CAPÍTULO 10

Cassandra esperó a oscuras, sentada en la salita de estar. Se había puesto un camisón de seda y encaje que rara vez usaba. Sobre la prenda llevaba una vaporosa bata. Todo de color blanco. Se había cepillado el pelo y se lo había recogido en la nuca con una cinta blanca.

Como una novia a la espera del novio, pensó.

Menuda ironía.

Para colmo, era incómodo estar tan desabrigada con el frío que hacía en la salita.

El conde llegó tarde. Aunque no esperaba que llegara temprano, claro. Se mantuvo atenta al sonido de los cascos de algún caballo sobre los adoquines, al tintineo de los arneses o al traqueteo de las ruedas de un carruaje, de ahí que se sorprendiera al escuchar que alguien llamaba suavemente a la puerta.

Había ido andando.

Al abrir, vio que llevaba una capa larga de color negro y un sombrero de copa de seda, que se quitó nada más verla. Lo vio esbozar una sonrisa gracias a la luz de una de las farolas, y se percató del movimiento de la capa cuando se acercó a la puerta.

Era una mezcla de oscuridad, luz y virilidad.

Se le aceleró la respiración por una mezcla de temor y de…

En fin.

– Cassandra -lo oyó decir-, confío no haber llegado demasiado tarde.

Entró en el vestíbulo y cerró la puerta con el pestillo mientras la llama de la vela del candelabro oscilaba por la corriente de aire.

– Solo son las once y media -replicó ella-. ¿Ha pasado una noche agradable? -le preguntó mientras echaba a andar hacia la escalera, apagando la vela de camino.

Supuso que en un par de semanas esa escena se habría convertido en algo rutinario. Tal vez incluso tedioso. Y el tedio podía ser agradable. Porque esa noche sentía el corazón tan desbocado que casi le faltaba el aliento. Estaba tan nerviosa como una novia, aunque ya hubieran hecho eso mismo la noche anterior y a esas alturas debiera ser más fácil.

Aunque la noche anterior había sido diferente, por supuesto. Entonces no era su amante, no estaba empleada para ofrecerle ese servicio. No le había pagado de antemano.

– Sí, gracias -contestó él-. He cenado con Moreland y mi hermana, que también tenían otros invitados, y después hemos ido al teatro.

Y después del teatro acudía a casa de su amante. La típica noche de un caballero.

Le alegró que el dormitorio de Alice se encontrara en el último piso, al lado del que ocupaban Mary y Belinda, y no en el primero. Aunque cuando se mudaron intentó convencerla de que ocupara el dormitorio contiguo al suyo, Alice adujo que en la calle había mucho ruido y que después de haber vivido diez años en el campo sería muy molesto. De modo que prefirió la tranquilidad del último piso.

Al llegar al pasillo de su dormitorio, Cassandra apagó la vela y entró en su habitación. Lord Merton la siguió, cerrando la puerta al entrar. Había luz suficiente. Había girado un poco los espejos del tocador como la noche anterior, de forma que la luz de la solitaria vela se reflejara por toda la estancia.

– ¿Le apetece una copa de vino? -Atravesó el dormitorio en dirección a la bandeja que había dejado en una de las mesillas de noche. El vino había sido un exceso, pero pudo permitírselo.

– Gracias -lo oyó decir.

Sirvió una copa para cada uno y le ofreció una a él, que seguía de pie cerca de la puerta. Había dejado la capa sobre el respaldo de una silla y el sombrero sobre el asiento de la misma. Bajo la capa llevaba un traje negro, un chaleco con bordados en color marfil, una camisa blanca con el cuello perfectamente almidonado y una corbata anudada por un experto, aunque no tenía nada de ostentosa.

El conde de Merton no necesitaba la menor ostentación. Poseía suficiente apostura y carisma por sí mismo, de tal forma que podía prescindir de cualquier adorno.

Acercó su copa para brindar con él.

– Por el placer -dijo mientras lo miraba a los ojos con una sonrisa.

– Por el placer mutuo -añadió él, sosteniendo su mirada mientras bebían un sorbo.

A la parpadeante y tenue luz de la vela, el color de sus ojos siguió pareciéndole muy azul.

Lord Merton le quitó la copa de la mano y la colocó, junto con la suya, en la bandeja. Después se volvió para mirarla y extendió los brazos con las palmas de las manos hacia arriba.

– Ven -le dijo.

Puesto que estaba junto a la cama, Cassandra medio esperaba que la arrojara sobre el lecho sin más preámbulo y entrara en materia. En cambio, se limitó a abrazarla con delicadeza por la cintura.

– ¿Qué tal ha sido tu noche? -oyó que le preguntaba.

– He estado sentada en la salita de estar observando cómo Alice remendaba algunas cosas -contestó-. Pero yo no he hecho nada. Por vergonzoso que suene, debo admitir que me sentía perezosa.

En realidad, se había sentido muy inquieta, aunque había intentado disimular por todos los medios. Incluso le había costado admitirlo ante sí misma.

Hasta la noche anterior solo se había acostado con Nigel. Y su unión había estado bendecida por la santidad del matrimonio. No le había parecido pecaminoso entregarse a él.

¿Se lo parecía la situación actual? Tanto lord Merton como ella eran adultos y estaban de acuerdo en lo que hacían. Su relación no perjudicaba a nadie.

– En ocasiones la pereza es un lujo muy gratificante -comentó él.

– Sí que lo es -reconoció ella mientras colocaba las manos en ambos lados de su cintura. Sintió su calor corporal al instante.

Lord Merton la estrechó entre sus brazos, la pegó a su cuerpo desde las rodillas hasta el pecho y la besó.

En cierto modo fue inesperado. Y un tanto alarmante. Porque había decidido llevar las riendas de esa noche como lo había hecho la noche anterior. Había planeado desnudarlo muy despacio y explorar su cuerpo con los labios y las manos a fin de volverlo loco de deseo. De hecho, su intención era esa, pero…

Pero la estaba besando.

Y lo inesperado y alarmante era que no lo hacía de forma apasionada o lasciva. Era un beso delicado, suave y… ¿tierno?

Era un beso que resquebrajaba sus defensas.

Lord Merton la besó con los labios separados, explorando su boca con suavidad antes de acariciarla con la punta de la lengua. Después sus besos se trasladaron a los párpados, que ella había cerrado; a las sienes; a la sensible piel de detrás de la oreja y al cuello.

De repente, Cassandra notó un nudo en la garganta, como si estuviera a punto de echarse a llorar.

¿Por qué?

Porque esperaba pasión en el encuentro de esa noche. Deseaba dicha pasión. La pasión era una emoción que se limitaba al plano físico. Y ella pretendía que su relación se mantuviera en ese terreno. Que solo fuera sexual. Una palabra que cada vez le costaba menos pronunciar en su mente.

Lo único que quería de lord Merton era sexo.

Algo instintivo y carnal.

Quería sentir que se ganaba con creces cada penique de su salario.

Se percató de que lo estaba abrazando sin mover siquiera las manos, que seguían inmóviles, en su espalda. La estaba besando. Ella no hacía nada. Estaba recibiendo, no estaba dando nada.

No se estaba ganando el dinero que le pagaba.

Lord Merton levantó la cabeza. Aunque no sonreía, tenía un brillo alegre en los ojos. Se dio cuenta de que estaba apoyada por completo en él, entregada, relajada y casi rendida.

– Cass -lo oyó susurrar.

Nadie la había llamado así antes.

– Sí -dijo con un hilo de voz.

Y comprendió en ese momento que lo que sentía no era relajación, sino… deseo.

¿Cómo podía ser deseo? Todavía no habían hecho nada para que se sintiera así.

¿O sí?

– Te deseo -le dijo lord Merton-. No solo tu cuerpo, sino también a la persona que existe en su interior. Dime que tú también me deseas.

«… sino también a la persona que existe en su interior».

En ese momento casi lo odió. ¿Cómo iba a luchar contra algo así?

Hizo un gran esfuerzo para lograrlo. Entrecerró los ojos y le contestó con su voz más grave:

– Por supuesto que lo deseo. ¿Qué mujer podría resistirse a este esplendor tan erótico, mezcla de hombre y de ángel? -Esbozó una sonrisa estudiada.

Sin embargo y en vez de seguir besándola, ya fuera con pasión o sin ella, lord Merton la miró a los ojos y después a la cara con expresión indagadora.

Debería haber apagado la vela, pensó ella.

– No voy a hacerte daño -dijo él en voz baja-. Voy a…

– ¿A amarme? -lo interrumpió, enarcando una ceja.

¿Qué reglas seguía ese hombre en el arte de la seducción y el flirteo?

– Sí -contestó lord Merton-. En cierto modo. Cass, existen muchos tipos de amor y ninguno de ellos se limita solo a la lujuria. En mi caso, la lujuria sin más es imposible. Sobre todo contigo, con quien tengo cierta relación. Sí, he venido para amarte.

Ese hombre no sabía nada en absoluto sobre el amor. ¿Y ella?

«… con quien tengo cierta relación…»

Entrecerró de nuevo los ojos y sonrió.

– Quítatela -lo oyó decir-. Por favor.

Sus palabras lograron que enarcara las cejas.

– La máscara -puntualizó lord Merton-. Conmigo no la necesitas. Te lo prometo.

Tuvo el súbito presentimiento, el súbito temor, de que con él la necesitaba más que con nadie. Porque lord Merton desgarraba de forma implacable las máscaras y las defensas, por muy cuidadosamente que se hubieran tejido.

Volvió a besarla, en esa ocasión de forma apasionada. Siguió el contorno de sus labios con la lengua y después la introdujo entre ellos mientras le quitaba la cinta del pelo, que arrojó al suelo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y al cabo de unos minutos le desató el lazo que le cerraba la bata en el cuello. La prenda se deslizó por su cuerpo hasta caer al suelo. En ese momento la instó a tenderse sobre el lecho.

Sin embargo, no la siguió. Se desnudó de pie junto a la cama, quitándose primero la chaqueta, después el chaleco y por último la camisa. Todo acabó en el suelo, junto con su cinta del pelo y su bata. Acto seguido se desabrochó el pantalón, y se lo quitó, tras lo cual se despojó de las medias y de los calzones. Lo hizo sin prisa y en ningún momento intentó esconderse de su curiosa mirada.

¡Por Dios, qué cuerpo más hermoso tenía!, pensó. Para la mayoría de la gente, la ropa era una bendición con la que ocultaban una multitud de imperfecciones. En el caso de lord Merton, solo ocultaba perfección. Unos brazos y unos hombros bien formados, un pecho ligeramente salpicado de vello rubio. Una cintura y unas caderas estrechas. Unas piernas largas y fuertes.

Los escultores griegos idealizaron a sus modelos cuando esculpían a los dioses. Si hubieran tenido a lord Merton por modelo, no habrían necesitado de ninguna idealización.

Porque era un dios y un ángel.

Azul y clorado, como un día de verano. Ojos azules, pelo rubio. Todo luz. Luz cegadora.

– Apaga la vela -le dijo ella.

No podía soportar seguir mirándolo a sabiendas de que entre ellos existía «cierta relación». Amante y protector. Eso era todo, así lo había planeado y así lo quería. Y todo seguía igual. Se aferraría mucho mejor a esa certeza con la luz apagada, sin el sentido de la vista. Porque así pensaría en Mary, en Belinda y en Alice, e incluso en Roger. El pobre Roger que intentó ayudarla en una ocasión y…

Solo era la amante de lord Merton, nada más.

Él se acostó a su lado después de apagar la vela, y lo recibió con los brazos abiertos, dispuesta a hacerse con el control de la situación tal como había planeado. Sin embargo, notó que le aferraba el borde del camisón y levantó los brazos para que se lo quitara, tras lo cual lo arrojó al suelo. Y en ese momento, antes de que pudiera bajar los brazos, lord Merton le aferró las muñecas con una mano, se las sostuvo por encima de la cabeza y se inclinó hacia ella, instándola a tumbarse de nuevo. La besó en los labios, en la barbilla, en el cuello y por último en los pechos. Le acarició un pezón con la boca, y después, ya humedecido, sopló para que el aire frío lo endureciera antes de atraparlo entre los labios y succionarlo. El frío fue reemplazado por el calor, y ese ramalazo de dolor que no era exactamente dolor le atravesó el abdomen y se extendió hasta su entrepierna, que de repente notaba palpitante de deseo.

La boca de lord Merton se trasladó hasta su vientre. Notó que le lamía el ombligo y contrajo los músculos de forma involuntaria. Entretanto, le acariciaba con la mano libre la cara interna de un muslo, trazando perezosos círculos. Hasta que llegó a esa parte húmeda y secreta de su cuerpo, que procedió a acariciar con suavidad antes de penetrarla con un dedo, hasta el nudillo. Dicho dedo comenzó a moverse en círculos en su interior.

En ese momento se percató de que podría haber liberado sus manos. Lord Merton no la aferraba con fuerza. Pero no lo hizo. Siguió tumbada, sometiéndose a su asalto, aunque en realidad dicha palabra no se ajustaba a lo que le estaba haciendo. Lo había creído un inocente en esas lides. Pero no lo era. En realidad era muy habilidoso. Sabía cómo utilizar la ternura y la lentitud para avivar la pasión hasta un punto abrasador.

No era así como había imaginado que un hombre usaba a su amante. Había esperado una demostración de fuerza bruta, alentada siempre por sus propias artes seductoras. Sin embargo, supo desde el primer momento que con él no sería así. De él esperaba una inocencia que lo dejaría a su merced.

Como si fuera una experimentada cortesana.

¡Qué expectativas más absurdas las suyas!

Sintió la caricia de los dedos de lord Merton en un pecho, y después un pellizco en el pezón. El dolor estuvo a punto de arrancarle un grito. Pero era un dolor que no dolía.

En ese instante se colocó sobre ella y sintió todo el peso de su cuerpo. Le soltó las manos para poder aferraría por las nalgas. Cuando lo vio levantar la cabeza, supo que la estaba mirando a la cara, aunque apenas lo veía en la oscuridad.

– Hay un tipo de amor que un hombre siente por su amante, Cass -lo oyó decir en voz baja-. Y es más que simple lujuria.

Y la penetró justo cuando sus palabras la desarmaban, haciéndole imposible que se preparara para la invasión.

Lord Merton estaba muy bien dotado. Su miembro era duro y grande, tal cual lo recordaba de la noche anterior. Lo presionó con sus músculos, como hizo entonces, y deslizó los pies sobre la sábana, a fin de rodear esas piernas musculosas y fuertes con las suyas.

Olía a limpio, se percató en un momento dado. La colonia discreta y cara que llevaba no enmascaraba otros olores más desagradables. Todo lo contrario, resaltaba su olor a limpio. Su pelo era suave y olía muy bien. Le enterró una mano en él cuando notó que apoyaba la cabeza en la almohada a su lado, con la cara hacia ella, y le colocó la otra en la cintura.

Entonces comenzó la rítmica cadencia del sexo, ese vaivén tan íntimo que siempre había requerido de sus mayores esfuerzos para soportarlo durante gran parte de su matrimonio.

Esa noche lord Merton ejercía un mayor control sobre sí mismo. Cosa que fue evidente desde el principio. Esa noche no acabaría en cuestión de minutos. Sus movimientos eran rítmicos y poderosos. Con una cadencia que variaba a su antojo.

Lo sentía deslizarse en su interior, notaba la fricción de su duro miembro contra la suave humedad de su cuerpo, aumentando el calor de sus cuerpos. Escuchaba los sonidos que dichos movimientos producían.

Y le resultó muy erótico.

En ese instante notó allí donde sus cuerpos se unían una especie de anhelo que se extendió por sus entrañas y fue ascendiendo hasta llegar a sus pechos y a su garganta. Un anhelo tan intenso que dolía. Un dolor que no resultaba doloroso. Sintió deseos de echarse a llorar. Sintió deseos de rodearlo fuertemente con las piernas, de rodearle la cintura con ellas al tiempo que lo abrazaba, que lo aferraba por los hombros y hundía la cara en su cuello y gritaba, presa de ese anhelo que no comprendía.

Sintió deseos de dejarse llevar por dicho anhelo. De entregarse por completo. Por un sublime instante de su vida quiso dejarse arrastrar y darse por vencida.

Y precisamente era lo que debía hacer, comprendió haciendo un esfuerzo por razonar con cierta lógica. Era su amante. Lord Merton le estaba pagando una cuantiosa suma para que lo complaciera, para que lo halagara aceptando el placer que él le proporcionaba.

Sin embargo, si fingía dicho placer, caería en su propia trampa. De repente, se sintió indefensa y asustada.

Y presa de ese extraño anhelo.

Las manos de lord Merton volvieron a aferraría por las nalgas. Su cara volvía a estar sobre la suya.

– Cass -lo oyó susurrar-. Cass.

Y justo cuando sus movimientos se detenían y se hundía hasta el fondo en ella, derramándose en su interior, supo que era lo peor que podía haber dicho.

Porque quería ser la mujer y la amante para él. Pero sin dejar de ser ella misma. Quería mantener estrictamente separadas las dos facetas de su vida: su vida privada y su vida laboral. Sin embargo, lord Merton la había mirado a los ojos en la oscuridad, la había llamado por ese nombre que nadie había usado antes y solo con esa palabra le había asegurado que sabía quién era y que de algún modo se había convertido en algo muy valioso para él.

Salvo que nada de eso era cierto.

Solo era sexo.

De repente, notó con gran alarma que le caían dos lagrimones por las sienes, que le humedecieron el pelo y acabaron haciendo lo mismo con la almohada. Deseó con todas sus fuerzas que esos ojos azules no se hubieran acostumbrado a la oscuridad hasta el punto de verla llorando.

El dolor y el anhelo desaparecieron y fueron sustituidos por los remordimientos. Aunque tampoco entendía el motivo de tales remordimientos.

Lord Merton salió de su cuerpo y se acostó a su lado. La instó a colocarse de lado, de espaldas a él, para acurrucarse tras ella. La pegó a su cuerpo, le pasó un brazo bajo la cabeza para que la apoyara en su hombro y le aferró la muñeca que descansaba sobre su torso.

Notaba los fuertes latidos de su corazón en la espalda.

Con la mano libre, lord Merton le acarició el pelo y la besó en la sien. Un lugar donde solo se depositaban besos de cariño.

En ese momento recordó de nuevo sus palabras.

«Hay un tipo de amor que un hombre siente por su amante.»

No quería su amor, ningún tipo de amor. Quería su dinero a cambio de lo que ella le daba en la cama.

Se repitió esa frase una y otra vez con la intención de no olvidar el verdadero sentido de la situación.

– Háblame de la niña -le dijo él al oído.

– ¿De qué niña? -preguntó, sobresaltada.

– De la que salió esta tarde a la puerta -contestó él-. Estaba escondida detrás de las faldas de tu criada. ¿Es tu hija?

– ¡Ah! -Exclamó Cassandra-. No. Te refieres a Belinda. Es hija de Mary.

– ¿Mary es la criada?

– Sí -contestó-. Las traje a Londres conmigo. No podía abandonarlas. No tenían ningún otro sitio adonde ir. Mary perdió su empleo cuando Bruce, el nuevo lord Paget, tomó posesión de Carmel House. Además, es mi amiga. Y quiero a Belinda. Todos necesitamos un toque de inocencia en nuestra vida, lord… Stephen -se corrigió.

– ¿Mary no está casada? -le preguntó él.

– No -respondió-. Pero eso no la convierte en una paria.

– ¿No tienes hijos?

– No. -Cerró los ojos-. Sí. Tuve una hija que murió nada más nacer. Era perfecta, pero nació con dos meses de antelación y no respiraba.

– ¡Ay, Cass!

– ¡Ni se le ocurra decir que lo siente! -exclamó-. Usted no fue el culpable, ¿verdad? Además, ya había sufrido dos abortos antes.

Y posiblemente uno después, aunque la tercera ocasión solo sufrió una copiosa hemorragia tras un mes de retraso en su menstruación, de modo que no pudo afirmar con rotundidad que se hubiera tratado de un embarazo. Sin embargo, estaba segura de que lo fue. Su cuerpo así se lo había dicho. Al igual que lo hizo su corazón.

– No me niegues el uso de las palabras -replicó lord Merton-. Lo siento de verdad. Debe de ser lo más horrible que una mujer tenga que soportar. La pérdida de un hijo. Incluso de un hijo nonato. Lo siento, Cass.

– Siempre me he alegrado de que sucediera -repuso ella con brusquedad.

Siempre se había repetido que se alegraba. Pero al decirlo en voz alta para que lo escuchara otra persona, supo que en realidad nunca se había alegrado de haber perdido esas preciosas almas que podrían haberse convertido en una parte indivisible de la suya.

¡Qué error había cometido al hablar en voz alta!

– Veo que la máscara va a juego con cierto tono de voz -lo oyó decir-. Es un alivio que lo hayas usado ahora mismo porque de otro modo te habría creído. No habría soportado creerte.

Frunció el ceño y se mordió el labio al escucharlo.

– Lord Merton -dijo, volviendo al uso de su título-, cuando estemos juntos en este dormitorio y en esta cama, somos señor y empleada, o si prefiere endulzar la realidad, somos amantes. En el sentido estrictamente físico del término, ya que compartimos nuestros cuerpos para obtener un placer mutuo -puntualizó, recalcando la última palabra-. Un placer físico. Un hombre y una mujer. No somos personas. Somos cuerpos. Puede usar mi cuerpo como le plazca, bien sabe Dios que está pagando una fortuna a cambio. Pero no podrá comprarme ni con todo el dinero del mundo. Yo estoy fuera de su alcance. Me pertenezco a mí misma. Soy una empleada a sueldo. No soy su esclava ni lo seré nunca. No vuelva a hacerme preguntas de índole personal. No vuelva a inmiscuirse en mi vida. Si no puede aceptar estos términos, el hecho de que seamos un hombre y su amante, le devolveré la astronómica suma de dinero que me ha enviado esta mañana y lo acompañaré a la puerta.

Se escuchó a sí misma y se horrorizó por esas palabras. ¿Qué estaba diciendo? ¡No tenía la cantidad completa para devolvérsela! Y sabía, con la misma certeza con la que se sabía acostada entre los brazos de un hombre, que jamás tendría el valor necesario para empezar de nuevo con otro. Si le cogía la palabra, estaría desamparada. Y con ella, Mary, Belinda y Alice. Y Roger.

Lord Merton retiró el brazo en el que ella se apoyaba y se apartó, de tal forma que de repente se encontró tendida de espaldas sobre el colchón. Lo vio levantarse de la cama, que rodeó hasta detenerse a su lado. Una vez allí, se inclinó para recoger su ropa, arrojó las prendas al pie de la cama y procedió a vestirse.

Supo que estaba enfadado pese a la oscuridad.

Debería decir algo antes de que fuese demasiado tarde. Pero ya era demasiado tarde. Lord Merton estaba a punto de marcharse para no volver nunca. Lo había perdido solo porque le complacía que no se alegrara por la muerte de sus hijos.

No diría nada. No podía hacerlo. Ya estaba cansada de intentar seducirlo, de hacerse pasar por una sirena seductora. Había sido una idea desesperada desde el principio. Una idea absurda.

Salvo que en aquel momento le pareció que no había alternativa. De hecho, todavía se lo parecía.

Esperó en silencio a que él se marchara. Una vez que lo escuchara cerrar la puerta principal, se pondría el camisón y la bata, y bajaría a echar el pestillo. Y ese sería el fin.

Después se prepararía una taza de té en la cocina y pensaría en otro plan. Tenía que haber algo, lo que fuera. Tal vez lady Carling estuviera dispuesta a escribir una carta de recomendación. Tal vez pudiera encontrar a alguien que jamás hubiera oído su nombre y estuviera dispuesto a contratarla.

Lord Merton ya había acabado de vestirse, salvo por la capa y el sombrero, que tendría que recoger de la silla camino de la puerta. Sin embargo, en vez de acercarse a por ellos, se inclinó sobre el tocador y usó la yesca para encender la vela, cuya luz inundó por sorpresa el dormitorio.

Parpadeó, deslumbrada por la repentina luz, y deseó haberse arropado al abrigo de la oscuridad. Se negó a hacerlo en esos momentos. Lo miró con todo el desdén y la hostilidad que fue capaz de demostrar mientras él apartaba la banqueta del tocador para sentarse.

Comprendió que habían cambiado las tornas esa misma mañana. O más bien del día anterior por la mañana. En ese instante era él quien la observaba sentado en la banqueta y ella era quien yacía en la cama.

En fin, que mirara todo lo que quisiera. No iba a poder hacer otra cosa a partir de ese momento.

– Vístete, Cassandra -lo oyó decir-. Y no con lo que está en el suelo. Con ropa de verdad. Vístete. Vamos a hablar.

Algo muy parecido a lo que ella le había dicho el día anterior.

No había ni rastro de furia ni en sus palabras ni en su expresión, aunque su mirada resultaba muy intensa.

De todas formas, no se le ocurrió desafiarlo ni desobedecerlo.

Lord Merton ostentaba el poder de los ángeles, comprendió mientras atravesaba desnuda el dormitorio de camino al vestidor, donde se puso la ropa que llevaba esa noche. Y dicho poder infundía temor. No temor a un posible daño físico, sino a…

Ignoraba realmente a qué. Porque ciertas cosas carecían de explicación.

Pero le tenía miedo. Ese hombre ocupaba un lugar en su vida, un lugar donde no lo quería y donde no quería a nadie. Ni siquiera a Alice.

Aunque allí estaba.

«… con quien tengo cierta relación».

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