Stephen había pasado otra mala noche. No debería haberse inmiscuido en asuntos que no eran de su incumbencia. No debería haber ido a ver a Wesley Young, y desde luego que no debería haber interrogado a la criada, ni siquiera para preguntarle qué le había pasado al perro.
No tenía por costumbre interferir en los asuntos de los demás.
En el fondo esperaba no volver a ver a Cassandra. Quería retomar su plácida vida de antes. ¿Había sido plácida de verdad?
¿Tan aburrido era… a la avanzadísima edad de veinticinco años?
En el fondo esperaba no volver a verla. Porque si la veía, una parte de su mente se pondría a dar saltos con algo muy parecido a la felicidad.
En ese momento caminaba con su hermana Vanessa por Oxford Street, ya que había ido a verla por la mañana y ella se había quejado de que estaba aburrida porque los niños seguían dormidos y Elliott estaba fuera de la ciudad y seguro que regresaría con el tiempo justo para arreglarse e ir al baile de esa noche, justo cuando ella necesitaba desesperadamente una cinta de encaje con la que reemplazar el bajo roto del vestido que quería ponerse.
Ya habían comprado el encaje cuando oyó que Vanessa exclamaba encantada. Siguió la mirada de su hermana y vio a Cassandra, que caminaba hacia ellos del brazo de su hermano.
En ese momento una parte de sí mismo, ¿tal vez el corazón?, saltó de felicidad. Cassandra estaba muy elegante y guapa con un vestido de paseo rosa claro y el mismo bonete que había llevado al té al aire libre. Tenía las mejillas sonrosadas y parecía muy contenta.
Se quitó el sombrero y le hizo una reverencia.
– Señora -la saludó-. Young. Una tarde preciosa, ¿verdad?
Young pareció avergonzarse de repente al verlo.
– Desde luego -contestó Cassandra-. ¿Cómo está, excelencia? ¿Y usted, milord?
– Estoy de maravilla -contestó Vanessa-. Es sir Wesley Young, ¿verdad? Creo que ya nos han presentado.
– Así es, excelencia -convino el aludido, que la saludó con una inclinación de cabeza-. Lady Paget es mi hermana.
– ¡Qué bien! -Exclamó Vanessa con una cálida sonrisa-. No sabía que tuviera familia en la ciudad, lady Paget. Me alegro mucho por usted. ¿Tiene pensado asistir al baile de lady Compton-Haig esta noche?
– Pues sí -contestó Cassandra-. He recibido una invitación.
Eso quería decir que la había aceptado. Hasta ese momento Stephen ignoraba si prefería que la aceptara o que no lo hiciera. Acababa de decidirse. Se alegraba mucho de que hubiera aceptado la invitación.
¿La expresión radiante de su rostro se debía a que su hermano la acompañaba? En ese caso, ya no se arrepentía de haberse entrometido en sus asuntos.
– Lady Paget, ¿sería tan amable de reservarme la primera pieza del baile? -le preguntó.
Cassandra abrió la boca para responder.
– Me temo que esa pieza es mía, Merton -le informó Young con sequedad.
– Pues otra, entonces -dijo él.
Reparó en la sonrisa que bailoteaba en los labios de Cassandra. Tal vez estuviera pensando en lo mucho que había avanzado en apenas una semana.
– Gracias, milord -replicó ella con su voz ronca y aterciopelada-. Será un placer.
Saltaba a la vista que sir Wesley Young no quería prolongar la conversación. Tras hacer otra reverencia forzada, se despidió de ellos y prosiguió calle abajo con Cassandra del brazo.
– Creo que lady Paget podría ponerse un saco y seguiría siendo más guapa que cualquier mujer de todo Londres -comentó Vanessa cuando reemprendieron la marcha en la dirección contraria-. Es muy irritante, Stephen.
– Nessie, eres tan bonita que la gente se vuelve a mirarte -replicó con una sonrisa.
Vanessa siempre había sido la menos atractiva de sus hermanas… y la más alegre. A él siempre le había parecido guapa.
– ¡Vaya por Dios! -exclamó ella-. Parecía que estaba buscando un cumplido, ¿verdad? Y he recibido uno. Qué amable eres. Es hora de que vuelva a casa, Stephen, espero que no te importe. ¿Y si Elliott vuelve y yo no estoy?
– ¿Le daría un telele? -preguntó.
Su hermana se echó a reír e hizo girar la sombrilla.
– Seguramente no -contestó-. Pero puede que a mí sí me dé si descubro que me he perdido más de diez minutos de su compañía.
La apartó con cuidado para sortear a un ruidoso grupo que iba en sentido contrario sin mirar.
– ¿Cuánto tiempo lleváis casados? -le preguntó.
Su hermana se limitó a reír.
– Stephen -le dijo tras una pausa-, ¿te gusta?
– ¿Lady Paget? -precisó-. Sí, me gusta.
– No, me refiero a si te gusta de verdad -insistió su hermana.
– Sí -repitió-. Me gusta de verdad, Nessie.
– ¡Ah! -exclamó ella.
No había manera de interpretar lo que quería decir con la interjección y no se lo preguntó. Tampoco reflexionó sobre la respuesta que le había dado a sus dos preguntas. Al fin y al cabo, acababa de admitir que Cassandra le gustaba. Que le gustaba de verdad. ¿Variaba el significado de la palabra si se le añadía esa coletilla?
Meneó la cabeza, exasperado.
«Ya basta -se ordenó-. ¡Ya basta!»
Sir Wesley Young estuvo a punto de echarle un severo rapapolvo a su hermana cuando se enteró de que ni luchó por sus pertenencias ni reclamó lo que le pertenecía por ley cuando el nuevo lord Paget la echó de su casa. Si hubiera hecho un pequeño esfuerzo, a esas alturas sería una mujer rica y no una mujer desamparada.
Sin embargo, se contuvo. El tenía casi veintidós años cuando lord Paget murió y fue a Carmel House para asistir al funeral. Mientras estuvo allí presenció los primeros indicios de problemas, pero se marchó antes de que empezaran a lanzarse acusaciones, tras asegurarle a Cassie que la quería y que siempre lo haría, que podría acudir a él en busca de apoyo y protección en cualquier momento.
Pero después, cuando los rumores acerca de lo desagradable que era la situación le llegaron a Londres, se echó atrás de golpe. Le dio miedo que le afectara la ruina social de su hermana y dejó de escribirle.
No podía escudarse en la excusa de que era un chiquillo, ¡por el amor de Dios! ¡Era un hombre hecho y derecho!
Y después llegó el colofón de la crueldad y la cobardía por su parte, que estaba seguro de que le impediría dormir y le provocaría pesadillas durante mucho tiempo, cuando trató de evitar que fuera a Londres. Cuando le mintió diciéndole que se iba de viaje a las Highlands. Y después, cuando ella se trasladó a Londres de todas maneras y se encontraron en el parque, le volvió la cara y le ordenó al cochero de su carruaje alquilado que siguiera adelante.
Sí, desde luego que iba a tener pesadillas por lo que había hecho, y bien merecidas.
No obstante y ya que el pasado no se podía cambiar, solo podía intentar enmendar sus errores lo mejor posible y esperar que en los próximos cincuenta años pudiera perdonarse a sí mismo. De modo que el día anterior y esa misma mañana estuvo haciendo averiguaciones para dar con el mejor abogado para un caso como el de Cassie, y había concertado una cita a la que la acompañó esa tarde.
Todo pintaba muy bien. De hecho, el abogado estaba anonadado al ver que lady Paget veía como algo difícil recuperar sus joyas, una propiedad personal que debieron entregarle de acuerdo al contrato matrimonial y al testamento de su difunto esposo. El abogado estaba encantado de aceptar un modesto anticipo, que Wesley insistió en pagar, con el firme convencimiento de que el asunto se solucionaría en cuestión de un par de semanas o un mes como mucho.
Regresaban a casa dando un paseo por Oxford Street cuando se encontraron de frente con Merton. No le hizo mucha gracia. Merton había sido su conciencia el día anterior, o al menos fue el despertar de su conciencia, de modo que no se sentía muy predispuesto hacia el conde. Su conciencia no debería haber necesitado de ningún empujoncito para despertarse.
De cualquier manera, el encuentro fue breve y él pudo devolver a su hermana a la casa de Portman Street, donde la señorita Haytor la aguardaba con impaciencia para contarle su visita a un museo con un antiguo conocido… que era ni más ni menos que el señor Golding, el único tutor que le dio clases, aunque no duró mucho en el puesto y él apenas lo recordaba.
Regresó a casa para relajarse un poco antes de cenar y prepararse para el baile de esa noche. Sin embargo, su ayuda de cámara le informó que otro caballero lo esperaba en el salón recibidor de la planta baja para hablar con él.
No lo reconoció, pensó cuando lo vio ponerse en pie al entrar. El desconocido se acercó a él con una mano extendida. Era fuerte, de complexión atlética, pelo castaño claro y con la cara tostada por el sol.
– ¿Young? -le preguntó-. William Belmont.
«¡Ah, sí!», pensó. Era hermano de lord Paget, uno de los hijastros de Cassie. Lo conoció en la boda de su hermana y volvió a verlo en una de sus estancias en Carmel House, hacía varios años. Creía recordar que poco después se marchó a América.
– Me alegro de volver a verlo -le dijo, estrechándole la mano.
– El barco en el que venía desde Canadá atracó hace un par de semanas -comentó Belmont- y me fui directamente a Carmel House, donde me enteré de que las cosas habían cambiado mucho. ¿Dónde está su hermana, Young? Está en algún lugar de Londres, ¿verdad?
Eso lo puso en guardia de inmediato.
– Sería mejor que la dejara tranquila -dijo-. No mató a su padre. Nunca se han encontrado pruebas concluyentes contra ella y nunca se le imputaron cargos porque no había nada que imputarle. Está intentando forjarse una nueva vida y yo voy a asegurarme de que tenga la oportunidad de hacerlo sin que nadie la moleste.
Debería haber sido así desde que Cassie llegó a la ciudad. Pero iba a serlo a partir de ese momento. Cualquiera que quisiese llegar hasta ella tendría que pasar por encima de su cadáver. Y aunque no le hacía demasiada gracia la anchura de hombros de Belmont, nada le impediría defenderla.
Sin embargo, Belmont se limitó a quitarle importancia a la situación con un gesto de la mano.
– Ya sé que no mató a mi padre -replicó-. ¡Por el amor de Dios, si yo estaba allí! No he venido a crearle problemas, Young. He venido a encontrar a Mary. ¿Está con Cassandra?
– ¿Mary? -Miró a su visitante sin comprender.
– Se marchó de Carmel House con Cassandra -le explicó Belmont-. Supongo que sigue con ella. Y también Belinda. Espero que estén con ella.
Seguía sin comprender. La señorita Haytor se llamaba Alice, no Mary.
– Mary -insistió Belmont con impaciencia-. Mi esposa.
Mientras se vestía para asistir al baile de esa noche, Cassandra reflexionaba sobre las diferencias con aquella primera vez, cuando lo hizo para el baile de lady Sheringford. En esa ocasión había recibido una invitación y tenía acompañante, además de haber reservado la primera pieza y otra más a lo largo de la velada.
No debería sentirse tan ansiosa por bailar con Stephen esa noche.
Se miró el pelo en el espejo para asegurarse de que el moño estaba bien sujeto y no se le desharía en cuanto empezara a bailar. ¡Menudo desastre si eso llegara a suceder! Durante los diez últimos años se había acostumbrado más de la cuenta a disfrutar de los servicios de una doncella.
Se colocó los guantes largos y se los estiró hasta que no quedó ni la menor arruga.
El abogado creía que su caso era excelente. Le había asegurado que le conseguiría todas sus pertenencias en dos semanas, aunque a ella le daría lo mismo que fuera en un mes. Podría devolverle el dinero a Stephen y olvidarse de que había hecho algo tan sórdido como ofrecerse a ser su amante.
Aunque no se arrepentía de las dos noches que había pasado con él. Ni del té al aire libre.
Estaba segura de que la tarde que pasaron en el campo siempre sería uno de sus recuerdos más preciados.
Iba a costarle mucho trabajo olvidarlo.
Sin embargo, Stephen había conseguido que recuperara un poco la fe en los hombres. No todos eran inconstantes, traicioneros y decididamente crueles.
Lo recordaría como su ángel rubio. Cogió el abanico de marfil y lo abrió para asegurarse de que estaba en perfectas condiciones.
El señor Golding había aprovechado el paseo de esa tarde para invitar a Alice a pasar unos días en Kent al final de la semana, donde celebrarían el septuagésimo cumpleaños de su padre con el resto de su familia. Sin duda era una invitación significativa.
Alice no había dicho que sí… pero tampoco había dicho que no. Había demorado su respuesta hasta saber si ella la necesitaba. Sin embargo, había sido incapaz de contener la alegría y la emoción. Diez minutos después de que ella regresara a casa, cinco después de que Wesley se marchara, ya estaba sentada al escritorio de la salita, redactando una nota en la que aceptaba la invitación del señor Golding.
En ese preciso instante Alice estaba en su dormitorio del último piso, intentando decidir qué ropa llevarse.
Cassandra se colocó los escarpines y bajó la escalera para esperar a Wesley. Terminó de arreglarse justo a tiempo. Su hermano llamó a la puerta mientras bajaba la escalera, de modo que le indicó a Mary que regresara a la cocina ya que abriría ella.
– ¡Cassie! -Exclamó su hermano mientras la miraba con admiración-. Vas a eclipsar al resto de las damas.
– Muchas gracias, amable caballero. -Se echó a reír y dio un par de vueltas para él, muy contenta de repente-. Tú también estás guapísimo. Estoy lista. No hace falta que hagamos esperar al carruaje.
Sin embargo, Wesley entró de todas maneras y cerró la puerta a su espalda.
– Sigo indignado por lo de tus joyas -dijo-. Una dama no debería asistir a un baile sin ellas. Te he traído esto para que te lo pongas.
Cassandra reconoció el estuche de cuero marrón ligeramente arañado. Cuando era pequeña, una de sus actividades preferidas era abrir el baúl de su padre con mucho cuidado y después sacar ese estuche y abrirlo para ver su contenido. Alguna vez hasta lo acarició con las yemas de los dedos. En un par de ocasiones incluso llegó a ponérselo y a mirarse en el espejo, aunque sintió que estaba haciendo algo muy malo.
Aceptó el estuche de manos de Wesley y lo abrió. Y vio la cadena de plata tal como la recordaba, aunque pulida hasta hacerla relucir, y el colgante de pequeños diamantes con forma de corazón. Su padre se lo había dado a su madre como regalo de bodas, y era el único objeto de valor que no llegó a vender en los malos tiempos. Ni siquiera llegó a empeñarlo.
No era una joya ostentosa y seguramente tampoco valía demasiado. De hecho, cabía la posibilidad de que los diamantes fueran falsos. Tal vez por eso su padre nunca lo había vendido ni empeñado. Pero su valor sentimental era incalculable.
Wesley lo sacó del estuche y se lo colocó en el cuello.
– ¡Wes, eres maravilloso! -Exclamó al tiempo que acariciaba el colgante-. Pero solo lo llevaré esta noche. Tienes que guardarlo para tu futura esposa.
– Ella no lo valoraría -replicó su hermano-. Solo nosotros podemos hacerlo, Cassie. Me gustaría que lo aceptaras como una especie de regalo. Creo que te pertenece más a ti que a mí. ¡La madre que…! No estás llorando, ¿verdad?
– Creo que sí -contestó Cassandra entre carcajadas al tiempo que se secaba las lágrimas con dos dedos. Después le echó los brazos al cuello y lo abrazó con fuerza.
Su hermano le dio unas palmaditas en la espalda con cierta incomodidad.
– ¿Tu criada se llama Mary? -le preguntó.
– Sí. -Se apartó de Wesley y volvió a acariciar el colgante mientras lo miraba-. ¿Por qué?
– Por nada en particular.
Al cabo de un minuto estaban en la calle. Wesley la ayudó a subir al carruaje que había alquilado para esa noche, tras lo cual emprendieron el camino hacia la mansión de los vizcondes de Compton-Haig.
¡Qué diferente fue su llegada en esa ocasión! Esa noche un criado ataviado con librea la ayudó a apearse del carruaje sobre la alfombra roja y entró en la casa del brazo de su hermano. Esa noche fue capaz de apreciar el esplendor que la rodeaba y de admirar el vestíbulo de mármol, la resplandeciente araña que colgaba del techo, a los criados ataviados con librea y a los invitados vestidos con sus mejores galas.
Esa noche unas cuantas personas cruzaron sus miradas con ella y la saludaron con una inclinación de cabeza. Algunas incluso le sonrieron. No le importó desentenderse por completo de los que no hicieron ni lo uno ni lo otro.
Wesley la acompañó mientras saludaban a los anfitriones y esa noche pudo mirarlos a la cara porque la habían invitado y porque su nombre ya no inspiraba la indignación de la semana anterior.
Y esa noche, nada más trasponer la puerta del salón y mientras ella echaba un vistazo a su alrededor, admirando los arreglos de flores púrpura y blancas y los frondosos helechos, sir Graham y lady Carling se acercaron a hablar con ella y solicitaron que les presentara a Wesley, a quien no conocían. Poco después los condes de Sheringford quisieron saludarlos y el señor Huxtable la invitó a bailar la segunda pieza de la noche. Un par de amigos de Wesley se acercaron a hablar con él, y uno de ellos, un tal señor Bonnard, también la invitó a bailar.
– ¡Que me parta un rayo, Wes! -Exclamó el señor Bonnard, que se llevó el monóculo a medio camino de la cara, aunque no pudo mover la cabeza por culpa de lo almidonado y alto que llevaba el cuello de la camisa-. No sabía que lady Paget era tu hermana. Está claro que fue ella quien se llevó toda la belleza de la familia. Para ti no quedó mucho, ¿verdad?
El señor Bonnard y el otro amigo de su hermano, cuyo nombre ya se le había olvidado, se echaron a reír de buena gana por el ingenioso comentario.
Y después apareció Stephen, que le hizo una reverencia, le sonrió y le preguntó con un brillo travieso en los ojos si había tenido la amabilidad de reservarle una pieza.
– Las dos primeras ya están reservadas -le dijo mientras se abanicaba-, así como la pieza posterior a la cena.
– Espero de todo corazón que ninguna de ellas sea un vals. Me llevaré una terrible decepción si ese es el caso. ¿Me concede el primer vals y el baile previo al descanso de la cena siempre y cuando no coincidan? Y en el caso de que lo hagan, ¿me concede otro baile después?
Estaba demostrando su interés públicamente. No era de mal gusto bailar dos veces con la misma dama durante la misma noche, pero sí un detalle del que todos los presentes tomaban buena cuenta. Porque solía indicar que el caballero en cuestión estaba cortejando a la dama.
Debería aceptar un solo baile. Pero sus ojos azules seguían sonriéndole y el abogado le había dicho que tardaría dos semanas, incluso había admitido que el asunto podría dilatarse todo un mes, y después ella se marcharía de Londres para siempre y viviría en una casita en un pueblecito perdido de la campiña, y no volvería a verlo. Ni volvería a enfrentarse a la alta sociedad.
– Gracias -dijo y dejó de abanicarse para sonreírle.
En ese instante recordó lo sola que se había sentido hacía apenas una semana, en un salón de baile semejante a ese mientras examinaba a todos los caballeros presentes antes de elegirlo a él como su presa.
En ese momento, Stephen era el dueño de un rinconcito de su corazón que siempre le pertenecería. ¡Qué tonta era!
– ¿Vamos? -le preguntó Wesley, y ella se dio cuenta de que las parejas ya ocupaban la pista de baile.
La noche, sin embargo, no iba a transcurrir sin algún contratiempo.
El señor Huxtable fue a reclamar la segunda pieza muy pronto y la condujo a la pista de baile mucho antes de que el resto de las parejas ocuparan su lugar. Eso le dejó claro que quería hablar con ella… sin que nadie los escuchara.
Era un hombre increíblemente apuesto, pensó cuando ya estaban en medio de la pista de baile y se giraron para quedar el uno frente al otro. Era guapo a pesar de tener la nariz ligeramente torcida, o tal vez fuera guapo justo por ese detalle. A muchas mujeres les resultaría irresistible. No era una de ellas. No le gustaban los hombres morenos y taciturnos rodeados por un aura de peligro. Se alegraba muchísimo de no haberlo escogido a él la semana anterior. ¿Lo habría conseguido? ¿Habría conseguido seducirlo… y enredarlo para que le pagara un cuantioso salario como su amante?
– No me hace falta ir con sutileza para abordar el tema del que quiero hablarle, ¿verdad? -le preguntó el señor Huxtable.
Era un hombre muy peligroso, sí.
Sus palabras la sorprendieron, pero no dio muestras de ello. Se abanicó la cara muy despacio.
– Por supuesto que no -contestó-. Prefiero hablar con franqueza. Supongo que quiere decirme que me mantenga alejada de su primo. Necesita que alguien grande y fuerte como usted lo proteja y espante a las mujeres de mala reputación como yo, ¿no es así? Y yo que siempre creí que la misión del demonio era destruir la inocencia, no protegerla…
– Ya veo que le gusta la franqueza, sí -replicó él… y la miró con una sonrisa que parecía muy real-. Merton no es un pusilánime, lady Paget, aunque mucha gente crea que sí. A diferencia de muchos hombres, no siente la necesitad de poner a prueba sus músculos a todas horas para demostrar lo duro y viril que es. ¿Lo escogió porque creía que era débil?
– ¿Que yo lo escogí? -preguntó ella con altivez.
– La vi darse de bruces con él en el salón de baile de Margaret -dijo él.
– Fue un accidente -replicó.
– Fue deliberado.
Enarcó las cejas y siguió abanicándose.
– Pero no es asunto suyo, ¿o sí? -repuso.
– Cuando nos quedamos sin argumentos -dijo él-, siempre es una buena estrategia, tal vez la única posible, recurrir a un tópico.
¿Acaso los músicos iban a estar preparando sus instrumentos toda la vida? ¿Cuándo iban a ocupar las otras parejas sus puestos y a charlar mientras comenzaba la música? ¿Cuántas personas los estaban observando? Sonrió.
– ¿Cómo encaja usted en la familia de lord Merton, señor Huxtable? -le preguntó.
– ¿No se lo ha contado él? -Preguntó a su vez el aludido-. Soy ese primo malvado y peligroso que odia a todos los demás con todas sus fuerzas y que siempre está dispuesto a hacerles daño. Mi padre era el conde de Merton y yo era su primogénito. Por desgracia para mí, mi madre huyó a Grecia cuando se enteró de que estaba embarazada y cuando su padre, mi abuelo, la obligó a regresar a Inglaterra, echando pestes todo el camino, y exigió que mi padre hiciera lo correcto o se enfrentara a las consecuencias, a mí se me había agotado la paciencia y decidí hacer acto de presencia en el mundo dos días antes de que la feliz pareja se casara. Por lo tanto nací bastardo. Por desgracia para mi padre, las muertes de mis hermanos y hermanas se sucedieron con asiduidad, ya fuera durante el parto o durante la infancia. El único superviviente fue el benjamín de la familia, que además y en palabras de mi padre, era un completo idiota. Jonathan se convirtió en conde a la muerte de mi padre, pero murió la noche de su decimosexto cumpleaños y Stephen heredó el título.
El breve y desapasionado relato estuvo teñido de un manifiesto dolor, pero no se lo había contado para despertar su compasión, de modo que reprimió el sentimiento.
– En ese caso me sorprende que no lo odie con todas sus fuerzas -comentó Cassandra-. Él disfruta de lo que debió ser suyo. Tiene su título, su casa y su fortuna.
Varias parejas comenzaban a ocupar la pista de baile.
– Sí, es sorprendente -convino él.
– ¿Por qué no lo odia? -le preguntó.
– Por una sencilla razón -contestó-. Sé de una persona que lo habría querido, y yo quiero a esa persona.
El señor Huxtable no ahondó en el tema, y ella no insistió.
– ¿Espera que Stephen se case con usted? -le preguntó él.
Soltó una discreta carcajada al escucharlo.
– Puede quedarse tranquilo al respecto -contestó-. No estoy interesada en ponerle fin a la libertad de lord Merton. Sé qué clase de servidumbre supone el matrimonio para una mujer, y con una vez me basta y me sobra.
No les quedaba mucho tiempo para seguir hablando sin que las parejas que salían a la pista de baile los oyeran. Los músicos habían dejado de afinar sus instrumentos y estaban preparados para interpretar la primera melodía de la contradanza.
– ¿Le parece que hablemos del tiempo? -propuso.
El señor Huxtable soltó una ronca carcajada.
– ¿De tormentas, terremotos y huracanes? -puntualizó él-. Me parece un tema muy seguro.