CAPÍTULO 12

Stephen fue a ver a Katherine, lady Montford, a última hora de la mañana, después de abandonar la Cámara de los Lores. Su intención era la de pedirle que lo acompañara a visitar a Cassandra. Al llegar, descubrió que Meg estaba con ella, ya que había llevado a Toby y a Sally para que jugaran con Hal, de modo que acabó pidiéndoselo a las dos.

– Debería haberte preguntado nada más verte qué tal fue el paseo de ayer por el parque -dijo Meg-. Te has propuesto conseguir que lady Paget sea la sensación de la temporada, ¿verdad? Es todo un detalle por tu parte. La verdad es que es una mujer difícil de tratar, ¿no te parece? Siempre tiene una expresión que sugiere cierto… no sé, cierto desprecio por la gente que la rodea, como si se creyera superior. Sé que posiblemente solo sea su forma de protegerse frente a lo que debe de ser una situación muy complicada, pero de todas maneras su actitud no invita a entablar amistad con ella.

– Le dije que iría a verla esta tarde, pero no estaría bien visto que apareciera solo, ¿verdad? -comentó.

– Lo que menos le conviene es suscitar nuevos rumores, desde luego -convino Katherine-. Meg, tienes razón en lo que dices sobre su actitud, pero supongo que si estuviera en su lugar, sola en Londres, y todo el mundo creyera que he asesinado a mi marido con un hacha, me comportaría de la misma manera. Siempre y cuando tuviera el valor de aparecer en público, claro.

En ese aspecto es admirable. Stephen, te acompañaré encantada. Hal dormirá una buena siesta después de la mañana tan ajetreada que ha tenido y Jasper va a ir a las carreras.

– Duncan también -añadió Meg-. De hecho, van juntos. Yo también os acompañaré.

Había sido más fácil de lo que imaginaba, pensó Stephen. No había tenido que enfrentarse a ninguna pregunta incómoda. Sus hermanas no se habían percatado de que actuaba porque le remordía la conciencia.

De modo que esa tarde se presentó en casa de Cassandra en Portman Street de un modo irreprochable. Llegó sin esconderse, para que cualquier vecino lo viera si así lo deseaba, y ayudó a apearse del carruaje a las dos respetables damas que lo acompañaban mientras el lacayo que viajaba en el pescante con el cochero llamaba a la puerta.

Al cabo de unos minutos todos estaban sentados en la salita de estar, conversando educadamente con Cassandra, que se había encargado de servir el té, y con la señorita Haytor, a quien Stephen reconoció de la tarde de Hyde Park. Aunque su actitud era muy tensa y su gesto, adusto, no era una mujer fea.

Era comprensible que su gesto fuera adusto. Ojalá no perdiera la apuesta que estaba haciendo. Ojalá la señorita Haytor no hiciera algún comentario que desvelara la verdadera relación que mantenía con Cassandra delante de sus hermanas. Sin embargo, dudaba mucho que la mujer se atreviera a hacer algo así. Saltaba a la vista que era toda una dama. De modo que se dispuso a engatusarla con su encanto y entabló una conversación con ella mientras que las otras tres damas presentes charlaban entre sí.

No obstante, estuvo muy pendiente de Cassandra, que realizó las labores de anfitriona con facilidad, aunque su expresión mantuvo en todo momento ese rictus desdeñoso que Meg había señalado. Le habría gustado que se relajara y se mostrara tal como era en realidad. Porque quería que se granjeara la simpatía de sus hermanas, como si estuviera cortejándola de verdad.

Había elegido un vestido de muselina estampada de color marrón rosáceo que en cualquier otra mujer parecería pasado de moda, pero que a ella le sentaba de maravilla. Porque acentuaba su figura y resaltaba el brillante tono de su pelo. Le otorgaba un aspecto muy elegante. El aspecto de una dama. El aspecto de una mujer que no había conocido la sordidez.

Y en ese momento sucedió algo que aligeró la tensión del ambiente, aunque al principio mortificó un poco a Cassandra.

La puerta de la salita de estar, que parecía cerrada, se abrió de repente y el perro lanudo de aspecto desgreñado entró cojeando y con la lengua fuera.

– ¡Ay, vaya por Dios! -Exclamó Cassandra, que se puso en pie al ver al animal-. Otra vez se ha quedado abierto el pestillo. Lo siento mucho. Me lo llevaré.

– Yo lo haré, Cassie -se ofreció la señorita Haytor, poniéndose también en pie.

– ¡Pero si es una monada! -Protestó Kate-. Por favor, deje que se quede. Si se le permite estar en la salita, claro.

– En cuanto tiene la oportunidad, Roger se convierte en la sombra de Cassandra -señaló la señorita Haytor mientras volvía a sentarse-. Se cree el dueño de toda la casa, como si fuera el señor del castillo. Cosa que es cierta, la verdad. -Y sonrió por primera vez en toda la tarde. Incluso rió entre dientes al ver que Kate le devolvía la sonrisa.

Cassandra volvió a sentarse también y esbozó una leve sonrisa. Stephen, que la estaba observando, vio la mirada de genuino afecto que aparecía en su rostro y sintió una punzada en el corazón. Un sentimiento tan fugaz que no le dio tiempo a reconocerlo ni a comprender de qué se trataba.

– Roger -dijo él cuando el perro pasó a su lado, y extendió una mano para acariciarle su única oreja-. Tiene usted un nombre muy distinguido, señor mío. -El perro se detuvo, apoyó la cabeza en su regazo y lo miró con un ojo lloroso. Era ciego del otro, a juzgar por la capa blanquecina que lo cubría-. O eres un perro muy desgraciado que no paras de meterte en líos de los que sales con una nueva herida -siguió- o eres un perro muy afortunado que sobrevivió a un terrible accidente.

– Lo segundo -comentó Cassandra.

– ¡Qué espantoso, lady Paget! -Exclamó Meg-. Hace relativamente poco tiempo que convivo con mascotas. Mi hijo mayor decidió que no podía ir a los establos cada vez que quería ver a su camada de perritos y los metió en casa. Como es normal, la madre los acompañó, aunque no estaba adiestrada para convivir con nosotros. Pero entiendo muy bien lo rápido que los animales se convierten en miembros de la familia y he comprobado que en cierto modo se los quiere tanto como a las personas.

– Creo que parte de mí habría muerto si Roger no se hubiera recuperado de las heridas, lady Sheringford -confesó Cassandra con los ojos clavados en el animal-, pero sobrevivió. Me negué a dejarlo morir. -Desvió la mirada del perro para mirarlo a él antes de apartarla de ellos por completo.

Nadie preguntó sobre el accidente, y ella no explicó los pormenores del mismo.

– Va a acabar lleno de pelos, lord Merton -le advirtió la señorita Haytor.

El sonrió.

– Mi ayuda de cámara me echará un buen rapapolvo, no me cabe duda -replicó-, pero se encargará de cepillar la ropa hasta que no quede ni uno. De vez en cuando tengo que darle motivos para que me regañe, porque de esa forma siente que su trabajo es necesario y disfruta realizándolo.

La dama estuvo a punto de sonreírle, pero todavía no lo había perdonado del todo. No tenía muy claro que algún día llegara a hacerlo. Como nadie se había levantado a cerrar otra vez la puerta, en esa ocasión con el pestillo, al cabo de un rato apareció una cabecita de pelo alborotado y mejillas sonrosadas. La niña tenía el mismo aspecto que el día anterior cuando Stephen la vio detrás de las faldas de la criada. Al ver al perro, la pequeña entró en la salita. Llevaba un vestido rosa descolorido, aunque estaba limpio y sin una sola arruga.

– Perrito -dijo con una carcajada mientras se acercaba.

Roger, que parecía encantado con su posición ya que le estaban acariciando la oreja y rascándole la cabeza, soltó una especie de gruñido en respuesta y abrió el ojo bueno cuando la niña enterró los dedos en su peludo lomo y se inclinó para darle un beso.

– ¡Ay, Dios! -exclamó Cassandra otra vez avergonzada-. Lo siento mucho. Me llevaré a…

Sin embargo, la niña pareció percatarse en ese momento de que Roger estaba acompañado por un grupo de personas, una de las cuales era una dama que llevaba un sombrero adornado con flores. Al verla, se alejó del perro y señaló con un dedo el sombrero de Meg.

– Bonito -dijo.

– ¡Vaya, gracias! -Exclamó Meg-. Tus rizos también son muy bonitos. Podrías darme uno. Resulta que llevo unas tijeras en el ridículo. Podría cortarte uno, llevármelo a casa y ponérmelo en la cabeza, ¿no? ¿Crees que estaría guapa?

La niña se echó a reír, encantada.

– ¡Noooo! -Chilló, muerta de la risa-. Estarías fea.

– Supongo que tienes razón -replicó Meg con un suspiro-. Será mejor que lo deje en tu cabeza, donde está tan bonito.

La niña levantó un pie.

– Tengo zapatos nuevos -dijo.

Meg los miró.

– Son preciosos -le aseguró.

– Los otros eran pequeños -siguió la niña-, porque ya soy una niña grande.

– Desde luego que sí -le dijo Meg-. Seguro que los viejos eran pequeñísimos. ¿Quieres que te coja un ratito?

Cassandra volvió a sentarse y mientras lo hacía intercambió una mirada con la señorita Haytor. Sin embargo, no había motivos para que se inquietaran. Aunque fuese reprochable recibir invitados de alcurnia en compañía de un perro desgreñado y de la hija de una criada, era evidente que ambos habían cautivado a dichos invitados. Stephen sabía que sus hermanas estaban encantadas. Al igual que él. Comprendió que esa casa era un hogar, donde los niños y los perros podían moverse a su antojo. Era un hogar. El día anterior lo había intuido desde la puerta. En ese momento acababa de confirmarlo.

Cassandra no vivía sumida en una perpetua oscuridad. En aquel instante estaba mirando a la niña con una expresión muy cariñosa.

– Yo tengo un niño, pero es mayor que tú -le dijo Meg a la niña, una vez que la tuvo sentada en el regazo-. Y una niña más pequeña que tú. Y otro niño que es un bebé chiquitín.

– ¿Cómo se llaman? -quiso saber la niña.

– Tobías, aunque lo llamamos Toby -contestó Meg-. Sarah, aunque la llamamos Sally. Y Alexander, que es Alex. ¿Cómo te llamas tú?

– Belinda -respondió la pequeña-. ¿Yo también tengo otro nombre?

– A ver, a ver -dijo Meg, exagerando una expresión pensativa-. ¿Belle? Tengo una sobrina que se llama Belle, de Isabelle. ¿O Lindy? ¿Linda? ¿Lin? Ninguno es tan bonito como Belinda, ¿no te parece? Creo que tu nombre es perfecto así tal cual.

Roger se había tumbado en el suelo, sobre los pies de Stephen. Kate estaba charlando con la señorita Haytor. Y él le estaba sonriendo a Cassandra, que se mordía el labio y le devolvía la mirada con un sutil brillo risueño en los ojos.

Se alegró de haber ido. Se alegró de que Meg y Kate lo hubieran acompañado. Y se alegró de que a la puerta de la salita le fallara el pestillo. Ese momento era mucho mejor que el de la noche anterior, pese al placer sensual que le había reportado dicho encuentro. Ese era un nuevo comienzo, un buen comienzo. Cassandra estaba viendo lo mejor de su familia y él estaba viendo lo mejor de la suya.

Un nuevo comienzo…

¿De verdad era eso lo que quería? ¿Un comienzo de qué?

Sin embargo, antes de que pudiera ahondar en esa cuestión o retomar la conversación con los demás, alguien llamó a la puerta, que se abrió para dar paso a la espantada cara de la criada.

– ¡Ay, milady! -exclamó-. Lo siento muchísimo. Estaba recogiendo la ropa tendida y no me he dado cuenta de que Belinda y Roger entraban en casa. Pensaba que estaban en la cocina, pero cuando me he puesto a buscarlos, no los he encontrado por ningún sitio. ¡Belinda! -Susurró con cierta urgencia-. ¡Ven aquí! Y tráete al perro. Lo siento mucho, milady.

– Creo que los dos han estado atendiendo muy bien a nuestros invitados, Mary -repuso Cassandra cuya expresión por fin era abiertamente risueña-. Y Belinda les ha enseñado sus zapatos nuevos.

– Belinda y yo nos estamos haciendo amigas, Mary -terció Meg-. Espero que no la regañes por haber venido en busca del perro. Es una ricura, y me ha encantado conocerla.

– Roger está calentándome los pies -añadió Stephen, sonriéndole a la criada.

– Debes de estar muy orgullosa de tu hija -dijo Kate.

Belinda se bajó del regazo de Meg y se agachó delante de Roger para abrazarlo. El perro se puso en pie y salió cojeando de la estancia delante de la niña. La criada le dio un buen tirón a la puerta a fin de que el pestillo encajara.

– Vaya escena más vergonzosa -señaló la señorita Haytor con una breve carcajada-. Supongo que no estarán acostumbradas a tratar con los hijos de la servidumbre ni con los perros domésticos.

Meg soltó una carcajada.

– ¡No sabe lo equivocada que está! -Exclamó, tras lo cual procedió a resumirle los años que habían vivido en Throckbridge-. Cuando se crece en un pueblo pequeño como Throckbridge, uno se acostumbra a mezclarse con todo el mundo, sea cual sea su clase social. Es una forma muy sana de crecer.

– A veces echo de menos aquella vida -confesó Kate-. Algunos días les daba clases a los niños pequeños de la escuela. Bailábamos en las fiestas del pueblo, a las que asistían todos los vecinos y no solo la nobleza. Meg tiene razón. Fue una forma muy sana de crecer. Eso sí, no nos quejamos del golpe de buena suerte que tuvimos cuando Stephen heredó el título de conde de Merton, faltaría más.

– Yo no tengo ninguna queja -replicó él-. El título conlleva muchos privilegios. Y también muchas responsabilidades y muchas oportunidades para hacer cosas buenas.

Mientras hablaba miró a la señorita Haytor, consciente de que tal vez no hubiese acertado con el comentario ya que la dama podía estar pensando, y con toda la razón, que el título también le daba muchas oportunidades para hacer cosas malas. Sin embargo, la miró con una sonrisa y tuvo la impresión de que la expresión adusta del principio se había suavizado a lo largo de la media hora que llevaban en la salita.

Además, como decía el refrán, «Roma no se hizo en un día».

Había llegado la hora de marcharse. Vio que Meg se preparaba para levantarse. Sin embargo, antes de que pudiera hacerlo, llamaron a la puerta principal y todos volvieron la cabeza en dirección a la puerta de la salita, como si hubiera una ventana a través de la cual pudieran ver quién acababa de llegar. La puerta se abrió instantes después y la criada apareció de nuevo.

– Milady, el señor Golding -anunció-. Quiere ver a la señorita Haytor.

La aludida se puso en pie de un brinco con las mejillas encendidas.

– ¡Mary! Deberías haberme dicho simplemente que saliera y yo…

Demasiado tarde. Un caballero entró en la estancia dejando atrás a Mary, y su expresión se tornó avergonzada al ver que tenían invitados. Se detuvo abruptamente y saludó con una reverencia.

Cassandra se puso en pie para ir a recibirlo sin más demora con las manos extendidas y una sonrisa de oreja a oreja.

– Señor Golding -dijo-, ha pasado mucho tiempo, pero creo que lo habría reconocido en cualquier parte.

Era un hombre menudo, delgado y de porte rígido, de mediana edad y de aspecto bastante anodino. Tenía unas entradas considerables y estaba a punto de perder el poco pelo que le quedaba en la coronilla, aunque lo conservaba en las sienes y en el resto de la cabeza, plateado por las canas. Llevaba unos anteojos de montura metálica y dorada que se le habían escurrido por la nariz.

– ¿Eres la pequeña Cassie? -Preguntó al tiempo que la tomaba de las manos, tan contento de verla como lo estaba ella-. Yo no te habría conocido a ti, aunque a lo mejor habría reconocido el pelo. Pero nada de tuteos, ahora es lady Paget, ¿verdad? Me lo dijo ayer la señorita Haytor, cuando nos encontramos. Siento mucho la pérdida de su esposo.

– Gracias -replicó ella, que se volvió para realizar las presentaciones con esa expresión alegre y risueña que le otorgaba una increíble belleza.

Les explicó que el señor Golding fue el tutor de su hermano durante un breve período cuando eran niños, aunque en la actualidad era el secretario de un ministro.

– He venido a presentarle mis respetos a la señorita Haytor -dijo el señor Golding después de saludarlos a todos-. No quería interrumpirla a usted ni a sus invitados, lady Paget.

– Siéntese de todas formas -lo invitó Cassandra- y tómese una taza de té.

No obstante, se negó a hacerlo, a todas luces intimidado por la compañía.

– Solo he venido para invitar a la señorita Haytor a dar un paseo hasta Richmond Park mañana. Se me ha ocurrido que podíamos tomar el té al aire libre. -Y miró a la señorita Haytor con manifiesta incomodidad.

– ¿Los dos solos? -preguntó la aludida, con las mejillas aún encendidas y los ojos brillantes.

Era una mujer hermosa, pensó Stephen de repente. En su juventud debió de ser muy guapa.

– Supongo que no estaría muy bien visto -comentó el señor Golding, que comenzó a girar el sombrero en sus manos como si estuviera deseando que se lo tragara la tierra-. El caso es que no sé quién podría acompañarnos. Supongo que…

Stephen llegó a la conclusión de que todo comienzo necesitaba de una parte intermedia para llegar al final, ya fuera en el caso de un floreciente romance entre dos personas entradas en años que en el pasado coincidieron en sus puestos de institutriz y tutor en una misma familia, o en su nueva relación con Cassandra. Una relación amistosa que ninguno de los dos sabía dónde podía acabar. Pero estaba dispuesto a descubrirlo.

– Si no le parece mal -intervino, dirigiéndose al señor Golding-, y si lady Paget no tiene otros planes para mañana por la tarde, podríamos unirnos a su excursión. De esa forma las damas harían de carabinas entre sí.

– Milord, eso sería un detalle por su parte, pero no me gustaría obligarlo a nada -replicó el interesado.

– No es ninguna obligación -le aseguró él-. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí en primer lugar. Ahora solo necesitamos que las damas accedan a acompañarnos. -Miró con expresión interrogante a la señorita Haytor y a Cassandra-. Debería haberle preguntado antes a usted si le importa que me una al grupo, señorita Haytor. ¿Le importa? -le preguntó, haciendo uso de su sonrisa más encantadora.

Era evidente que la dama ardía en deseos de aceptar.

– Tiene toda la razón, lord Merton -contestó con cierta sequedad-. Si Cassie me acompaña, podré ejercer como su carabina y asegurarme de que no sufre ningún daño. Señor Golding, estaré encantada de acompañarlo.

Y todos miraron a Cassandra con gesto interrogante.

– Parece que mañana voy a tomar el té al aire libre -dijo ella, sin mirar siquiera a Stephen.

– Espléndido -replicó el señor Golding frotándose las manos, aunque todavía parecía muy avergonzado-. Las recogeré mañana a las dos en un punto en un carruaje alquilado.

– Señor Golding, ya que usted se va a encargar de la merienda, ¿me permitiría encargarme del carruaje? -le ofreció Stephen.

– Muy amable por su parte -respondió el aludido, tras lo cual se despidió con una reverencia sin más dilación.

– Es hora de que todos nos marchemos -dijo Meg al tiempo que se ponía en pie-. Gracias por el té y por su amable hospitalidad, lady Paget. Ha sido un placer conocerla, señorita Haytor.

– Lo mismo digo -añadió Kate-. Me habría encantado compartir algunas anécdotas de nuestras experiencias en la enseñanza, pero no nos ha dado tiempo, ¿verdad? Tal vez la próxima vez.

– Será un placer pasar a recogerla mañana, señora -dijo Stephen a modo de despedida mientras le hacía una reverencia y después siguió a sus hermanas y a Cassandra hacia el vestíbulo.

Dejó que Meg y Kate salieran de la casa en dirección al carruaje y se demoró unos instantes para despedirse de ella.

– Siempre he tenido debilidad por los almuerzos al aire libre -comentó-. El aire fresco. Comida y bebida. Hierba, árboles y flores. Y una alegre compañía. Una combinación poderosa.

– Puede que la compañía no sea muy alegre -le advirtió ella.

Sus palabras le arrancaron una carcajada.

– Estoy seguro de que el señor Golding me resultará simpático -dijo.

La vio esbozar una sonrisa de desdén, consciente de que había malinterpretado su advertencia adrede.

– Me refería a mí misma -puntualizó-. Te advierto que no me apetece ir, que esta nueva… relación de la que hablaste anoche está condenada al fracaso. Stephen, no podemos ser amigos después de haber sido protector y amante.

– ¿Estás diciendo que los amantes no pueden ser amigos? -le preguntó.

Ella no contestó.

– Necesito reparar el error que he cometido, Cass -confesó-. En vez de traer alegría a tu vida, he hecho justo lo contrarío. Déjame reparar ese error.

– No quiero…

– Todos queremos un poco de alegría -la interrumpió-. La necesitamos. Y de verdad que existe. Te prometo que existe.

Cassandra se limitó a mirarlo con una expresión luminosa en esos ojos verdes.

– Dime que estarás deseando que llegue la hora de partir hacia Richmond Park -le pidió.

– ¡Muy bien! -claudicó ella-. Si así te sientes mejor, lo diré. Esta noche no pegaré ojo por culpa de la emoción. Me pasaré la noche entera rezando para que haga buen tiempo y podamos tomar el té al aire libre.

Stephen sonrió y le acarició la barbilla con un dedo antes de apresurarse hacia el exterior. Una vez en el carruaje, se sentó frente a sus hermanas, de espaldas al pescante.

– ¡Ay, Stephen! -Exclamó Kate cuando la puerta estuvo cerrada y se pusieron en marcha-. Esta mañana no lo entendía. O tal vez no quería entenderlo. ¿Es que ninguno vamos a tener un camino fácil hacia el matrimonio y la felicidad?

– Pero, Kate, ha sido un camino difícil el que nos ha llevado a las tres a la felicidad -señaló Meg en voz baja-. Tal vez no se consiga si el camino es fácil. Tal vez sea mejor que le deseemos un camino difícil a Stephen.

Sin embargo, lo dijo sin sonreír y sin parecer especialmente contenta. Stephen ni siquiera les preguntó a qué se referían. Era demasiado obvio.

Aunque se equivocaban.

Solo estaba tratando de enmendar un error.

Solo estaba tratando de llevar un poco de alegría a la vida de Cassandra para poner fin a sus remordimientos de conciencia.

Hicieron el resto del trayecto en silencio.

Загрузка...