CAPÍTULO 08

El té en casa de lady Carling era solo para señoras. Mientras cogía el llamador de la puerta, Stephen se preguntó si las invitadas seguirían en el salón o si dado que eran las cuatro y media muchas ya se habrían marchado. Quizá lady Paget se hubiera ido en un intento por evitar el paseo con él.

Quizá ni siquiera hubiera asistido, aunque sería una tontería por su parte si lo que buscaba era la readmisión en la alta sociedad. Seguro que su propósito al ir a Londres incluía algo más que encontrar un protector que pagara sus facturas unos cuantos meses, hasta que terminase la temporada social.

El mayordomo de Carling aceptó su tarjeta y se marchó en dirección al salón. Escuchó el murmullo de las voces femeninas cuando la puerta de la estancia, situada en la planta alta, se abrió brevemente, tras lo cual volvió a cerrarse. Algunas de las invitadas seguían allí.

– Lady Carling estará encantada de recibirlo, milord -le informó el mayordomo cuando regresó, de modo que lo siguió escaleras arriba.

Muchos hombres se habrían quedado de piedra ante la idea de adentrarse en un salón donde solo había mujeres. Stephen no era uno de esos hombres. Según su experiencia, casi todas las mujeres se mostraban dispuestas a bromear y a reír cuando tenían a su merced a un solitario caballero, y él siempre estaba encantado de darles el gusto, de bromear y de reírse con ellas.

Cierto que todavía no había recuperado el buen humor, pero había conseguido librarse de la mayor parte de su furia y de su irritación mientras regresaba andando a casa desde White's, donde había almorzado. No era capaz de mantenerse enfadado mucho tiempo. O al menos, se negaba a hacerlo. Nadie tendría nunca semejante poder sobre él.

Se había disculpado con Philbin, y su ayuda de cámara había aceptado sus disculpas con una rígida reverencia, durante la cual vio una capa invisible de polvo en sus botas, una consecuencia de la desfachatez de regresar a casa andando a pesar de saber que solo debía usarlas para estar dentro de casa o para ir en carruaje, le recordó a Su Señoría. Después procedió a señalar el daño que el polvo podría causarle al cuero, por si Su Señoría lo ignoraba. Y luego le preguntó a Su Señoría si tendría la amabilidad de quitárselas de inmediato antes de que el daño fuera irreparable y a él le resultara imposible mirar a la cara durante el resto de su vida a otros ayudas de cámara.

De modo que se sentó sin protestar y dejó que le quitase las botas, y así la relación con su ayuda de cámara recuperó felizmente la normalidad.

El mayordomo de Carling abrió la puerta del salón con una floritura y anunció su llegada con voz de barítono, un anuncio que en un primer momento silenció a las invitadas, aunque los cuchicheos y las risillas nerviosas no tardaron en hacerse escuchar.

Lady Carling ya estaba en pie y se acercaba a él con una mano extendida.

– Merton, no sabes cómo me alegro de verte.

– Por favor, señora -le dijo al tiempo que le cogía la mano y la miraba con fingido espanto-, no me diga que su reunión solo es para damas. Y yo que había estado ensayando una humilde disculpa por llegar tan tarde…

– En fin, en ese caso -replicó la anfitriona-, estaré encantada de oírla. Todas estaremos encantadas.

Se escuchó el apoyo unánime de las invitadas.

– Pues resulta que creí entender que la invitación era para los amigos de Carling -adujo Stephen-, de modo que me fui al parque con la esperanza de alegrarme el día contemplando a algunas de mis damas preferidas. Pero al descubrirlo prácticamente desierto, conduje por Bond Street para ver si alguna estaba por allí, mirando escaparates. Después lo intenté en Oxford Street, sin éxito alguno. Y ahora descubro que todas las damas que deseaba ver han estado aquí todo el tiempo.

Sus exagerados cumplidos fueron recibidos con alguna broma y muchas risas. Observó a las presentes con una sonrisa en los labios. Sus tres hermanas estaban allí. Al igual que lady Paget, sentada junto a Nessie. Llevaba otro elegante vestido verde, aunque en esa ocasión era un verde claro, no un verde esmeralda. Posiblemente la ropa fuera una de las pocas pertenencias que le permitieron conservar cuando enviudó. Al igual que la noche anterior, no lucía joyas.

Lady Paget no se sumó a las risas y a las bromas de las otras damas. Pero sí sonrió… con esa sonrisa leve y desdeñosa que mostró durante el baile de la noche anterior y en el dormitorio esa misma mañana. Era una sonrisa que, tal como había descubierto, formaba parte del disfraz que usaba para ocultar cualquier atisbo de vulnerabilidad que pudiera sentir.

El sol que se colaba por la ventana bañaba parte de su cara y de su pelo. Estaba resplandeciente y su belleza se le antojó deslumbrante.

– Señoras -dijo lady Carling al tiempo que se cogía de su brazo-, ¿lo echamos? ¿O nos quedamos con él?

– ¡Nos lo quedamos! -exclamaron unas cuantas entre risas.

– Ethel, sería una verdadera lástima condenar al pobre Merton a vagar desolado por las calles y a recorrer el parque como alma en pena durante una hora, a la espera de que sus damas preferidas abandonen tu salón -dijo lady Sinden, una viuda que lo observó a través de sus impertinentes-. Lo mejor será que nos lo quedemos y nos aseguremos de que es feliz. ¿Has estado recorriendo medio Londres en tu tílburi, Merton? ¿O en otro carruaje más seguro?

– En mi tílburi, milady -contestó.

– En ese caso no podrás llevarme dentro de un rato a dar un paseo por el parque -replicó la dama-, aunque seguramente yo sea tu dama preferida de todas las presentes. Dejé de subirme a los tílburis al cumplir los setenta, hace ya unos años. Soy capaz de subirme, pero después no puedo apearme sin la ayuda de dos fornidos lacayos.

– Deben de ser unos debiluchos aunque parezcan fornidos, milady -repuso él con una sonrisa-. Yo podría bajarla con un solo brazo. Seguro que pesa lo mismo que una pluma.

– Mocoso descarado -dijo lady Sinden con una carcajada que puso a temblar su considerable papada.

– Por desgracia, milady, hoy no puedo demostrar mis palabras. He venido porque logré convencer a otra dama para que me acompañara a dar un paseo por el parque, y la dama en cuestión se encuentra aquí.

– ¿Y quién es la afortunada? -Preguntó lady Carling al tiempo que le instaba a sentarse junto a ella en el sofá-. ¿Te lo prometí anoche y se me ha olvidado? Pero ¿cómo iba a olvidar una mujer semejante acontecimiento? -La anfitriona se inclinó hacia la bandeja de té y le sirvió una taza.

– Señora, le recuerdo que sir Graham no se apartó de su lado, así que ni me atreví a pedírselo. Podría haberme dado una buena tunda. Lady Paget ha accedido a acompañarme.

Se produjo un breve silencio.

– Stephen tiene un tílburi muy rápido -terció su hermana Kate-, y de aspecto peligroso. Pero es un consumado conductor, lady Paget. Estará a salvo con él.

– Ni se me había pasado por la cabeza lo contrario -replicó la aludida con esa voz ronca y aterciopelada.

Lo miró a los ojos mientras él se llevaba la taza a los labios y por un instante sintió que la furia que se había apoderado de él esa mañana regresaba. Era hermosa y muy deseable, y había caído en su telaraña, como si fuera una mosca. Una imagen detestable. Pero muy adecuada.

– Y hace un día maravilloso para dar un paseo en tílburi -añadió Meg-. Esta mañana parecía que iba a llover, pero ahora no se ve ni una sola nube. Espero de todo corazón que sea un buen auspicio para el verano.

– Lady Sheringford, para no tentar a la suerte será mejor que nos quejemos por tener que sufrir esta racha de buen tiempo durante los meses de julio y agosto -replicó la señora Craven con expresión lastimera al tiempo que meneaba la cabeza.

La conversación siguió por los cauces habituales hasta que Stephen apuró el té y se puso en pie.

– Le agradezco que me haya permitido quedarme en su reunión, señora -le dijo a la anfitriona-. Pero si no le importa, lady Paget y yo tenemos que ponernos en marcha. O mis caballos se impacientarán.

Se despidió de las presentes con una reverencia y de sus hermanas en particular con una sonrisa, tras lo cual le ofreció el brazo a lady Paget, que también se había puesto en pie. Ella se cogió de su brazo y le dio las gracias a lady Carling por su hospitalidad antes de que los dos salieran del salón.

En ese momento Stephen comprendió que no serían la comidilla de la estancia debido a la presencia de sus hermanas, pero esa noche sí se convertirían en el tema de conversación de algunas cenas y la voz se correría al día siguiente en más de un salón.

No obstante y si no se equivocaba, poco a poco irían llegando invitaciones a la casa de lady Paget. Algunas anfitrionas se percatarían de las ventajas de contar con ella en sus celebraciones antes de que comenzara a desvanecerse la novedad de su reputación. Y para ese momento las invitaciones le llegarían como algo rutinario.

– Es un tílburi muy elegante -comentó ella cuando salieron a la calle y el lacayo que había estado ejercitando sus caballos por la calle detuvo el carruaje delante de los escalones-. Pero ojalá me llevara directa a casa, lord Merton.

– Iremos al parque como habíamos acordado -dijo-. Estará repleto a esta hora.

– Por eso lo digo -puntualizó ella.

La cogió de la mano, aunque no necesitó de más ayuda para subir al alto asiento del carruaje. Después rodeó el tílburi y se sentó junto a ella antes de aceptar las riendas que le tendió el mozo de cuadra.

– ¿Está ansioso por alardear de su nueva amante delante de sus conocidos, lord Merton? -le preguntó.

Volvió la cabeza para mirarla.

– Lady Paget, me está insultando a propósito -dijo-. Espero que se dé cuenta de que soy más circunspecto. En privado es mi amante. Una relación que solo nos concierne a nosotros dos. En público es lady Paget, una conocida, tal vez incluso una amiga, con quien de vez en cuando paseo por la ciudad. Y esa descripción es válida tanto para cuando está conmigo como para cuando no lo está. Incluso cuando esté acompañado por mis conocidos.

– Está enfadado -señaló ella.

– Sí -reconoció-, lo estoy. Aunque lo más acertado sería decir que lo estaba. Estoy seguro de que no pretendía insultarme. ¿Lista para que nos pongamos en marcha?

Le sonrió.

– Creo que haríamos el ridículo si nos quedáramos aquí parados hasta que anocheciera, lord Merton. Estoy lista.

Stephen les dio a sus caballos la señal de ponerse en marcha.


Mientras el tílburi enfilaba Hyde Park, Cassandra cayó en la cuenta de que solo habían pasado dos días desde el anónimo paseo por el parque con Alice, durante el cual pasó casi inadvertida gracias al tupido velo negro. Un lujo excepcional. Porque siempre había llamado la atención, incluso cuando era una niña desgarbada y pecosa cuyo pelo hacía que la gente pensara en zanahorias. Había llamado la atención de jovencita, cuando su cuerpo en desarrollo se tornó esbelto, las pecas comenzaron a desaparecer y la gente dejó de comparar su pelo con las zanahorias. Y había llamado la atención ya de adulta. Sabía que su altura, su cuerpo y el color de su pelo llamaban la atención de los hombres y los cautivaban allá donde fuera.

Su belleza, si acaso ese concepto podía aplicarse a su físico, no siempre había sido una ventaja. De hecho, rara vez lo había sido. En ocasiones, o más bien casi siempre, era algo que esconder. Su sonrisa, esa expresión desdeñosa y arrogante que asomaba a sus labios y que iba acompañada con un gesto altivo de la barbilla y una mirada lánguida, no era nada nuevo. Era una forma de evitar que el resto del mundo se acercara demasiado a la persona que se escondía detrás.

Esa mañana el conde de Merton había dicho que era una máscara.

La noche anterior su belleza había sido una ventaja. Le había proporcionado un protector rico que necesitaba con desesperación. Aunque en ese instante deseó haber escogido a otro, a alguien que se contentara con visitarla a hurtadillas por las noches con un único propósito en mente y que le pagase regularmente por los servicios prestados.

– ¿Por qué ha ido a buscarme a casa de lady Carling a sabiendas de que se vería obligado a anunciar públicamente que íbamos a dar un paseo por el parque? -le preguntó.

– Creo que esta noche todos los integrantes de la alta sociedad se habrían enterado de ese hecho, tanto si iba a la casa de lady Carling como si esperaba en su casa a que regresase.

– Y sin embargo está enfadado conmigo. También se enfadó esta mañana, y lo ha vuelto a hacer esta tarde. No le caigo bien, ¿verdad?

Era una pregunta muy tonta. ¿Acaso quería que su relación terminase casi antes de empezar? ¿Era necesario que le cayera bien? ¿O que fingiera que era así? ¿No bastaba con que la deseara? ¿Con que pagase para satisfacer ese deseo?

– Lady Paget, ¿le caigo yo bien? -contraatacó él.

Al resto del mundo le caía bien. Era, o eso creía ella, el preferido de la alta sociedad. Y no solo por ser tan guapo y tener ese aspecto angelical. También era cosa de su encanto, de sus modales, de su buen humor, de su… En fin, de esa cualidad indescriptible que poseía. ¿Carisma? ¿Vitalidad? ¿Amabilidad? ¿Franqueza? Su apostura y su popularidad no parecían habérsele subido a la cabeza.

Había usado su atractivo para hacer amigos, para hacerlos sonreír y lograr que se sintieran a gusto. Ella, en cambio, había usado su belleza para conseguir primero un marido y después un amante. El era una persona generosa, mientras que ella era una aprovechada.

¿Era así lord Merton?

¿Y ella?

– Ni siquiera lo conozco -señaló-, salvo en el sentido bíblico. ¿Cómo puedo saber si me cae bien o no?

Lord Merton giró la cabeza para mirarla a la cara… y en ese momento se percató de lo cerca que estaban, de lo reducido que era el asiento de su tílburi. Estaban tan cerca que olía su colonia.

– A eso me refería -replicó él-. Yo tampoco sé si me caes bien o no, Cassandra. Pero me parece muy raro que anoche te propusieras seducirme con tanta deliberación y hoy parezcas decidida a librarte de mí. ¿Es lo que quieres?

Ojalá sus ojos no fueran tan azules y su mirada no fuera tan intensa. Era imposible escapar a unos ojos azules. Los ojos azules la incomodaban. La arrastraban a sus profundidades y la despojaban de todo aquello que ansiaba conservar… y no se refería a su ropa, sino a… En fin, eran pensamientos absurdos que nunca se había permitido. Hasta el momento no se había dado cuenta de que no le gustaban los ojos azules. Seguramente ni siquiera fuera cierto. Solo lo era con esos ojos en concreto.

La había llamado Cassandra.

– Quiero… -comenzó y le sonrió antes de continuar en voz baja-: Lo quiero a usted, lord Merton. En mi casa, en mi dormitorio, en mi cama. Todo esto es innecesario.

Hizo un gesto con el brazo que abarcó el parque, los carruajes, los jinetes y los transeúntes que se acercaban a ellos a toda velocidad.

– Siempre he creído que una relación entre un hombre y una mujer, aunque sea entre un hombre y su amante, debería ir más allá de lo que sucede entre las sábanas -comentó él-. De lo contrario, no sería una relación.

Sus palabras la hicieron reír, pero sintió algo en el corazón que se apresuró a desterrar.

– Si cree que el sexo no basta, es porque no ha pasado suficiente tiempo en mi cama -replicó-. Ya cambiará de opinión. ¿Irá esta noche a verme?

Ni siquiera estaba segura de haber pronunciado en voz alta la palabra «sexo» alguna vez. Era muy difícil hacerlo.

– ¿Quieres que vaya? -le preguntó él.

– Claro que sí -contestó-. ¿Cómo si no voy a ganarme la vida?

Lord Merton giró la cabeza para mirarla una vez más y lo que Cassandra vio en sus ojos no era el deseo de un hombre que ansiaba acostarse de nuevo con su amante, sino algo parecido al dolor. O tal vez solo fuera reproche.

Era imposible que creyese que alguna vez podían ser amantes en el sentido más amplio de la palabra. No podía ser tan ingenuo ni tan idealista.

Llegados a ese punto, no tuvieron opción de continuar con una conversación tan íntima. En parte fue un alivio. Deseaba más que nunca haber escogido a otra persona la noche anterior, a un hombre menos inocente, menos decente, a un hombre más terrenal, a un hombre capaz de aceptar su relación como lo que era: un intercambio de sexo por dinero, unos ingresos fijos por sexo fijo. A un hombre que no la hubiera acusado de llevar una máscara.

Incluso pensar esa palabra, «sexo», le resultaba difícil.

Por otra parte, era incomodísimo encontrarse en medio de una multitud, estar expuesta como la noche anterior, aunque en ese momento era mucho peor. Estaba sentada por encima de la mayoría. Era prácticamente imposible que no la vieran.

Se preguntó si esa había sido la intención de lord Merton, y llegó a la conclusión de que sí. Seguro que tenía otros carruajes que podría haber usado ese día. Sin embargo, no la había llevado al parque para presumir de ella delante de sus conocidos. Se había enfadado cuando insinuó esa posibilidad.

Lord Merton sonreía a todo el mundo, se llevaba la mano al sombrero ante las damas, saludaba a la gente con la que se cruzaban y se detenía a charlar con todo aquel que se mostraba interesado en hablar con él. Supuso que eran menos personas que las de costumbre. Pero cada vez que alguien lo detenía, realizaba las presentaciones y ella inclinaba la cabeza a modo de saludo e incluso hablaba de vez en cuando.

Al igual que había sucedido en el salón de lady Carling, algunas personas estaban dispuestas a hablar con ella, aunque solo fuera para preguntarle cómo estaba. Claro que en el salón de lady Carling contaba con el apoyo de su anfitriona y en el parque contaba con el apoyo del conde de Merton. La noche anterior fueron los condes de Sheringford quienes la apoyaron.

Tal vez quedara gente amable. Tal vez su cinismo hubiera llegado a extremos insoportables. Tal vez no acabaría siendo la paria que había imaginado. O tal vez se había convertido en una curiosidad irresistible para muchos. En cuanto pasara la novedad, dejarían de recibirla.

Costaba abandonar el cinismo.

Daba igual. En muchos sentidos siempre había sido una paría.

Como era de esperar, aquellos que se detenían a hablar con lord Merton y que le fueron presentados eran hombres en su gran mayoría. Mientras los miraba, se preguntó si no podría haber escogido mejor la noche anterior. Pero ¿cómo escoger bien sin saber nada en absoluto del hombre en cuestión salvo su nombre y el hecho de que era rico? Aunque, ¿cómo estar segura de ese detalle cuando muchos caballeros vivían por encima de sus posibilidades y estaban entrampados hasta las cejas?

En su momento creyó haber escogido un buen marido. Por aquel entonces tenía dieciocho años. Ya tenía veintiocho. Quizá la única perla de sabiduría que había adquirido en el transcurso de los años fuera la certeza de que a la hora de escoger a un hombre que proporcionara seguridad y estabilidad, era mejor un protector que un marido.

La libertad era lo más valioso que podía ofrecer la vida. Sin embargo, para una mujer era muy difícil de obtener.

El barón Montford se acercó a ellos para saludarla y para charlar con su cuñado unos minutos. Lo acompañaban otros tres caballeros, entre quienes se encontraba el señor Huxtable, que seguía teniendo un aire demoníaco a su parecer. La miró a los ojos mientras los demás hablaban y reían. En algún momento de su vida, el señor Huxtable se había roto la nariz y no se la habían enderezado. Se alegró muchísimo de no haberlo escogido la noche anterior. Tenía la sensación de que sus ojos podían leerle el pensamiento y atravesarla de parte a parte.

Y en ese instante, justo cuando los caballeros se alejaban en dirección contraria y ella echó un vistazo a su alrededor, vio una cara conocida. La de un apuesto joven pelirrojo que iba sentado en un cabriolé junto a una muchacha muy guapa vestida de rosa. El joven sonreía por algo que su acompañante acababa de decirle a un par de oficiales de uniforme que iban a caballo.

El tílburi del conde de Merton estaba casi a su altura. Los oficiales siguieron su camino, la muchacha sonrió al joven risueño y ambos se giraron para mirar a la multitud que los rodeaba.

Sus ojos repararon en ella casi al mismo tiempo. Los dos carruajes estaban casi a la misma altura. Sin pensar siquiera en lo que hacía, Cassandra esbozó una cálida sonrisa y se inclinó hacia el otro carruaje.

– ¡Wesley! -exclamó.

La muchacha se llevó las manos a la boca y giró la cabeza con brusquedad… al igual que otras damas habían hecho durante el cuarto de hora que llevaban en el parque. La sonrisa del joven desapareció y sus ojos la miraron con expresión horrorizada antes de titubear un momento y acabar desviando la vista.

– Sigue adelante -le dijo el joven con impaciencia al cochero, que no podía ir a ningún sitio hasta que los carruajes que lo precedían se pusieran en marcha.

El conde de Merton tenía un poco más de margen de maniobra. Aun así, tuvo la impresión de que pasaba una eternidad hasta que los dos carruajes se alejaron el uno del otro.

– ¿Un conocido? -preguntó lord Merton en voz baja.

– Lléveme a casa -dijo ella-. Por favor. Ya he tenido bastante.

Tardaron un buen rato en poder abrirse camino entre la multitud, pero a la postre consiguieron enfilar un sendero que, gracias a Dios, estaba mucho más despejado.

– Era Young, ¿no? -Le preguntó lord Merton-. Sir Wesley Young. Lo conozco de vista.

– No sabría decirle -contestó sin pararse a pensar, con las manos abiertas sobre el regazo-. No lo había visto nunca.

– Entonces, ¿solo era alguien que se parecía al tal Wesley? -La miró con una sonrisa-. No te preocupes por él. A algunos miembros de la alta sociedad les encanta darle la espalda a la gente. Otros muchos no lo han hecho. Creo que conforme pasen los días habrá más personas que te acepten y te traten con cortesía.

– Sí -dijo Cassandra.

Se percató de que le temblaban las manos. Cerró un puño con fuerza y aferró con la otra mano la barandilla que tenía al lado. Apretó los dientes para evitar que le castañetearan.

– Vaya -comentó el conde mientras se acercaban a la entrada del parque en Marble Arch, y por un instante le cubrió el puño que tenía sobre el regazo con una mano-, veo que lo conoces.

– Es mi hermano -confesó, y volvió a cerrar la boca.

Wesley fue a verla en algunas ocasiones durante su matrimonio. Y asistió al funeral de su marido el año anterior. La abrazó con fuerza y le aseguró que no creía ni por asomo que estuviera implicada en la muerte de lord Paget. Le aseguró que la quería y que siempre lo haría. La invitó a acompañarlo a Londres, a irse a vivir con él hasta que pasara el período de luto y se hubiera recuperado del golpe lo bastante como para regresar a casa y vivir en la residencia de la viuda.

Y luego, después de que ella rechazara la oferta y él se marchara, su hermano le escribió… dos veces. Y se hizo el silencio, aunque ella siguió escribiéndole. Un silencio que perduró hasta hacía un mes, cuando le escribió contándole que su vida se había vuelto tan intolerable que se veía obligada a marcharse de Carmel House, que tendría que depender de su hospitalidad hasta que hubiera rehecho su vida y encontrara un modo de seguir adelante. Su hermano le había contestado diciéndole que no debía presentarse en Londres bajo ningún concepto, ya que su fama la precedía. Añadió que no podría ayudarla en un futuro inmediato, porque había prometido acompañar a unos amigos a Escocia para explorar las Highlands. Esperaban estar fuera un año. No pensaba renovar el alquiler de su residencia de soltero. La quería, le había asegurado en esa última carta. Pero le era del todo imposible posponer sus planes, ya que sería un inconveniente para muchos. Además, repitió, subrayando esa parte dos veces y con tanta fuerza que la tinta había traspasado el papel, no debía ir a Londres. Porque no quería que le hicieran daño.

– Tu hermano -dijo lord Merton-. ¿Tu apellido de soltera era Young?

– Sí -contestó.

Salieron del parque y el conde tuvo que aminorar el paso para no arrollar a un barrendero, que se apartó de un salto y después extendió la mano para coger la moneda que el conde le arrojó.

– Lo siento -lo oyó decir.

¿Sentía que fuera una Young? ¿O que su propio hermano acabara de darle la espalda? ¿O ambas cosas?

Las cosas empeoraron de verdad para ella después del funeral, momento en el que comenzaron a volar las acusaciones y se empezó a hablar de asesinato en vez de accidente.

Ansiaba llegar a casa. Quería estar en su propia habitación, con la puerta cerrada a cal y canto y arropada hasta la cabeza. Quería dormir… dormir sin soñar.

– No tiene por qué disculparse por algo que no es culpa suya -replicó Cassandra al tiempo que alzaba la barbilla y hablaba con la voz más altiva de la que fue capaz-. Me ha sorprendido verlo, eso es todo. Creía que estaba en Escocia. Estoy segura de que ha sucedido algo que lo ha hecho cambiar de planes.

Los caballeros no se iban de viaje a Escocia durante la temporada social, cuando la alta sociedad en pleno llenaba Londres. Y los caballeros que no eran verdaderamente ricos no hacían un viaje de un año. Los caballeros que viajaban en grupo no tenían problemas en disculpar a algún integrante si este tenía que cambiar de planes para ocuparse de un asunto familiar urgente.

En su fuero interno reconocía que no había creído sus palabras al leer la carta. Una carta mucho más breve y seca que las anteriores. Decidió creerlo porque la alternativa era demasiado dolorosa.

Pero ya no podía seguir haciéndolo.

– Háblame de él -le pidió lord Merton.

Cassandra se echó a reír.

– Milord, estoy segura de que lo conoce muchísimo mejor que yo. Tal vez debería ser usted quien me hablara de él a mí.

Las calles parecían más transitadas que de costumbre. Avanzaban muy despacio. O tal vez se lo parecía porque estaba desesperada por llegar a casa y estar sola.

El conde no dijo nada.

– Mi madre murió mientras daba a luz a Wesley -comenzó ella al cabo-. Yo tenía cinco años y desde aquel momento me convertí en su madre. Le di algo de lo que jamás habría disfrutado de no ser por mí, atención total y cariño absoluto. Abrazos, besos y monólogos interminables. Y él me dio algo, a alguien, a quien querer en lugar de mi madre. Nos adorábamos mutuamente, algo no muy habitual entre hermano y hermana, o eso creo. Pero aunque tuve una institutriz desde muy pequeña y Wesley acabó yendo al colegio, nos tuvimos el uno al otro durante la infancia… Bueno, hasta que me casé. Yo tenía dieciocho años y él, trece. Nuestro padre solía ausentarse largas temporadas.

Su padre había sido un jugador empedernido de fama reconocida. Su fortuna variaba de un día para otro. Nunca gozaron de un hogar fijo y estable, ni siquiera cuando le sonreía la suerte. Siempre habían tenido muy claro que la pobreza acechaba a la vuelta de una carta, una realidad que comprendían hasta los niños más pequeños.

– Lo siento -repitió lord Merton, y ella se dio cuenta de que estaba deteniendo el carruaje delante de su casa.

Ni siquiera se había percatado de haber enfilado Portman Street.

El conde ató las riendas, saltó del asiento y rodeó el tílburi para ayudarla a apearse.

– No tiene que disculparse por nada -le aseguró Cassandra una vez más-. Ningún amor es incondicional. Y ningún amor es eterno. Si no aprende otra cosa de mí, quédese aunque sea con eso. Quizá le ahorre mucho dolor en el futuro.

Lord Merton se llevó su mano a los labios.

– ¿Vendrá esta noche? -le preguntó.

– Sí -contestó él-. Tengo compromisos a primera hora, pero vendré después si me lo permites.

– ¿Si se lo permito? -Lo miró con una sonrisa un tanto desdeñosa-. Soy suya cuando le apetezca, milord. Me está pagando muy bien.

Lo vio apretar los labios y se dio cuenta de lo que se estaba haciendo a sí misma. Le estaba enseñando su oscuridad. Sin embargo, él era todo luz. Y si la luz era más fuerte que la oscuridad, aunque no estaba segura de que así fuera, él no tardaría mucho en apartarse del aura sombría que sin duda estaba proyectando sobre su persona.

Esbozó otro tipo de sonrisa, y notó los músculos un tanto anquilosados por la falta de uso.

– Y si me permite usar sus propias palabras en su contra -dijo-, usted es mío cuando me apetezca. Y me apetece esta noche. Aguardaré encantadísima que llegue el momento. Espero poder darle placer. Y lo haré. Se lo prometo. No soporto recibir placer sin darlo en la misma medida.

Él se acercó a la puerta y llamó.

– Hasta luego -dijo-. Piensa en las personas que han sido amables contigo hoy. Olvida a las que no lo han sido.

Siguió sonriendo. Y añadió cierto brillo juguetón a sus ojos.

– Estaré demasiado ocupada pensando en una sola persona -replicó-. Solo pensaré en usted.

La puerta se abrió y Mary se asomó. Belinda estaba pegada a sus faldas, mirando desde detrás de las piernas de su madre. Roger pasó junto a ellas y bajó los escalones a saltitos con sus tres patas para frotarse contra su vestido, con la lengua fuera.

Cuando miró al conde de Merton soltó un ladrido de advertencia que no habría asustado ni a un ratón que se encontrara a un palmo de su hocico.

Lord Merton las miró a todas, acarició la cabeza de Roger un instante, se llevó la mano al ala del sombrero y rodeó el tílburi para ocupar de nuevo su asiento.

Cassandra lo observó hasta que lo perdió de vista.

– ¿Es él, milady? -le preguntó Mary con sequedad.

La miró con sorpresa. Era imposible ocultarle nada a la servidumbre, aunque fuera muy reducida.

– ¿El conde de Merton? -precisó-. Sí.

Mary no dijo nada más y ella entró en la casa, dejándola atrás. Fue un alivio comprobar que Alice no la estaba esperando. Subió corriendo a su dormitorio, con Roger pegado a sus talones.

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