CAPÍTULO 01

– Lo que voy a hacer es buscar un hombre.

Quien hablaba era Cassandra Belmont, lady Paget, una dama viuda. De pie, junto a la ventana de la salita de la casa que había alquilado en Portman Street, en Londres. La casa estaba totalmente amueblada, aunque tanto los muebles como las cortinas y las alfombras habían visto mejores días. Posiblemente ya los hubieran visto hacía diez años. Era un lugar elegante pero deslucido, muy apropiado para las circunstancias que rodeaban la vida de lady Paget.

– ¿Para casarte? -precisó, asombrada, Alice Haytor, su dama de compañía.

Cassandra observó con desánimo y con una sonrisa burlona en los labios a una mujer que pasaba por la calle llevando a un niño de la mano que ni quería que lo llevaran de la mano ni quería ir a semejante trote. Los movimientos de la mujer ponían de manifiesto su irritación e impaciencia. ¿Sería la madre del niño o la niñera? Fuera lo que fuese, daba igual. La rebeldía de la criatura y su tristeza no eran de su incumbencia. Bastantes preocupaciones tenía ella.

– Desde luego que no -contestó-. Además, para eso tendría que encontrar a un tonto.

– ¿A un tonto?

Cassandra sonrió, aunque no fue una expresión alegre, y tampoco se volvió para mirar a Alice. La mujer y el niño habían desaparecido de su vista. Un caballero caminaba en dirección opuesta con la mirada clavada en el suelo y expresión ceñuda. Supuso que llegaba tarde a alguna cita y que, en opinión del caballero, su vida dependía de llegar a tiempo a dicho encuentro. Tal vez estuviera en lo cierto. O no.

– Solo un tonto se casaría conmigo -adujo-. No. La verdad es que no necesito un hombre para casarme, Alice.

– ¡Ay, Cassie! -exclamó la dama de compañía, muy preocupada-. Seguro que no te refieres a… -Dejó la frase en el aire porque no hacía falta que la completara.

Cassandra solo podía referirse a una cosa.

– Por supuesto que sí -afirmó, volviéndose para mirar a su dama de compañía con expresión jocosa, burlona y penetrante.

Alice se aferraba con fuerza a los brazos del sillón que ocupaba y se inclinaba hacia delante como si tuviera intención de ponerse en pie, aunque no lo hizo.

– ¿Te he escandalizado?

– Si hemos venido a Londres ha sido con el propósito de buscar empleo, Cassie. Las dos. Y Mary también -le recordó Alice.

– Sin embargo, no es un plan muy realista, ¿no te parece? -Replicó ella con una carcajada carente de buen humor-. Nadie querrá darle empleo a una criada convertida en cocinera que tiene una hija pequeña… sin estar casada y sin ser viuda. Y una carta de recomendación firmada por mí le hará un flaco favor a Mary, ¿verdad? Además y perdona que te lo diga, Alice, poca gente querrá contratar a una institutriz que pasa de los cuarenta cuando hay tantas jóvenes dispuestas a ocupar dicho puesto. Siento mucho tener que señalar esa cruda realidad, pero la juventud es un valor en alza hoy en día. Fuiste una maravillosa institutriz para mí, y desde que te convertiste en mi dama de compañía has sido una maravillosa amiga. Pero la edad juega en tu contra, reconócelo. En cuanto a mí, en fin… a menos que haga algo para ocultar mi identidad, cosa que será imposible porque necesitaré cartas de recomendación, tengo un futuro muy negro en el mercado laboral. Y en cualquier otro, ya puestos. Nadie querrá contratar a la asesina del hacha bajo ningún concepto. Digo yo.

– ¡Cassie! -Exclamó su antigua institutriz, que se llevó las manos a las mejillas-. No debes describirte de esa manera. Ni siquiera en broma.

Cassandra no era consciente de que estuvieran hablando en broma. De todas formas, soltó una carcajada.

– La gente suele exagerar, ¿no es cierto? -preguntó-. Incluso para inventarse cosas. Así es como me ve medio mundo, Alice. Precisamente porque le divierte creer semejante barbaridad. Supongo que muchos saldrán corriendo en cuanto ponga un pie en la calle. Así que tendré que buscarme un hombre intrépido.

– ¡Ay, Cassie! -Exclamó de nuevo Alice con los ojos llenos de lágrimas-. Ojalá no tuvieras que…

– He intentado ganar dinero en las mesas de juego -le recordó ella, alzando un dedo para llevar la cuenta como si hubiera más-. Habría acabado peor de lo que estoy, de no ser por el modesto golpe de suerte que tuve en la última mano. Cogí mis ganancias y huí tras descubrir que carezco del temple para apostar, por no hablar de la habilidad. Además, me estaba asando con el velo de luto, y me percaté de que varias personas estaban intentando adivinar mi identidad. -Alzó un segundo dedo, pero descubrió que no había nada más que añadir. No había intentado hacer nada más por la sencilla razón de que no había nada más que intentar. Salvo una cosa-. Si no puedo pagar el alquiler de la próxima semana, nos quedaremos en la calle, Alice. Cosa que me desagrada profundamente. -Rió de nuevo.

– Tal vez debieras volver a pedirle ayuda a tu hermano, Cassie. Seguro que…

– Ya le he pedido ayuda a Wesley, Alice -la interrumpió con sequedad-. Le pedí que me acogiera una temporada hasta que pudiera encontrar un modo de ganarme la vida. ¿Y cuál fue su respuesta? Que lo sentía mucho. Que le encantaría ayudarme, pero que estaba a punto de embarcarse en un extenso recorrido a pie por Escocia con un grupo de amigos… que se sentirían la mar de decepcionados si los abandona en el último momento. ¿A qué lugar de Escocia dirijo mi petición de ayuda exactamente? ¿Debería suplicarle de rodillas esta vez? ¿E incluirte a ti y a Mary y a Belinda en la petición? Ah, y también debería suplicar por ti, Roger. ¿Creías que te había olvidado?

Un perro grande y desgreñado de raza indeterminada que estaba tumbado frente al fuego acababa de acercarse a ella cojeando para que le rascara la oreja. Solo tenía una, de la otra quedaba apenas un trozo. El animal cojeaba porque también le faltaba una pata. Y solo veía por un ojo, con el cual la observaba mientras jadeaba de felicidad. Por mucho que lo bañaran y lo cepillaran todos los días, siempre parecía desgreñado. Cassandra lo acarició con las dos manos.

– No le pediría ayuda a Wesley ni aunque estuviera en Londres -añadió una vez que el perro se tumbó a sus pies y dejó la cabeza entre las patas con un suspiro de contento-. No, voy a encontrar un hombre -dijo después de volverse de nuevo hacia la ventana y mientras tamborileaba con los dedos sobre el alféizar-. Un hombre rico. Muy rico. Que nos mantendrá rodeadas de lujos. No será caridad, Alice. Será un empleo y sabré ganarme bien el dinero. -Su voz destilaba un claro desdén, que podría estar dirigido hacia el desconocido que iba a convertirse en su protector o hacia ella misma. Había sido una esposa durante nueve años, pero jamás había sido la amante de nadie.

Dentro de poco lo sería.

– ¡Por Dios! -exclamó Alice muy alterada-. ¿De verdad hemos llegado a esto? No pienso permitirlo. Debe de haber otra alternativa. No voy a permitirlo. Mucho menos cuando una de tus razones para hacerlo es porque te sientes obligada a mantenerme.

Cassandra siguió con la mirada el avance de un antiguo carruaje que se movía despacio por la calle, conducido por un cochero que parecía tener tantos años como el vehículo.

– ¿Que no vas a permitirlo? -replicó-. No puedes detenerme, Alice. Los días en los que yo era Cassandra y tú la señorita Haytor han quedado muy atrás. Tal vez quede muy poco de aquella Cassandra. No tengo dinero y mi reputación es pésima. No tengo amigos más allá de estas puertas y no tengo parientes dispuestos a sufrir las consecuencias de ayudarme. Pero tengo una cosa, una cualidad que me asegurará un empleo bien remunerado gracias al cual recuperaremos un nivel de vida acomodado y estable. Soy guapa. Y deseable.

En otras circunstancias, semejante afirmación podría parecer pretenciosa. Sin embargo, lo había dicho con un hiriente tono burlón. Porque, aunque la afirmación era muy cierta, Cassandra no se enorgullecía de ello. Más bien le parecía una maldición. Su belleza le sirvió para obtener un marido muy rico a los dieciocho años. Y también le había servido en el plazo de diez años para conocer la tristeza más absoluta que podía existir. Ya era hora de que la usara para su propio beneficio. Para conseguir dinero con el que pagar el alquiler de ese deslucido alojamiento, la comida que se llevaban a la boca, la ropa que necesitaban. Y también para guardar unos ahorrillos por si acaso llegaban tiempos peores.

No. Nada de ahorrillos. Unos ahorros como Dios manda. Nada de tiempos peores y de limitarse a subsistir a duras penas cuando le iba a costar tanto ganarse el dinero. Sus amigos y ella vivirían rodeados de lujos. Desde luego que sí. El hombre que la mantuviera pagaría sus servicios a precio de oro. O se iría con otro que le pagara más.

Lo mismo daba que tuviera veintiocho años. Estaba mucho mejor que cuando tenía dieciocho. Había cogido peso… en los lugares apropiados. Su cara, que a los dieciocho era bonita, había adquirido una belleza clásica con el paso de los años. Su pelo, de un brillante tono cobrizo, no se había oscurecido ni había perdido lustre. Y ya no era tan inocente. Todo lo contrario. Sabía muy bien cómo complacer a un hombre. En ese mismo momento había un caballero en algún lugar de Londres que pronto estaría dispuesto a gastarse una fortuna con tal de poseerla y asegurarse la exclusividad de sus servicios. En realidad, había más de un caballero, pero solo se decantaría por uno. Seguro que había uno en concreto ansioso por experimentar el placer de poseerla, aunque a esas alturas todavía lo ignorara.

Dicho caballero iba a desearla más de lo que había deseado nada en toda su vida.

¡Cómo aborrecía a los hombres!

– Cassie -dijo Alice para que la mirara, cosa que ella hizo con gesto interrogante-, no tenemos amistades en Londres. ¿Cómo esperas conocer a algún caballero?

Su dama de compañía había formulado la pregunta con tono triunfal, como si deseara el fracaso de su empresa… algo que sin duda deseaba de corazón.

– Sigo siendo lady Paget, ¿o no? -Replicó con una sonrisa-. Soy la viuda de un barón. Y todavía tengo la ropa elegante y los complementos que Nigel insistía en comprarme, aunque reconozco que están algo pasados de moda. Alice, estamos en plena temporada social. Todas las personas de relevancia están en Londres y todos los días se celebran fiestas, bailes, conciertos, veladas, almuerzos al aire libre y un sinfín de entretenimientos más. No será difícil enterarse de algunos de ellos. Y no será difícil descubrir el modo de asistir a los más importantes.

– ¿Sin invitación? -le preguntó Alice, que frunció el ceño.

– Se te olvida que todas las anfitrionas desean que sus fiestas sean lo más concurridas posible. No creo que vayan a negarme la entrada allí adonde decida ir. Me limitaré a traspasar las puertas con gran desparpajo. Con una vez será suficiente. Me bastará para lograr mi propósito. Alice, esta tarde tú y yo iremos a pasear a Hyde Park. A la hora apropiada, por supuesto. Hace buen tiempo y la alta sociedad estará deseando ver y dejarse ver. Me pondré el vestido negro y el bonete con el velo tupido. Estoy segura de que se me conoce más por mi reputación que por mi físico. Hace una eternidad que no pisaba Londres. Pero no quiero arriesgarme a que alguien me reconozca tan pronto.

Alice suspiró y se acomodó en el sillón mientras meneaba la cabeza.

– Déjame escribirle una carta sensata y conciliadora a lord Paget en tu nombre -sugirió-. Cassie, no tenía derecho a echarte de Carmel House cuando decidió mudarse a la propiedad un año después de la muerte de su padre. Los términos de tu contrato matrimonial no dejan lugar a dudas. En caso de que tu marido falleciera antes que tú, la residencia de la viuda se convertiría en tu hogar. Y te corresponde una suma importante de dinero. Además de una generosa pensión de viudedad procedente de las rentas de la propiedad. No has recibido ni la una ni la otra a pesar de haberle escrito unas cuantas veces reclamando aquello que te pertenece legalmente. Tal vez no lo haya entendido.

– Escribirle no servirá de nada -replicó Cassandra-. Bruce me dejó muy claro que consideraba mi libertad como un generoso estipendio a cambio de todo lo demás. Que no interpondría cargos en mi contra por la muerte de su padre porque no había pruebas concluyentes de que lo hubiera matado. Pero un juez o un jurado bien podrían considerarme culpable de todas formas pese a la falta de evidencias. Alice, si eso sucediera, podrían ahorcarme. Bruce me aseguró que no interpondría ninguna denuncia si me marchaba de Carmel House para no volver nunca… y dejaba todas mis joyas, además de renunciar a cualquier compensación económica.

Alice no rechistó. Porque estaba al tanto de todo eso. Sabía los riesgos que corría Cassandra si luchaba por sus derechos. Y ella había elegido no luchar. Bastante violencia había sufrido durante los pasados nueve años. Diez, a esas alturas. Había elegido marcharse sin más, con sus amigas y con su libertad.

– No voy a morirme de hambre, Alice -sentenció-. Ni tú, ni Mary, ni Belinda. Yo me encargaré de cuidaros a todas. Y a ti también, Roger -añadió mientras le acariciaba la barriga con la punta del zapato, gesto que hizo que el perro golpeara el suelo con el rabo al tiempo que agitaba las tres patas en el aire. La sonrisa de Cassandra se tiñó de amargura… y de algo mucho más tierno-. ¡Ay, Alice! -Exclamó mientras atravesaba la estancia para arrodillarse a los pies de su antigua institutriz-. No llores. Por favor. No puedo soportarlo.

– Jamás pensé que te vería… -dijo Alice entre sollozos-, que te vería convertida en… ¡cortesana! Porque eso es lo que serás. Una prost… una prost… de lujo -concluyó, aunque fue incapaz de decir la palabra completa.

Cassandra le dio unas palmaditas en una rodilla.

– Será mil veces mejor que el matrimonio -le aseguró-. ¿No te das cuenta? Esta vez seré yo quien tenga el poder. Entregaré mis favores o los negaré según me apetezca. Podré deshacerme del caballero en cuestión si no me gusta o si me desilusiona de alguna forma. Seré libre para salir y entrar cuando quiera, y para hacer lo que quiera, salvo cuando esté… en fin, trabajando. ¡Será diez mil veces mejor que el matrimonio!

– Lo único que siempre he deseado en la vida es verte feliz -dijo Alice mientras sorbía por la nariz y se limpiaba las lágrimas-. Eso es lo que quieren las institutrices y las damas de compañía. La vida pasa a nuestro lado, pero aprendemos a disfrutar con la vida de nuestras pupilas. Siempre he anhelado que conocieras lo que es el amor. Y que amaras.

– Conozco las dos cosas, tonta -replicó ella al tiempo que se sentaba sobre los talones-. Alice, tengo tu amor. Y el de Belinda. Y el de Mary, creo. Por no hablar del de Roger. -El perro se había acercado a ella y estaba golpeándole una de las manos con el hocico a fin de que siguiera acariciándolo-. Y yo os quiero a todas. De verdad.

Las lágrimas aún resbalaban por las mejillas de su antigua institutriz.

– Lo sé, Cassie -afirmó-. Pero tú sabes a lo que me refiero. No te hagas la tonta. Quiero verte enamorada de un hombre bueno que te corresponda. No pongas esa cara. Últimamente siempre te enfrentas con ella al mundo, así que cualquiera podría confundirla con tu verdadera personalidad. Conozco muy bien ese mohín despectivo y esa mirada cínica, que tienen muy poco de agradable. Existen hombres buenos. Mi padre fue uno de ellos, y estoy segura de que no es el único que ha creado el Señor.

– Bueno -replicó Cassandra mientras le daba unas cuantas palmaditas más en la rodilla-, tal vez elija sin saberlo a un hombre bueno como protector que acabe enamorándose locamente de mí. No, retiro eso, bastante locura ha habido ya en mi vida. Que acabe enamorándose profundamente de mí y de quien yo me enamore profundamente, tras lo cual nos casaremos y viviremos felices para siempre con nuestra docena de niños. Tú podrás encargarte de todos ellos y les enseñarás todo lo que quieras. No voy a negarte el puesto solo porque hayas pasado de los cuarenta y estés ya en la vejez. ¿Eso te haría feliz, Alice?

La aludida estaba riendo y llorando a la vez.

– La parte de los doce niños no mucho, la verdad -contestó-. Pobre Cassie, acabarías consumida.

Ambas estallaron en carcajadas mientras Cassandra se ponía en pie.

– Además, Alice -añadió-, no hay ningún motivo por el que tu felicidad y tu vida dependan de las mías. Vivir a través de los demás es una noción espantosa. Tal vez vaya siendo hora de que empieces a vivir por tu cuenta. Y a amar. Tal vez seas tú quien conozca a un caballero que se percate de que eres una joya y que se enamore de ti y tú de él. Tal vez seas tú quien acabe viviendo ese «felices para siempre».

– Pero ahorrándome la parte de los doce niños, espero -apostilló Alice con una fingida mueca de espanto, que hizo que ambas se echaran a reír de nuevo.

¡Ay, qué pocos motivos para reírse había últimamente!, pensó Cassandra. Podía contar con los dedos de una mano las veces que se había reído de verdad durante los últimos diez años.

– Será mejor que vaya a desempolvar mi bonete negro -dijo.


Stephen Huxtable, conde de Merton, cabalgaba por Hyde Park acompañado de Constantine Huxtable, su primo segundo. Era la hora del paseo de la tarde, y la avenida principal del parque estaba atestada de vehículos de todo tipo, casi todos descubiertos para que los ocupantes pudieran tomar el aire, contemplar la actividad que se desarrollaba a su alrededor y charlar con los ocupantes de los otros vehículos con los que se cruzaban, así como con los paseantes. Estos últimos se contaban a cientos. Además, había una gran cantidad de jinetes con sus respectivas monturas. Stephen y Constantine entre ellos. Todos se esforzaban por avanzar entre la marea de carruajes.

Era un precioso día casi estival, con solo unas cuantas nubes algodonosas en el cielo cuya sombra se agradecía, ya que evitaba que el sol fuera en exceso abrasador.

A Stephen no le molestaba semejante multitud. No se iba a Hyde Park a pasear con prisas. Se iba para relacionarse con los demás, y a él siempre le había gustado mucho hacerlo. Era un joven de naturaleza gregaria y agradable.

– ¿Irás mañana por la noche al baile de Meg? -le preguntó a Constantine.

Meg era su hermana mayor. Margaret Pennethorne, condesa de Sheringford. Sherry y ella estaban en Londres esa primavera después de haberse perdido las dos anteriores. Habían llegado acompañados de Alexander, su hijo recién nacido; de Sarah, que ya tenía dos años, y de Toby, que ya había cumplido los siete. Por fin habían decidido plantarle cara al viejo escándalo que rodeaba a Sherry, quien se había fugado años antes con una mujer casada con la que había convivido hasta el día de su muerte. Había algunos que aún pensaban que Toby era su hijo, fruto de esa relación con la señora Turner. Ni Sherry ni Meg se molestaban en corregir dicha opinión.

Meg tenía temple, un rasgo de su carácter que siempre había admirado en su hermana. Jamás se contentaría con esconderse de forma indefinida en la relativa seguridad del campo con tal de no enfrentarse a sus demonios. Por su parte, Sherry también era muy capaz de mirar a cualquier demonio a los ojos y de retarlo a duelo. Al día siguiente por la noche y dado que la flor y nata de la alta sociedad había asistido a su boda hacía ya tres años, la aristocracia estaba obligada a acudir a su baile. De cualquier forma, nadie se lo habría perdido, porque la curiosidad siempre era más fuerte que cualquier prejuicio. La alta sociedad se moría de curiosidad por ver cómo marchaba el matrimonio después de tres años… o, más concretamente, por ver «si» marchaba.

– Por supuesto. No me lo perdería por nada del mundo -contestó Constantine, que se llevó la fusta al ala del sombrero para saludar a las cuatro damas que ocupaban los asientos del cabriolé con el que acababan de cruzarse.

Stephen hizo lo propio. Las cuatro damas les sonrieron y los saludaron en respuesta.

– Nada de por supuesto -le dijo a su primo-. Hace dos semanas no fuiste al baile de Nessie.

Nessie, Vanessa Wallace, duquesa de Moreland, era otra de sus tres hermanas. Daba la casualidad de que el duque de Moreland era primo hermano de Constantine. Sus madres eran hermanas y les habían transmitido su herencia griega a los dos. Ambos eran morenos de pelo y de piel, y parecían hermanos más que primos. De hecho, parecían gemelos.

Constantine no había asistido al baile de Vanessa y Elliott, a pesar de encontrarse en la ciudad.

– No me invitaron -adujo su primo al tiempo que lo miraba con expresión indolente y un tanto socarrona-. Y no habría ido aunque me hubieran invitado.

Stephen adoptó un gesto contrito al escucharlo. Constantine era consciente de que había intentado sonsacarle información con ese comentario. Elliott y Constantine no se hablaban, y eso que habían crecido juntos y habían sido grandes amigos durante la juventud. Y puesto que Elliott no se hablaba con su primo, Vanessa tampoco lo hacía. Siempre había sentido curiosidad por el motivo, pero nunca había preguntado. Quizá ya era hora de hacerlo. Las rencillas familiares solían producirse por cosas absurdas y se dilataban en el tiempo, cuando lo normal era que todo quedara olvidado con un abrazo.

– ¿Por qué…? -comenzó a preguntarle.

Sin embargo, Cecil Avery acababa de detener su tílburi a su lado y lady Christobel Foley, su acompañante, estaba poniendo su vida en peligro al inclinarse sobre el borde del precario asiento para sonreírles de oreja a oreja mientras hacía girar la sombrilla de encaje con la que se protegía la cabeza.

– Señor Huxtable, lord Merton -los saludó, mirando primero a Con antes de que sus ojos se detuvieran en Stephen-, ¿verdad que hace un día precioso?

Pasaron unos minutos constatando el hecho y ambos le solicitaron que les reservara un baile para la fiesta de Meg, después de que la jovencita dejara bien claro que su madre había cancelado la cena con los Dexter a última hora y como le había dicho a todo el mundo que no iban a asistir, la pobre Christobel estaba aterrada por la idea de encontrarse sin parejas de baile salvo el bueno de Cecil, por supuesto, a quien conocía desde siempre porque habían crecido juntos en el campo y el pobre, por tanto, no tenía más remedio que invitarla a bailar para que no acabara convertida en un absoluto florero.

Lady Christobel rara vez dividía sus intervenciones orales en frases. De modo que para poder entenderla había que prestar mucha atención. Normalmente bastaba con captar un par de palabras para seguir el hilo de la conversación. Aunque de todas formas era una muchacha preciosa y encantadora, y a Stephen le caía bien. Claro que debía tener mucho cuidado a la hora de demostrarle su simpatía. Lady Christobel era la hija mayor de los influyentes y acaudalados marqueses de Blythesdale, y acababa de cumplir dieciocho años, motivo por el que ese año celebraba su presentación en sociedad. Un matrimonio con ella sería muy ventajoso, y la joven estaba más que dispuesta a conseguir marido durante su primera temporada social, a ser posible antes que las demás. Tenía muchas posibilidades de lograrlo. Para localizarla en cualquier acto social, solo había que buscarla en el centro del grupo más numeroso de caballeros.

Sin embargo, tanto ella como su madre le habían echado el ojo a él en concreto. Y Stephen era muy consciente de ese hecho. Como también era muy consciente de ser uno de los solteros más cotizados de toda Inglaterra y de que el sector femenino de la alta sociedad había decidido, ese año con más ahínco que los anteriores, que había llegado la hora de que sentara cabeza, eligiera una esposa, engendrara un heredero y afrontara de esa forma su responsabilidad como par del reino. Ya había cumplido los veinticinco años y, al parecer, había cruzado la línea invisible que separaba la atolondrada e irresponsable juventud de la seria madurez.

Lady Christobel no era la única jovencita empeñada en cortejarlo y su madre no era la única decidida a echarle el lazo.

Por su parte, le caían bien todas las jovencitas a las que conocía. Le gustaba hablar con ellas, bailar con ellas, acompañarlas al teatro, a cabalgar y a pasear por el parque. No las evitaba, como solían hacer sus congéneres, por temor a caer en alguna trampa y acabar casado a la fuerza. Sin embargo, no estaba listo para casarse.

Ni hablar.

Creía en el amor. Tanto en el amor romántico como en el amor de cualquier otra índole. Dudaba mucho que pudiera contraer matrimonio a menos que sintiera un gran afecto por su futura esposa y estuviera seguro de que ella le correspondía. Sin embargo, su título y su fortuna se interponían en el camino para alcanzar ese a priori modesto sueño. De la misma forma que se interponía su físico, aunque pecara de presumido al pensarlo. Era muy consciente de que las damas lo encontraban guapo y atractivo. ¿Cómo iba una mujer a soslayar esa barrera para llegar a conocerlo y a entenderlo… y para amarlo?

Pero el amor era posible, incluso para un acaudalado conde. Sus hermanas, las tres, lo habían encontrado, aunque en los tres casos los comienzos habían sido muy tambaleantes.

Tal vez el amor lo estuviera esperando a la vuelta de una esquina en cualquier momento de su futuro.

Entretanto, estaba dispuesto a disfrutar de la vida, y a evitar las numerosas trampas matrimoniales con las que a esas alturas estaba tan familiarizado.

– Creo que la dama habría estado encantada de dejarse caer del asiento a tu regazo, Stephen -comentó Con-, de haber estado segura de que estabas lo bastante cerca como para cogerla.

Stephen chasqueó la lengua.

– Estaba a punto de preguntarte por los motivos del enfado que existe entre Elliott, Nessie y tú. Ha sido así desde que te conozco. ¿Qué lo ocasionó?

Hacía ocho años que conocía a Constantine. Elliott, en su papel de albacea del testamento del fallecido conde de Merton, fue quien le notificó que había heredado el título y todo lo que este conllevaba. Stephen vivía por aquel entonces con sus hermanas en una casita del pueblo de Throckbridge en Shropshire. Elliott, que poseía el título de vizconde de Lyngate, aunque a esas alturas era duque de Moreland, se convirtió de esa forma en su tutor legal durante cuatro años, hasta que alcanzó la mayoría de edad. Elliott se trasladó un tiempo con ellos a Warren Hall, la casa solariega del conde de Merton emplazada en Hampshire. Con también estuvo allí una breve temporada. Hasta que ellos aparecieron, Warren Hall era su hogar. Era el hermano mayor del conde que acababa de fallecer a la temprana edad de dieciséis años. Era el primogénito del conde que precedió a su hermano, aunque él no pudo heredar el título ya que había nacido dos días antes de que sus padres contrajeran matrimonio, lo que lo convirtió en un hijo ilegítimo a efectos legales.

Desde el principio estuvo claro que Elliott y Con no se soportaban. Más concretamente, quedó claro que eran enemigos acérrimos. Entre ellos había pasado algo grave.

– Tendrás que preguntárselo a Moreland -contestó su primo-. Creo que tiene algo que ver con su condición de imbécil arrogante.

Elliott no era arrogante. Ni imbécil. Sin embargo, su actitud se tornaba muy tensa en presencia de Constantine.

Decidió dejar correr el tema. Era evidente que Con no iba a contarle lo que había pasado, y tenía todo el derecho a salvaguardar sus secretos. Porque Constantine era un hombre muy misterioso, la verdad. Aunque siempre se había mostrado agradable con sus hermanas y con él, su carácter tenía un halo insondable y taciturno pese a su simpatía y a su presta sonrisa. Después de la muerte de su hermano había comprado una propiedad en algún lugar de Gloucestershire, pero nunca los había invitado a visitarlo. Ni a ellos ni a nadie que Stephen conociera. Y nadie sabía cómo podía haberse permitido semejante gasto. Su padre le había dejado dinero en herencia, por supuesto, pero ¿tanto como para poder comprar una propiedad campestre con una mansión?

Claro que eso no era asunto suyo.

Sin embargo, muchas veces se preguntaba por qué Constantine se había mostrado siempre amable con ellos. Tanto sus hermanas como él eran unos completos desconocidos cuando invadieron su hogar y lo reclamaron. El heredó el título de conde de Merton, el mismo título que tenía su hermano, que murió meses antes, y que también había tenido su padre. Un título que podía haber sido de Con si hubiera nacido tres días después o si sus padres hubieran contraído matrimonio tres días antes.

¿No debería haberles demostrado cierto resentimiento o incluso odio? ¿No debería guardarles rencor todavía?

En muchas ocasiones se preguntaba qué guardaba Con en su cabeza, algo que no se permitía expresar ni con palabras ni con actos.

– Debe de estar pasando un calor infernal -comentó Constantine justo después de haber retomado el paseo tras saludar a un grupo de amigos. Acompañó el comentario con un gesto de la cabeza en dirección a la izquierda del camino.

Stephen vio un nutrido grupo de personas paseando por la zona, pero no le costó trabajo entender a quién se refería.

Delante de un grupo de damas ataviadas con vestidos a la moda de colores apropiados para la época estival caminaban otras dos mujeres, una de ellas vestida de un tono marrón rojizo, un color tal vez más propio del otoño, y la otra, de riguroso luto. Vestida de negro de la cabeza a los pies. El velo con el que se ocultaba el rostro era tan tupido que resultaba imposible verle la cara, aunque estaba apenas a unos metros de distancia.

– Pobre mujer -se lamentó Stephen-. Debe de haber enviudado hace poco.

– Y a una edad muy temprana, por lo que se ve -añadió Constantine-. Me pregunto si su cara le hará justicia a su figura.

Stephen se sentía muy atraído por las jovencitas, cuyas figuras tendían a ser delgadas y esbeltas. El día que por fin se decidiera a pensar en el matrimonio, elegiría a su novia entre el grupo más reciente de jovencitas llegado al mercado matrimonial, y entre ellas se decantaría con frío mercantilismo por una belleza que lo atrajera tanto por su físico como por su carácter y a la que pudiera llegar a amar. Una dama que estuviera dispuesta a mirar más allá de su título y de su fortuna para llegar a conocerlo y a quererlo por ser quien era.

La mujer vestida de luto distaba mucho de su ideal femenino. No parecía estar en la flor de la juventud. Así lo atestiguaban las curvas de su figura. Una figura que evidentemente era magnífica, si bien su atuendo no estuviera diseñado para resaltarla ni mucho menos.

Sintió una repentina punzada de deseo y se avergonzó al instante. Se habría avergonzado aunque la mujer no llevara luto. No tenía por costumbre comerse con los ojos a las desconocidas, como solían hacer muchos de sus amigos.

– Espero que no se ase con este calor -comentó-. Ah, mira, por ahí vienen Kate y Monty.

Katherine Finley, la baronesa Montford, era su tercera hermana. Había perfeccionado sus habilidades de amazona durante los cinco años transcurridos desde su matrimonio, y en ese momento se acercaba a caballo. Les sonrió a ambos. Al igual que Monty.

– He venido para que mi montura pudiera galopar a placer -dijo lord Montford a modo de saludo-, pero no lo creo posible, ¿verdad?

– ¡Jasper, no mientas! -Exclamó Katherine-. Has venido a presumir del sombrero nuevo que me has regalado esta mañana. Stephen, ¿a que es precioso? ¿No te parece que eclipso al resto de las damas presentes en el parque, Constantine? -Estalló en carcajadas.

– Yo diría que esa pluma sería un arma letal -contestó Con-, si no se curvara bajo tu barbilla. Ese ángulo, sin embargo, la hace muy favorecedora. Y eclipsarías a todas las damas presentes aunque llevaras un cubo en la cabeza.

– ¡Vaya! -Exclamó Monty-. Un cubo me habría salido mucho más barato que el sombrero. Ya es demasiado tarde.

– Kate, es precioso, de verdad -comentó Stephen con una sonrisa.

– Pero no he venido para presumir del sombrero nuevo de mi esposa -protestó Monty-. He venido para presumir de esposa.

– Bueno, no diréis que no me he salido con la mía -dijo Katherine entre carcajadas-. He logrado un piropo de cada uno de vosotros. Constantine, ¿irás mañana al baile de Meg? Si vas, insisto en bailar una pieza contigo.

Stephen se olvidó por completo de la voluptuosa viuda de negro.

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