Stephen estaba dormido. No se podía decir que roncara, pero su forma de respirar ponía de manifiesto que estaba dormido.
Cassandra cerró los ojos y sonrió… y sintió una ternura un tanto desesperada hacia él y hacia el placer robado y libre que había experimentado esa tarde. Había decidido disfrutar y eso era lo que estaba haciendo. Todas sus defensas, todos sus miedos y toda su desconfianza hacia cualquiera que no perteneciera a su reducido círculo de amigos se quedó en casa. Ya lo recogería todo cuando terminase el té al aire libre.
Tal vez.
O tal vez no.
Se permitió reconocer con cautela que quizá hubiera un hombre bueno en el mundo después de todo, y que dicho hombre estaba a su lado y la tenía cogida de la mano. Sabía que Stephen no era perfecto. Y él insistía en recordarle que nadie lo era. Pero en su caso, era tan perfecto como se podía llegar a ser.
Y en el caso de que tuviera defectos o incluso vicios, ella nunca los descubriría. Porque, por supuesto, su relación no duraría mucho. No se prolongaría mucho más del final de la temporada social. Y si tenía mucha suerte, no llegaría a escuchar ningún rumor desagradable sobre él en el futuro.
Volvería a vivir en el campo. Acababa de decidirlo allí tumbada. Era como si ese rinconcito de la campiña, con la tierra que tenía debajo y el cielo que tenía por encima, con las ramas de los robles de por medio, hubiera disipado una espesa niebla que le había nublado el pensamiento durante muchísimo tiempo. Buscaría una casita en un pueblecito perdido en algún rincón de Inglaterra, alejado de todo y de todos, y viviría allí. Sembraría flores, bordaría coloridos manteles y pañuelos, iría a la iglesia todos los domingos, ayudaría a preparar y servir el té en los actos parroquiales, bailaría en los festejos del pueblo y… En fin.
Tragó saliva para librarse del nudo que sentía en la garganta. Tal vez se hubiera echado a volar después de todo. Pero no era un sueño irreal. Ni imposible.
Porque acababa de darse cuenta de algo de repente, como si le hubieran asestado un puñetazo.
Había sido una víctima durante diez largos años. Había sido incapaz de evitar las crueles palizas. Nigel era mucho más fuerte que ella y además era su esposo y por tanto estaba en todo su derecho de disciplinarla como creyera conveniente. Pero ella había desarrollado la mentalidad de una víctima; se había convertido en una persona patética y asustadiza cuyo único objetivo era esconderse por completo, contener el aliento por si alguien se percataba de su existencia y se acercaba a ella lanzando puñetazos. Pero tenía la opción de cambiar esa mentalidad de víctima. Si no controlaba sus propios pensamientos, no merecía la pena vivir.
Durante diez años su vida no había merecido la pena.
Ese día, de repente, sí lo hacía. Volvió la cabeza para mirar a Stephen con lágrimas en los ojos, pero él seguía durmiendo. Por suerte, seguía durmiendo.
¡Ay, qué guapísimo era! ¡Era un encanto de hombre! Ojalá pudiera…
Sin embargo, él no podía formar parte de su nuevo sueño. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo había seducido y se sentía en deuda con ella. Era todo muy injusto. Debería estar de vuelta en su propio mundo, relacionándose con jovencitas como la que lo acompañaba esa mañana.
No obstante, ese nuevo sueño sí tenía algo que ver con él. Debía agradecérselo a Stephen. Gracias a la amabilidad que le había demostrado cuando no tenía por qué, le había recordado su propia valía. El poder que tenía sobre su propia vida.
¿Cómo era posible que pudiera afirmar algo tan exagerado sobre él cuando apenas se conocían, cuando su relación había comenzado de manera tan sórdida a través de la seducción y el engaño?
¿Era un ángel de verdad?
La idea le arrancó una sonrisa pese a las lágrimas. Pronto vería alas y un halo sobre su cabeza.
Ya no le temía a la pobreza, ya no sería esa criatura asustadiza, cobarde y dependiente, además de muchas otras cosas horribles, que había sido desde que Bruce la había echado de su casa y le había dado la espalda.
Iba a luchar con uñas y dientes.
Al día siguiente buscaría un abogado dispuesto a defender su caso a pesar de que estaba en la ruina. Le pagaría un adelanto mínimo con el dinero de Stephen, y prometería pagarle el resto de sus honorarios cuando consiguiera hacer justicia en su caso. Según su contrato matrimonial y el testamento de Nigel, tenía derecho a recibir parte de la fortuna personal de su difunto esposo y una pensión vitalicia procedente de los beneficios de la propiedad. También le pertenecían las joyas que había recibido durante su matrimonio. Eran suyas. Tenía derecho a utilizar la residencia de la viuda y la residencia londinense durante el resto de su vida, a menos que volviera a casarse. No le interesaba la residencia de la viuda en lo más mínimo, pero la residencia londinense le habría venido de perlas esa primavera.
Bruce le había dicho que podía tener su libertad, pero nada más. Sus palabras dejaron claro que si no aceptaba su ultimátum, lo perdería todo, incluida la libertad. Tal vez incluso la vida.
Y lo había creído.
¡Menuda tonta!
Si Bruce se hubiera creído capaz de poder demostrar que había matado a su padre, la habría mandado arrestar sin demora. No le habría sugerido ningún acuerdo.
No podía demostrar nada porque no había pruebas.
Si ya era consciente de todo eso, ¿por qué lo veía de repente como una revelación divina?
Iba a pelear por el dinero, por las joyas e incluso por la residencia londinense. Cualquier abogado decente podría conseguírselo todo sin muchos problemas. Un contrato matrimonial y un testamento eran documentos legalmente vinculantes. Ningún abogado vería como un riesgo importante el hecho de cobrar un pequeño anticipo a sabiendas de que podría cobrar el resto más tarde.
Cerró los ojos y sintió que el mundo empezaba a dar vueltas… con ella dentro. Se sentía viva. Y los cálidos dedos de Stephen, todavía relajados, seguían entrelazados con los suyos.
Ojalá pudieran hacer que el mundo girase más despacio. Ojalá pudiera prolongar ese momento. Era muy consciente de que si quería, o más bien si se lo permitía, podría enamorarse de él. Locamente. Sin remedio.
No se lo iba a permitir. Solo estaba disfrutando de una placentera tarde. Estaba tomando prestada un poco de su luz. La luz que ella llevaba en su interior era muy tenue. Si alguien le hubiera preguntado por ella hacía muy poco tiempo, habría dicho que se había apagado. Pero no era verdad. Stephen la había reavivado. Él era todo luz. O eso le parecía.
Puesto que no tenía nada tan poderoso ni tan valioso que ofrecerle a cambio, no lo retendría. Lo dejaría marchar en cuanto pudiera.
No obstante, había dicho la verdad hacía un momento. Lo recordaría. Siempre. Por supuesto, no encargaría un medallón que colgarse al cuello. Pero tampoco le haría falta. Estaba segura de que siempre podría cerrar los ojos y verlo… y oírlo y sentir la calidez de su mano. Siempre recordaría el olor almizcleño de su colonia.
En cuanto dispusiera de sus joyas y de su dinero, le devolvería todo el dinero que le había dado… y le daría las gracias. De esa forma se romperían todos los lazos que los unían, todas las deudas estarían saldadas, no habría más dependencia de una parte ni más obligación de la otra.
Su relación, si acaso se podía calificar lo que tenían como tal, sanaría de alguna manera. Y llegaría a su fin.
Stephen la recordaría, si acaso la recordaba, con respeto y quizá con un poco de nostalgia y afecto.
Levantó ligeramente la cabeza y echó un vistazo hacia la izquierda de la pendiente. A lo lejos vio dos figuras, y estaba casi segura de que caminaban hacia ellos. También estaba casi segura de que se trataba de Alice y del señor Golding. ¡Por Dios! Si llegaba a verlos tumbados en la manta de esa forma, cogidos de la mano y ella con el pelo suelto, Alice correría a Stephen a golpes de ridículo.
Sería muy injusto.
Aunque intentó contenerse, rió entre dientes al imaginarse la escena, y volvió la cabeza para mirar a Stephen mientras le daba un apretón en la mano.
– Creo que es hora de levantarnos y adecentarnos un poco -le dijo-. Tú no tienes un pelo fuera de su sitio, pero yo tengo que recogerme el mío. ¿Me lo cepillas, por favor?
Stephen la miró con una sonrisa adormilada.
– Creo que he estado a punto de dormirme -dijo.
Soltó una carcajada al escucharlo.
– Sí, a puntito.
Se sentó, sacó el cepillo de su ridículo y se lo dio, girándose al tiempo que recogía las horquillas.
Stephen le cepilló la parte izquierda, pasándoselo desde la raíz a las puntas. Después repitió la operación por el derecho. En menos de un minuto tenía el pelo desenredado y liso, y la cabeza le escocía un poco.
– Se te da muy bien -dijo mientras se lo recogía en la nuca y se lo retorcía, tras lo cual procedió a asegurárselo con las horquillas para que no volviera a deshacerse. Una vez que acabó, se colocó el bonete.
– Cassandra, ¿tu marido era el padre de Belinda? -le preguntó Stephen.
Sus manos, que estaban atando las cintas del bonete, se detuvieron.
– No -contestó.
– ¿El actual barón? -insistió-. ¿El hijo?
– No -repitió, haciéndose un lazo a un lado de la barbilla.
– Lo siento -dijo él-. Llevo un tiempo preguntándomelo.
– No fue fruto de una violación -le aseguró-. Creo que Mary quería de verdad a… al padre.
Esperó a que le hiciera más preguntas, pero Stephen guardó silencio.
Cassandra claudicó con un suspiro y dijo:
– Nigel tenía tres hijos. Bruce es el primogénito, y luego están Oscar y William. Oscar lleva varios años en el ejército. Lo he visto dos o tres veces, y de eso ya hace mucho tiempo. No volvió a casa para asistir al funeral de su padre. William siempre ha sido un aventurero. Estuvo en América una temporada. Pero hace unos cuatro años pasó varios meses en casa antes de partir hacia Canadá con un comerciante de pieles. Belinda nació siete meses después de que él se fuera. Mary asegura que no sabía que estaba embarazada cuando se fue. Quiero creerla. Siempre le he tenido cariño a William, aunque reconozco que no es perfecto.
– ¿Paget no la despidió? -quiso saber Stephen.
– ¿Nigel? -precisó-. No, dejaba los asuntos domésticos en mis manos. No le dije que la hija de Mary era su nieta. De hecho, dudo mucho que supiera que había una niña en las estancias de los criados.
Hasta el último momento, añadió para sus adentros.
– Pero Bruce sí la despidió cuando tomó posesión de Carmel House -continuó-. Mary no tenía adonde ir, ningún familiar estaba dispuesto a acogerla. Se encontraba en una situación desesperada. No las ayudé mucho al traerlas a la ciudad conmigo, pero al menos estábamos juntas. Y también teníamos a Alice. Y a Roger.
Alice y el señor Golding estaban ya a la vista. Cassandra levantó un brazo y les hizo señas.
– ¿William Belmont sigue en Canadá? -preguntó Stephen.
– No lo sé -le contestó-. Ni siquiera debería habértelo contado. No tenía derecho a revelarte el secreto, ¿verdad? Pero te aseguro que Mary no es una casquivana. Creo que quería a William de verdad. No, estoy segura de que lo quiere. Y de que lo está esperando.
Stephen le colocó una mano en el hombro y le dio un apretón.
– No estoy juzgando a nadie, Cass -dijo él-. No soy nadie para hacerlo. -Apartó la mano de su hombro y volvió la cabeza para recibir con una sonrisa a la pareja que se acercaba.
Alice y el señor Golding dieron un paseo hasta Pen Ponds. Una vez que rodearon las dos lagunas, emprendieron el camino de regreso a paso tranquilo. Charlaron un buen rato de libros y después rememoraron experiencias compartidas en casa de los Young, si bien el período en el que coincidieron fue muy breve. El señor Golding la sorprendió al hablarle de su difunta esposa, con la que estuvo casado ocho años y que había fallecido hacía tres.
No había pensado ni por un instante que pudiera haberse casado… que quizá estuviera casado.
Primero la entristeció, pero acabó haciéndole gracia que no hubiera estado languideciendo por ella durante todos esos años. Claro que, por supuesto, ella tampoco lo había hecho. Tuvieron una breve relación laboral, se enamoró locamente de él porque era una muchacha solitaria sin posibilidad de conocer a otros jóvenes, lloró su ausencia alrededor de un año y después fue olvidándolo poco a poco… hasta que volvió a verlo dos días atrás.
Seguía siendo un hombre apuesto, pese a su delgadez y a su aire de erudito. Su compañía seguía siendo grata. Y era maravilloso que un hombre hablara exclusivamente con ella durante una hora. Y pasear cogida de su brazo. Si no se andaba con cuidado, volvería a enamorarse de él… y eso sí que sería una estupidez.
En ese momento le preguntó por Cassie y ella comprendió que desconocía la historia.
– Debió de ser un duro golpe para lady Paget perder a su esposo tan joven. ¿Le tenía mucho cariño? -preguntó él.
Titubeó antes de contestar. No era ella quien debía responder esa pregunta. Claro que si él suponía que lo quería, podría darle la razón sin sentir que estaba revelando un secreto. Podría responder sin comprometerse, pero también era posible, muy probable de hecho, que el día menos pensado escuchara los rumores que circulaban sobre Cassie y pensara que no había confiado en él.
– Era un maltratador de la peor calaña -contestó-. Cualquier afecto que sintiera por él cuando se casó murió enseguida.
– ¡Madre de Dios! -exclamó él-. ¡Señorita Haytor, eso es espantoso! Creo que no hay nada peor que un maltratador. No hay mayor canalla.
Alice podría haberse quedado ahí, pero continuó:
– Murió de forma violenta. Algunos dicen que Cassie lo hizo. Ciertamente, sé que es famosa en la ciudad, donde la apodan «la asesina del hacha» por culpa de ciertos rumores.
– ¡Señorita Haytor! -El señor Golding se detuvo de repente, y le soltó el brazo para mirarla a la cara con expresión escandalizada y sorprendida-. ¡No puede ser verdad!
– Le dispararon con su propia pistola -siguió.
– ¿Lo hizo…? -Dejó la pregunta en el aire y enarcó las cejas-. ¿Lo hizo lady Paget?
– No -respondió Alice, y añadió al ver que él no decía nada-: Pude ser yo.
– ¿Lo fue?
– Lo odiaba lo suficiente -contestó-. Nunca creí que pudiera odiar a alguien de esa forma, pero lo odiaba con toda mi alma. Miles de veces pensé en renunciar a mi puesto y buscar otro, pero miles de veces recordé que mi querida Cassie no disfrutaba de la misma libertad para marcharse y que yo era su único consuelo. Pude hacerlo, señor Golding. Pude haberlo matado. Le propinó unas palizas terribles en incontables ocasiones, tal como sucedió aquella noche. Sí, pude hacerlo. Pude coger la pistola y… dispararle.
– Pero no lo hizo, ¿verdad? -le preguntó en voz muy baja.
– Pude haberlo hecho -repitió con terquedad-. Quizá lo hice. Pero sería una tonta si lo confesara, ya que no hay pruebas que incriminen a nadie. Sería absurdo confesar la culpabilidad. Merecía morir.
«Adiós a la posibilidad de retomar el romance», se dijo mientras él se quitaba los anteojos, se sacaba un pañuelo del bolsillo de la chaqueta y procedía a limpiar las lentes sin mirarlas. Era una lástima que estuvieran tan lejos del lugar elegido para el té. El pobre hombre debía de estar preguntándose en qué se había metido. Debía de estar desesperado por escapar. Lo miró directamente a los ojos, con una expresión desafiante, mientras él se colocaba de nuevo los anteojos y le devolvía la mirada, con el ceño fruncido.
– Si alguien no le hubiera parado los pies a lord Paget, su esposa habría tenido que soportar muchísimos años de agresiones y violencia -lo oyó decir-. No puedo perdonar un asesinato, señorita Haytor, pero tampoco puedo perdonar la violencia contra las mujeres. Mucho menos contra una esposa, que pasa a manos de su marido para que este la ame, la cuide y la proteja de todo mal. Es una de esas situaciones que no se pueden juzgar con éxito mediante las normas establecidas, ya sean legales o morales. No puedo felicitar al asesino de lord Paget, pero tampoco puedo condenarlo… o condenarla. Si usted lo hizo porque quiere a lady Paget, debo respetarla por ello, señorita Haytor. Pero no creo que lo hiciera.
Y sin mediar más palabra, le ofreció el brazo de nuevo, ella lo aceptó y echaron a andar hacia el lugar donde habían extendido la manta.
Se habían ausentado una eternidad, pensó Alice mirando hacia la pendiente, aunque al principio no localizó a las dos figuras sentadas en la manta que esperaba ver. Sin embargo, la siguiente vez que miró las vio allí, una junto a la otra, con la cesta a un lado. Por extraño que pareciera, tenía muchísima hambre. Se sentía increíblemente liberada. El señor Golding no la condenaría aunque lo hubiera hecho. Pero no la creía culpable.
Creía que a las mujeres, a las esposas, había que amarlas, cuidarlas y protegerlas.
Stephen se entretuvo pensando en lo que dirían sus amigos si supieran que estaba sentado en Richmond Park, compartiendo una merienda campestre con la infame lady Paget, su dama de compañía y el secretario de un político. No era lo que alguien esperaría del conde de Merton. De hecho, habría varias personas buscándolo en el almuerzo al aire libre que celebraba lady Castleford esa tarde.
Sin embargo, estaba disfrutando muchísimo. El té que Golding había llevado consigo, seguramente preparado en algún establecimiento especializado, estaba delicioso. Por supuesto que tenía muy claro que la comida disfrutada al aire libre sabía mucho mejor.
También cayó en la cuenta, con cierta sorna, de que si no hubiera heredado el título por sorpresa, seguramente él fuera el secretario de alguien a esas alturas y estaría muy orgulloso de su posición.
Todo el mundo parecía estar disfrutando tanto como él. La conversación fue muy animada y todos se rieron bastante. Incluso la señorita Haytor, que tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes. Estaba muy atractiva y parecía rejuvenecer un año por cada hora que transcurría.
Cassandra, al igual que su carabina, también parecía haber rejuvenecido. En circunstancias normales aparentaba sus veintiocho años. Pero en ese preciso momento parecía varios años más joven.
Todavía era temprano cuando terminaron de merendar.
– Supongo que no debería haber propuesto una hora tan temprana para salir de casa de lady Paget -dijo el señor Golding-. Todavía quedan varias horas de sol. Me parece una lástima que nos vayamos tan pronto.
Era una opinión que todos parecían compartir. Nadie quería dar por finalizada la tarde.
– Tal vez a Cassie y a lord Merton les apetezca dar un paseo mientras usted y yo nos quedamos aquí vigilando que no se lleven la manta ni la cesta, señor Golding -sugirió la señorita Haytor.
– ¡Eso sería estupendo! -Exclamó Cassandra al tiempo que se ponía en pie antes de que Stephen pudiera ofrecerle su ayuda o dar su opinión al respecto-. Después de comer tanto, necesito con urgencia un poco de ejercicio.
– Hay algunos árboles a los que podemos trepar -comentó él con una sonrisa mientras se levantaba-. Pero tal vez sea mejor un paseo tranquilo. ¿Nos vamos? -Le ofreció el brazo y Cassandra lo aceptó.
La señorita Haytor lo observó con cierta rigidez mientras se alejaban. Tal vez no debería haber hecho ese comentario acerca de trepar a los árboles delante de ella.
– Creo que el té al aire libre ha sido todo un éxito -dijo cuando se alejaron lo suficiente para que no pudieran oírlos.
– Alice está radiante, ¿verdad? -preguntó ella-. Nunca la había visto así. ¡Ay, Stephen! ¿Crees que…? -dejó la frase en el aire.
– Desde luego que sí -afirmó-. Me han parecido muy felices juntos. Aunque todavía está por ver si surge algo más. Todo depende de ellos.
– La voz de la razón -replicó ella con un suspiro-. Espero que no acabe sufriendo.
– La gente no siempre acaba sufriendo -dijo él-. Algunas veces encuentran el amor, Cass. Y la paz.
– ¡No me digas! -Sonrió-. ¿En serio? ¿De verdad lo hacen? Pues eso es lo que quiero que Alice tenga, amor y paz. Y en parte me mueve el egoísmo. Porque así me sentiré menos culpable por haberme aferrado a ella todos estos años.
En vez de descender por la pendiente y caminar por el verde valle como había hecho la otra pareja, la condujo hacia la cima de la loma y se introdujeron en el vetusto robledal, donde tuvieron que agacharse en más de una ocasión para evitar las ramas más bajas. Le gustaba la panorámica que se disfrutaba desde allí arriba, la sensación de soledad, la sombra que protegía del ardiente sol. Le gustaba la proximidad de los árboles.
Caminaron sumidos en un silencio cómodo mientras él contaba los días. El primero fue el del parque, cuando Con señaló a la viuda ataviada de negro y comentó que debía de estar asándose con esa ropa y el velo negro. Después la noche del baile de Meg, un día después de haberla visto en Hyde Park, y su primera noche juntos. El paseo en tílburi y su segunda noche juntos. Luego llegó la visita formal del día anterior con Meg y Kate para tomar el té con Cassandra y la señorita Haytor. Y… ese mismo día. Daba igual cómo hiciera la cuenta, del primer día al último, o del último al primero la suma siempre era la misma.
Cuatro días.
Conocía a Cassandra desde hacía cuatro días. No llegaba a una semana. Ni siquiera se acercaba.
Tenía la sensación de conocerla desde hacía semanas, incluso meses.
Y sin embargo, no la conocía tan bien, ¿verdad? Apenas sabía nada de ella.
– Háblame de tu matrimonio -le dijo.
Cassandra volvió la cabeza con brusquedad para mirarlo.
– ¿De mi matrimonio? -repitió-. ¿Qué me queda por contarte?
– ¿Cómo lo conociste? -le preguntó-. ¿Por qué te casaste con él?
Fueron aminorando el paso hasta detenerse por completo. Cassandra se soltó de su brazo y se alejó unos pasos, hasta apoyarse en el tronco de un árbol enorme. La siguió, aunque no se acercó mucho a ella y apoyó una mano en una rama baja. El tronco habría bastado para ocultarlos a la vista de los ocupantes de la manta, pero de todas maneras Stephen echó un vistazo por encima de la rama donde tenía apoyado el brazo para asegurarse. Se habían alejado más de lo que pensaba.
– Nunca tuvimos un hogar fijo -comenzó ella-. Nunca hubo estabilidad ni seguridad en casa. No nos faltó cariño, pero mi padre no nos atendió de forma responsable. Era un hombre muy sociable y solía a invitar a muchos caballeros allí donde estuviéramos viviendo. Siempre caballeros, ninguna dama. No empezó a preocuparme hasta que cumplí los quince. De hecho, me encantaba la compañía y la atención que de vez en cuando me prestaban. Me encantaba que mi padre me sentara sobre sus rodillas mientras hablaba con ellos. Pero cuando comencé a desarrollarme, tuve que soportar miradas lascivas y comentarios picantes… y algún que otro pellizco y roce a hurtadillas. Incluso un beso. Mi padre no lo habría permitido de haberlo sabido, por supuesto. Soñaba con verme disfrutar de una temporada social durante la que conocería a la gente adecuada. Al fin y al cabo, era un baronet. Pero ignoraba lo que pasaba delante de sus narices, y yo nunca se lo dije. Nunca fue nada especialmente peligroso, aunque la situación empeoró conforme iba creciendo.
– Deberías habérselo dicho -dijo él.
– Posiblemente. -Se encogió de hombros-. Pero no tenía nada con lo que comparar mi vida. Creía que era normal. Y Alice siempre estaba conmigo para proporcionarme cierta protección. Un día, el barón Paget acompañó a mi padre a casa y a partir de ese momento sus visitas se hicieron frecuentes. Mi padre y él eran amigos. Eran más o menos de la misma edad. Lord Paget era distinto de los demás. Era amable y siempre muy educado y agradable, de modales impecables. Comenzó a hablarme de su casa solariega en el campo, donde pasaba la mayor parte del tiempo, y de los terrenos de la propiedad, del pueblo y del vecindario. Que yo supiera, no jugaba. Un día nos quedamos a solas, ya que mi padre salió de la estancia con algún pretexto, y me dijo que todo eso podía ser mío si le concedía el gran honor de casarme con él. Me dijo que estaba al tanto de que no tenía dote, pero que no le importaba. Que solo me quería a mí. Me aseguró que redactaría un contrato matrimonial muy beneficioso para mí y que él me querría y me cuidaría el resto de su vida. Al principio me quedé espantada, pero me recuperé pronto de la impresión. Es posible que no entiendas lo tentadora que era para mí esa proposición… una vida de seguridad y estabilidad en un paraíso rural. Parecía un hombre como mi padre, pero sin sus defectos. Aunque me casé con él, supongo que lo veía como a un padre más que como a un marido.
– ¿Qué sucedió? -le preguntó tras un largo silencio.
Cassandra colocó las palmas de las manos en el tronco, a ambos lados de su cuerpo.
– Durante seis meses no pasó nada -contestó-. No puedo decir que fuera muy feliz. Era un hombre mayor y yo no estaba enamorada de él. Pero parecía una buena persona, y era amable y atento conmigo, y yo adoraba el campo y el vecindario. Estaba embarazada y delirante de felicidad por mi estado. Me sentía contenta, tal vez incluso un poco feliz. Un día Nigel fue a visitar a un vecino lejano, y no tuve noticias de él durante tres días. Estaba muerta de preocupación y cometí el error de ir a buscarlo. Se alegró mucho de verme y me trató con gran amabilidad. Llamó a sus amigos, todos hombres, para que vieran lo mucho que lo quería su flamante esposa. Se rió a mandíbula batiente con ellos y regresó conmigo a casa. En el carruaje se mantuvo en completo silencio. Me sonrió varias veces, pero yo tenía miedo. Me di cuenta de que había estado bebiendo. Tenía una expresión en los ojos que me resultaba desconocida. Cuando llegamos a casa… -Tragó saliva y se detuvo un instante. Cuando continuó con el relato, lo hizo con un hilo de voz-. Cuando llegamos a casa, me llevó a la biblioteca y me dijo en voz muy baja que lo había avergonzado tanto que no sabía si iba a poder mirar a sus amigos a la cara cuando volviera a verlos. Me disculpé… más de una vez. Pero él empezó a pegarme. Primero me abofeteó y luego comenzaron los puñetazos… y las patadas. No puedo hablar sobre eso… El caso es que dos días después sufrí un aborto. Perdí a mi hijo… -Había apoyado la cabeza contra el tronco y tenía los ojos cerrados. Su cara era un mosaico de luces y sombras. Había perdido todo el color.
– Y no fue la única vez -dijo él en voz baja.
– No -convino ella-. No fue la única paliza ni el único aborto. Era dos hombres distintos, Stephen. No podía desear un hombre más amable, más atento y generoso que él cuando estaba sobrio… y en ocasiones estaba sobrio durante meses. De hecho, ese era su estado habitual. Cuando estaba borracho, no había señales externas, solo sus ojos… y su violencia. Una de las vecinas, que me vio en una ocasión cuando aún no se me había bajado la inflamación del ojo tras una paliza, me dijo que siempre había sospechado que Nigel mató a su primera esposa. La versión oficial es que murió al caerse del caballo cuando intentaba saltar una cerca alta.
Stephen no sabía qué decir, salvo que se alegraba de que hubiera matado a Paget antes de que él la matara a ella. ¡Por el amor de Dios! Ese hombre había matado a sus hijos nonatos.
– Por aquel entonces me creía culpable de que se enfadara tanto conmigo -siguió Cassandra-. Solía esforzarme por complacerlo. Hacía todo lo posible por evitar cualquier cosa que creyera que podía desagradarle. Y cuando sabía que estaba bebiendo, solía esconderme, apartarme de su camino o… En fin. Nada daba resultado, por supuesto. -Se produjo un largo silencio-. Y ya está -dijo ella a la postre, volviendo la cabeza para mirarlo con una mueca en los labios-. Tú lo has querido.
– ¿Y nadie te ayudó? -le preguntó.
– ¿Quién? -Preguntó ella a su vez-. Mi padre murió al año de casarme. De todas maneras, no habría tenido derecho a intervenir. Las visitas de Wesley no eran frecuentes, así que nunca vio la cara oculta de Nigel. Nunca le conté lo de las palizas. Solo era un niño. La única vez que Alice intentó intervenir, Nigel le pegó, la echó de la estancia y una vez que cerró la puerta con llave se ensañó todavía más conmigo porque era una mala esposa, incapaz de admitir mis defectos y el castigo que me merecía.
– ¿Y sus hijos? -insistió.
– Casi nunca estaban en casa -contestó-. Estoy segura de que lo conocían muy bien. Aunque supongo que la primera lady Paget era más resistente que yo, de lo contrario no habría tenido tres hijos. O tal vez los períodos de sobriedad de Nigel eran más largos cuando estaba casado con ella.
No iba a preguntarle por la muerte de Paget. Ya la había alterado demasiado. Suponía que no debería haberle preguntado nada. Había sido una tarde muy agradable hasta que comenzó con las preguntas.
Sin embargo, su necesidad de conocerla mejor y de conseguir que se abriera a él, o a alguna otra persona, había resultado más poderosa que su deseo de mantener el ambiente distendido de la tarde.
– Mmmm, hablando de trepar a los árboles -dijo en voz baja al cabo de un momento, como si no hubieran hablado desde que se alejaron de la manta-. ¿Lo has hecho alguna vez?
Cassandra echó la cabeza hacia atrás para contemplar las extensas ramas del roble.
– De niña lo hacía a todas horas -contestó-. Creo que nací soñando con salir volando hacia el cielo azul o dejándome caer en él. Este árbol es el sueño de cualquier trepador, ¿no te parece? -Se desató las cintas del bonete y lo dejó en el suelo antes de mirar las ramas bajas, en busca de la mejor manera de trepar.
Stephen entrelazó los dedos y colocó las manos como si quisiera ayudarla a subir a un caballo, y casi sin titubear ella le puso el pie encima para que la aupara. En cuanto lo hizo, subió tras ella.
Después de ese primer impulso fue muy fácil. Las ramas eran gruesas y fuertes, y se extendían casi en paralelo con el suelo. Treparon sin hablar hasta que, tras mirar hacia abajo, Stephen se dio cuenta de que habían subido bastante.
Cassandra se sentó en una rama, con la espalda apoyada en el tronco, y después se llevó las piernas al pecho y se las abrazó. Él se quedó de pie en una rama más baja, con un brazo apoyado en la rama superior y el otro alrededor de la cintura de Cassandra.
Ella lo miró con una sonrisa antes de echarse a reír.
– ¡Ay, ojalá pudiéramos volver a la infancia! -exclamó.
– Siempre podemos ser niños -repuso él-. Es un estado mental. Ojalá te hubiera conocido cuando eras más joven, antes de que usaras esa armadura de cinismo y desdén para esconder todo el dolor y la rabia. Ojalá no hubieras tenido que vivir todo eso, Cass. Ojalá pudiera hacerlo desaparecer o sanarlo con un beso, pero no puedo. Aunque sí puedo decirte una cosa, y es que si insistes en mantenerte alejada de la gente y de todo lo bueno que el mundo y la vida pueden ofrecerte, serás tú quien salga perdiendo.
– ¿Qué garantías hay de que la vida no vuelva a ponerme un ojo morado? -preguntó ella.
– Por desgracia, ninguna -contestó-. Pero creo que en el mundo hay muchísima más bondad que maldad. Y si esa afirmación te parece demasiado inocente, permíteme expresarlo de otra manera. Creo que la bondad y el amor son muchísimo más fuertes que la maldad y el odio.
– ¿Los ángeles son más fuertes que los demonios? -preguntó ella con una sonrisa.
– Sí -respondió él-. Siempre.
Cassandra alzó los brazos y le colocó las manos a ambos lados de la cara con mucha delicadeza.
– Gracias, Stephen -le dijo antes de darle un beso fugaz en los labios.
– Además, sabes más del amor de lo que te imaginas -continuó él-. Te convertiste en mi amante no solo por tu pobreza, esa ni siquiera fue tu primera motivación. Tienes una dama de compañía que quizá sea demasiado mayor para encontrar un empleo que la satisfaga, tienes a una criada que seguramente no pueda conseguir trabajo alguno si quiere tener a su hija consigo. Tienes a esa niña. Y el perro. También es miembro de tu familia. Lo hiciste por ellas, Cass. Te sacrificaste por amor.
– Con un hombre tan guapo, tampoco se puede decir que fuera un sacrificio, ¿no? -replicó con su voz aterciopelada.
– Desde luego que lo fue -le aseguró él.
Cassandra dejó las manos sobre la rama, a ambos lados de sus caderas, y apoyó la cabeza en su pecho.
– Es curioso, pero al hablar de lo abominable me he liberado un poco -dijo ella-. Me siento muy… feliz. ¿Por eso lo has hecho? ¿Por eso me has preguntado?
Stephen inclinó la cabeza y la besó en el pelo, templado por el calor del sol.
– ¿Eres feliz tú? -le preguntó ella.
– Sí -contestó.
– Aunque no es la palabra adecuada -señaló Cassandra-. Me prometiste alegría para hoy, Stephen, y me la has proporcionado. No son exactamente lo mismo, ¿verdad? Me refiero a la felicidad y a la alegría.
Se quedaron tal como estaban un rato, y él deseó que el tiempo se detuviera, aunque fuera un momento. Había algo en Cassandra que lo atraía de forma irresistible. No se trataba solo de su belleza. Ni mucho menos de sus artimañas seductoras. Era… No sabía expresar qué era exactamente. Nunca había estado enamorado, y no creía estarlo en ese momento. ¡Qué desconcertantes podían ser las emociones humanas en algunas ocasiones! Una idea sobre la que nunca había reflexionado antes de conocer a Cassandra.
– La felicidad es más efímera -dijo-, la alegría es más duradera.
Cassandra suspiró y levantó la cabeza.
– Pero después viene el desastre -apostilló-. Alguien se pasa tres días enteros bebiendo y… y adiós a la felicidad. ¿La alegría permanece? ¿Cómo es posible?
– Algún día aprenderás que el amor no siempre te traiciona, Cass.
Ella le sonrió.
– Eres la única persona que me llama así -comentó-. Me gusta. Lo recordaré… ese diminutivo pronunciado con tu voz. -Le dio un beso fugaz en los labios antes de bajar las piernas a la rama donde él se encontraba-. Ahora es cuando uno se da cuenta de que trepar a un árbol no es tan buena idea después de todo -dijo-. Porque hay que bajar y la bajada siempre es diez veces peor que la subida.
Sin embargo, se echó a reír cuando él hizo ademán de ayudarla y comenzó a descender como si se hubiera pasado todos los días de su vida trepando a los árboles.
Una vez que los dos estuvieron en el suelo, la vio sonreír y llegó a la conclusión de que nunca había visto a una mujer tan preciosa.
Cass invadida por la alegría.
Era una imagen que llevaría consigo el resto de su vida. Muy cerca del corazón. Peligrosamente cerca.
Porque pese a todo había matado a su esposo y era imposible obviar la carga tan inmensa y pesada que tendría que soportar durante el resto de su vida.
Y también era imposible obviar la certeza de que dicha carga sería muy pesada si decidía compartirla, si decidía enamorarse de ella.
«¿Cómo que "si"?», se recriminó.
¿Sería ya demasiado tarde?
¿Qué puñetas se sentía al enamorarse?