniarse hasta ese punto tenía que empinar el codo, ¿verdad? En fin, que el culpable era él. Cuando bebía, cosa que hacía poco pero que tendría que haber hecho menos, se convertía en otra persona. Me parece que Cassie le ha proporcionado algunos detalles.
– Sí -contestó Stephen.
– No le habrá dicho que le disparó en una de esas ocasiones, ¿verdad? -Preguntó William, que entrecerró los ojos-. No le habrás dicho eso, ¿verdad, Cassie?
– Creo que deberíamos sentarnos -terció ella después de encogerse de hombros, dirigiéndose al viejo y destartalado diván en vez de sentarse en su sillón habitual. Stephen se sentó a su lado y notó el roce de la manga de su chaqueta en el brazo desnudo.
William le indicó a Mary el sillón que solía ocupar Alice, y esta se sentó en el borde con muchísima incomodidad. William se sentó en un reposabrazos y cogió una de las manos de su esposa.
– El problema de mi padre era que nunca parecía estar borracho, ¿verdad, Cassie? -Le preguntó William, aunque sus ojos estaban clavados en Stephen-. A menos que uno se fijara en su mirada, claro. Además, pocas veces bebía en casa y rara vez lo hacía estando solo. Sin embargo, creo que estaba sobrio cuando le conté lo de mi matrimonio aquella mañana. Debió de empezar a beber después de que yo me marché. No le gustó ni un pelo lo que le dije. Y en cuanto empezaba a beber, era incapaz de parar. Por la noche… En fin, lo escuché gritar y fui a ver lo que pasaba.
– Me enviaron con otra botella -explicó Mary con un hilo de voz mientras miraba a William con tristeza-. Y eso no formaba parte de mi trabajo, nunca hacía esas cosas. Pero el señor Quigley se había quemado la mano con la tetera y la señora Rice se la estaba curando, y era tarde y no quedaban muchos criados en la cocina. Alguien me dijo que la llevara yo. No debería haber ido. Sabía que se lo habías contado, Billy, y me dijiste que vendrías a buscarme antes de que anocheciera, y… y la señora Rice me dijo que tuviera cuidado porque Su Señoría ya estaba bebido.
– No fue culpa tuya, cariño -replicó William-. Tú no tuviste la culpa de nada. No debería haber ido a reservar una habitación en la posada para pasar la noche después de que me dijera que no podíamos dormir juntos bajo su techo. Fue Cassie quien te escuchó gritar y quien fue en tu ayuda. Pero lo único que consiguió fue una paliza por tratar de ayudar. La señorita Haytor también lo intentó. Cuando llegué lo escuché gritar a él, no oí nada más. Abrí la puerta de la biblioteca y lo vi con una pistola en la mano. Así que tampoco habría sido buena idea que gritarais.
– Creo que no hay necesidad de añadir nada más, William -terció Cassandra en ese momento, y de repente se dio cuenta de que aferraba la mano de Stephen con fuerza-. Oficialmente se dictaminó que fue una muerte accidental. Tu padre estaba limpiando la pistola y se le disparó. Nadie podrá demostrar lo contrario. No quiero que…
– Sabrá Dios qué habría hecho con la pistola si yo no hubiera entrado -la interrumpió William-. Tal vez os habría disparado a alguna. El caso es que cuando intenté quitársela de las manos, apenas forcejeó. Y después se apuntó con toda deliberación y se disparó. En el corazón.
Durante unos minutos se hizo un silencio absoluto. Cassandra vio a Alice de pie en el vano de la puerta.
– Es lo mismo que te dije en su momento, Cassie -dijo Alice-. Yo lo vi. Desde donde tú estabas, no pudiste verlo. El señor Belmont se interponía entre vosotros. Y Mary tenía la cara tapada con las manos. Pero yo sí lo vi. Lord Paget se disparó.
– Supongo que debía de odiarse mucho por haber llegado a la situación en la que se encontraba -aventuró William-. Tal vez se dio cuenta de repente de que tenía una pistola en las manos. Tal vez se dio cuenta de repente de que estaba a punto de cometer un asesinato. Tal vez la borrachera se le pasó de golpe y tuvo un instante de lucidez. Fuera como fuese, Cassie, no fue ni asesinato ni un accidente. Fue un suicidio.
Stephen le dio un beso en el dorso de la mano. Al mirarlo, Cassandra vio que tenía los ojos cerrados.
– Huí porque cuando se descubriera que me había casado con Mary, la gente supondría que hubo una discusión y acabé disparando a mi padre -siguió William-. Podrían haberme acusado de asesinato. Podrían haber acusado a Mary de complicidad. Huí porque estaba hecho un lío y creía que lo mejor sería dejar que las cosas se calmaran un poco. Creía que sin mi presencia y sin nadie que supiera de mi matrimonio, la muerte se declararía accidental… tal y como sucedió, al menos oficialmente. Le dije a Mary que no le contara a nadie lo de nuestro matrimonio. Le dije que volvería a buscarla en un año. He tardado un poco más en cumplir mi promesa, lo siento, cariño. Pero, Cassie, pensé que tú estabas al tanto de mi matrimonio. Pensé que mi padre te lo había dicho o que te lo diría Mary. No podía imaginar que te culparan de su muerte, que te creyeran culpable. De haberlo matado con un hacha, nada más y nada menos. ¿Es que el mundo se ha vuelto loco o qué?
– Cassie, no me creíste porque pensabas que solo quería consolarte -dijo Alice desde la puerta-. Tampoco querías creer que el señor Belmont había matado a su padre, aunque lo hubiera hecho para protegeros a Mary y a ti. Supusiste que yo te mentía para que te sintieras mejor.
– Es verdad -admitió ella.
Pero si todo era cierto, la explicación de Alice la cual William acababa de confirmar con su propio relato, Nigel se había suicidado. Si la verdad hubiera salido a la luz, le habrían negado un entierro decente.
¿Le habría importado en aquel entonces?
¿Le importaba en ese momento?
Nigel podría haber matado a alguien aquella noche. Sin embargo, se había suicidado.
Estaba demasiado aturdida como para analizar lo que pensaba o lo que sentía.
– Fue una puñetera estupidez que saliera por patas -dijo William-. Perdón por el lenguaje.
– Desde luego -convino Stephen-. Pero todos cometemos estupideces, Belmont. Aunque le recomiendo que no agrave el error soltando la verdad a los cuatro vientos. Es muy desagradable y tal vez nadie la crea de todas formas. Lo mejor será que nos retiremos todos. Yo me voy a casa. Es preferible dejar las decisiones para mañana o pasado mañana.
– Un consejo muy sensato -replicó Alice, que miró a Stephen con aprobación.
– Alice, tú no estabas presente cuando le he contado a William que lord Merton es mi prometido.
Alice los miró a los dos.
– Sí -fue lo único que dijo su antigua institutriz. Asintió con la cabeza-. Sí. -Y se marchó, posiblemente en dirección a su dormitorio.
William se puso en pie, ayudó a Mary a hacer lo mismo, le echó un brazo por los hombros y salieron juntos de la salita.
Eran marido y mujer, pensó ella. Llevaban casados más de un año. Desde el mismo día que Nigel murió.
Por su propia mano.
Alice no había mentido.
– ¿Por qué me dijiste que habías matado a tu marido? -le preguntó Stephen, que estaba de pie, esperando a que ella se levantara.
Sin embargo, estaba demasiado cansada como para abandonar el diván.
– Todo el mundo lo creía -contestó Cassandra-. Una parte de mí deseaba haberlo hecho.
– ¿Y querías proteger a esa miserable birria de hombre? -replicó él.
– No juzgues a William tan duramente -repuso-. No es un mal hombre. Mary lo quiere y además es el padre de Belinda. Se casó con ella, una criada al servicio de su padre, porque había dado a luz a su hija. Y ha venido a buscarla aunque debía de creer que aún podían responsabilizarlo de la muerte de Nigel. Creo que en el fondo la quiere. Stephen, me negaba a que lo acusaran de asesinato. ¡Por Dios, es el padre de Belinda!
Stephen le tomó la cara entre las manos y le sonrió. Menudo momento para darse cuenta de que estaba locamente enamorada de él, pensó Cassandra.
– Si hay un ángel en esta habitación -dijo él-, te aseguro que no soy yo. -Inclinó la cabeza y la besó en los labios.
– ¿Vas a quedarte esta noche? -le preguntó.
– No -respondió Stephen-. Voy a hacerte el amor de nuevo, Cass. Pero será en nuestra noche de bodas, en nuestro lecho nupcial. Y será una experiencia que no olvidarás en la vida.
– Fanfarrón -replicó.
En fin, pensó un tanto decepcionada, no volvería a suceder. Nunca volvería a acostarse con él.
– Ya me dirás al día siguiente de nuestra noche de bodas si estaba fanfarroneando o no. -Esos ojos azules adquirieron un brillo juguetón mientras le pasaba un brazo por la cintura y la llevaba hasta la puerta de entrada-. Buenas noches, Cass -le dijo, y la besó una vez más antes de abrir la puerta-. Que sepas que vas a tener que casarte conmigo. Te quedarás terriblemente sola si no lo haces. Toda tu familia te abandonará en aras del matrimonio.
– Salvo Wesley -le recordó.
Lo vio asentir con la cabeza.
– Y salvo Roger -añadió.
– Y salvo Roger -convino él, que siguió sonriendo mientras salía de la casa y cerraba la puerta.
Cassandra apoyó la frente en la puerta y cerró los ojos. Intentó recordar por qué no podía casarse con él.