CAPÍTULO 21

A lo largo de la siguiente hora, Cassandra se preguntó cómo fue capaz de aguantar en la recepción sonriendo, saludando a los numerosos invitados y agradeciéndoles sus felicitaciones después de todo lo que había sucedido. Pero lo logró.

También se preguntó cómo iba a ser capaz de bailar durante toda la noche sin que su sonrisa flaqueara, cómo iba a ser capaz de conversar y reír entre pieza y pieza como si esa fuera realmente la noche más feliz de su vida, como si no tuviera ninguna preocupación.

Pero lo logró.

Y casi se divirtió.

En realidad, podía decir que se divirtió si pasaba por alto la punzada de culpabilidad que le producía el hecho de estar engañando a todo el mundo. Salvo a Stephen, claro. Y a sus hermanas. Y sospechaba que ellas se lo habían contado a sus respectivos esposos.

El ambiente fue festivo, acorde a la celebración, y la decoración del salón de baile era la más bonita que había visto en su vida. Stephen parecía más contento y más guapo que nunca. Justo el aspecto que debía tener durante el baile de celebración de su compromiso, concluyó Cassandra con tristeza.

Tal vez ella también lo pareciera.

Bailaron juntos la primera pieza.

– Se ha quedado -comentó Stephen mientras esperaban a que la música comenzara-. ¿Te sorprende?

Bruce estaba en el salón de baile. Incluso se había vestido como requería la ocasión. Al parecer era cierto que acababa de llegar a Londres, porque cuando apareció en Merton House todavía llevaba el equipaje en el carruaje. Todo indicaba que había ido a Portman Street y después a Merton House sin detenerse antes en un hotel.

– A Bruce siempre le ha gustado guardar las apariencias -comentó ella-. Se mantuvo alejado de casa durante años, creo que con la esperanza de desligar su reputación de la de Nigel en caso de que estallara algún escándalo, cosa que no sucedió hasta después de su muerte. Es posible que en parte me echara de la propiedad con la esperanza de desligarse también de los rumores que comenzaban a circular sobre mí. Tal vez esta noche se haya percatado del error que cometió. Tal vez haya comprendido que la mejor opción para seguir conservando la respetabilidad pasa por adherirse con firmeza al veredicto oficial sobre la muerte de su padre. Y la mejor forma de lograrlo consiste en prestarme su apoyo y dar la impresión de que el propósito de su viaje a Londres no ha sido otro que el de felicitarme con motivo de mi compromiso contigo. Pobre Bruce.

Stephen le sonrió y después sonrió a sus invitados. Iban a bailar la pieza que inauguraba su baile de compromiso y, como no podía ser de otra manera, casi todas las miradas estaban clavadas en ellos.

¡Ay, casi parecía real!, pensó Cassandra cuando la orquesta comenzó a tocar una contradanza alegre y complicada. Al cabo de unos momentos ambos reían a carcajadas.

A lo largo de la noche bailó con los tres cuñados de Stephen. Y también con Wesley. Bailó con el señor Golding, que había asistido con Alice, y también con el señor Huxtable.

– Lady Paget -le dijo el susodicho-, parece que todo el mundo la ha juzgado mal. Y creo que todos empiezan a darse cuenta de ello, sobre todo al ver el sonriente apoyo de lord Paget. Una pena lo de su nariz, pero hay que estar muy pendiente de las portezuelas de los carruajes en los días de viento, porque pueden cerrarse de repente.

– Si alguien cree eso, seguro que también espera verme blandiendo el hacha antes de que todo esto acabe -replicó ella.

El señor Huxtable enarcó una ceja.

– ¿A qué se refiere? -le preguntó-. ¿Al baile? Esperemos que no se esté refiriendo a otra cosa, lady Paget. Mi primo es un hombre alegre por naturaleza, pero no creo haberlo visto nunca tan feliz como hoy.

– ¿Cree que puedo hacerlo feliz?

– Se puede decir que salta a la vista -contestó el señor Huxtable.

– Entonces, ¿me ha perdonado por haberme dado de bruces con él en el baile de Margaret de forma intencionada?

– La perdonaré el día de su boda. Después de la ceremonia -precisó.

– En ese caso -replicó entre carcajadas-, estoy deseando con todas mis fuerzas que llegue ese día, señor Huxtable.

– Podrá llamarme Con después de la boda -añadió él.

Era un hombre difícil de desentrañar. ¿Le guardaba alguna antipatía o no? ¿Se la guardaba a Stephen o no?

Su pareja para el baile previo a la cena fue Bruce. Se lo había solicitado y no pudo negarse. Sin embargo, era difícil olvidar la amargura por todas las cosas horribles que le había dicho antes de echarla de Carmel House; por el terror que la había invadido mientras viajaba con su pequeño séquito de desamparados sin saber cómo iba a mantenerlos y cómo iba a mantenerse ella misma; por los espantosos rumores que él ni siquiera había intentado frenar y que tal vez incluso hubiera contribuido a esparcir; por la manera en la que había hecho acto de presencia esa noche, sin tener en consideración quién pudiera escuchar su virtuoso e indignado sermón. Había sido cuestión de suerte que hubiera aparecido cuando lo hizo en vez de una hora más tarde.

La única satisfacción que sentía era verlo con la nariz hinchada y enrojecida.

Menuda estampa la de Stephen mientras…

Sin embargo, no debía sentirse satisfecha por ningún tipo de violencia. Aunque se había sentido así. Todavía se sentía. Por primera vez en su vida alguien había blandido los puños por ella en vez de contra ella. Y sabía muy bien lo que dolía un puñetazo en la nariz.

– Cassandra -le dijo Bruce mientras la conducía a la pista de baile-, debes saber que nunca me has caído bien. Te casaste con mi padre porque eras una simple caza-fortunas y una oportunista. Después de haber crecido con ese inútil que tuviste por padre no tenías donde caerte muerta y pensaste que podrías vivir rodeada de lujos durante el resto de tu vida. Casi lo lograste. Las joyas que te regaló mi padre cuestan una fortuna, tal como estoy seguro que sabes. Pero pagaste bien por tus ardides. Te llevaste tu merecido. Dudo mucho de que ese sea el caso con Merton. Es un calzonazos y un pusilánime. Esta vez has elegido mejor. Sin embargo y si William dice la verdad, como supongo que hace, no mataste a mi padre. De ahí que esta noche esté haciendo todo lo posible para apaciguar los rumores que parecen haberte seguido hasta Londres. Me alegro de poder apaciguarlos. Me alegro de que te cases con Merton. Me alegro de poder librarme de ti por fin, de olvidarte y quizá, si tengo mucha suerte, de no tener que volver a verte jamás.

Lo dijo todo con una afable sonrisa en los labios.

La música estaba a punto de comenzar.

– Bruce, ¿estás pensando ya en el matrimonio? -le preguntó ella, devolviéndole la sonrisa.

– Pues no -contestó.

– Me alegro -replicó-. Me alegro por la dama que pudiera convertirse en tu esposa, por supuesto.

– Mañana por la mañana iré a ver a mi abogado -le informó él-. Lo acompañaré a ver a tu letrado. Espero verte en su despacho a mediodía, Cassandra. Tendrás todo lo que legalmente te pertenece siempre y cuando estés dispuesta a firmar un documento en el que renuncies a recibir nada más del resto de mis propiedades. Para siempre.

Bruce sonrió. Ella le devolvió la sonrisa.

– Iré con Wesley -dijo-. Y ya se encargará mi abogado de decirme qué tengo que consentir y qué no, ya sea por escrito o verbalmente.

Bailaron en silencio, sonriéndose sin llegar a mirarse a los ojos. Porque Cassandra sabía que muchos invitados los observaban con curiosidad, ávidos por descubrir el significado de la aparición de lord Paget. Claro que para ellos solo podía significar una cosa. Porque ¿habría aparecido en su baile de compromiso si de verdad creyera que había asesinado a su padre? ¿Habría aparecido si no le deseara lo mejor, si no estuviera dispuesto a felicitarla por ese segundo matrimonio?

Casi podía escuchar los pensamientos de los invitados, lo que estaban comentando y lo que comentarían en los días venideros.

Seguro que dirían que todos la habían juzgado mal. Que los rumores habían sido, al fin y al cabo, exagerados. A fin de cuentas, ¿qué mujer era capaz de blandir un hacha con la fuerza suficiente como para partirle a un hombre el cráneo en dos? Afirmarían no haber creído nunca algo así, por supuesto. Pero alegarían que ella no había negado nada. Y que todo el mundo creería capaz de cualquier cosa a una mujer con su color de pelo. Aunque se reiterarían en la idea de haberla juzgado mal. Porque lord Paget no solo había asistido a su baile de compromiso, sino que también había bailado y había charlado con ella, e incluso le había sonreído. Era evidente que mantenían una relación cordial.


Stephen llegó a la conclusión de que Paget se había comportado como debía. El baile casi tocaba a su fin y le alegraba poder bailar con Cassandra de nuevo.

No podía decirse que le hiciera gracia la presencia de ese hombre, como tampoco le hizo gracia verse obligado a invitarlo al baile en vez de darle una buena tunda, cosa que habría sido mucho más satisfactoria.

Pero analizándolo todo en conjunto, tal vez fue lo mejor. Aunque mucha gente seguiría pensando lo peor de Cassandra, esa era al fin y al cabo la naturaleza humana, la mayoría comprendería que se había dejado engañar por los rumores. Y esa mayoría se convencería de que como jamás le hacía caso a los rumores, tampoco se lo había hecho a ese en concreto. Y así la reputación de Cassandra quedaría restituida.

Además, después de haberse pasado la noche sonriendo e incluso de haber bailado con Cassandra, no podía negarle el derecho a recuperar sus pertenencias personales y la cantidad de dinero estipulada tanto en el contrato matrimonial como en el testamento del difunto barón.

Ignoraba a cuánto ascendía esa cantidad, pero suponía que al menos le permitiría vivir cómodamente. Sería una mujer independiente. Podría vivir la vida como estimara conveniente.

La conclusión no lo entristeció. Más bien todo lo contrario. Porque sabía que Cassandra se habría opuesto con uñas y dientes a un matrimonio entre ellos si las circunstancias hubieran dado a entender que lo necesitaba. Y en ese caso él se habría sentido obligado a convencerla de que se casara solo porque carecía de cualquier otra alternativa. De modo que se habría pasado el resto de la vida preguntándose si se había casado con él de forma voluntaria. Y preguntándose también si él se había casado movido en parte por la lástima.

El cambio en sus circunstancias le permitía luchar por ella sin remordimiento alguno. Y Cassandra acabaría aceptándolo. Pero lo haría porque de verdad lo deseaba, porque era libre para decidir lo que quería de verdad. Por su parte, lucharía por ella porque la quería. No había otra razón.

Le sonrió mientras la tomaba entre sus brazos. Llevaba sonriendo toda la noche, por supuesto, pero en esa ocasión solo la vio a ella, solo sintió ese amor tan inmenso que resultaba cas: abrumador. Apenas podía creer que le hubiera sucedido. Y mucho antes de haber empezado a buscarlo siquiera y donde menos habría esperado dar con él en caso de haber salido a su encuentro.

– ¿Sigues empeñada en romper el compromiso a finales de verano? -le preguntó.

– Por supuesto -contestó ella-. Me lo exige la honradez. No voy a fallarte ni a retenerte, Stephen. Todo esto es temporal.

¿Sentiría algo por él?, se preguntó. Era imposible saberlo. Estaba casi seguro de que al menos le tenía cariño. Y en el aspecto físico sabía que lo deseaba. Pero ¿sentía algo cercano al amor, al amor romántico, a ese amor profundo que perduraría durante toda una vida?

Ya era una mujer libre para amar.

O para no amar.

Sin embargo, no era libre para confesar que lo amaba, ¿verdad? Le había prometido romper el compromiso cuando acabara la temporada social.

«No voy a fallarte ni a retenerte, Stephen.»

Cortejarla iba a ser arduo. Estaban atrapados en un compromiso que ella se sentía obligada a romper y que él se sentía obligado a convertir en un matrimonio.

El amor parecía lo de menos.

Salvo que lo era todo.

Bailaron el vals en silencio. Recluidos en un espacio donde solo existían ellos. Olía el perfume de las flores que Cassandra había ayudado a elegir, la fragancia de su pelo y la de su cuerpo. Sentía su calor corporal y escuchaba su aliento. Y veía la orgullosa curva de su cuello, la belleza de su rostro, el esplendor de su pelo y el reluciente color de su vestido.

Y tuvo la sensación de que la oscuridad que antes la rodeaba había desaparecido para ser reemplazada por la luz. ¿Habría contribuido él en algo? Si lo había hecho y la perdía al final de la temporada, tal vez esa idea le sirviera de consuelo durante los solitarios años que tendría que afrontar antes de llegar a olvidarla.

Pero no iba a perderla.

No necesitaría de ningún consuelo.

La vida siempre le había resultado bastante fácil. De pequeño siempre supo que Meg había guardado parte de la herencia que les correspondía tras la muerte de su madre para que pudiera estudiar en Oxford y contar con la educación necesaria para obtener un empleo digno y lucrativo con el que mantenerse durante el resto de su vida. Una vida que había disfrutado mucho desde que heredó el título y todo lo que este conllevaba. Una vida muy feliz. Nunca había tenido que esforzarse mucho para conseguir lo que quería.

Pero estaba dispuesto a esforzarse y luchar en ese momento.

Porque quería a Cass.

– Tienes una expresión casi feroz -le dijo ella.

– Ferozmente decidida -puntualizó.

– ¿Para hacer qué? ¿Para mantenerte alejado de los dedos de mis pies durante el resto del vals?

– Eso también -contestó-. Pero no es el único motivo. Estoy decidido a disfrutar de lo que queda de temporada. Estoy decidido a lograr que tú también disfrutes.

– ¿Cómo no voy a disfrutar de un trocito de eternidad en compañía de un ángel? -replicó Cassandra.

Sin embargo, lo dijo entre carcajadas y con un brillo risueño en los ojos, de modo que no supo si se trataba de una respuesta frívola y sin la menor importancia, o si había surgido del fondo de su corazón, lo que explicaba el regusto tan sentimental de sus palabras.

El vals llegó a su fin, lo mismo que el baile en sí.

Al cabo de unos veinte minutos todos los invitados se habían marchado, salvo por unos cuantos rezagados, casi todos familiares. El carruaje alquilado de Wesley Young ya estaba preparado a las puertas de Merton House y él aguardaba a su hermana para ayudarla a subir al vehículo. La señorita Haytor y el señor Golding ya estaban en el interior.

Stephen se encontraba en la calle, junto a la portezuela del carruaje, con las manos de Cassandra entre las suyas. Se las llevó a los labios primero una y luego la otra.

– Buenas noches, Stephen -le dijo ella.

– Buenas noches, amor mío.

Y lo era. Su amor.

¿Cómo iba a convencerla sin abrumarla con la verdad? Los cortejos no tenían nada de sencillo.

Y tal vez fuera lo mejor. Según rezaba el dicho: «Quien algo quiere, algo le cuesta».

Los refranes solían estar cargados de razón y sensatez. Cassandra se despidió agitando la mano por la ventanilla antes de que el carruaje se pusiera en marcha.


El mes siguiente transcurrió con mucha lentitud, pero también con mucha rapidez, para Cassandra.

Y lo que quería era que acabara pronto para poder comenzar con el resto de su vida. Los problemas entre Bruce y ella se habían zanjado con facilidad gracias a la ayuda de sus respectivos abogados y también gracias a Wesley. No solo había conseguido recuperar lo que le pertenecía según el acuerdo matrimonial, sino que además había logrado que Bruce le pasara la pensión estipulada en el testamento de Nigel, atrasos incluidos. Sin olvidar que ya le habían llegado las joyas que tuvo que dejar en Carmel House.

Era una mujer relativamente rica. Podía vivir con comodidad durante el resto de su vida, más aún teniendo en cuenta que aspiraba a disfrutar de una vida tranquila en el campo sin más gastos que el mantenimiento de una casita y los salarios de una servidumbre muy reducida.

Mary, por supuesto, se iría con William, que estaba en proceso de comprar una propiedad con una pequeña mansión en Dorsetshire. Esperaban poder mudarse en otoño. Entretanto se quedaron con ella, y Mary insistió en seguir ejerciendo de ama de llaves, criada y cocinera.

Belinda estaba emocionada por la idea de mudarse a una casa grande con su mamá y su papá.

Alice iba a casarse con el señor Golding en menos de un mes. Después de prometerle desvergonzadamente que se casaría con Stephen, Alice decidió seguir los dictados del corazón porque confiaba en su palabra. Estaba radiante de felicidad, de modo que ella no sintió el menor remordimiento de conciencia por haberle mentido. Llegado el momento solo tendría que convencerla de que había cambiado de opinión y le era imposible casarse con Stephen.

Para entonces ya sería demasiado tarde, puesto que Alice estaría casada y no podría chantajearla.

Necesitaba que Alice fuera feliz. Era la única forma de perdonarse a sí misma por el egoísmo que había demostrado al retenerla tanto tiempo a su lado.

El tiempo pasaba con demasiada lentitud aunque había muchos motivos para estar contenta, incluso para ser feliz. Y había muchas cosas que planear con emoción. El procurador que había ayudado a William a encontrar la propiedad que había comprado estaba buscándole a ella una casita adecuada.

El tiempo pasaba tan despacio porque cada día la acercaba más a Stephen e intensificaba el cariño que sentía por él. Lo veía todos los días, a veces en más de una ocasión. Salían a cabalgar por las mañanas, por ejemplo, y después asistían con un grupo de amigos a los jardines de Vauxhall por la noche.

Le gustaba Stephen. ¡Cómo le gustaba! El sentimiento era casi peor que el amor. Porque era consciente de que podía llegar a ser su amiga, de que una amistad con él duraría toda la vida. Estaba segurísima de ello. Salvo Alice, que había ocupado el puesto de institutriz y el de madre suplente durante tantos años, no había tenido amigos. O al menos no había contado con nadie con quien poder relajarse y charlar (¡y echarse unas risas!) sobre cualquier tema sin tener que esforzarse en absoluto para que la conversación no decayera. No había contado con nadie con quien sumirse en un cómodo silencio durante un rato sin devanarse los sesos en busca de un tema de conversación, fuera el que fuese, con el que ponerle fin.

Y lo amaba, por supuesto. Lo deseaba físicamente con un anhelo arrollador por la sencilla razón de haber estado dos veces con él y de saber que tenía el éxtasis al alcance de la mano. Pero el amor no se reducía a ese plano físico. Los sentimientos que albergaba hacia él eran demasiado profundos y complicados como para poder describirlos con palabras. O, en caso de que hubiera palabras que los describiesen, no estaba segura de conocerlas. La palabra «amor», en su opinión, era como la portezuela de entrada a una gigantesca mansión que ocupaba el vasto universo.

A veces se preguntaba por qué no podía casarse con él y ser feliz a su lado el resto de su vida. Al fin y al cabo, Stephen le había confesado que la amaba. En una ocasión. Y siempre parecía feliz cuando estaban juntos.

Claro que, ¿cómo no iba a demostrar esa actitud siendo un caballero de palabra?

¿Cómo podía obligarlo a casarse con ella?

Cada vez que la asaltaban las dudas, se obligaba a enumerar las razones por las que no podía casarse con él. Lo había elegido de forma premeditada para seducirlo. Lo había embaucado para que se convirtiera en su protector. Había aceptado su dinero, aunque a esas alturas ya se lo había devuelto todo. No le había impedido que la besara en el balcón de lady Compton-Haig. Le había permitido anunciar su compromiso después de que los descubrieran. Y no había acabado con la farsa al día siguiente de dichos acontecimientos. Había… En fin, siempre se detenía al llegar a ese punto. ¿Para qué seguir? La lista ya era suficientemente larga.

Era evidente que no podía casarse con él.

A veces la lista seguía creciendo por más que intentara dejar de pensar en ella. Era tres años mayor que él y había estado casada con anterioridad. Su padre fue un jugador empedernido y su difunto esposo, un alcohólico. Una mujer así no era la esposa adecuada para el joven y carismático conde de Merton.

No obstante y aunque el último mes de la temporada social pareció transcurrir a paso de tortuga, en cierto modo también pasó volando. Porque una vez que llegara a su fin, Stephen volvería solo a Warren Hall para pasar el verano y ella se marcharía a un lugar todavía desconocido: su nuevo hogar.

Y no volverían a verse.

Nunca.

Era el mes de julio. La gente había comenzado a abandonar poco a poco Londres para volver a sus respectivas propiedades campestres o en busca del ambiente más fresco de la costa o de los balnearios. Las sesiones parlamentarias estaban a punto de concluir. La vida social comenzaba a aminorar su frenético ritmo un año más.

Y Cassandra había abandonado Londres. Solo por unos días, cierto. Había ido a Kent para asistir a la boda de la señorita Haytor con el señor Golding, pero Stephen comenzaba a sentirse un poco nervioso. O más bien seguía sintiéndose bastante nervioso, para ser más exactos. La había cortejado de forma insistente durante todo el mes, pero seguía sin saber si sentía algo más que cariño y amistad por él.

Porque ninguna de esas cosas le bastaban.

Comenzó a preguntarse, cuando ya era demasiado tarde, si no debería haberle dicho todos los días que la amaba. Claro que si lo hubiera hecho y no hubiera funcionado, posiblemente estaría preguntándose si no debería haberse mostrado más discreto con sus sentimientos.

Tal parecía que no había reglas para el cortejo. Y no había garantías de que ni siquiera los esfuerzos más denodados produjeran frutos.

Sin embargo, no podía seguir demorando el momento de sacar el tema a colación. Ya lo había dejado pasar demasiado tiempo, y era consciente de que lo había hecho por temor a la respuesta. Porque una vez que la pregunta obtuviera su respuesta, una vez que Cassandra le diera una contestación definitiva, no habría cabida ni siquiera para la esperanza.

Suponiendo, claro estaba, que su respuesta fuera un no.

¿Desde cuándo era tan pesimista?

Cassandra esperaba estar de regreso en Londres el martes posterior a la boda. Sin embargo, Stephen se encontró por casualidad con William Belmont el lunes y descubrió que acababa de llegar.

De modo que no perdió tiempo en ir a verla.

Su visita la tomó por sorpresa. Mary, acostumbrada a su presencia después de un mes y medio, se había vuelto descuidada en sus labores y no entró en la salita para preguntarle a Cassandra si quería recibirlo. Se limitó a saludarlo con una sonrisa mientras abrillantaba el llamador de bronce de la puerta, y después lo precedió al interior de la casa para llamar a la puerta de la salita y abrirla sin más a fin de invitarlo a pasar.

Cassandra estaba de pie frente a la chimenea, con una mano apoyada en la repisa y la otra tapándose la boca. Estaba llorando.

Lo miró con los ojos enrojecidos y expresión espantada antes de volver la cabeza con rapidez.

– ¡Vaya! -Exclamó con fingida alegría-. Me has tomado por sorpresa. Estoy hecha un desastre. Acabo de llegar a casa hace una hora y me he puesto ropa cómoda pero no muy elegante. -Mientras hablaba se dedicó a mullir el cojín de uno de los sillones cercanos a la chimenea, de espaldas a él.

– Cass -le dijo antes de cruzar la estancia a toda prisa para ponerle las manos en los hombros, gesto que la sobresaltó-, ¿qué te pasa?

– ¿A mí? -replicó ella con voz alegre al tiempo que se enderezaba y se zafaba de sus manos para cambiar de lugar el jarrón que descansaba en la mesa situada tras el sillón, aunque apenas lo movió un centímetro-. Nada. Tengo algo en el ojo.

– Sí -convino él-. Lágrimas. ¿Qué ha pasado? -La siguió para ofrecerle un pañuelo.

Cassandra lo aceptó y se enjugó las lágrimas antes de volverse, pero no lo miró. Estaba sonriendo.

– Nada -contestó-. Salvo que Alice se ha casado y va a ser feliz al lado del señor Golding, y que Mary y Belinda se irán con William y también serán felices. Me he dejado llevar por un arranque de autocompasión. Pero en parte son lágrimas de alegría. Porque me alegro muchísimo por ellas.

– Estoy seguro de que lo haces -replicó-. ¿Tú también vas a encontrar la felicidad, Cass? ¿Te vas a casar conmigo? Te quiero, ya lo sabes. Y sabes que no lo digo solo para que aceptes mejor la situación. Te quiero. No me imagino una vida sin ti. A veces creo que te has convertido en el aire que respiro. ¿Tú me quieres? ¿Hay alguna esperanza de que abandones la idea de romper nuestro compromiso y de que te cases conmigo? ¿Este verano? ¿En Warren Hall?

Ya estaba. Lo había soltado. Había contado con un mes para ensayar una declaración decente, pero el momento lo había pillado desprevenido. Y no era el mejor momento para declararse. Cassandra estaba muy afectada y sus palabras habían empeorado la situación. Ni siquiera había acabado de hablar cuando la vio cruzar la estancia para mirar por la ventana, de espaldas a él.

Sin embargo, no le había dicho que no. Esperó con ansia, pero ella guardó silencio.

No, en realidad no estaba guardando silencio. Al cabo de unos momentos comprendió que estaba llorando otra vez y que no lograba contener los sollozos.

– Cass… -Se acercó de nuevo a ella, aunque en esa ocasión no la tocó. Sabía que había pronunciado su nombre con voz triste-. No es solo autocompasión, ¿verdad? ¿Estás intentando encontrar el modo de dejarme sin hacerme daño? ¿No puedes casarte conmigo?

Cassandra tardó un rato en tranquilizarse lo suficiente como para poder contestarle.

– Creo que no me quedará más remedio que hacerlo -dijo por fin-. Creo que estoy embarazada, Stephen. No, no lo creo. Lo sé. Llevo unas cuantas semanas intentando convencerme de lo contrario, pero ya tengo dos faltas y… Estoy embarazada.

Se echó a llorar con tanta pena que la aferró por los hombros, la obligó a volverse y la abrazó para que llorara sobre su hombro.

Sus palabras le habían aflojado las rodillas. El alma se le había caído a los pies.

– ¿Y eso es tan horrible? -le preguntó cuando los sollozos se calmaron un poco-. ¿Es tan malo que te haya dejado embarazada? ¿Es tan malo que tengas que casarte conmigo?

«Así no -suplicó para sus adentros, derrotado-. Así no. Así no, por favor.»

Sin embargo, se había acostado con ella en dos ocasiones durante dos noches consecutivas a pesar de que no debió hacerlo, y en ese momento debía afrontar las consecuencias. Ambos debían afrontarlas.

Cassandra había apartado la cabeza y lo estaba mirando con el ceño fruncido y la cara enrojecida por el llanto.

– No quería que sonara así -le aseguró-. Nada más lejos de mi intención. Pero, Stephen, ¿voy a ser capaz de pasar por esto de nuevo? Después de la última vez creí que ya no podría quedarme embarazada. Fue dos años antes de la muerte de Nigel. ¿Cómo voy a pasar otra vez por eso? ¡No puedo!

Las lágrimas volvieron a resbalar copiosamente por sus mejillas y él por fin lo entendió.

– Cass, no puedo asegurarte nada -susurró al tiempo que tomaba su cara entre las manos para secarle las lágrimas con los pulgares-. Ojalá pudiera, pero no puedo. Sin embargo, sí que puedo prometerte que durante los meses de embarazo que quedan recibirás todo el amor, el cuidado y la mejor atención médica. Tendremos este bebé porque lo queremos y lo deseamos. -Y parpadeó para evitar las lágrimas.

Cass iba a tener un hijo.

Suyo.

Y estaba aterrada por la posibilidad de sufrir otro aborto. El también.

– Puedo hacerlo sola, Stephen -le aseguró-. No es necesario que…

La besó. Con brusquedad.

– Sí que es necesario -la contradijo-. Porque es mi hijo y porque tú eres mi mujer. Y porque te quiero. Me da igual que tú me quieras o no, pero seguiré cortejándote con la esperanza de que algún día lo hagas. Y te haré feliz. Te lo prometo.

– Te he querido casi desde el primer momento -confesó ella-. Pero, Stephen, es tan injusto que…

Volvió a besarla con brusquedad y después la miró con una sonrisa.

Ella se la devolvió, aunque de forma un tanto trémula.

– ¿Te ha visto algún médico? -le preguntó Stephen.

– No.

– Mañana, entonces -dijo-. Le diré a Meg que te acompañe.

– Se escandalizará cuando se entere -protestó.

– No conoces a mis hermanas muy bien, ¿verdad? -replicó él.

Cassandra apoyó la frente en su barbilla.

– Cass -dijo, abrumado de nuevo por el pánico-, te mantendré a salvo, te lo juro.

Una promesa absurda cuando sería ella quien tuviera que pasar el embarazo y, si todo salía como él esperaba, el parto.

Con razón muchas mujeres tildaban a los hombres de ser criaturas desvalidas e inútiles.

– Sé que lo harás -la oyó decir mientras lo abrazaba-. ¡Ay, Stephen! No quería que las cosas fueran así, pero te quiero. Y me esforzaré para que no te arrepientas de nada.

Volvió a besarla.

La cabeza le daba vueltas. Ya estaba hecho. Y nada había salido según lo planeado. No lo había aceptado como consecuencia de su insistente cortejo, sino porque hacía ya más de un mes se había dejado seducir una noche por ella y había accedido a ser su protector porque ella estaba desamparada y él enfadado.

Un comienzo poco prometedor.

Un comienzo que había dado lugar a una nueva vida.

Un comienzo un tanto sórdido gracias al cual habían descubierto el amor y la pasión.

La vida era extraña.

El amor lo era todavía más.

Cass iba a convertirse en su esposa. Porque estaba embarazada. Y porque lo amaba. Iban a casarse.

Se echó a reír, la aferró por la cintura y la levantó en vilo para hacerla girar hasta escuchar sus carcajadas.

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