CAPÍTULO 11

Tendría marcharse en cuanto terminara de vestirse, pensó Stephen.

Pero no lo hizo. Fue incapaz.

Ignoraba qué relación solía existir entre un hombre y su amante. Además, era incapaz de pensar en ella como su amante a pesar de que sus circunstancias hacían necesario el intercambio de dinero.

«…cuando estemos juntos en este dormitorio y en esta cama, somos señor y empleada… Un hombre y una mujer. No somos personas. Somos cuerpos. Puede usar mi cuerpo como le plazca… Pero no podrá comprarme ni con todo el dinero del mundo».

No quería comprarla. Quería… conocer a la mujer en cuya cama se metía previo pago. ¿Qué tenía eso de malo? Ella no quería que la conociera.

«Yo estoy fuera de su alcance. Me pertenezco a mí misma. Soy una empleada a sueldo. No soy su esclava ni lo seré nunca. No vuelva a hacerme preguntas de índole personal. No vuelva a inmiscuirse en mi vida.»

Por supuesto, Cassandra ignoraba en la misma medida que él el tipo de relación que existía entre un hombre y su amante. Le extrañaría mucho que se hubiera acostado con otro hombre que no fuera su marido antes de hacerlo con él la noche anterior. Pese a la actitud de sirena que se esforzaba por mantener, no era una cortesana. Solo era una mujer desesperada que intentaba ganarse la vida, que intentaba reunir un dinero con el que mantenerse ella y varias sanguijuelas que tenía pegadas. Aunque tal vez fuera una descripción demasiado cruel de las personas que vivían con ella. La antigua institutriz que vio paseando con ella por el parque dos días antes posiblemente hubiera superado la edad para encontrar un empleo. La criada era madre soltera y no encontraría nada mientras quisiera tener a su hija con ella.

Se puso en pie y se acercó a la ventana mientras esperaba que Cassandra terminara de vestirse. Descorrió las cortinas y contempló la calle desierta. Al cabo de un momento cayó en la cuenta de que no sería muy sensato permanecer junto a la ventana con una vela encendida a su espalda. Los vecinos de la acera de enfrente sabrían que solo vivían mujeres en esa casa.

Corrió de nuevo las cortinas, se giró y se apoyó en el alféizar con los brazos cruzados por delante del pecho.

Cassandra salió del vestidor en ese preciso momento. Lo miró, se sentó en un sillón y se tomó su tiempo para colocarse las faldas del vestido azul que se había puesto. Sus labios esbozaban una leve sonrisa burlona. Se había vuelto a recoger el pelo, pero no con un moño. Al ver que él no decía nada, alzó la mirada y enarcó las cejas.

– Siento mucho haberme inmiscuido en tu vida y haberte hecho daño -se disculpó él.

Ella mantuvo las cejas enarcadas.

– No me ha hecho daño -replicó-. Que yo recuerde, he sentido un gran placer. Espero que haya sido recíproco.

– ¿Dónde duermen tus criadas? -le preguntó-. Y la niña.

– En el último piso -contestó ella-. No se preocupe por la posibilidad de que nuestros jadeos y gemidos hayan traspasado las paredes y hayan tenido en vela a toda la casa. Y no son mis criadas. Son mis amigas.

No era una mujer agradable cuando llevaba puesta su máscara, lo que sucedía con frecuencia. Lo mejor sería marcharse. El dinero que le envió la mañana anterior las mantendría a todas un tiempo. Después… Bueno, no era responsabilidad suya. El problema era que la mujer con la máscara no existía y él no conocía a la mujer que se ocultaba tras ella. No sabía si le gustaría o no.

Cassandra no quería que la conociera.

Había matado a su marido.

¡Por el amor de Dios! ¿Qué estaba haciendo en esa casa?

Sin embargo, había llegado a Londres con una institutriz ya entrada en años, con una criada muy joven que. Había perdido el trabajo, con la hija de esta y con un perro cojo. Lo había seleccionado para el papel de su protector a fin de que ninguno pasara hambre… ella incluida.

– Este es su hogar -dijo-. Cada vez que vengo a ejercer mis derechos como tu señor lo estoy mancillando. Estoy mancillando la inocencia de esa niña.

Ese hecho lo había inquietado desde que la vio la tarde anterior, con las mejillas sonrosadas, el pelo alborotado y los ojos como platos. ¡Qué valiosa era su inocencia! En un primer momento pensó que tal vez fuera hija de Cassandra. Lo mismo daba que no lo fuera. Esa situación era… desagradable.

Se percató de que Cassandra había cruzado las piernas y de que balanceaba un pie en el aire. Lo estaba observando en silencio, con la sonrisa aún en los labios.

– Un caballero con conciencia -dijo a la postre-. Parece una contradicción. Debe de ser un gran inconveniente para usted, lord Merton.

– A menudo sí -convino-. Para eso está la conciencia, siempre y cuando uno no se haya convertido en un cínico. Intento guiar mi vida y las decisiones sobre el curso que debe tomar siguiendo sus dictados.

– ¿Es su conciencia lo que lo ha retenido aquí aunque ya está vestido? -le preguntó ella-. ¿O más bien el deseo por aquello que va a perder si se marcha? Si se trata de lo segundo, no tiene por qué preocuparse. Jamás le faltarán compañeras de cama cuando le apetezca una, y no precisamente por su título y su fortuna. Si se trata de lo primero, significa que nos tiene lástima, a mí y a mi desdichado séquito. No es necesario que nos compadezca. Sobreviviremos sin usted, lord Merton. No somos de su incumbencia, ¿verdad?

– No -contestó, respondiendo a su pregunta aunque fuese retórica. Siguió sin moverse de su sitio.

– ¿Qué pretende? -preguntó ella-. ¿Quiere instalarme en un nidito de amor? Es lo que hacen otros hombres, sobre todo los casados. Sería muy acogedor y podría visitarme cada vez que lo deseara sin temor a mancillar la inocencia de nadie. Sería como cualquier otra mujer con un trabajo. Tendría un hogar aquí y mi lugar de trabajo estaría en la otra casa. -Su pie se balanceaba más deprisa. Su voz era ronca y desdeñosa.

– No funcionará, Cassandra -dijo.

La oyó suspirar.

– Es el fin, ¿verdad? -replicó ella-. Espero que no le importe que no le devuelva todo el dinero, lord Merton. Es que he gastado parte de lo que me dio. Soy una manirrota. Pero le he prestado servicio dos noches seguidas y eso merece cierta compensación. -En ese momento pareció percatarse del rápido movimiento de su pie y lo detuvo en seco.

Sería muy sencillo decir que sí, que ese era el fin, pensó él. Era lo que deseaba hacer en el fondo. Podría regresar a Merton House, dormir lo que quedaba de noche y olvidarse de todo ese patético episodio cuando se despertase. Se vería libre de una relación que le había sido impuesta desde el primer momento.

Podría retomar la vida sencilla de la que disfrutaba.

No podía decir que sí.

– Cassandra -dijo y se inclinó ligeramente hacia ella-, tenemos que empezar de nuevo. ¿Podemos empezar de nuevo?

Su pregunta le arrancó una carcajada.

– Claro que sí, lord Merton -contestó-. ¿Me desvisto? ¿O prefiere hacer los honores? ¿O… prefiere que me acueste como estoy?

No había malinterpretado sus palabras en absoluto. Sin embargo y por motivos que solo ella conocía, había decidido provocarlo. De repente, tuvo la dolorosa revelación de que tal vez se odiaba a sí misma por lo que había elegido hacer con él.

Tal vez se odiaba por el asesinato del que consiguió librarse… al menos en lo concerniente a la ley.

– Quédate donde estás -le ordenó-. No habrá más sexo esta noche, Cassandra, ni tampoco lo habrá en un futuro cercano. Tal vez nunca vuelva a haberlo entre los dos.

La vio torcer el gesto.

– De modo que al proponer que empezáramos de nuevo me estaba invitando a que lo sedujera otra vez, ¿es eso, milord? Será un placer. Nunca diga nunca jamás. No conmigo.

Se acercó a ella en dos zancadas, se arrodilló delante del sillón y la cogió de las manos. Cassandra lo miró, sorprendida, y la máscara se esfumó.

– Ya basta -dijo-. Ya basta, Cassandra. Se acabó el juego. Porque ha sido un juego desde el principio. Esta no eres tú. Este no soy yo. Siento mucho lo que te he hecho. Lo siento de verdad.

Ella abrió la boca para hablar, pero la cerró sin decir nada. Intentó adoptar una expresión desdeñosa, pero no lo logró.

Stephen le apretó las manos con más fuerza y le dijo:

– Cassandra, si vamos a continuar con esta relación, debemos hacerlo como amigos. Y no empleo la palabra como un eufemismo de otra cosa. Debemos convertirnos en amigos. Necesito seguir ayudándote y tú necesitas ayuda. Tal vez no sea la mejor base para cimentar una amistad, pero tendremos que apañarnos con lo que hay. Te ayudaré económicamente todo el tiempo que lo necesites, y a cambio tú me proporcionarás tu confianza y tu compañía. No tu cuerpo. No puedo pagar por tu cuerpo. ¡No puedo!

– ¡Por el amor de Dios, lord Merton! -exclamó ella-. Debe de estar desesperado si está dispuesto a pagar por la amistad. ¿Me está diciendo que ser un ángel es una tarea solitaria? ¿Nadie quiere ser su amigo?

– Cass, llámame Stephen -le pidió.

¿Por qué se estaba tomando tantas molestias? ¿Por qué?, se preguntó.

Cassandra volvió a sonreír, pero la sonrisa desapareció de golpe.

– Stephen -dijo con un hilo de voz.

– Deja que seamos amigos -propuso-. Déjame venir a tu casa de día, con tu antigua institutriz como carabina. Déjame venir acompañado por mis hermanas. Déjame acompañarte por Londres como hice ayer por la tarde. Deja que nos conozcamos el uno al otro.

– ¿Tan desesperado está por averiguar mis secretos, lord Merton? ¿Se muere de ganas por conocer los morbosos detalles del asesinato de mi esposo?

Le soltó las manos y se puso en pie. Le dio la espalda y se pasó los dedos por el pelo. Miró la cama revuelta, donde poco antes habían hecho el amor.

– ¿Lo mataste? -le preguntó.

¿Por qué no la había creído del todo la primera vez que se lo preguntó? ¿Por qué no se había apartado de ella, asqueado, y había mantenido las distancias?

– Sí, lo maté -contestó ella sin vacilar-. No va a conseguir que lo niegue, lord Merton… Stephen -se corrigió-. No vas a hacer que me saque de la manga a un desconocido, a un vagabundo que sin otro motivo que su inherente maldad le disparó a mi esposo en el corazón y después se marchó sin robar nada de valor. Lo hice porque lo odiaba, porque quería verlo muerto y quería librarme de él. ¿De verdad quieres ser mi amigo?

¿Por qué seguía sin creer del todo sus palabras? ¿Porque la escena le resultaba inimaginable? Sin embargo, lord Paget había muerto porque alguien le había disparado una bala directa al corazón. Intentó imaginársela con una pistola en la mano y cerró los ojos un instante, horrorizado.

¿Estaba loco? ¿Lo había hechizado esa mujer? No lo creía. Por supuesto que no. Así que debía de estar loco.

– Sí -contestó con un suspiro-. Quiero serlo.

– La alta sociedad en pleno creerá que me estás cortejando -dijo ella-. Tus alas quedarán tiznadas. Pronto te darás cuenta de que te rechazan. O de que te has convertido en un hazmerreír. Todo el mundo creerá que te he engañado. Te tomarán por un tonto. Creerán que mi belleza te cegó. Porque soy guapa. No es un alarde vanidoso. Sé cómo me miran los demás. Las mujeres lo hacen con envidia y los hombres, con admiración y deseo. Las mujeres te darán la espalda, desilusionadas y molestas. Los hombres te mirarán con envidia y rencor.

– No puedo vivir de acuerdo a lo que los demás esperan de mí -replicó-. Debo vivir mi vida acorde a mis principios. Supongo que hubo un motivo para que nos fijáramos el uno en el otro en Hyde Park hace unos días. Aparte de que estuvieras buscando un protector y de que yo sea un admirador de la belleza… Recuerda que ibas tapada con un tupido velo. Podrías haberte fijado en cualquier otro. Y yo podría haberme fijado en cualquier otra. Pero nos vimos. Y hubo un motivo por el que volvimos a encontrarnos al día siguiente en el baile de Meg. Y no fue solo para que pudiéramos darnos un revolcón y separarnos con palabras amargas poco después. Creo en los motivos. Y en las consecuencias.

– ¿Me estás diciendo que fue el destino? -le preguntó ella-. ¿Que estábamos destinados a enamorarnos y tal vez a casarnos y a vivir felices para siempre?

– El destino lo decidimos nosotros mismos -respondió-. Pero algunas cosas suceden por un motivo en concreto. Estoy segurísimo. Nos conocimos por un motivo. Podemos intentar ahondar en él… o no. El destino no marca las consecuencias.

– Solo los motivos -añadió ella.

– Sí -convino Stephen-. O eso creo. No soy un filósofo. Vamos a empezar de nuevo, Cassandra. Vamos a darnos la oportunidad de ser amigos al menos. Deja que te conozca. Conóceme a mí. Tal vez merezca la pena conocerme.

– O tal vez no -replicó ella.

– O tal vez no.

La oyó suspirar, y cuando se giró para mirarla se dio cuenta de que Cassandra había dejado de fingir. Parecía vulnerable… y eso le otorgaba un encanto irresistible.

¿Una asesina? Imposible. Claro que, ¿qué asesino lo parecía?

– Debería haber sabido que me causarías problemas en cuanto te vi. Sin embargo, a quien descarté a primera vista por encontrarlo potencialmente peligroso fue a tu amigo. No me creía capaz de controlarlo. Me refiero al que parece un demonio. Al señor Huxtable.

– ¿A Con? -preguntó-. Es mi primo. Y no es un demonio.

– Me pareció que los ángeles eran una apuesta segura -continuó ella-. Y por eso te escogí.

– No soy un ángel, Cassandra.

– Ah, pero sí que lo eres -lo contradijo-. Ahí está el problema.

De repente, él le sonrió, y por un momento vislumbró un brillo en esos ojos verdes que lo llevó a pensar que ella iba a devolverle la sonrisa. Pero no lo hizo.

– Permíteme venir a verte mañana por la tarde -le dijo-. O esta tarde, mejor dicho. Una visita formal. Vendré a veros a ti y a tu antigua institutriz. ¿Te importaría recordarme su nombre?

– Alice Haytor.

– Deja que venga a veros a ti y a la señorita Haytor -le pidió.

Cassandra comenzó a balancear el pie de nuevo.

– Ella lo sabe.

– Y sin duda alguna cree que soy el demonio personificado -señaló-. ¿No quieres ver si soy capaz de engatusarla hasta que cambie de opinión?

– También sabe que todo es culpa mía, que yo te seduje -añadió Cassandra.

– Es imposible que lo sepa, porque no es verdad -la corrigió-. Me demostraste que estabas muy interesada en mí. No me sedujiste. Yo quise que el interés fuera mutuo. Eres hermosa. Y deseable. Merezco la reprobación de la señorita Haytor. Tomé las decisiones equivocadas con respecto a ti y a la atracción que sentía por ti. Permíteme intentar ganarme su respeto.

Cassandra volvió a suspirar.

– No te irás a menos que te salgas con la tuya, ¿verdad? -le dijo.

Se miraron a los ojos.

– Lo haré… si me pides que me vaya y que no vuelva a verte, lo haré -afirmó-. Si la verdadera lady Paget me lo pide, por supuesto. ¿Quieres que me vaya, Cassandra? ¿Quieres que salga de tu vida para siempre?

Lo miró un buen rato en silencio y después cerró los ojos.

– Sí -contestó al cabo de un momento-, pero soy incapaz de decirlo con los ojos abiertos. Stephen, ¿por qué te conocí?

– No lo sé -respondió-. ¿Quieres que lo descubramos juntos?

– Te arrepentirás -le aseguró.

– Es posible -convino Stephen.

– Yo ya me arrepiento -dijo ella.

– ¿Mañana por la tarde? -le preguntó.

– ¡Muy bien! -Abrió los ojos y volvió a mirarlo-. Ven si quieres.

Enarcó las cejas al escucharla.

– Ven -repitió ella-. Y le diré a Mary que no te meta una araña en la taza del té.

El comentario le arrancó una sonrisa.

– Y ahora vete -le ordenó ella-. Necesito dormir un poco aunque a ti no te haga falta.

Atravesó el dormitorio para ponerse la capa y coger su sombrero. Al volverse vio que Cassandra estaba de pie delante del sillón.

– Buenas noches, Cassandra -le dijo.

– Buenas noches, Stephen.

Regresó a casa andando y pasó todo el trayecto preguntándose en qué se había metido. Su vida parecía estar patas arriba desde hacía dos días.

¿De verdad estaban destinados a encontrarse? ¿Por qué? No se le ocurría otro motivo salvo evitar que Cassandra y sus amigas murieran de hambre.

Tendrían que descubrirlo juntos. Había ciertos acontecimientos en la vida, ciertos momentos, que se producían debido a una mano invisible, o eso creía. No obstante, esa mano no tenía poder para dictaminar la respuesta de cada persona. Los individuos implicados tenían la capacidad de reaccionar ante los acontecimientos o momentos. O de no reaccionar.


Estuvo lloviendo durante toda la mañana, pero a media tarde escampó y el cielo quedó despejado. El sol brillaba y las calles y las aceras se secaron.

– Hace un día perfecto para dar un paseo -porfió Alice, después de acercarse a la ventana de la salita para comprobar con sus propios ojos que estaba en lo cierto-. Llevamos unos cuantos días diciendo que vamos a pasear por Green Park, Cassie. Seguro que no está tan concurrido como Hyde Park.

– Cuando llegaste a casa para almorzar -le recordó Cassandra-, dijiste que se te caerían los pies a trocitos si tenías que dar un solo paso más.

Alice había pasado toda la mañana intentando encontrar alguna agencia que no hubiera visitado el día anterior y recorriendo aquellas en las que ya había dejado su nombre con la esperanza de que hubiera surgido algo de la noche a la mañana.

Había hecho ese comentario sobre sus pies antes de que Cassandra por fin se armara de valor para mencionar de pasada la visita del conde de Merton de esa tarde. Una visita formal para tomar el té con ellas, no para tratar de sus asuntos privados.

– Es increíble lo que un buen almuerzo, una taza de té y una hora de reposo pueden hacer para recuperar la energía -replicó Alice a la ligera-. Estoy lista para salir de nuevo… y esta tarde ni siquiera me mojaré.

– Le dije que estaría aquí cuando viniera a verme, Alice -señaló-. Sería una descortesía por mi parte no estar en casa después de todo, y tú me enseñaste a no ser maleducada. Además…

– Además, ¿qué? -Alice estaba enfadada. Se volvió desde la ventana y la miró con el ceño fruncido.

Cassandra no tenía nada sobre el regazo, ya que de un tiempo a esa parte parecía no poder concentrarse en la costura. No tenía nada a lo que mirar salvo a su antigua institutriz.

– Creo que nuestra… relación se ha acabado, Allie -confesó-. De hecho, así es. El acuerdo le resulta desagradable. Me parece que el principal motivo es que Belinda vive aquí. Dijo algo sobre mancillar su inocencia. Aunque no se trata solo de eso. Pienso que es un ángel de verdad. He hecho que un ángel se desvíe del buen camino. Se siente culpable. Quiere reparar el daño. Quiere empezar de nuevo, quiere que seamos amigos. ¿Has escuchado algo más absurdo en la vida? Pero también quiere seguir pegándome, y no sé cómo voy a poder rechazarlo, aunque debería hacerlo, por supuesto. No puedo aceptar un salario generoso solo por ser la amiga de otra persona, ¿verdad?

– Vamos a dar un paseo -insistió Alice con firmeza-, antes de que sea demasiado tarde. Coge tu bonete, no te pares siquiera a cambiarte de vestido.

Rehusó meneando la cabeza y clavó la mirada en las manos, que tenía en el regazo. Se examinó las uñas. Tenía que cortárselas. Se había puesto el vestido de muselina con el estampado de florecillas para la ocasión. Solo tenía ropa bonita, nada más. Nigel siempre había insistido en que vistiera bien.

– No quiero ni verlo -dijo Alice-, mucho menos verlo sentado junto a mí mientras tomamos el té. No me gusta, Cassie, y no me hace falta conocerlo en persona para saberlo. Te ha hecho daño.

– No, no es verdad. -Miró a su antigua institutriz con expresión triste-. Si alguien ha sufrido, ha sido él. El no me ha hecho daño. Es… es adorable, Allie.

Adorable y espantosamente inquietante.

Se había pasado toda la mañana, por no hablar del resto de la noche desde que él se marchó, rememorando su forma de hacerle el amor, recordando los anhelos y las sensaciones que le había provocado. Recordando ese dolor que no era doloroso y que no era otra cosa que deseo sexual. Había acabado admitiéndolo. Jamás había experimentado deseo sexual. Ni siquiera sabía que las mujeres pudieran sentirlo.

Y también se había pasado toda la mañana rememorando la conversación que mantuvieron después.

«Supongo que hubo un motivo para que nos fijáramos el uno en el otro en Hyde Park hace unos días… Y hubo un motivo por el que volvimos a encontrarnos al día siguiente en el baile de Meg. Creo en los motivos. Y en las consecuencias.»

Si había un motivo para todo, ¿por qué había conocido a Nigel?

«… algunas cosas suceden por un motivo en concreto. Estoy segurísimo. Nos conocimos por un motivo. Podemos intentar ahondar en él… o no. El destino no marca las consecuencias».

Stephen había encontrado la solución para que el destino y el libre albedrío pudieran coexistir. ¡Qué inteligente!

«Vamos a empezar de nuevo, Cassandra. Vamos a darnos la oportunidad de ser amigos al menos. Deja que te conozca. Conóceme a mí. Tal vez merezca la pena conocerme.»

¿No tenía bastante con lo que sabía de ella? Le había dicho, en dos ocasiones, que había matado a Nigel. ¿Qué más necesitaba saber sobre una persona que admitía tal cosa?

«Tal vez merezca la pena conocerme.»

– Tal vez merezca la pena conocerlo -le dijo a Alice.

– ¿Después de lo que te ha hecho? -Alice se dirigió de nuevo a su asiento y se dejó caer en él-. Y no vuelvas a decirme que tú lo sedujiste, Cassie. Tenías motivos para hacerlo, aunque bien sabe Dios que me opuse con uñas y dientes desde el principio. El conde de Merton carece de excusas por haberse dejado seducir salvo su condición de hombre. Y si un hombre necesita una mujer tan desesperadamente, ¿por qué no se casa? ¡Para eso están las esposas!

Miró a su antigua institutriz y por primera vez en todo el día sonrió con buen humor.

– Bueno… -Alice se ruborizó-. Esa es una de las cosas para las que están. No me malinterpretes, Cassie. Las mujeres sirven para mucho más que eso, sabes muy bien que he intentado inculcártelo desde que eras pequeña. Sigo creyendo que deberíamos ir a Green Park. A lo mejor llueve mañana. Y que sepas que soy yo quien debería encontrar una fuente de ingresos. Y lo haré. He comprado un periódico esta mañana. Ha sido un derroche por mi parte, pero había varios empleos anunciados que pienso solicitar. Algunos son inadecuados, cierto, pero hay posibilidades. Es imposible que la vida útil de una mujer acabe a los cuarenta y dos años. Me niego a creerlo.

Reconoció sus palabras con una sonrisa y al mirar a su antigua institutriz a los ojos descubrió que los tenía llenos de lágrimas.

– Cassie, soy yo quien debería cuidar de todas nosotras -insistió Alice-. Lo sabes tan bien como yo.

– Tú siempre has cuidado de mí, Allie -le recordó-. Siempre.

– ¿Es importante para ti que reciba al conde de Merton? -le preguntó Alice mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo.

– Sí. Y me pidió específicamente que estuvieras presente, que lo sepas. Como carabina.

Alice reaccionó con un sonido muy desagradable, casi un resoplido.

– Estoy segurísima de que en más de una ocasión te he repetido aquello de: «A buenas horas mangas verdes» -comentó.

Ya era demasiado tarde para salir a dar un paseo aunque quisieran hacerlo. Un carruaje se detuvo delante de la puerta. Cassandra lo escuchó perfectamente.

Su visita había llegado.

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