CAPÍTULO 07

Stephen siempre había contado con la bendición de un carácter ecuánime y una visión alegre de la vida. Ni siquiera de niño fue propenso a perder los estribos con sus compañeros de juegos, a enfrentarse de forma violenta con ellos o a dejarse llevar por el rencor. Cierto que hacía ya unos años le asestó a Clarence Forester un buen puñetazo que le rompió la nariz y le dejó los ojos morados, aunque el muy cobarde no fue capaz de enfrentarse a él como un hombre. Y también era cierto que se quedó con las ganas de hacerle algo peor a Randolph Turner un año después de dicho episodio, aunque las circunstancias lo obligaron a contenerse.

Sin embargo, la violencia (o más bien los impulsos violentos) estaba justificada en ambos casos por buenas razones. En dichas ocasiones sus hermanas se vieron amenazadas, y sería capaz de matar con tal de proteger a cualquiera de las tres.

Porque había ocasiones en las que la furia e incluso la violencia estaban justificadas.

En ese momento se sentía furioso. Muy furioso. Pero consigo mismo.

La primera víctima de dicha furia fue su ayuda de cámara, un hombre que realizaba sus tareas de forma intachable, pero a quien le gustaba imponerle su criterio y mangonearlo cada vez que podía, un rasgo habitual entre sus compañeros de oficio. Cuando lo mandó llamar a las seis de la mañana, el ayuda de cámara lo miró de arriba abajo y comenzó a echarle un rapapolvo y a amenazarlo como si estuviera lidiando con un niño travieso.

Se lo permitió durante un par de minutos, tras los que se enfrentó a él con mirada fría y voz gélida.

– Philbin, disculpa si he malinterpretado la situación -dijo-. Pero ¿no eres tú quien está contratado a mi servicio? ¿Tu labor no consiste en encargarte del cuidado de mi ropa entre otras cosas, como lavarla, plancharla y tenerla preparada para cuando la necesite? Espero que estas prendas estén lavadas, planchadas y listas cuando las solicite de nuevo. Entretanto, ordena que calienten el agua para mi baño y prepárame la ropa de montar. Después me afeitarás y me ayudarás a vestirme. Si en tus más desquiciadas fantasías has llegado a imaginar que entre tus tareas se encuentra la de hablar conmigo y ofrecerme tu opinión sobre mi comportamiento o sobre el estado de mi ropa cuando vuelvo a casa, ya puedes ir abriendo los ojos. Pero en el caso de que ese sea tu sueño, ya puedes ir buscando empleo con algún tonto que te lo permita. ¿Queda claro?

Él mismo se sorprendió mientras se escuchaba hablar. Philbin llevaba a su servicio desde que cumplió los diecisiete años, y siempre habían disfrutado de una estupenda relación como señor y sirviente. Su ayuda de cámara refunfuñaba y lo regañaba cuando tenía motivos para hacerlo, y su costumbre era la de aplacarlo sin darle importancia o directamente la de no hacerle caso, dependiendo de lo que estimara conveniente en cada caso. Sin embargo, en ese momento no pensaba disculparse. Estaba demasiado enfadado y Philbin era la diana perfecta con la que ventilar su enfado. Ya haría las paces más adelante.

Philbin lo miró con la boca abierta, hasta que la cerró con tanta fuerza que chasqueó los dientes y dio media vuelta para proceder a colgar su arrugadísima chaqueta. Stephen tuvo la horrible sospecha de que su ayuda de cámara estaba luchando contra las lágrimas y se sintió muy culpable e incluso más enfadado que antes.

No obstante, era imposible que Philbin aguantara mucho tiempo con la boca cerrada.

– Sí, milord -replicó con una nota de serena indignación en la voz-. Que quede claro que no quiero trabajar para ningún otro, como bien sabe. No me merecía ese comentario, milord. ¿Quiere la chaqueta de montar negra o la marrón? ¿Los pantalones beis o los grises? ¿Las botas nuevas o…?

– Philbin -lo interrumpió con impaciencia-, prepárame la ropa de montar, ¿de acuerdo?

– Sí, milord -contestó el sirviente, apaciguada en parte su sed de venganza. Porque generalmente no se rebajaba a hacer unas preguntas tan quisquillosas.

Una vez solucionado ese asunto, Stephen procedió a llevarse su enfado a Hyde Park, donde galopó como alma que lleva el diablo por Rotten Row antes de la llegada de otros jinetes, momento en el que la velocidad habría sido peligrosa.

No tardó en verse rodeado por un grupo de amigos, cuya conversación, sumada al fresco aire matinal, lo tranquilizó un poco, hasta que Morley Etheridge tuvo la ocurrencia de mencionar el baile de la noche anterior y Clive Arnsworthy se congratuló de haber bailado una pieza con la deliciosa lady Christobel Foley.

– Aunque todo el mundo sabe que te tiene echado el ojo a ti, Merton -prosiguió su amigo-. Antes de que acabe el verano, te encontrarás de camino al altar a menos que vayas con mucho cuidado. Claro que se me ocurren otras mujeres peores con las que compartir los grilletes del matrimonio, la verdad. Más de doce. Yo diría que más de cien.

– ¿Por qué detenerse en cien? -Replicó Etheridge con sequedad-. ¿Por qué no llegar hasta mil, Arnsworthy?

– Sin embargo, lo peor en el caso de Merton no es que se arriesgue a acabar frente al altar -apostilló Colin Cathcart, ajeno por completo al mal humor de Stephen-. Lo peor es el hacha que pende sobre su cabeza. Aunque sería una forma magnífica de dejar este mundo, siempre y cuando suceda mientras se encuentre entre los muslos de la dama en cuestión. Unos muslos muy torneados, a juzgar por lo que dejaba adivinar ese vestido verde, que tampoco es que dejara mucho a la imaginación, ¡por Dios! ¿Te fijaste bien, Arnsworthy? ¿Y tú, Etheridge?

El comentario fue recibido por un coro de risotadas.

– Creo que me fijé en los muslos -respondió Arnsworthy-, pero reconozco que mis ojos la recorrieron desde la cabeza hacia abajo y casi no fueron capaces de pasar de esa melena pelirroja. Aunque logré hacer el valiente esfuerzo de llegar al busto. Me fue imposible ir más lejos. En la vida he agradecido tanto el uso del monóculo.

De nuevo estallaron en carcajadas.

– Si esa mujer esperaba que… -comenzó a decir Etheridge.

– Esa dama -lo interrumpió Stephen, enfatizando la palabra con el mismo tono de voz frío y cortante que había empleado durante la discusión con su ayuda de cámara-. Una invitada al baile de mi hermana que como tal merecía el respeto, la consideración y la caballerosidad demostrada al resto de las invitadas. No era, y no es, una ramera a la que comerse con los ojos y a la que despojar de su dignidad. No vuelvas a referirte a ella de forma irrespetuosa en mi presencia. A menos que quieras que te responda en algún páramo al amanecer.

Sus tres amigos se volvieron al unísono sobre sus monturas para mirarlo boquiabiertos, tal como había hecho Philbin un rato antes.

Stephen cerró la boca y apretó los dientes después de clavar la mirada al frente. Se sentía un poco tonto. Y muy furioso. Había estado en un tris de cruzarles la cara con un guante y retarlos a duelo. Y de enfrentarse a los tres a la vez. En un tris…

– Estás preocupado por la reputación de lady Sheringford, ¿verdad, Merton? -Le preguntó Etheridge después de un incómodo silencio-. No es necesario. Nadie en su sano juicio creería que esa mujer… que esa dama recibió una invitación. Además, tu hermana y Sherry manejaron la situación con un aplomo admirable. Tu hermana estuvo charlando con ella y Sherry la sacó a bailar, y después enviaron a Moreland a que hiciera lo propio y luego te tocó a ti… ¿o fue al revés? La madre de Sherry dio un paseo con ella después de la cena. El veredicto de hoy será que el baile ha sido un éxito rotundo. Mucho más por la emoción que supuso la aparición de lady Paget. No tienes que preocuparte de nada, amigo mío. La mayoría de los hombres a los que conozco siempre ha considerado a Sherry un tipo genial por haber tenido el valor de hacer lo que hizo hace años. Hizo lo que otros sueñan con hacer. E incluso las damas han comenzado a perdonarlo. Y todo gracias a tu hermana, que es un ejemplo de respetabilidad.

Los otros dos murmuraron su asentimiento por lo bajo, tras lo cual los cuatro se detuvieron a saludar a otro grupo de jinetes, dando por zanjado el vergonzoso momento.

Sin embargo, Stephen siguió furioso durante el resto de la mañana. Pasó media hora entrenando en el cuadrilátero del club de boxeo de Jackson antes de que el mismísimo Jackson ocupara el lugar de su contrincante después de que este se quejara de la innecesaria violencia de sus puñetazos.

Más tarde se marchó a White's, donde se sentó en la sala de lectura con uno de los periódicos matinales delante de la cara, de tal forma que el ángulo disuadía a cualquiera que hubiera querido acercarse y molestarlo.

Era un hombre sociable por naturaleza que se había ganado la simpatía de un nutrido y diverso número de caballeros. Sin embargo, esa mañana se mantuvo sentado detrás de su periódico y fulminó con la mirada al único que se atrevió a pasar a su lado y a saludarlo con una breve inclinación de cabeza.

No leyó ni una sola palabra.

Había caído en una trampa y no había forma decente de escapar.

Se había despertado sintiéndose un poco avergonzado. Le había hecho el amor a Cassandra con rapidez y totalmente vestido, y después se había quedado dormido… y así había seguido durante lo que debían de haber sido horas. Además, tuvo que ser un sueño muy profundo, porque ni siquiera se había despertado cuando ella le abrochó las calzas y salió de la cama para vestirse. ¡Por Dios! Cuando la vio, estaba sentada en la banqueta del tocador, meciendo el pie como si llevara mucho rato esperando a que abandonara los brazos de Morfeo.

Solo se habría redimido si la hubiera convencido de que volviera a la cama y le hubiera hecho el amor lenta y concienzudamente después de desnudarse y de desnudarla a ella.

Sin embargo, ella había tejido su telaraña y él había acabado atrapado. Sin poder hacer nada para evitarlo. Ni siquiera el matrimonio le parecía tan asfixiante.

Había sido una esposa maltratada. Y debió de ser algo muy grave, porque le puso fin al maltrato blandiendo una pistola y atravesando el corazón de lord Paget con una bala.

¿Fue un asesinato?

¿O lo hizo en defensa propia?

¿Era imperdonable?

¿O estaba justificado?

Ignoraba las respuestas y tampoco le interesaba conocerlas. Había despertado su compasión y su sentido de la caballerosidad. De forma totalmente intencionada, sin duda alguna.

Según ella, la habían despojado de todos los beneficios a los que tenía derecho la viuda de un hombre acaudalado y con propiedades. Su hijastro la había echado de su casa con la amenaza de mandarla a prisión si se le ocurría volver o si recurría a la ley para recuperar lo que le pertenecía.

Era pobre. Aunque ignoraba hasta qué punto carecía de medios económicos. Había logrado llegar a Londres y alquilar esa casa deprimente y deslucida. Sin embargo, estaba casi seguro de que no contaba con ningún tipo de ingreso y de que su situación era desesperada. Se había colado en el baile de Meg la noche anterior aun a riesgo de sufrir la humillación de que la echaran con la mitad de la alta sociedad como testigo. Y lo había hecho con el propósito de encontrar a un protector adinerado. Lo había hecho para subsistir y para evitar convertirse en una mendiga sin más hogar que la calle.

No creía que dichas suposiciones acerca de la situación económica de lady Paget fueran exageradas.

Y él era el salvador que había elegido.

O… la víctima.

Porque le había parecido un ángel, y tras indagar sobre su identidad la dama había descubierto que poseía una gran fortuna. De modo que lo había creído una presa fácil. ¡Cuánta razón tenía!

Volvió una página del periódico con tal brusquedad que se quedó con un trozo de papel en la mano y el resto cayó sobre su regazo. El sonido del papel al rasgarse se escuchó claramente, de forma que unas cuantas cabezas se volvieron hacia él para mirarlo con gesto reprobatorio.

– ¡Chitón! -exclamó lord Pártete con el ceño fruncido por encima de sus anteojos.

Stephen zarandeó el mutilado periódico a fin de volver a enderezarlo, pese al ruido, y volvió a esconderse tras el papel.

Lady Paget tenía razón. Su triste historia, o lo poco que había escuchado de ella, había despertado su compasión y le preocupaba la pobreza en la que obviamente vivía. Habría sido incapaz de salir de esa casa y de darle la espalda, del mismo modo que habría sido incapaz de molerla a golpes y de romperle las costillas a patadas.

Podría haberle ofrecido una asignación de forma altruista, sin ningún tipo de obligación por su parte. La idea se le había ocurrido en casa de la dama. La riqueza que él poseía era indecente. No echaría en falta el dinero de una asignación periódica que le permitiera a lady Paget vivir de forma modesta.

Pero dicho arreglo no era posible. Porque sospechaba que en algún lugar detrás de esa fachada sonriente, desdeñosa y sensual se escondía el orgullo que su marido había intentado destruir a base de golpes. Probablemente ella hubiera rechazado el regalo.

Además, no podía ir por la vida ofreciéndole dinero a todo aquel que le contara sus penas.

De modo que si no hacía algo, su indigencia pesaría sobre su conciencia.

De ahí que se hubiera visto obligado a ofrecerle una desorbitada cantidad de dinero a cambio de unos favores sexuales que Stephen no estaba muy convencido de desear. Más bien todo lo contrario.

No era la primera vez que pagaba por unos favores sexuales, y siempre pagaba más de lo que la dama pedía. Hasta ese momento no le había parecido un acuerdo sórdido. Tal vez en el pasado también debería haberlo visto de esa forma. Tal vez necesitara un buen examen de conciencia. Porque tal vez las mujeres que ofrecían ese tipo de servicios lo hacían para evitar morirse de hambre. Ninguna lo haría por placer, ¿verdad?

Frunció el ceño por el indeseado rumbo de sus pensamientos. Estaba a punto de pasar otra página cuando cambió de opinión.

El día anterior a esa misma hora su deseo de encontrar una amante era tan acuciante como el de volar hasta la luna. Sin embargo, había encontrado una. Después de ayudarlo con las botas de montar y demostrando una sumisión poco habitual en él, Philbin había ido a la casa de Portman Street con un grueso fajo de billetes.

Era el generoso pago por los favores de la noche anterior y por los derechos exclusivos sobre dichos favores al menos durante una semana.

El dinero no le importaba. Lo que le molestaba era el engaño. Porque había pensado que ella lo deseaba, que se sentía atraída por él. Había pensado que se trataba de algo mutuo. Y la verdad resultaba vergonzosa y humillante. Lo que le molestaba era sentirse tan atrapado por la situación como si lo hubiera arrastrado ante el altar.

¿Por qué puñetas tenía que sentirse responsable por la reputación de esa mujer? Habida cuenta de lo pésima que era dicha reputación, claro. Había matado a su marido. Había vendido su cuerpo a un desconocido y lo había manipulado para que se convirtiera en su protector. Había…

Había sufrido una infancia nómada e insegura y un matrimonio de pesadilla. Y en esos momentos hacía lo necesario para sobrevivir. Para poder comer y para poder contar con un techo bajo el que refugiarse. Salvo la prostitución, no había ningún otro empleo para ella.

Se estaba prostituyendo para él.

Y él lo permitía.

Estaba obligado a permitírselo impulsado por la seguridad de que ella no aceptaría su dinero a menos que fuera a cambio de los servicios prestados.

No era un hombre propenso a odiar. Ni siquiera era propenso a sentir antipatía por la gente. Le gustaba prácticamente todo el mundo. Le caían bien sus congéneres en general.

Pero esa mañana en concreto se sentía consumido por el odio y por la furia. Y el problema era que no sabía a ciencia cierta quién era el objeto de ambos sentimientos, si iban dirigidos hacia lady Paget o hacia él mismo.

Daba igual. Lo único relevante era que iba a devolverle la respetabilidad. Y que iba a acostarse con ella lo justo para que la dama pudiera conservar su orgullo y sentir que se estaba ganando el sueldo.

Clavó los ojos en uno de los titulares del periódico y lo leyó junto con el resto del artículo, con gran atención aunque sin entender ni una sola palabra. Bien podía anunciar el fin del mundo, porque él no se había enterado.

Por supuesto que le importaba la posibilidad de que hubiera matado a su marido. Ese era el quid de la cuestión. ¿Lo había hecho o no? Según ella, lo había matado. ¿Por qué afirmarlo si no era verdad? Sin embargo, sospechaba que gran parte de lo que lady Paget había dicho no era del todo cierto. Y ese escueto «sí» con el que había contestado la pregunta no le había parecido muy sincero.

¿O se lo había imaginado porque quería que fuera inocente?

No resultaba muy placentero pensar que la amante que acababa de contratar era una asesina confesa.

Había que considerar los posibles maltratos que había sufrido, desde luego. Pero pensar que había cogido una pistola que seguro que no estaba encima de la mesa lista para ser usada, que había apuntado al corazón de su marido y que había apretado el gatillo…

En fin, solo de pensarlo se le helaba la sangre en las venas. Si se había visto obligada a tomar una salida tan desesperada, el maltrato al que la sometió su marido debió de ser atroz.

O tal vez lady Paget fuera una mala persona.

O tal vez no lo hubiera hecho.

Pero ¿por qué iba a mentir sobre algo semejante?

¿Y en qué lugar lo dejaba eso como persona cuando había aceptado sus servicios, aun imponiendo sus propios términos, a sabiendas de que era una asesina? O una mujer que decía ser una asesina.

Tenía la impresión de que el cerebro le daba vueltas dentro del cráneo como si fuera una peonza. Al final acabó por doblar el periódico y soltarlo, tras lo cual se puso en pie y abandonó el club sin hablar con nadie.


Alice, en un extraño arranque de rebeldía, se negó a acompañar a Cassandra al té de lady Carling. No lo hizo porque desaprobara la presencia de Cassie en dicho acontecimiento, mucho menos habiendo sido invitada por la propia anfitriona. En realidad, consideraba que era lo único bueno que había conseguido tras el enorme riesgo que había corrido la noche anterior. Pero se negaba a conocer al amante de Cassie en público, porque en esas circunstancias se vería obligada a tratarlo con cortesía.

– Pero, Alice -protestó Cassandra mientras observaba cómo su amiga remendaba la funda de una almohada, una tarea en la que debería ayudar-, quiero que me acompañes precisamente para evitar que me invite a dar un paseo por el parque en su carruaje. Mencionó algo de un tílburi. Los tílburis tienen los asientos muy altos, estaré muy expuesta. Pero lo importante es que solo pueden llevar a dos ocupantes. Así que si me acompañas, me negaré con la excusa de que no puedo dejarte sola.

Sin embargo, Alice se mantuvo en sus trece. Apretó los labios y se decantó por la tozudez mientras blandía la aguja una y otra vez con gesto vengativo.

– Cassie, serías un hazmerreír -le advirtió al cabo de un momento-. Una viuda de tu edad no pone como excusa a una simple de dama de compañía cuando un caballero la invita a salir.

– ¡Tú no eres una simple dama de compañía! -exclamó-. Ya no. Llevo casi un año sin poder pagarte, y ahora que puedo ofrecerte dinero, vas y lo rechazas.

Alice se enrolló la hebra de hilo en un dedo y la partió de un tirón sin necesidad de usar las tijeras, que descansaban en una mesita a su lado.

– No pienso aceptar ni un penique de su dinero -sentenció-. Ni del tuyo si lo ganas de esa manera. Cassie, esto no es lo que había imaginado para ti cuando eras mi pupila. Ni por asomo. -La barbilla le tembló un instante, pero logró contener las lágrimas y volvió a apretar los labios.

– Alice, creo que es un buen hombre -replicó ella-. Creo que me está pagando más de la cuenta, y estoy segura de que lo hace a propósito. Y me dijo que nunca… en fin, que cualquier cosa que suceda en nuestra relación debe ser por mutuo consentimiento. Que nunca… que nunca me forzaría.

Alice le dio la vuelta a la funda para dejarla del derecho y la sacudió con fuerza, tras lo cual la dobló para plancharla más tarde.

– La ropa blanca de esta casa se transparenta de lo desgastada que está, lo mismo da que cosa las costuras o no -refunfuñó con voz irritada.

– Dentro de un par de semanas podré comprarlo todo nuevo y la reemplazaremos -le dijo.

Alice la miró echando chispas por los ojos.

– ¡No pienso apoyar la cabeza en una funda de almohada comprada con su dinero! -exclamó.

Cassandra suspiró y levantó la mano que Roger le acariciaba con su fría nariz. En cuanto comenzó a acariciarle la peluda cabeza, el perro se apoyó en su regazo, la miró con expresión triste y también suspiró.

– Su familia me pareció muy educada -comentó-. Se deshicieron en amabilidad conmigo. Claro que también lo hicieron para evitar una situación vergonzosa y tal vez un desastre social, pero de todas formas me parecieron buenas personas.

– Sufrirán una apoplejía si creen que te está cortejando -le advirtió Alice-, o si se enteran de que te ha tomado como amante.

– Sí -convino mientras acariciaba la aterciopelada oreja de Roger-. Es guapísimo, Alice. Parece un ángel.

– ¡Menudo ángel! -Exclamó su amiga al tiempo que clavaba la aguja con muy malos modos en el alfiletero que descansaba en la mesa-. Te acompaña a casa, te paga esta mañana y te ofrece más por lo mismo. ¡Menudo angelito!

Cassandra pasó los dedos de la otra mano por lo poco que quedaba de la otra oreja de Roger y las levantó a la vez. El pobre parecía tener una apariencia torcida y gesto soñoliento. Le sonrió y le soltó las orejas.

– Acompáñame esta tarde -dijo.

Sin embargo, Alice ya había tomado una decisión, por lo que se negó en redondo.

– No pienso ir contigo -rehusó mientras se ponía en pie con brusquedad-. Hace un año que no me pagas, como muy bien has señalado, y me parece estupendo que sea así. Pero significa que soy libre. Que no soy tu sirvienta. Y soy muy capaz de ganar un sueldo con el que podamos mantenernos las dos, y también a Mary y a Belinda, y a ese perro, sin necesidad de que tengas que… En fin. Sé que me crees demasiado vieja para que alguien me contrate, pero solo tengo cuarenta y dos años. Todavía no he llegado a la vejez. Sigo estando ágil para fregar suelos si hace falta, para coser doce horas al día en el taller de alguna modista o para lo que sea. Esta tarde estaré muy ocupada con mis propios asuntos. He pensado pasarme por varias agencias de empleo. Seguro que alguien requiere de mis servicios.

– Yo, Alice -replicó ella.

Pero no hubo forma de hacerla cambiar de opinión. Salió de la estancia con la espalda tan tiesa como un palo y la barbilla en alto, y dejó la puerta abierta.

Al cabo de un momento se asomó una carita que esbozó una enorme sonrisa mientras el cuerpo al completo entraba en la salita.

– Perrito -dijo Belinda, que echó a correr hacia Roger para que este no escapara.

Pese a la avanzada edad y a su naturaleza letárgica, Roger se mostraba en ocasiones con ganas de jugar y nunca rechazaba una sesión de caricias. De modo que salió al encuentro de la niña con la lengua fuera y moviendo el rabo y los cuartos traseros. Belinda le echó los brazos al cuello y sus carcajadas se transformaron en alegres y agudos chillidos cuando el perro comenzó a lamerle la cara.

El vestido le quedaba pequeño desde hacía unos seis meses, pero todavía se lo ponía. Estaba descolorido por los numerosos lavados, pero limpio como los chorros del oro. Y remendado con mucho cuidado allí donde la tela estaba demasiado desgastada. Las mejillas sonrojadas ponían de manifiesto que acababa de bañarse, y volvería a la tina como Mary descubriera que Roger la había estado besando. Su pelo, castaño y ondulado, estaba sujeto por una cinta deshilachada y desgastada, a fin de que no le tapara la cara. Iba descalza, ya que desde que los zapatos se le quedaron pequeños solo se los ponía para salir.

Tenía tres años. Era la hija ilegítima de Mary.

Y todas la adoraban.

– Hola, cariño -la saludó Cassandra.

Belinda le regaló una alegre sonrisa y volvió a reírse al ver que Roger se echaba en el suelo con las patas en el aire. La niña se acostó a su lado para acariciarle la barriga y aferrado con uno de sus delgados bracitos.

– Me quiere -dijo.

– Porque tú lo quieres a él -replicó ella con una sonrisa.

Por fin podría pagarle a Mary. Podría incluso pagarle todos los atrasos. Ella no lo aceptaría, claro, pero a base de insistir acabaría cogiendo el dinero. Necesitaba comprarle ropa nueva a su hija.

Por su parte, pensaba comprarle a Belinda unas cuantas cosas. Y a Mary. Sin embargo, no le compraría nada a Alice. No aceptaría ningún regalo dado su humor.

Tenía un protector, pensó, recalcando la palabra mentalmente. Ella era su… querida. Y la mantendría a cambio de sus favores sexuales. Lo que sucediera entre ella y el conde de Merton no sería por deseo mutuo, por mucho que él insistiera. Porque ella jamás lo desearía de verdad, pese a su apostura, su virilidad y su innegable atractivo físico. Y pese a su generosidad, un rasgo de su carácter que sospechaba que era genuino.

Nueve años de matrimonio habían aniquilado cualquier interés que pudiera haber albergado por el conde de Merton en ese sentido. Si Su Señoría esperaba hasta que ella lo deseara en la misma medida, nunca se acostarían y ella recibiría un dinero que no se había ganado.

Y lo principal era ganárselo. Hasta el último penique. Porque todavía le quedaba algo de orgullo. Aunque él nunca sabría que entre ellos el deseo no era mutuo.

Se ganaría con creces el dinero que le pagaba el conde.

Mientras observaba a la niña jugar con el perro, ambos igual de inocentes, felices y desvalidos, llegó a la conclusión de que valía la pena.

Dos inocentes a los que adoraba.

Haría cualquier cosa para posponer, aunque fuera un día, la pérdida de esa inocencia.

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