CAPÍTULO 02

A Cassandra le costó muy poco enterarse de que lady Sheringford iba á celebrar un baile. Echó una ojeada a la zona más concurrida de Hyde Park hasta localizar a un nutrido grupo de damas, cinco en total, que paseaban juntas por el sendero y mantenían una animada conversación entre ellas, e instó a Alice a acercarse a ellas y adelantarlas para escuchar lo que estaban diciendo.

Se enteró de más cosas de las que quería saber sobre la última moda en bonetes, como por ejemplo la identidad de aquellas que lucían de maravilla los nuevos modelos y la de aquellas que necesitaban que alguien reuniera el valor necesario para hacerles el favor de señalarles lo mal que les sentaban. Se enteró de las travesuras de sus hijos, que intentaban superarse entre sí. Las travesuras eran entrañables, o eso suponía ella, pero solo porque las víctimas eran las niñeras y las institutrices, no sus propias madres. Todos y cada uno de los niños descritos parecían unos consentidos sin remedio.

Sin embargo y a la postre, la tediosa conversación dio sus frutos. Tres de las damas planeaban asistir al baile de lady Sheringford que se celebraría la noche siguiente en la residencia del marqués de Claverbrook, en Grosvenor Square. Un hecho insólito, ya que según comentó una de las damas el anciano marqués había estado recluido en casa durante años y no salió hasta el día de la boda de su nieto, celebrada hacía ya tres años. No lo habían visto desde entonces. Pero parecía que iba a celebrarse un baile en su residencia.

No obstante, se rumoreaba que pasaba largas temporadas en el campo con su nieto y sus bisnietos, se enteró Cassandra a pesar de no tener ningún interés en las noticias. Y también se decía que su nieta política, la condesa, había encontrado la forma de acabar con su eterno mal humor.

El baile de lady Sheringford en Claverbrook House, en Grosvenor Square, se repitió Cassandra en silencio, memorizando los detalles más importantes de la conversación al tiempo que intentaba desentenderse de la irrelevante miríada de anécdotas.

Tres de las damas iban a asistir, aunque con gran renuencia, por supuesto. Era totalmente incomprensible que una dama tan respetable como lady Sheringford hubiera accedido a casarse con el conde después del gran escándalo que protagonizó unos años antes y que fue de tal magnitud que ninguna persona decente debería recibirlo. ¡Por Dios! Si hasta había tenido un hijo con esa espantosa mujer, que había abandonado a su legítimo esposo para huir con él, cosa que hicieron el día fijado para la boda del conde de Sheringford con su cuñada, la señorita Turner. Había sido un escándalo de los que hacían época.

Sin embargo, las tres irían al baile porque todo el mundo iba a asistir. Y además todo el mundo estaba intrigadísimo por saber cómo iba el matrimonio. No sería de extrañar que después de tres años estuviera haciendo aguas. Aunque no dudaban de que tanto el conde como su esposa se esforzarían por mostrar su mejor cara durante el baile.

Dos de las damas que conformaban el grupo no asistirían. Una porque tenía un compromiso previo, adujo con gran alivio a sus acompañantes. La otra porque se negaba a poner un pie en una casa donde estuviera el conde de Sheringford, aunque el resto del mundo se mostrara dispuesto a perdonar y a olvidar todo el asunto. No iría ni aunque le pagaran una fortuna. Acto seguido, señaló lo irritante que resultaba que su marido se negara en redondo a asistir a los bailes, sabiendo lo mucho que a ella le gustaba bailar.

La cosa cada vez pintaba mejor, pensó Cassandra. La reputación de la condesa estaba ensombrecida por la reputación de libertino y sinvergüenza de su esposo. Sería muy raro que le negaran la entrada a alguien, aun cuando no tuviera invitación. Era evidente que la reputación del conde atraería a un gran número de asistentes, pocos rechazarían la invitación, ya que la curiosidad era el pecado capital de la alta sociedad… y tal vez de la humanidad en su conjunto.

El baile de los Sheringford, pues. Sería la noche siguiente. El tiempo era oro. Le quedaba el dinero justo para pagar el alquiler de una semana y para comprar comida durante dos semanas más. Más allá de esa fecha se extendía un aterrador vacío en el que necesitaría dinero pero no tendría modo alguno de obtenerlo.

Y no estaba sola; de ella dependían otras personas que requerían un techo bajo el que cobijarse y pan que llevarse a la boca. Unas personas que no podían ganarse la vida por sí solas, por diversos motivos.

Alice paseaba en silencio y con gesto desabrido a su lado. Cassandra la había mandado callar en cuanto adelantaron a las cinco damas. Su silencio era ensordecedor y crítico. A Alice no le gustaba la idea en absoluto y su postura era comprensible. Si se volvieran las tornas, a ella tampoco le haría gracia quedarse de brazos cruzados mientras Alice o Mary planeaban prostituirse para que ella pudiera comer.

Por desgracia, no tenía alternativa. O en caso de tenerla, no la veía por ninguna parte, y eso que había pasado incontables noches en vela buscándola.

Echó un vistazo a su alrededor mientras caminaban, con la extraña sensación de encontrarse en una mascarada, oculta su identidad tras una máscara y un dominó. El velo negro era su máscara y el recatado vestido de viuda, su dominó. Podía ver el mundo exterior, aunque poco, pero nadie podía verla a ella.

Eso sí, se estaba asando por culpa de la ropa negra y del velo. Ojalá se nublara un poco, deseó en vano, ya que las nubes eran muy pocas y estaban dispersas.

Daba la impresión de que la alta sociedad en pleno se había congregado en ese reducidísimo tramo de Hyde Park. Se le había olvidado lo concurrido que estaba el parque durante la hora del paseo. Nunca había participado de la costumbre, sin embargo. Se había casado muy joven y no fue presentada en sociedad ni disfrutó de una temporada social. Su mirada pasó sobre las damas, reparando en sus coloridos atuendos, tan costosos y tan a la moda. Sin embargo, no les prestó la menor atención. Ellas no le importaban en absoluto.

Estaba estudiando a los caballeros con ojo crítico. Había muchos, de todas las edades y condiciones. Algunos le devolvieron la mirada pese a su disfraz, que debía de ser especialmente desagradable. No vio a ninguno en concreto que le gustara. Claro que tampoco era obligatorio que le gustara el caballero que se encargaría de llenar sus bolsillos vacíos.

De repente, se fijó en dos caballeros en particular, y no solo porque eran jóvenes y apuestos, que lo eran, sino porque había tal contraste entre ellos que creyó estar contemplando a un demonio y a un ángel.

El demonio era el mayor de los dos. Calculó que rondaría los treinta y cinco años. Era moreno de piel y de pelo, de rostro apuesto, aunque su gesto era adusto, y de ojos negros. Parecía un hombre peligroso, y se estremeció ligeramente pese al intenso calor que sentía.

El ángel era más joven, seguramente incluso más joven que ella. Tenía el pelo rubio y una belleza clásica, con facciones simétricas y gesto sincero y simpático. Tanto su boca como sus ojos, que estaba convencida de que eran azules, daban muestras de que sonreía a menudo.

Su mirada se demoró en el ángel. Era alto y estaba muy elegante sobre su montura, haciendo alarde de unas musculosas piernas, gracias a los ajustados pantalones de montar de color crema y las botas negras, que se abrazaban a los flancos del caballo. Era delgado, pero la chaqueta verde oscuro dejaba claro que tenía un cuerpo proporcionado. Se amoldaba a su cuerpo como una segunda piel, y estaba segura de que a su ayuda de cámara le había costado la misma vida ponérsela.

Tanto el ángel como el demonio se habían fijado en ella y la estaban mirando. El demonio dejaba ver su admiración sin disimulos, mientras que el ángel parecía mirarla con cierta compasión por su viudez.

Sin embargo, en ese momento vieron a un conocido que los distrajo. En realidad eran dos personas, ambas a caballo, una dama muy elegante y un caballero que parecía imposible que fuera tan guapo.

El ángel sonrió.

Y tal vez selló su destino.

Tenía un aire de inocencia que armonizaba con su aspecto angelical. Sin duda alguna era un hombre muy rico… En ese momento se percató de que las damas que caminaban tras ella estaban hablando de él.

– ¡Ay! -suspiró una de ellas-. Ahí está el conde de Merton con el señor Huxtable. ¿Habéis visto a un hombre más apuesto? Además de guapo, es rico y tiene propiedades. Y un título. Y el pelo rubio, los ojos azules, los dientes perfectos y una sonrisa encantadora. No me parece justo que un solo hombre lo tenga todo. Si tuviera diez años menos… y siguiera soltera…

Las cinco damas se echaron a reír.

– Pues yo creo que me quedaría con el señor Huxtable -dijo otra-. De hecho, estoy convencida de que lo haría. Ese pelo tan oscuro, ese aire taciturno y esas facciones griegas… No me importaría que me hiciera una visita a la cama algún día que Rufus no estuviera en casa. -Se produjo un coro de exclamaciones escandalizadas y de risillas.

En ese momento Cassandra miró a Alice y se percató de que había apretado tanto los labios que casi no se le veían y de que tenía las mejillas coloradas.

Un ángel con inocencia, fortuna y título nobiliario, pensó. ¿Había una mezcla más potente?

– Estoy segura de que o bien acabo derretida en el suelo o bien estallo en un millón de pedacitos -comentó-. Y ninguna de las dos cosas me haría gracia. ¿Te parece que nos volvamos a casa, Alice?

– A algunas personas deberían lavarles la boca con jabón -dijo su antigua institutriz mientras atravesaban el prado, donde apenas había gente-. Con razón los niños son tan maleducados, Cassie. Y luego esperan que las institutrices disciplinen a sus criaturitas sin reñirles y sin levantarles la mano.

– Tiene que ser indignante para ti -comentó ella.

Caminaron en silencio un rato.

– Vas a ir a ese baile, ¿verdad? -Preguntó Alice cuando salieron a la calle-. Al de lady Sheringford.

– Sí -contestó-. No tendré problemas para entrar, no te preocupes.

– No me preocupa que no puedas entrar -replicó Alice con sequedad.

Cassandra volvió a sumirse en el silencio. No tenía sentido seguir discutiendo el asunto. Alice debió de llegar a la misma conclusión, porque tampoco dijo nada más.

El conde de Merton.

El señor Huxtable.

Un ángel y un demonio.

¿Asistirían al baile?

Claro que aunque no lo hicieran, muchos otros caballeros sí lo harían.


Cassandra se vio obligada a gastar parte de su menguante y escaso dinero en el alquiler de un carruaje que la llevara a Grosvenor Square a la noche siguiente. No sería sensato recorrer a pie esa distancia de noche, ataviada con sus mejores galas, y sin la compañía de un sirviente. Aun así, no realizó todo el trayecto en carruaje. Le indicó al cochero que la dejara antes de entrar en la plaza y la atravesó a pie.

Había planeado llegar un poco tarde. Pese a ese detalle, había una hilera de elegantes carruajes a la espera de llegar a las puertas de una de las mansiones, resplandeciente por la luz de las velas del interior. Una alfombra roja cubría los escalones y parte de la acera para que los invitados no se mancharan los zapatos.

Cassandra atravesó la plaza, llegó a la alfombra, subió los escalones de entrada y se coló en la casa aprovechando la llegada de un nutrido y ruidoso grupo de invitados. Le dio su capa a un criado, que le hizo una reverencia respetuosa mientras ella murmuraba su nombre, pero que no hizo ademán alguno de ponerla de patitas en la calle. Caminó hasta la escalinata y la subió despacio, junto con otras personas. A esa hora seguro que los anfitriones todavía estaban en la puerta del salón de baile recibiendo a sus invitados, razón del retraso. Justo lo que había esperado evitar llegando más tarde.

Se le había olvidado, si acaso alguna vez lo había aprendido, que para llegar tarde a un acto de la alta sociedad había que llegar tardísimo.

Las personas se saludaban las unas a las otras a su alrededor. Todo el mundo parecía muy contento. Nadie le dirigió la palabra a esa mujer solitaria que aguardaba en medio del grupo. Claro que tampoco gritaron escandalizados ni la señalaron con un dedo mientras exigían que sacaran a rastras a esa impostora. Que supiera, nadie la estaba mirando, claro que como ella tampoco miraba a los demás, no estaba segura de ese punto.

Tal vez nadie la recordara después de todo. Había visitado Londres en dos o tres ocasiones con Nigel, y habían asistido a muy pocos acontecimientos juntos. De todas maneras, era muy improbable que alguien la reconociera esa noche.

Esa esperanza no tardó en hacerse añicos. Con voz distante y lánguida, le dijo su nombre a un criado elegantemente ataviado con librea que esperaba junto a la puerta del salón de baile y aunque consultó la lista que tenía en la mano y fue evidente que no encontró su nombre, ella apenas titubeó. Enarcó una ceja y cuando el criado la miró, compuso la expresión más altanera de la que fue capaz, de modo que el hombre acabó diciéndole el nombre al mayordomo que esperaba al otro lado de la puerta y que a su vez lo anunció en voz alta y clara. Todos los invitados presentes en el salón de baile debieron de escucharlo, pensó ella, y lo habrían hecho aun cuando hubieran estado tarareando con los oídos tapados.

– Lady Paget -anunció el mayordomo.

Y con esas dos palabras se desvaneció su esperanza de mantener el anonimato.

Cassandra procedió a estrecharles la mano a la dama de pelo oscuro que supuso que era la condesa de Sheringford y al apuesto caballero que tenía al lado, que debía de ser el infame conde. Sin embargo, no tuvo tiempo de observar a la pareja a placer. Le hizo una reverencia al anciano que estaba sentado junto a ellos. Supuso que se trataba del ermitaño marqués de Claverbrook.

– Lady Paget -la saludó la condesa con una sonrisa-, estamos encantados de que haya podido venir.

– Disfrute del baile, señora -dijo el conde, también con una sonrisa.

– Lady Paget -dijo el marqués con voz gruñona al tiempo que inclinaba la cabeza.

Estaba dentro.

En un abrir y cerrar de ojos.

Aunque su nombre la había precedido.

Tenía el corazón a punto de salírsele del pecho, de modo que abrió el abanico y comenzó a abanicarse con gesto lánguido mientras se adentraba en el salón de baile caminando despacio. No fue fácil. La estancia estaba abarrotada. Las cinco damas del día anterior habían estado en lo cierto al afirmar que irían muchas personas, aunque solo fuera por la malsana esperanza de ver cómo el matrimonio que habían visto celebrarse tres años atrás hacía aguas.

Su primera impresión de los condes había sido buena. Tal vez porque podía identificarse con su notoriedad y conocía perfectamente el dolor que debió de causarles… y que seguramente todavía les causaba.

Estar sola no era una sensación agradable. Todas las damas parecían contar con un acompañante, una pareja o una carabina. Todos los caballeros parecían formar parte de un grupo.

Sin embargo, no solo era su aislamiento lo que la inquietaba. Era la atmósfera del salón de baile. Sintió un escalofrío en la espalda al comprender que otras muchas personas habían escuchado su nombre, además de los condes de Sheringford y del marqués de Claverbrook. Y aquellos que no lo habían hecho en su momento lo estaban haciendo en ese preciso instante, ya que los susurros corrían rápidamente por el salón. Tan rápidos como la pólvora.

Se detuvo, abrió el abanico de nuevo y empezó a abanicarse muy despacio mientras miraba a su alrededor con la barbilla en alto y una leve sonrisa en los labios.

Nadie la miraba directamente. Y sin embargo todo el mundo la veía. Era una contradicción curiosa, pero muy cierta. Nadie se había apartado de ella mientras paseaba y nadie la evitaba de forma exagerada una vez quieta, pero se sentía aislada en un mar de vacío, como si la rodeara un aura invisible de medio metro de grosor.

Aunque al mismo tiempo se sentía desnuda.

Evidentemente, ya había previsto algo así. Había decidido no utilizar un nombre falso ni su apellido de soltera. Y había ido con la cara descubierta. No tenía un velo negro tras el que ocultarse. Era inevitable que alguien la reconociera.

Sin embargo, no creía que la echaran aunque eso sucediera.

De hecho, toda esa atención bien podría jugar a su favor. Si la alta sociedad había asistido esa noche al baile para ver a un hombre que en el pasado se fugó con una mujer casada, ¿no encontraría muchísimo más fascinante a la asesina del hacha? Era consciente de que los rumores y los cotilleos preferían esa descripción de su persona a cualquier aproximación a la verdad.

Miró a su alrededor de forma deliberada, convencidísima de que nadie iba a devolverle la mirada y a pillarla. No reconoció a nadie. Se concentró en los caballeros, y se dio cuenta de la difícil tarea que se había impuesto. Había jóvenes y viejos, y de cualquier edad intermedia, y todos iban de punta en blanco. Sin embargo, no había modo de saber quiénes estaban casados y quiénes solteros, quiénes eran ricos y quiénes pobres, quiénes tenían firmes valores morales y quiénes eran unos libertinos… y quiénes se encontraban en algún estadio intermedio en dicha escala. No disponía de tiempo para averiguar lo que necesitaba saber antes de tomar una decisión y pasar a la acción.

Y en ese momento su mirada se posó en una cara familiar. En realidad, en tres caras. Allí estaba el demonio del día anterior, con el mismo aspecto satánico vestido con el traje de gala negro. A su lado estaba la amazona del paseo, con la mano sobre su brazo, riendo y hablando. El caballero que le pareció tan exageradamente guapo observaba la escena con una sonrisa alegre en los labios.

El demonio la miró desde el otro lado de la estancia, directamente a los ojos. Cassandra movió despacio el abanico y le devolvió la mirada. El hombre enarcó una ceja antes de inclinar la cabeza para decirle algo a la dama, que se echó a reír de nuevo. Supuso que no estaban hablando de ella.

El demonio era el señor Huxtable. Siguió mirándolo un poco más. Le había proporcionado una excusa, que ella podría utilizar más adelante si no se le presentaba nada mejor.

«Antes le vi mirándome, señor -podría decirle-. Y desde entonces no dejo de pensar si nos hemos visto antes. Por favor, sáqueme de dudas.»

Ambos sabrían que no se habían visto antes, y él sabría que lo había hecho de forma intencionada. Sin embargo, ya tendría la puerta abierta y se aseguraría de que el señor Huxtable la atravesara.

Salvo por el hecho de que estaba convencida de que era un hombre peligroso. Y al fin y al cabo, ella no era una cortesana experimentada. Solo era una mujer desesperada que se sabía atractiva a ojos de los hombres. Esa característica le había parecido una desventaja durante años. Esa noche la convertiría en una ventaja.

Dejó de mirarlo y siguió con su escrutinio. Y en ese momento, justo al otro lado del salón, vio a su ángel.

Parecía incluso más guapo que el día anterior en el parque. Iba ataviado con un frac negro, unas calzas plateadas, un chaleco bordado, una prístina camisa blanca, y corbata y medias de ese mismo color. Era alto y de constitución perfecta, delgado pero musculoso en los lugares precisos. Su pelo rubio, aunque corto y bien peinado, tenía tendencia a rizarse y daba la impresión de que estaría alborotado sin una mano experta. También parecía un resplandeciente halo alrededor de su cabeza.

Estaba con una dama y un caballero tan parecido al señor Huxtable que tuvo que mirar de nuevo al susodicho a fin de comprobar que no había atravesado a toda velocidad el salón para colocarse delante de ella. Sin embargo, ese hombre no iba vestido de negro y su rostro era mucho más agradable. Aunque podían ser hermanos. Incluso gemelos.

Miró una vez más al ángel, al conde de Merton. Era el único caballero del salón del que sabía algo. Si se fiaba de los comentarios de las cinco damas del parque, y ya habían acertado al predecir el éxito del baile, era un hombre muy rico. Y estaba soltero.

Y tenía un aura de inocencia. ¿Eso era algo bueno o malo?

En ese preciso instante, tal como le había sucedido con el señor Huxtable, sus ojos se encontraron a través de la distancia.

El ángel no le sonrió. Ni tampoco enarcó una ceja con gesto burlón. Se limitó a mirarla de frente mientras ella se abanicaba y le regalaba una ligera sonrisa antes de arquear las cejas. El conde inclinó ligeramente la cabeza a modo de saludo… y alguien se interpuso entre ellos, bloqueándole la visión.

Le latía el corazón con fuerza. El juego había comenzado. Ya había hecho su elección.

Por fin llegó la hora de comenzar el baile, aunque calculó que no llevaba más de cinco o diez minutos en el salón. Los condes de Sheringford salieron a la pista y los demás los imitaron. El conde de Merton, según comprobó, estaba en la línea de los caballeros y le sonreía a su pareja de baile, una jovencita muy guapa. La orquesta, tras recibir la señal, tocó un acorde y las damas hicieron una reverencia que fue correspondida por los caballeros. Comenzó una alegre contradanza.

Por su parte, Cassandra retomó el atento escrutinio de los caballeros presentes mientras ese mar de vacío que la rodeaba parecía expandirse.


Stephen había cenado en Claverbrook House con sus hermanas y sus cuñados, y también con el marqués de Claverbrook y con sir Graham y lady Carling, el padrastro y la madre de Sherry.

Meg estaba nerviosísima por el baile. Estaba convencida de que nadie asistiría, a pesar de que todo el mundo le había dado la razón a Monty cuando afirmó que habría que echar abajo las paredes del salón de baile antes de que acabara la noche para dejar espacio a todos los que querían entrar.

Y a pesar de que casi todo aquel que había recibido una invitación había confirmado su presencia.

El baile había sido idea de Meg. En palabras de su hermana, no tenía sentido regresar a la ciudad ese año si iban a entrar a hurtadillas en Londres con la esperanza de que nadie se diera cuenta. Lo mejor era coger el toro por los cuernos y organizar un gran baile en plena temporada social. El abuelo de Sherry, que llevaba años sin salir de casa antes de que Meg se casara con su nieto y que desde entonces tampoco se prodigaba mucho salvo por sus frecuentes y largas visitas al campo, los sorprendió a todos al ofrecer Claverbrook House para celebrar el acto antes de que Elliott o Stephen mismo pudieran ofrecer sus residencias londinenses.

Después de la cena, Meg se convirtió en un manojo de nervios. Al menos, hasta que los invitados comenzaron a llegar… y siguieron llegando y llegando hasta que los primeros en llegar empezaron a preguntarse cuándo daría comienzo el baile propiamente dicho.

Por supuesto, hubo una gran distracción que hizo que todo el mundo se olvidara de la larga espera. Alguien se había colado. Una mujer que había aparecido escandalosamente sola. Una dama que poseía el título de baronesa, lady Paget. También era muy famosa, aunque la palabra se quedaba corta. Había matado a su marido un año atrás. O ese era el rumor que le llegó a él.

Con un hacha.

– Pues yo lo dudo mucho -afirmó Vanessa, la duquesa de Moreland, a Elliott y a él mismo. Se encontraba entre ambos a la espera de que Meg y Sherry abandonaran la recepción para abrir el baile-. ¿Cómo pudo coger un hacha sin que los jardineros se lo impidieran o le preguntaran qué quería hacer para evitarle el trabajo? Sería imposible que les dijera que iba a descuartizar a lord Paget, ¿verdad? Ni tampoco pudo preguntarles si eran tan amables de ahorrarle el esfuerzo. Además, a menos que sea una mujer muy fuerte, no habría sido capaz de levantar el hacha lo suficiente para herirlo por encima de los tobillos.

– En eso tienes razón -comentó Elliott con voz risueña.

– Y si de verdad lo mató -prosiguió Vanessa- y si hay pruebas de que lo hizo… Vamos, si hay alguien que la vio blandir el hacha… ¿por qué no la han detenido?

– Lo habrían hecho sin pérdida de tiempo -contestó Elliott-. Y posiblemente no habría tardado en acompañar a su difunto marido en su último viaje… llevando un bonito collar en torno al cuello. Desde luego que no estaría en el salón de baile de Claverbrook House en busca de alguien con quien bailar.

Vanessa le echó una mirada suspicaz a su marido.

– Te estás riendo de mí -lo acusó.

– En absoluto, amor mío. -Elliott le cogió una mano y se la llevó a los labios, guiñándole un ojo a Stephen mientras lo hacía.

– Pues yo estoy contigo, Nessie -dijo Stephen-. Creo que podemos descartar el detalle del hacha. Y tal vez todo lo demás. Solo espero que su inesperada aparición no arruine el baile de Meg.

– Será la comidilla durante semanas -vaticinó Elliott-. ¿Qué anfitriona podría pedir un entretenimiento mejor? Apostaría lo que fuera a que ya ni recuerdan de lo que acusan al pobre Sherry. Sus supuestos crímenes quedarán eclipsados por la asesina del hacha. Ciertamente, creo que deberíamos darle las gracias a la dama en persona.

Vanessa le lanzó otra mirada suspicaz a su esposo y Stephen miró hacia donde se encontraba lady Paget de pie, rodeada por un espacio vacío como si las personas que se encontraban más cerca de ella esperasen que sacara un hacha de debajo del vestido y comenzara a asestar golpes.

La había mirado una vez, cuando el rumor le llegó y alguien le indicó de quién se trataba. No quería que la pobre mujer se creyera el centro de todas las miradas.

¿Por qué había cometido la tontería de asistir al baile? Y además sola. Y sin invitación. Claro que si esperaba a recibir alguna, podría esperar sentada en casa el resto de su vida.

Era una mujer alta y voluptuosa. Y el vestido que llevaba no ocultaba sus curvas. Era de un verde esmeralda y caía plisado desde debajo del pecho. Si su figura fuera menos exuberante, las faldas la envolverían sin amoldarse a su cuerpo. Sin embargo, le marcaban la cintura, las caderas y las largas y torneadas piernas. El vestido era de manga corta y su escote dejaba muy poco a la imaginación. Salvo por los largos guantes blancos, el abanico y los escarpines, no llevaba más adornos. No lucía joyas ni plumas en el pelo. Era una idea muy inteligente. Porque su pelo era su rasgo más esplendoroso. Era de un brillante rojo y lo llevaba recogido en la coronilla, salvo por algunos mechones que le caían por el cuello e invitaban a contemplar la cremosa blancura de su piel y el elegante arco de su cuello. Su rostro era la belleza en estado puro, pese a la expresión hastiada, altiva y ligeramente desdeñosa que lucía… Una de las mejores máscaras que había visto. Dudaba mucho que se sintiera tan segura como aparentaba. Era imposible distinguir el color de sus ojos, pero tenían un levísimo sesgo almendrado que los hacía muy intrigantes.

Se había percatado de todos esos detalles cuando la miró por primera vez. Sin embargo, en esa segunda ocasión se dio cuenta de que ella lo miraba con descaro. Resistió el primer impulso, que fue el de apartar la mirada a toda prisa. Seguramente eso fuera lo que estaban haciendo los demás. De modo que le devolvió la mirada. Y ella no la apartó, como había esperado que hiciera. La vio cerrar el abanico muy despacio, enarcar las cejas con gesto arrogante y esbozar una media sonrisa que no alcanzaba a serlo.

La saludó con una inclinación de cabeza justo cuando Carling y su esposa se acercaban a ellos para decirles que el baile estaba a punto de comenzar.

De modo que se marchó en busca de lady Christobel Foley, que había pasado por su lado acompañada de su madre en cuanto entraron en el salón de baile y se detuvo para saludarlo. Antes de que se alejaran, acordaron que la pieza reservada el día anterior en el parque fuera la primera y que bailarían otra pieza más.

Volvió a mirar hacia lady Paget cuando estaba con su pareja de baile a la espera de que la orquesta empezara a tocar. La encontró en el mismo lugar, aunque ya no lo miraba.

Y de repente la reconoció. Aunque aún tenía sus dudas. De todas formas, estaba casi convencido de que lady Paget era la viuda vestida de negro que Con y él habían visto en el parque mientras daban un paseo a caballo.

Sí, sin duda era ella, aunque tenía un aspecto radicalmente distinto.

El día anterior se ocultaba tras un impenetrable disfraz.

Esa noche se exponía abiertamente al asombro y a la crítica de la alta sociedad.

Esa noche solo llevaba el disfraz de su gélida indiferencia, o más bien de su desprecio por la opinión de los demás.

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