CAPÍTULO 20

Fue casi una suerte que el compromiso temporal y los preparativos para el baile la mantuvieran tan ocupada, pensó Cassandra a lo largo de la siguiente semana. Porque era muy difícil ser paciente. Su abogado le había advertido que aunque esperaba una rápida resolución a su favor, el asunto podría llegar a dilatarse un par de semanas, incluso más. Mientras tanto, no debía preocuparse.

Por supuesto, no recibieron ninguna noticia. Y por supuesto, ella se preocupaba.

Sin embargo, la vida se había vuelto muy ajetreada. Una noche tuvo que asistir a una cena en casa de Wesley. No se había sincerado con él como había hecho con las hermanas de Stephen. Su hermano no lo aprobaría. Y sin duda alguna culparía a Stephen, cosa que sería muy injusta. Wesley estaba encantado con el compromiso. Lo veía como la solución a todos sus problemas.

– Porque aunque recuperes tu dinero y tus joyas, seguirás estando sola -le dijo su hermano-, y seguirá habiendo gente que piense lo peor de ti. Merton podrá protegerte de todo eso.

Lo que sí le había contado a su hermano era lo que William les dijo sobre la muerte de Nigel. También le había dicho que habían convencido a su hijastro para que no se lo contara a nadie más, al menos hasta que su reclamación fuera atendida. Wesley reconoció a regañadientes que seguramente fuera una buena idea no revivir el viejo escándalo justo cuando la gente empezaba a perder el interés.

También asistió a otra cena y a una velada en casa de sir Graham Carling, y a un concierto privado para el que recibió una invitación el mismo diasque se publicó el anuncio de su compromiso. El día posterior al concierto se celebró un almuerzo al aire libre para el que también recibió una invitación personal.

Salía a pasear todos los días con Stephen, ya fuera en carruaje o andando.

El día del almuerzo al aire libre la llevó a dar un paseo a caballo por Rotten Row, para lo que alquiló un caballo especialmente para ella. Tuvo la sensación de que habían pasado años desde la última vez que montó a caballo, y sin duda había sido así. Casi se le había olvidado lo maravilloso que era estar a lomos de un caballo, sentir su fuerza y su energía bajo ella, y controlarla con la habilidad de sus manos.

Sin embargo, los preparativos del baile de compromiso consumían tanto tiempo que incluso llegó a sugerir que tal vez debería renunciar a dormir por las noches hasta que tuviera tiempo para disfrutar de nuevo de una cabezadita.

Había listas, listas interminables, que acordar y que redactar. Había invitaciones que enviar, flores que comprar, una orquesta que contratar, un menú que planear, un programa de baile que perfilar y… En fin, parecía que las tareas no se acababan nunca. Las hermanas de Stephen podrían haberse encargado de todo sin su ayuda, estaba segurísima. Ciertamente, cualquiera de ellas por separado habría podido hacerlo. Aunque se hubieran criado en una vicaría de un pueblecito perdido, se habían convertido en perfectas damas de la alta sociedad. Sin embargo, todas insistieron en que tenían que trabajar juntas y en que ella era una más.

– Va a ser divertidísimo tener otra hermana -le aseguró Vanessa, que decidió hacer oídos sordos a su intención de no casarse con Stephen-. Tengo dos cuñadas de mi primer matrimonio y tres por parte de Elliott, pero siempre hay sitio para más. No hay nada más maravilloso que la familia, ¿verdad?

Empezó a pensar con cierta melancolía que no lo había. Las hermanas de Stephen no se atosigaban entre sí. Cada una tenía su propia vida y residían en diferentes partes del país, salvo en primavera, cuando se encontraban en Londres durante las sesiones parlamentarias y la temporada social. Sin embargo, tenían una relación tan estrecha que se le encogía el corazón de envidia y anhelo.

Durante esa semana conoció a la vizcondesa de Burden y a la condesa de Lanting, cuñadas de Vanessa y de Katherine respectivamente, y ellas también declararon estar ansiosas por darle la bienvenida a su extensa familia.

Sí, la familia y la fraternidad eran bienes muy valiosos.

Y la vida era muy ajetreada.

Ni siquiera en casa tenía tranquilidad.

William era un hombre rico. Además de lo que había recibido como herencia por parte de su padre, a lo largo de los años pasados en Canadá y Estados Unidos había amasado una considerable fortuna gracias al comercio de pieles. Y estaba preparado para sentar cabeza. Quería comprar una propiedad, convertirse en un caballero con tierras, acompañado por Mary y por la familia que ya habían creado.

Sin embargo, Mary se negó en redondo a marcharse. Según ella, habría estado vagando por los caminos de Inglaterra sin un techo bajo el que cobijarse o habría acabado en prisión por vagabunda de no ser por la amabilidad de lady Paget, que aunque bien sabía Dios que apenas tenía para cubrir sus necesidades cuando se marchó de Carmel House, se las había llevado a Belinda y a ella (por no hablar de Roger). Añadió que no iba a abandonar a su señora de un día para otro solo porque Billy hubiera regresado; o al menos que no lo haría hasta que estuviera casada con lord Merton, que era un caballero de los pies a la cabeza a pesar de lo que había hecho cuando la conoció… aunque apostilló que todo fue porque se enamoró de ella, porque ¿quién no se enamoraría de lady Paget con lo guapa que era? En su opinión, el conde había expiado sus pecados de sobra. Y si lady Paget decidía no casarse con el conde, aunque sería absurdo que no lo hiciera y ella no era nadie para juzgar a sus superiores, mucho menos para llamarlos tontos, se quedaría con ella hasta que recibiera su dinero y se hubiera mudado a otra casa con buenos criados. Eso sí, dejó bien claro que quería ver a esos criados con sus propios ojos antes de nada, porque a saber qué clase de gentuza había en Londres que se creía capaz de cocinar y de limpiar para una dama. De modo que decidió quedarse donde estaba y le dijo a Billy que si no le gustaba y quería irse en busca de tierras antes de que ella estuviera lista para marcharse con él, que lo hiciera.

Cada vez que Mary soltaba esa parrafada o alguna variante, acababa con la cara tapada con el delantal, hecha un mar de lágrimas, y William le ofrecía un hombro sobre el que llorar mientras le daba palmaditas en la espalda, sonreía y le aseguraba que no pensaba irse a ningún sitio antes de que Cassie tuviera el futuro resuelto. Después le decía que era tonta si pensaba que iba a marcharse sin ella.

El caso de Alice era muy parecido. Regresó de Kent con diez años menos encima. Le brillaban los ojos. Al igual que las mejillas. Toda ella brillaba.

– Cassie -dijo su antigua institutriz a los diez minutos de entrar en la casa-, Alian tiene una familia maravillosa. Son un grupo muy unido, pero me han abierto los brazos y me han ofrecido su amistad. De hecho, mucho más que amistad. Me han tratado como a una más de la familia.

Así que Alian… pensó ella.

– Me alegro muchísimo -le dijo-. ¿Eso quiere decir que vas a seguir viendo al señor Golding?

– El muy tonto quiere que me case con él -contestó Alice.

– Desde luego que es tonto -convino-. ¿Has aceptado?

– No -respondió Alice, que dejó la taza en el platillo con un golpecito antes de habérsela llevado siquiera a los labios.

– ¿No?

– No -repitió Alice con firmeza-. Le he pedido un poco de tiempo para meditar mi respuesta.

– Supongo que por mi culpa -aventuró ella tras soltar la taza y el platillo en la mesita auxiliar que tenía al lado.

Alice apretó los labios, pero no negó sus palabras.

– Alice, si Mary y tú me obligáis a casarme con Stephen -le dijo con una severidad que no tuvo que fingir-, no os lo perdonaré en la vida.

La expresión de su antigua institutriz se tornó aún más obstinada.

– Por supuesto, cualquiera de las dos negará haber hecho algo así -continuó-. Solo estáis posponiendo vuestro futuro, incluso rechazándolo de plano, por si yo no me caso con él. No pienso permitir semejante tiranía. Os lo aviso, y lo hago muy en serio. Si ese es el caso, os despido a las dos.

– ¿Que vas a despedirnos? -Replicó Alice-. ¿Cómo? No he recibido un sueldo desde hace casi un año. Creo que eso quiere decir que ya no trabajo para ti, Cassie. Solo soy tu amiga. No puedes despedir a tus amigas. Y si intentas librarte de Mary, se limitará a echarte un buen sermón antes de ponerse a llorar como una Magdalena, y acabarás sintiéndote fatal. Después, se empecinará en quedarse y no aceptará que le pagues, y tú te sentirás todavía peor. Y el señor Belmont se quedará con ella porque, y eso lo honra, está enamorado de la muchacha… y quiere mucho a Belinda. Y te pasarás el día tropezándote con él mientras arregla todos los desperfectos de esta casa. Una tarea interminable, que lo sepas. Al final, te sentirás tan mal que no podrás dormir por los remordimientos, que lo sepas.

Meneó la cabeza al escuchar a Alice y cogió de nuevo la taza y el platillo.

– Voy a mudarme a una casita con un solo dormitorio donde solo habrá sitio para mí -le dijo.

Y después de decir la última palabra, apuró el té con cierta satisfacción.

¿Por qué Alice y Mary se habían puesto de repente de parte de Stephen cuando apenas dos semanas antes lo veían como al mismísimo demonio? Claro que eso había sido antes de conocerlo. ¿Cómo iba a resistirse una mujer a ese aire angelical una vez que lo veía de cerca? ¿Cómo iba a resistirse una mujer cuando utilizaba su encanto con ella? Stephen jugaba sucio. Porque cada vez que iba a la casa a verla, y lo hacía a diario, charlaba con Mary y le sonreía, y después hacía lo mismo con Alice.

Stephen jugaba muy sucio. Porque ella también tenía que ver su apostura todos los días y todos los días estaba expuesta a su encanto. Y además contaba con recuerdos de algo más que su apostura y su encanto.

En el fondo de su mente se repetía constantemente la misma pregunta: ¿por qué no casarse si estaba loca e irremediablemente enamorada de él?

No había matado a Nigel y Stephen lo sabía. No era tan tonta como para seguir creyendo que todos los hombres tenían el alma podrida. Había tenido la desgracia de casarse con uno aquejado de una triste enfermedad, tan destructiva para sí mismo como para los que lo rodeaban. No había sido culpa suya que Nigel no se recuperara de su enfermedad. Como tampoco habían sido culpa suya las palizas recibidas, si bien a lo largo de su matrimonio se había culpado.

No había un motivo concreto por el que no debiera casarse con Stephen y buscar un poco de felicidad tras años de aflicción. Salvo que se sentía utilizada, sucia y cansada del mundo, y Stephen parecía todo lo contrario. Era incapaz de convencerse de que al casarse con él no le estaría haciendo daño de alguna manera. De que no le estaría robando un poco de su luz.

Además, ¿la quería de verdad? Si no se hubieran dado el beso que lo obligó a proponerle matrimonio y a declarar con tanta caballerosidad que estaba enamorado de ella, ¿habría hecho alguna de esas dos cosas por propia voluntad?

Tal vez pasado un tiempo, pensó, recuperaría la autoestima y la confianza en sí misma, de modo que pensaría en volver a casarse. Pero no en ese momento. Todavía no. Y menos con Stephen.

Sin embargo, ¿cómo iba a casarse con otro que no fuera Stephen?

Porque había algo que tenía muy claro en el fondo de su corazón. Lo quería con toda su alma.

Stephen no había estado tan ocupado como Cassandra, o al menos no había estado más ocupado de lo habitual. Se había ofrecido para colaborar en los preparativos del baile, que se celebraría en su casa para festejar su compromiso, pero sus hermanas lo habían mirado con la misma expresión entre tierna e impaciente con que lo miraban cuando de pequeño regresaba a casa con los pantalones rotos o las botas manchadas justo cuando se preparaban para asistir a la rifa benéfica de la iglesia.

Parecía que los hombres sobraban en las fiestas de la alta sociedad salvo para ser parejas de baile y asegurarse de que ninguna dama se quedara sin bailar.

Concentró casi todas sus energías en convencer a Cassandra para que se casara con él en verano, sin llegar a decir una sola palabra al respecto. Se concentró en conseguir que se enamorara de él.

Ya no era un asunto de caballerosidad. Estaba en juego su felicidad.

Aunque eso no se lo confesó, claro. Lo último que quería era conseguir que se casara con él por simple lástima. Ya le había dicho en una ocasión que la quería, de modo que había llegado el momento de demostrarle la verdad con sus actos.


El salón de baile era una maravilla. Parecía un jardín en pleno verano, incluida la luz del sol. Por supuesto, no había luz del sol, pero las flores blancas y amarillas, así como el intenso verde de los frondosos helechos conseguían recrear la atmósfera estival, y las arañas del techo brillaban tanto después de que las hubieran pulido que las trescientas velas casi parecían innecesarias.

Además de parecer un jardín, el salón olía como tal. Parecía lleno de aire fresco. Por supuesto, la sensación no duraría demasiado. En cuestión de una hora los invitados comenzarían a llegar y ni siquiera las ventanas abiertas podrían mantener una temperatura agradable. Meg había predicho que el baile sería el mayor éxito de toda la temporada social, y tenía que darle la razón. No solo porque los bailes en Merton House eran una rareza, sino porque con ese baile celebrarían su compromiso con la asesina del hacha. Sabía que el apodo seguía utilizándose en algunos clubes de caballeros y en algunos de los salones más refinados, pero dudaba mucho que la gente lo creyera literalmente. Ojalá pudieran contar la verdad, pero en el fondo estaba convencido de que lo mejor era enterrar el asunto.

Acababa de ofrecer una cena familiar justo antes del baile, una idea de su propia cosecha. Habían asistido sus hermanas, sus cuñados, Con y Wesley Young. En ese momento todos paseaban por el salón de baile, relajándose antes de que la estancia se llenase de invitados.

Los instrumentos de la orquesta estaban en el estrado, pero los músicos habían bajado a las dependencias de los criados para cenar.

– ¿Es tan bonito como te lo imaginabas? -le preguntó a Cassandra tras acercarse a ella por la espalda y rodearle la cintura con un brazo.

– Mucho más -contestó ella con una sonrisa.

Cassandra llevaba un vestido amarillo, como le habían prometido. El tejido relucía con cada movimiento. Era más claro que el dorado y más intenso que el amarillo limón. Las mangas de farol y el escote estaban adornados por un festón y por un sinfín de florecillas blancas. Al igual que los volantes del bajo. Al cuello llevaba el colgante con forma de corazón que su hermano le había regalado y en el brazo tenía el brazalete de pequeños diamantes con forma de corazón que le había dado él como regalo de compromiso y que parecía hacer juego con el colgante.

Se lo había dado esa misma tarde, y Cassandra no tardó en asegurarle que se lo devolvería al romper el compromiso… y esa había sido la única referencia que habían hecho durante toda la semana sobre ese posible suceso.

– Va a ser una noche perfecta -le dijo-. Voy a ser la envidia de todos los caballeros presentes.

– Pues yo creo que todas las damas solteras van a llevar luto riguroso por ti -replicó ella-. Todas llorarán tu pérdida, menos la dama con quien te cases llegado el día, Stephen.

– ¿Este verano? -preguntó, y le sonrió, pero volvió la cabeza hacia la entrada.

La voz de Paulson se escuchaba más fuerte y crispada de lo habitual.

– Todavía no se ha formado la recepción, señor -estaba diciendo el mayordomo-. No esperamos a los invitados hasta dentro de una hora. Permítame llevarlo al salón recibidor y ofrecerle un refrigerio.

Enarcó las cejas al escuchar esas palabras. Si el recién llegado había insistido hasta el punto de llegar al salón de baile pese a la vigilancia de Paulson, seguramente fuera imposible conseguir que se marchara al salón recibidor. Echó a andar hacia la puerta seguido por Cassandra.

– ¡Al cuerno con la recepción, con el baile, con la hora de llegada y con el salón recibidor, imbécil! -Exclamó una voz impaciente y brusca, que posiblemente se dirigiera a Paulson-. ¿Dónde está esa mujer? Voy a verla aunque tenga que echar la casa abajo. ¡Ah, el salón de baile! ¿Está ahí dentro?

Stephen se dio cuenta de que toda su familia se giraba con cierta sorpresa hacia la puerta justo al tiempo que aparecía un caballero ataviado con un gabán negro, un sombrero de copa y una expresión feroz.

– Bruce -dijo Cassandra.

Los ojos del recién llegado se posaron en ella en ese preciso instante, de modo que Stephen le indicó a Paulson que se fuera con un gesto de la cabeza.

– ¿Paget? -dijo al tiempo que daba un paso hacia delante con la mano derecha extendida.

Lord Paget se desentendió de su mano… y de él.

– ¡Tú! -Exclamó en cambio dirigiéndose a Cassandra con brusquedad y señalándola con un dedo acusador-. ¿Qué puñetas crees que estás haciendo?

– Bruce, será mejor que hablemos en privado -dijo Cassandra en voz baja y distante, aunque Stephen se percató de que le temblaba un poco-. Estoy segura de que el conde de Merton nos permitirá el uso del salón recibidor o de la biblioteca.

– ¡No pienso hablar contigo en privado ni muerto! -Replicó lord Paget, adentrándose en la estancia-. Todo el mundo tiene que enterarse de lo que eres y todo el mundo se va a enterar por mí, empezando por estas personas. ¿Qué puñetas…?

Stephen dio otro paso hacia delante. Paget no era un hombre bajo. De hecho, era algo más alto que la media y tampoco podía decirse que fuera delgado. Sin embargo, lo cogió del cuello del gabán y de la pechera de la camisa y lo obligó a ponerse de puntillas con una sola mano. Después se inclinó hacia delante hasta que apenas quedaron un par de dedos entre la nariz de Paget y la suya.

– Paget, no vas a hablar en mi casa a menos que yo te dé permiso -le dijo sin alzar la voz-. Y no vas a usar un vocabulario tan vulgar delante de las damas aunque te lo dé. -La ligera presión que aplicaba con los nudillos sobre su nuez hizo que lord Paget comenzara a ponerse morado.

– ¿Qué damas? -Replicó Paget-. La única mujer que tengo delante no es una dama, Merton.

Esa fue la gota que colmó el vaso de su paciencia. Stephen estampó a Paget contra la pared que tenía por detrás sin soltarle el cuello. La mano libre, con el puño apretado, estaba ya a la altura de su hombro. El sombrero de Paget había quedado en un ángulo imposible, de modo que acabó en el suelo.

– Creo que me falla el oído -dijo-. Pero en el caso de que no sea así, vas a disculparte.

– ¡Al cuerno con las disculpas! -Exclamó Wesley Young, que hervía de furia, por detrás de él-. Déjamelo a mí, Merton. Nadie le habla así a mi hermana y se va de rositas.

– Será mejor que te disculpes, Paget -aconsejó Elliott con voz altiva desde el otro lado-, y que aceptes la propuesta de lady Paget. Pronto llegarán los invitados y nadie quiere que te vean con la nariz rota. Supongo que tú el primero. Será mejor que mantengáis esta discusión en privado. El hermano de lady Paget y su prometido estarán encantados de acompañarte, no me cabe la menor duda.

– Pido disculpas a las damas presentes por el vocabulario empleado -masculló Paget.

Stephen se vio obligado a bajar el puño y soltarle el cuello aunque el significado y la insolencia de sus palabras eran evidentes. Cassandra no estaba incluida en la disculpa.

Paget se enderezó el gabán y la fulminó con la mirada.

– En otra época y en otro lugar, hace mucho que te habrían quemado por bruja, antes de que pudieras hacer ningún daño. Me habría encantado echarle leña a la hoguera.

El puño de Stephen hizo que la cabeza de Paget rebotara contra la pared y que le brotara sangre de la nariz.

– ¡Bravo, Stephen! -exclamó Vanessa.

Paget se sacó un pañuelo de un bolsillo del gabán y se lo llevó a la nariz, tras lo cual le echó un vistazo a la mancha que se extendió por la tela.

– Merton, supongo que os ha convencido a ti y a todos los hombres de Londres, incluso a alguna dama, de que no asesinó a mi padre a sangre fría -dijo Paget-. Y supongo que te ha convencido de que no te pasará lo mismo cuando se canse de ti y quiera buscarse otra víctima. Y supongo que también apoyas incondicionalmente su escandalosa demanda para hacerse con el dinero de mi padre y todas las joyas que le regaló antes de que le disparara en el corazón. Además de ser el mismísimo demonio, también es muy lista.

– No, no lo hagas, Stephen -terció Margaret-. No vuelvas a pegarle. La violencia solo proporciona una satisfacción momentánea, pero no soluciona los problemas.

Era la lógica femenina.

– No, no lo hagas, Wes -le suplicó Cassandra a su hermano.

Stephen no apartó la mirada de la cara de Paget.

– Y yo supongo que te has convencido durante toda una vida de autoengaño de que tu padre no era un alcohólico ocasional que se convertía en un maltratador cruel y violento cuando bebía -replicó en voz baja-. Supongo que creías que la violencia que ejercía no se podía calificar de tal porque la ejercía contra su esposa. Las esposas necesitan disciplina y los maridos están en su derecho legal de administrársela. Aunque dicha violencia tenga como consecuencia que la mujer pierda los hijos que está esperando.

– ¡Ay, Stephen! -exclamó Katherine con voz chillona y estrangulada.

– Mi padre rara vez bebía -se defendió Paget, que miró a los presentes con furia y desdén-. Bebía muchísimo menos que la mayoría de los hombres. No voy a consentir que mancilles su memoria con las mentiras que te ha contado esta mujer, Merton. Es cierto que cuando lo hacía podía perder un poco el control, pero solo cuando la persona en cuestión merecía el castigo. Esta mujer tenía a todos los hombres del vecindario detrás de ella. A saber qué…

– ¿Y tu madre también? -Lo interrumpió Stephen en voz baja-. ¿Tu madre también merecía ser castigada? ¿Merecía incluso ese último castigo? -Se había pasado de la raya. Estaba furioso y no se había parado a medir sus palabras.

Sin embargo, Paget se había puesto blanco. Lo vio limpiarse los hilillos de sangre que le caían por la nariz.

– ¿Qué te ha dicho de mi madre? -quiso saber Paget.

– Aunque Cassie hubiera matado a tu padre -intervino Wesley Young-, seguiría apoyándola. La aplaudiría. Ese cabrón merecía morir. Pido disculpas a las damas por mi vocabulario, pero no pienso retirar la palabra. De todas maneras, ella no lo mató.

– ¿Qué te ha contado de mi madre? -repitió Paget, como si Young no hubiera hablado.

– Solo los rumores que circulan -contestó Stephen con un suspiro-. Todos sabemos lo poco fiables que son los rumores. Pero lo que mi prometida padeció a manos de su marido, tu padre, durante nueve años no es un rumor. Y tú lo sabes, Paget. Y también sabes que si lo hubiera matado, lo habría hecho para salvar su propia vida o la de otra persona que estuviera en peligro a causa de su violencia. Seguro que sabes que no lo mató. Pero te ha venido muy bien fingir que creías que lo hizo y que podrías hacer que la detuvieran y la condenaran por el asesinato. Esa actitud, junto con tu forma de avasallarla para hacerle creer que estaba a tu merced, te ha reportado una enorme fortuna.

– Mi madre murió al caerse de un caballo -le aseguró Paget-. Intentó saltar una cerca demasiado alta para ella.

Stephen asintió con la cabeza. El tiempo pasaba volando. ¿Qué hora era?

– Bruce -dijo Cassandra, y él se giró para mirarla-, si quieres decirme algo más, puedes venir a verme mañana. Vivo en Portman Street.

– Lo sé -replicó el aludido-. Vengo de allí.

– No maté a tu padre -le aseguró ella-. No puedo demostrarlo y tú no puedes demostrar que lo hice. Se dictaminó que su muerte fue un trágico accidente, y así fue. No tengo deseos de entrometerme en tu vida. No tengo deseo alguno de vivir en la residencia de la viuda ni en la residencia de la ciudad. Solo quiero lo que es mío para poder vivir mi vida sin tener que verte ni molestarte nunca más. Lo mejor es que accedas a las demandas más que razonables de mi abogado. No puedes objetar nada contra ellas.

Paget hervía nuevamente de furia. Señaló a Cassandra con un dedo e inspiró hondo para hablar. Pero alguien más apareció en la puerta. Por un terrible instante Stephen creyó que era un invitado que llegaba pronto, aunque la hora se acercaba. Sin embargo, se trataba de William Belmont.

– ¡Por Dios, Bruce! -Exclamó el recién llegado, que recorrió con la mirada a los presentes-. Hace media hora que volví a casa y Mary me dijo que habías estado allí… y que te había dicho que Cassie estaba aquí. Mary no suele dar ese tipo de información a tontas y a locas, sobre todo cuando fuiste tú quien la puso de patitas en la calle. Ya veo que tienes la nariz ensangrentada. ¿Cortesía de Merton? ¿O ha sido Young?

– No tengo nada que decirte -respondió Paget con el ceño fruncido.

– Pues yo sí que tengo algo que decirte -dijo Belmont, que volvió a mirar a su alrededor-. Y como parece que no has tenido el buen tino de solicitar hablar en privado con Cassie al llegar, lo diré delante de todos los presentes.

– No, no hace falta, William -replicó Cassandra.

– Voy a hacerlo -insistió su hijastro-. Era mi padre, Cassie, además de tu esposo. También era el padre de Bruce, y mi hermano debería saber la verdad. Al igual que todas estas personas que están dispuestas a abrirte los brazos como la esposa de Merton. Cassie no disparó a nuestro padre, Bruce. Ni yo tampoco, aunque debes saber que estaba en la biblioteca, aferrándolo de la muñeca en un intento por quitarle la pistola de la mano. A esas alturas le había pegado a Mary porque esa misma mañana yo le había contado que me había casado con ella y que Belinda era hija mía. Ese fue el motivo de que empezara a beber. Cassie acudió primero y después la señorita Haytor al escuchar los gritos de Mary. Cuando llegué a casa, lo escuché vociferar en la biblioteca y fui a ver qué pasaba. Estaba apuntando a Cassie con una pistola. Pero cuando me abalancé sobre él para quitarle el arma, se apuntó al corazón y apretó el gatillo.

– ¡Mentiroso! -Gritó Paget-. Es una mentira despreciable.

– La señorita Haytor ya había contado esta misma versión antes de que yo volviera hace unos cuantos días y contara lo mismo -le aseguró William-. Si crees que me resultaría fácil repetir esa historia en contra de mi propio padre para proteger a mi madrastra, Bruce, no tienes ni idea de lo que es la lealtad familiar. Ni lo que son las pesadillas. Se mató en un arrebato de furia, cuando estaba borracho. Y si sabemos lo que nos conviene, nos ceñiremos al dictamen oficial de que fue una muerte accidental y trataremos a Cassie con el respeto debido a la viuda de nuestro padre.

Paget había agachado la cabeza y cerrado los ojos.

– Es casi la hora de que dé comienzo el baile -anunció Stephen en voz baja-. En menos de un cuarto de hora empezarán a llegar los invitados más puntuales. Paget, deja que uno de mis cuñados te lleve a una habitación de invitados para que te cures la nariz y te arregles la ropa. Da igual que no estés vestido adecuadamente para el baile. Quédate de todas maneras. Y sonríe y finge que te alegras por Cassandra. Dile a todo aquel dispuesto a escuchar que la muerte accidental de tu padre fue una tragedia, pero que te alegras muchísimo de que tu madrastra vaya a rehacer su vida. Diles que es lo que tu padre habría querido.

– ¿Te has vuelto loco? -preguntó Paget con ferocidad.

Sin embargo, Con se había colocado a un lado del hombre y Monty al otro, y ambos sonreían.

– Has elegido un buen momento para llegar a la ciudad -dijo Monty.

– Estoy seguro de que lady Paget te escribió para comunicarte su compromiso y te pidió que le dieras tu bendición -añadió Con al tiempo que lo agarraba del hombro-, ¿verdad, Paget? Incluso se te ocurrió ir más allá de lo que te pedía y venir en persona. De hecho, has cabalgado sin descanso para llegar a tiempo al baile, ¿no es cierto?

– Y has llegado por los pelos -continuó Monty con una sonrisa-, aunque no has tenido tiempo para ponerte tus mejores galas. Es una historia conmovedora. Las damas se desharán en lágrimas si llegan a enterarse.

– Aunque será mejor que nos inventemos una excusa para la nariz -señaló Con mientras sacaban a Paget entre los dos-. No debería ser difícil. Un hombre puede tropezarse con todo tipo de accidentes cuando está ansioso por felicitar a su madrastra por su compromiso.

Stephen extendió el brazo y cogió la mano de Cassandra. Estaba muy blanca y tenía la mano helada. Le sonrió antes de desviar la mirada hacia William Belmont.

– ¿Te quedas? -le preguntó. Ya se lo había pedido, pero William había rehusado porque Mary se negaba en redondo a asistir a un acto tan elegante aunque fuera la señora de William Belmont y por tanto cuñada de lord Paget.

– No -contestó el aludido-. Me vuelvo a casa para cenar, algo que tendría que haber hecho hace media hora. Quiero que quede claro que Bruce adoraba a nuestra madre, pero no quería admitir la verdad. Supongo que tenía miedo de hacerlo. Se pasó casi toda su vida de adulto tan lejos de Carmel House como fue capaz. Al igual que yo, por supuesto. Debería haberte ayudado más de lo que lo hice, Cassie. Siento mucho no haberlo hecho, pero de nada sirve lamentarse ahora, ¿verdad? -Dicho eso, dio media vuelta y se fue.

Stephen miró a Cassandra a la cara.

– ¿Estás bien? -le preguntó.

La vio asentir con la cabeza. Su mano comenzaba a recobrar el calor.

– Cuánto drama -dijo ella-. ¡Stephen, lo siento mucho! Seguro que estás maldiciendo el día que me viste en el parque por primera vez.

Sonrió muy despacio sin dejar de mirarla y le dio un beso fugaz en los labios, aunque era muy consciente de que su familia los rodeaba mientras cuchicheaban sobre lo sucedido.

– Más bien le doy gracias a Dios por ese día -la corrigió.

Cassandra se limitó a suspirar.

– Stephen, ya es hora de que nos preparemos para recibir a los invitados -le dijo Meg con sequedad-. Empezarán a llegar en cualquier momento.

– Y un hombre solo celebra su compromiso una sola vez -les dijo a todos, mirándolos con una sonrisa.

Sus hermanas los abrazaron a Cassandra y a él.

– Tendrás hijos con Stephen -escuchó que le susurraba Vanessa a Cassandra-. Nunca sustituirán a los que perdiste, pero te alegrarán el corazón. Te prometo que lo harán. Ya lo verás.

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