Stephen se sentía fascinado e incómodo, embobado y confuso.
¿En qué lío se había metido… o más bien en qué lío lo habían metido?
¿Sería cierto que el día anterior lo había visto en el parque oculta por el tupido velo mientras Con y él la miraban, y esa noche lo había reconocido y había decidido darse de bruces de forma intencionada con él para que no le quedara otra opción que invitarla a bailar el vals?
«Sé que no está intentando seducirme. Es justo lo contrario. Soy yo quien intenta seducirlo a usted. Y estoy decidida a salirme con la mía, por cierto.»
«Porque es un hombre atractivo, lord Merton.»
«Preferiría compartir mi lecho con alguien perfecto a hacerlo con alguien que no lo sea.»
Rememoró sus palabras, aunque le costaba trabajo creer que no hubieran formado parte de un sueño.
Cuando la música acabó, le ofreció el brazo y ella lo aceptó, pero en vez de hacerlo como marcaba la etiqueta, limitándose a colocarle una mano apenas sin rozarlo, lady Paget lo tomó del brazo con plena confianza y se pegó a él. El salón de baile no tardó en quedarse vacío. Todos los invitados se encaminaron al comedor y a las estancias contiguas, dispuestos a comer y a recuperar las fuerzas.
Y todos los observaban. Aunque lo hacían de reojo ya que eran demasiado educados para mirarlos abiertamente. La sensación de haberse convertido en el centro de atención era fruto de su imaginación, concluyó. Era comprensible. La llegada de lady Paget al baile de Meg sin haber sido invitada había causado un enorme revuelo.
No le avergonzaba tenerla como compañera. En realidad, le alegraba, ya que su compañía le evitaría algún tipo de insulto, incluso impediría que los demás le dieran la espalda, un arte dominado por gran parte de la alta sociedad. Aunque ignoraba los detalles del caso de lady Paget, Meg y Sherry no la habían echado de Claverbrook House. Al contrario, habían hecho todo lo posible por que se sintiera bien recibida. De modo que los demás invitados estaban obligados a demostrarle un mínimo de educación, como poco.
Localizó una mesita con solo dos sillas que seguía desocupada en el lateral izquierdo de la estancia y condujo a lady Paget en esa dirección.
– ¿Nos sentamos aquí? -propuso.
Tal vez en ese lugar se sintiera más cómoda que si ocupaban dos sillas en una de las largas mesas del comedor, donde estaría expuesta al escrutinio de los demás.
– ¿Un tête à tête? -Preguntó ella a su vez-. Qué ingenioso por su parte, lord Merton.
Stephen le retiró la silla para que tomara asiento y se dirigió al comedor a fin de servir un par de platos.
¿De verdad se había ofrecido para ser su amante? ¿O su invitación se limitaba a una sola noche? ¿Habría malinterpretado sus palabras? ¿Se trataba todo de una broma? Pero no, no había malinterpretado nada. Le había dicho claramente que quería seducirlo. ¡Por Dios! Si hasta le había preguntado si le asustaba la posibilidad de que lo matara con un hacha mientras dormía a su lado…
Alguien lo tomó del brazo y le dio un buen apretón. Al volverse vio a Meg con una deslumbrante sonrisa en los labios.
– Stephen -le dijo-, estoy orgullosísima de ti. Y de mí por haberte educado para que seas todo un caballero. Gracias.
– ¿Por qué? -le preguntó, enarcando las cejas.
– Por bailar con lady Paget -contestó ella-. Sé muy bien lo que se siente al ser un paria, aunque en mi caso no he llegado a conocer el ostracismo. Todo el mundo merece ser tratado con cortesía, sobre todo si hablamos de alguien a quien se ha juzgado solo por unos cuantos rumores. ¿Vas a sentarte con nosotros para cenar?
– Lady Paget está en la estancia contigua, esperando que le lleve un plato de comida -contestó.
– Muy bien -comentó su hermana-. Nessie y Elliott han ido a buscarla. Tenían la intención de invitarla a sentarse con ellos. Estoy muy orgullosa de todos vosotros. Aunque supongo que lo estáis haciendo no solo por ella, sino también por mí.
– ¿Dónde está el marqués de Claverbrook?
– Ya se ha acostado -respondió Meg-. El muy tonto insistió en formar parte de la recepción y en sentarse para observar las dos primeras piezas de baile, pese al cansancio. ¡Con lo que detesta este tipo de actos! Luego empezó a refunfuñar porque íbamos a permitir que se bailara el vals y afirmó que en su época no se aceptaba ese tipo de indecencias. Etcétera, etcétera. -El buen humor le iluminaba los ojos-. Hasta ahí podíamos llegar. Lo desterré a su dormitorio. Duncan asegura que soy la única persona capaz de manejar a su abuelo. Pero estoy segura de que todos podrían hacerlo si no le tuvieran tanto miedo. Bajo toda esa ferocidad se esconde un corderito.
Stephen se colocó en la fila y aguardó su turno para servir dos platos con una selección de entremeses salados y dulces, con la esperanza de que a lady Paget le gustara alguno.
Cuando regresó a la mesa que ocupaban, la encontró abanicándose con una expresión altiva y una sonrisa desdeñosa. Todas las mesas a su alrededor estaban ocupadas. Nadie estaba hablando con ella, y tampoco parecían estar criticándola. Al menos no de forma evidente, pero era obvio que todos estaban muy pendientes de ella. Supuso que más de uno había elegido sentarse en esa estancia debido a su presencia, con la intención de poder describir su comportamiento durante los días venideros y de ventilar la indignación de haberse visto obligado a compartir espacio con ella.
Tal era la naturaleza humana.
Después de colocar un plato frente a ella, Stephen ocupó su asiento. Alguien les había servido el té.
– Espero haber traído algo que le guste -dijo. La vio observar ambos platos.
– Pues sí -comentó la dama con esa voz tan ronca y sensual-. Ha traído usted su propia persona.
Se preguntó si tendría por costumbre mantener esa clase de conversación tan escandalosa.
Posiblemente fuera… No, se corrigió. Sin género de duda lady Paget era la mujer con más atractivo sexual que había visto en la vida. Mientras bailaban el vals se había sentido rodeado por su calor corporal a pesar de haber mantenido una distancia decente entre ambos en todo momento.
– ¿Temía usted que no regresara? -le preguntó-. ¿Se ha sentido incómoda y observada?
– ¿Se refiere al hecho de que todos los presentes están esperando que saque un hacha de debajo de las faldas y comience a blandiría sobre la cabeza con un grito escalofriante? -preguntó ella a su vez con las cejas enarcadas-. No, ese tipo de tonterías no me afecta.
Era una mujer directa. Aunque tal vez hubiera llegado a la conclusión de que la mejor defensa era un buen ataque.
– Los rumores suelen ser absurdos -señaló él.
Sus labios aún esbozaban la sonrisa desdeñosa mientras elegía una tartaleta de langosta de su plato y se la llevaba a la boca.
– Cierto -convino, mirándolo a los ojos mientras mordía la tartaleta. No volvió a hablar hasta que hubo masticado el bocado y se lo hubo tragado-. Pero a veces no lo son, lord Merton. Usted mismo debe de estar preguntándoselo.
No le quedó más remedio que seguir el pie que ella acababa de darle.
– ¿Se refiere a si mató a su marido? -le preguntó-. No es de mi incumbencia, señora.
Lady Paget se echó a reír… logrando que varias cabezas se volvieran para mirarlos.
– En ese caso, es tonto -replicó-. Si va a permitirme seducirlo, sería muy saludable que se planteara con cierto temor lo que puedo llegar a hacerle cuando haya bajado la guardia y esté desnudo en mi cama.
La conversación se tornaba más escandalosa con cada frase. Ojalá no estuviera ruborizado, pensó Stephen.
– Pero tal vez no se lo permita, señora -repuso-. En realidad, creo que jamás me permitiría dejarme seducir. En el caso de que me decidiera a mantener a una querida o a tomar una amante ocasional, lo haría por decisión propia y teniendo en cuenta tanto mis deseos como los de la mujer en cuestión. No porque caiga en la trampa de una seductora.
De repente, se dio cuenta de que había perdido el apetito, comprendió al mirar su plato. Se preguntó por qué lo había llenado tanto.
Además, ¿por qué estaba manteniendo semejante conversación? ¿De verdad acababa de decir en presencia de una dama las palabras: «En el caso de que me decidiera a mantener a una querida o a tomar una amante ocasional»?
¿Acaso había olvidado las buenas costumbres? Por muy infame y deslenguada que fuera lady Paget, no dejaba de ser una dama. Y él seguía siendo un caballero.
– No le tengo miedo -añadió en voz alta.
Aunque tal vez debiera tenerlo. Tal vez todo lo que le había dicho eran palabras huecas. Nunca había mantenido a una amante, aunque no era virgen. En ocasiones envidiaba un poco a Con, que siempre parecía encontrar a una viuda respetable con la que mantener una relación discreta cuando se encontraba en la ciudad. Unos años antes fue con la señora Hunter; el año anterior, con la señora Johnson. Esa temporada en concreto ignoraba si ya había encontrado a alguien.
En el caso de decidirse a tomar una amante a la que mantener (y que Dios lo ayudara porque eso era precisamente lo que se estaba planteando), ¿lo haría porque había tomado la decisión de forma repentina, pero deliberada y meditada en medio de un baile, o más bien porque lo había seducido una mujer que había expuesto sin tapujos sus intenciones?
Lady Paget no era su tipo de mujer, se recordó. No era el tipo de mujer que consideraría como esposa, en todo caso, no la estaba considerando como esposa.
De repente, se la imaginó desnuda en la cama y sintió una alarmante tensión en la entrepierna.
«¡Hasta aquí hemos llegado!», pensó.
– Lady Paget -dijo con voz firme-, ya va siendo hora de que cambiemos el tema de conversación. Hábleme sobre usted. Cuénteme algo sobre su infancia, si lo desea. ¿Dónde creció?
Ella eligió un entremés dulce de su plato y alzó la cabeza para mirarlo con una sonrisa.
– Pasábamos gran parte del tiempo en Londres -contestó-. Y en los balnearios. Mi padre era un jugador empedernido, así que nos trasladábamos allí donde se realizaran las apuestas más altas. Vivíamos en aposentos alquilados y en hoteles. Pero no piense que fue una infancia triste, lord Merton, porque nada más lejos de mi intención que provocarle lástima. Le aseguro que mi padre nos adoraba a mi hermano y a mí con la misma pasión que adoraba el juego. Y según sus propias palabras tenía la suerte del diablo. Con eso se refería a que siempre ganaba algo más de lo que perdía. Ni siquiera recuerdo a mi madre, pero tuve una institutriz desde que era muy pequeña, y me trató con tanto cariño como lo habría hecho cualquier madre. Vimos mucho mundo juntas la señorita Haytor y yo… en la realidad y a través de las páginas de los libros. Usted habrá disfrutado de una infancia mucho más privilegiada, pero le aseguro que no pudo ser ni más feliz ni más entretenida que la mía.
Por primera vez a lo largo de la noche percibió que lady Paget mentía, aunque le era imposible saber a ciencia cierta qué detalles de su historia eran falsos. Su relato había sonado demasiado a la defensiva como para ser verdadero. Si las líneas generales de lo que le había contado eran reales, una vida semejante debía dejar secuelas en forma de inseguridades y temores en un niño. Porque en su opinión, los niños debían contar con un hogar estable.
– ¿Más privilegiada? -replicó-. Quizá. Pasé los primeros años de mi vida en la vicaría de un pueblo de Shropshire, dado que mi padre era el vicario. Después de su muerte nos mudamos a una casita de la misma localidad. Viví con mis hermanas. Meg, la condesa de Sheringford, es la mayor, y al igual que su señorita Haytor fue una espléndida madre suplente. Nessie, la duquesa de Moreland, es la segunda por orden de nacimiento, y Kate, la baronesa Montford, es solo unos años mayor que yo. Yo soy el benjamín. Fui un muchacho feliz hasta que heredé el título a los diecisiete años. Descubrirlo fue un gran impacto para todos, porque ignorábamos que fuera el siguiente en la línea de sucesión. Sin embargo, me alegra que fuera así. Crecer con la idea de tener que trabajar para sobrevivir y para mantener a la familia forja el carácter de un hombre. O al menos espero que ese sea mi caso. Porque así puedo interpretar tanto los privilegios como las ventajas y desventajas que conllevan, quizá mejor de lo que lo habría hecho de haber crecido con otras expectativas.
– ¿Lady Sheringford es su hermana? -le preguntó lady Paget con las cejas enarcadas.
– Sí -contestó.
– Y se casó con el infame conde de Sheringford -añadió-, que se fugó el mismo día de su boda hace unos años con la esposa de otro y tuvo un hijo con ella.
Para Stephen era irritante no poder decir la verdad de lo que había sucedido antes y después de que Sherry se llevara a la señora Turner de Londres la víspera de su boda con la hermana del señor Turner. Sin embargo, le había prometido a su cuñado que jamás desvelaría la verdad.
– Toby -dijo en cambio-. Es un miembro muy querido de nuestra familia. Meg lo quiere tanto como a sus dos hijos. Igual que Sherry, el conde de Sheringford. Toby es hijo de ambos. Mi sobrino.
– Veo que he metido el dedo en la llaga -comentó ella al tiempo que colocaba un codo en la mesa, tras lo cual apoyó la barbilla en la palma de la mano-. ¿Por qué se casó su hermana con él?
– Supongo que porque él se lo pidió -respondió-. Y porque quiso hacerlo.
Lady Paget hizo un mohín y su mirada adquirió esa expresión ligeramente desdeñosa.
– Está molesto -señaló-. ¿Le resulto impertinente y atrevida, lord Merton?
– En absoluto -contestó Stephen-. Fui yo el primero en hacer preguntas de índole personal. ¿Hace mucho que ha llegado a la ciudad?
– No -respondió ella.
– ¿Se aloja con algún pariente? Ha mencionado a un hermano.
– No soy el tipo de persona que los parientes gusten de reconocer -replicó-. Vivo sola. Sus miradas se encontraron. -Muy sola -añadió la dama.
Sin embargo, vio que sus labios también sonreían, como si se estuviera riendo de sí misma, al tiempo que la mano en la que había estado apoyada su barbilla se trasladaba hacia abajo para recorrer con gesto distraído el escote de su vestido con la yema de un dedo. En un momento dado introdujo la primera falange del dedo por debajo de la tela, pero sin apartar el codo de la mesa.
En cuanto notó el calor opresivo de la estancia, Stephen comprendió que era un gesto premeditado.
– En ese caso, ¿ha venido sola en su carruaje? -le preguntó-. ¿O ha traído algún acomp…?
– No tengo carruaje -lo interrumpió ella-. He venido sola en un carruaje alquilado, lord Merton, pero le ordené al cochero que me dejara antes de entrar en la plaza. Habría sido humillante llegar hasta la alfombra roja de recepción en un vehículo alquilado, sobre todo sin estar invitada. Y sí, gracias, lo acepto.
– ¿El qué? -le preguntó con gesto interrogante.
– Su oferta de acompañarme a casa en su carruaje -contestó lady Paget con una mirada risueña-. Estaba a punto de ofrecerse, ¿verdad? No me avergüence ahora diciéndome que no tenía la intención de hacerlo.
– Será un placer acompañarla, señora -respondió él-. Le diré a Meg que nos envíe una doncella para que nos acompañe.
Sus palabras le arrancaron una carcajada ronca y sensual.
– Eso sería un inconveniente -la oyó decir-. ¿Cómo voy a seducirlo delante de una doncella o a invitarlo a entrar en mi casa con ella caminando detrás?
Comprendió que a medida que pasaba el tiempo se sentía cada vez más enredado por sus ardides. Lady Paget estaba decidida a convertirse en su amante.
Tal vez fuera comprensible.
Llevaba poco tiempo en Londres y había descubierto que su reputación la precedía. Era una paria. La había abandonado incluso su hermano, si acaso este se encontraba en la ciudad. En caso de asistir a algún acto o de buscar compañía, se vería obligada a hacerlo sola y sin contar con una invitación, como había sucedido esa noche. Ciertamente estaba muy sola.
Y seguro que se sentía así.
Era una mujer de una extraordinaria belleza. Viuda a los veintiocho años. En circunstancias normales estaría buscando la forma de lograr un futuro más brillante, ya que el período de luto habría pasado. Sin embargo, la opinión pública la acusaba de ser la asesina de su esposo. Que no así la ley, porque estaba en libertad. No obstante, la opinión pública era una fuerza poderosa.
Sí, debía de sentirse muy sola.
Y había decidido tratar de aliviar esa soledad con la ayuda de un amante.
Era muy comprensible. Pero lo había elegido a él.
– Espero que no insista en comportarse como el perfecto caballero -dijo lady Paget-. Espero que no se limite a ayudarme a bajar del carruaje y a acompañarme hasta la puerta para darme las buenas noches con un beso en el dorso de la mano.
La miró a los ojos y comprendió que la compasión y el atractivo sensual conformaban una mezcla letal.
– No -dijo-. No voy a hacerlo, lady Paget.
La vio apartar el codo de la mesa y clavar la mirada en el plato. Sin embargo, no pareció encontrar nada apetecible. Volvió a mirarlo y se percató de que le latía el pulso de forma visible en un lado del cuello.
– Lord Merton, ya no tengo el menor interés en seguir en el baile -afirmó-. He bailado, he comido y lo he conocido. Lléveme a casa.
Él sintió una punzada de deseo en la entrepierna y se vio obligado a refrenar la lujuria.
– Me temo que no puedo marcharme todavía -replicó-. Tengo comprometidas las dos siguientes piezas de baile con dos señoritas.
– ¿Y debe cumplir con su palabra? -le preguntó ella, enarcando las cejas.
– Debo hacerlo -contestó-. Quiero hacerlo.
– Veo que es un caballero -comentó lady Paget-. Qué fastidio.
En ese momento Stephen se percató de que los invitados abandonaban la estancia con rapidez. La orquesta comenzaba a afinar sus instrumentos en el salón del baile. Se puso en pie y le tendió la mano a lady Paget.
– Permítame acompañarla al salón de baile para presentarle a… -Dejó la frase en el aire al ver que Elliott se acercaba a ellos y no le cupo duda del motivo. La familia había cerrado filas, aunque no supo si por el bien de Meg o por el suyo-, al duque de Moreland -concluyó-. Mi cuñado. Elliott, te presento a lady Paget.
– Es un placer, señora -replicó el aludido al tiempo que hacía una reverencia y adoptaba una expresión que contradecía sus palabras.
– Excelencia… -lo saludó la dama con una inclinación de cabeza, tras la cual se puso en pie y aferró el abanico. Su gesto se tornó altivo y distante.
– ¿Me concede el honor de bailar la siguiente pieza conmigo, lady Paget? -la invitó Elliott, ofreciéndole el brazo.
– Se lo concedo -contestó ella al tiempo que aceptaba su brazo, y se alejó sin mirar a Stephen ni una sola vez.
Al mirar a la mesa, él descubrió que se había formado una capa grisácea en el té que ninguno de los dos había probado siquiera. Del plato de lady Paget solo faltaban dos entremeses. En el suyo estaban todos. Unos años antes le habría parecido un derroche imperdonable.
Decidió que sería mejor ir en busca de su siguiente pareja de baile antes de que comenzara la música. No sería de recibo llegar tarde.
¿De verdad iba a acostarse esa noche con lady Paget?
¿Y tal vez a establecer una relación a largo plazo con ella?
¿No debería informarse más sobre la dama antes de llegar a ese punto? Más concretamente sobre la muerte de su esposo y sobre los hechos ocultos tras los horribles rumores que la habían precedido hasta Londres y que la habían convertido en una indeseable.
¿Lo habían seducido después de todo?
Mucho se temía que sí.
¿Sería demasiado tarde para cambiar de opinión?
Mucho se temía que sí.
¿Quería cambiar de opinión?
Mucho se temía que no.
Se alejó en dirección al salón de baile.
El duque de Moreland era el hombre que Cassandra había visto con el conde de Merton cuando llegó al baile. El hombre que se parecía tantísimo al demonio del parque… al señor Huxtable.
Sin embargo, los ojos de Su Excelencia eran azules, no parecía tan demoníaco como el señor Huxtable y su apariencia era mucho más austera. Tenía el aspecto de ser un formidable adversario en caso de que alguien le llevara la contraria.
Pero ella no había hecho nada. Había sido él quien la había invitado a bailar. Claro que se trataba del cuñado de lady Sheringford y estaba haciendo todo lo posible para mitigar el escándalo potencial que había supuesto su aparición en el baile de la hermana de su esposa. Tal vez su intención también hubiera sido la de arrancar al conde de Merton de sus garras.
Volvió a echar mano de su sonrisa desdeñosa.
La música era muy alegre y ofrecía pocas oportunidades para charlar. Las pocas que tuvieron las emplearon en intercambiar comentarios insustanciales sobre la belleza de los arreglos florales, la magnífica interpretación de la orquesta y la maestría de la cocinera del marqués de Claverbrook.
– ¿Me permite llevarla de nuevo junto a su… acompañante, señora? -se ofreció el duque cuando la pieza llegó a su fin, aunque seguramente supiera que carecía de acompañante.
– He venido sola -contestó-, pero puede dejarme aquí mismo, excelencia.
Estaban muy cerca de unas puertas francesas, abiertas en ese momento. Tal vez pudiera escabullirse al exterior para pasear un rato. Desde el lugar que ocupaba alcanzaba a ver que se trataba de un amplio balcón muy poco concurrido. Se sintió invadida por un repentino deseo de escapar.
– En ese caso, permítame presentarle a unas personas -propuso el duque.
Antes de que pudiera echar mano de alguna excusa, una señora muy sonriente entrada en años se acercó acompañada por un caballero de gesto serio. El duque de Moreland los presentó como sir Graham Carling y su esposa, lady Carling.
– Lady Paget -dijo la dama después de intercambiar los saludos de rigor-, confieso estar verde de envidia, muy apropiado el dicho por cierto, por su vestido. ¿Por qué nunca encuentro una tela tan espectacular cuando voy de compras? Aunque reconozco que ese tono en concreto me sentaría fatal. Creo que me haría pasar inadvertida por completo. Pero de todas formas… ¡Ay, por Dios! Graham tiene la mirada vidriosa y Moreland se está preguntando cuándo podrá escapar sin parecer descortés. -Soltó una carcajada y tomó a Cassandra del brazo-. Acompáñeme. Vamos a dar un paseo y a hablar sobre vestidos y bonetes todo lo que nos apetezca.
Y, fiel a su palabra, la acompañó por el perímetro del salón de baile mientras charlaban y las parejas se colocaban en la pista a la espera de que comenzara la siguiente pieza.
– Soy la madre de lord Sheringford -le dijo en un momento dado-, y lo quiero con locura, aunque si alguna vez afirma usted haberme escuchado pronunciar esas palabras, lo negaré tajantemente. Ese sinvergüenza me ha llevado por la calle de la amargura durante años, pero nunca le daré el gusto de que sepa a ciencia cierta lo mucho que he sufrido. Pese a todo, soy de la firme opinión de que acertó de pleno al casarse con Margaret. Es una joya. La adoro y adoro a mis dos nietos y a mi nieta, aunque mi primer nieto naciera fuera del matrimonio, un hecho del que el pobre no tiene la culpa, ¿verdad?
– Lady Carling -le dijo a la mujer en voz baja-, no he venido para ocasionar problemas.
– ¡Por supuesto que no! -exclamó la dama con una sonrisa afable-. Pero de todas formas ha creado usted cierto revuelo, ¿no le parece? Y además ha tenido el valor de ponerse ese vestido con ese color tan llamativo. Supongo que en cuanto al color del pelo no tuvo alternativa, pero el vestido consigue que destaque todavía más. Aplaudo el coraje que ha demostrado.
Cassandra analizó sus palabras en busca de algún atisbo de ironía, pero no encontró ninguno, como tampoco lo encontró en sus ademanes.
– Hace unos años le eché un rapapolvo a Duncan por haberse presentado en un baile sin invitación -siguió lady Carling-, después de que volviera a Londres cargando con las consecuencias del aquel terrible escándalo. La situación se parece mucho a la suya de esta noche. ¿Sabe usted lo primero que hizo Duncan al llegar a aquel baile, lady Paget?
Miró a la dama con las cejas enarcadas, aunque creía saber la respuesta.
– Se dio de bruces con Margaret en la puerta del salón de baile -contestó lady Carling-, y la invitó a bailar y después a casarse con él. Todo en la misma frase, si su testimonio es cierto. Y lo creo porque Margaret cuenta la misma historia, y mi nuera no es dada a la exageración. Sin embargo, jamás se habían visto antes de ese momento. A veces merece la pena mostrarse valiente y desafiar a la alta sociedad, lady Paget. Espero que sea usted tan afortunada como lo fue Duncan. Y le aseguro que no creo ni una palabra de todo ese asunto del hacha. Supongo que de ser cierto no estaría usted en libertad, ni siquiera creo que estuviera viva. A menos que el problema se reduzca a una simple falta de pruebas, claro. Pero tampoco lo creo y no pienso preguntarle. Me gustaría que viniera mañana a mi casa para tomar el té. Su presencia dejará anonadadas y escandalizadas a mis demás invitadas, y nadie hablará de otra cosa durante todo un mes. Seré famosa. Todo el mundo querrá asistir a mis reuniones durante el resto de la temporada social por si acaso sucede algo igual de sonado. Diga que sí. Diga que tendrá el valor de venir.
Quizá todavía quedara bondad en el mundo, pensó Cassandra mientras esbozaba su sonrisa desdeñosa y echaba un vistazo por el salón. Había gente que todavía la trataba con cortesía, aunque su verdadera motivación residiera en el afán por evitar cualquier otro escándalo en el baile. Y había gente capaz de tenderle la mano y ofrecerle su amistad, aunque tal vez lo hicieran en parte por motivos egoístas.
Era mucho más de lo que había esperado.
Si su situación económica no fuera tan desesperada…
– Lo pensaré -contestó.
– Estoy segura de que lo hará -replicó lady Carling, que procedió a darle la dirección de su casa en Curzon Street-. Me ha encantado poder disfrutar de este descanso entre baile y baile. No me gusta reconocer mi edad, pero si bailo más de dos piezas seguidas o paso más de una hora jugando con mis nietos, y me refiero a los que saben andar y no al que sigue todavía en la cuna, siento el peso de los años.
El conde de Merton estaba bailando con una jovencita muy guapa, que lo miraba con expresión arrobada y las mejillas sonrosadas. El conde le sonreía mientras le hablaba, dedicándole toda su atención.
Iba a acostarse con ella esa noche, pensó, y después hablarían de negocios. Las cosas habían salido bien, decidió. Sabía que físicamente se sentía atraído por ella. Y también había logrado granjearse su compasión con mucha sutileza. El conde se compadecía de su soledad. Lo mismo daba que eso fuera verdad en parte. Claro que jamás lo confesaría.
Sin embargo, lograría enredarlo aún más en su red, lo quisiera o no. Porque lo necesitaba.
No a él como persona.
Necesitaba su dinero.
Alice lo necesitaba. Como también lo necesitaban Mary y Belinda. Y el pobre Roger.
Debía tenerlos muy presentes. Solo así sería capaz de soportar el desprecio que sentía por sí misma y que en esos momentos notaba como una pesada losa sobre los hombros.
El conde de Merton era un caballero afable y cortés.
Y también era un hombre. Y los hombres tenían necesidades. Ella se encargaría de satisfacer las necesidades de lord Merton. No le estaría robando el dinero. Se lo ganaría con creces.
No se sentía culpable.
– Yo también he disfrutado mucho del descanso -le dijo a lady Carling.