Georgeanne se desenrolló la toalla de la cabeza y la lanzó sobre la cama. Iba a coger el cepillo del tocador, pero se detuvo antes de alcanzar el mango redondo. Oyó que en la sala las risitas infantiles de Lexie se mezclaban con la voz inconfundible de un hombre. La preocupación pudo más que el pudor. Cogió la bata verde de verano y rápidamente pasó los brazos por las mangas. Lexie sabía que no podía dejar entrar a los desconocidos en casa. Habían mantenido una larga y clara conversación sobre eso hacía algún tiempo, un día que Georgeanne había entrado en la sala de estar y la había encontrado sentada con tres Testigos de Jehová en el sofá.
Se ató el cinturón y recorrió a toda prisa el estrecho pasillo. La reprimenda que pensaba echarle murió en su boca cuando se detuvo en seco. El hombre que estaba sentado en el sofá junto a su hija no había venido a ofrecer la salvación divina.
Él levantó la mirada hacia ella y ella se encontró mirando directamente a los ojos azules de su peor pesadilla.
Abrió la boca, pero no pudo decir palabra por el nudo que le oprimía la garganta. En un abrir y cerrar de ojos el mundo se detuvo, se abrió bajo sus pies y luego giró fuera de control.
– El señor «Muro» vino a firmar mis cosas -dijo Lexie.
El tiempo siguió detenido mientras Georgeanne miraba los ojos azules que le devolvían la mirada. Se sentía desorientada e incapaz de asimilar que John Kowalsky estuviera sentado en el sofá de su salón tan grande y apuesto como hacía siete años, como en aquella portada de revista que había visto en el supermercado, o como la noche anterior. Sentado en su sofá, al lado de «su» hija. Se llevó una mano a la garganta desnuda y aspiró profundamente. Sintió bajo los dedos el rápido latir de su pulso. Parecía fuera de lugar en su casa, como si no perteneciera allí. Lo que, por supuesto, era cierto.
– Alexandra Mae. -Al final recuperó la voz y volvió la mirada a su hija-. Ya sabes que no puedes dejar entrar a los desconocidos.
Lexie agrandó los ojos. Que Georgeanne usara su nombre completo era una clara señal de que estaba en graves problemas.
– Pero… pero… -tartamudeó, saltando sobre sus pies-, pero, mami, yo conozco al señor «Muro». Vino a mi cole, pero no pude traer nada a casa.
Georgeanne no tenía la más remota idea de qué hablaba su hija. Miró a John y preguntó:
– ¿Qué haces aquí?
Él se levantó lentamente, luego se metió la mano en el bolsillo trasero de los descoloridos Levi's.
– Anoche se te cayó esto -contestó, lanzándole la chequera.
Antes de que pudiera atraparla, rebotó contra su pecho y cayó al suelo. En vez de agacharse y recogerla la dejó donde estaba.
– No tenías por qué haberla traído. -Un ligero alivio le calmó los nervios. Había venido a devolverle la chequera y no porque supiera lo de Lexie.
– Tienes razón -fue todo lo que dijo. Su presencia viril invadía la habitación femenina y repentinamente ella se volvió muy consciente de lo desnuda que estaba bajo la bata de algodón. Se miró y se tranquilizó al ver que la bata estaba bien anudada.
– Bueno, gracias -le dijo, dirigiéndose a la entrada-. Lexie y yo nos estábamos arreglando para salir y estoy segura de que tienes otras cosas que hacer. -Alcanzó el picaporte y abrió la puerta-. Adiós, John.
– Todavía no -entrecerró los ojos, acentuando la pequeña cicatriz que le atravesaba la ceja izquierda-, no hasta que hablemos.
– ¿Sobre qué?
– Oh, no sé. -Cambió de posición y ladeó la cabeza-. Tal vez podamos mantener esa conversación que deberíamos haber tenido hace siete años.
Georgeanne le respondió con suma cautela:
– No sé de qué me hablas.
Él miró a Lexie que permanecía en medio de la habitación observando con interés a los dos adultos.
– Sabes exactamente de «qué» quiero hablar -contraatacó.
Durante varios segundos se miraron fijamente el uno al otro. Como dos enemigos preparándose para la batalla. Georgeanne no deseaba quedarse a solas con John, pero estaba segura de que sería más conveniente que Lexie no oyera lo que se tenían que decir. Cuando habló, se dirigió a su hija.
– Ve a la calle y mira si Amy puede jugar contigo.
– Pero mami, no puedo jugar con Amy durante una semana porque le cortamos el pelo a la Barbie Sorpresa de mi cumple, ¿te acuerdas?
– He cambiado de idea.
Las rosadas botas vaqueras de Lexie se arrastraron por la alfombra color melocotón cuando se dirigió a la puerta.
– Creo que Amy tenera frío -dijo ella.
Georgeanne, que normalmente mantenía a su hija tan alejada de los gérmenes como era posible, reconoció la táctica de Lexie como lo que era: un intento evidente de quedarse y escuchar a escondidas la conversación de los adultos.
– Por esta vez está bien.
Cuando Lexie llegó a la entrada miró a John por encima del hombro.
– Adiós, señor «Muro».
John clavó la vista en ella durante algunos interminables segundos antes de curvar los labios en una leve sonrisa.
– Ya nos veremos, pequeña.
Lexie se acercó a su madre y, por costumbre, frunció los labios.
Georgeanne la besó y se quedó con el sabor a cereza de la barra de labios.
– Vuelve a casa dentro de una hora, ¿vale?
Lexie asintió con la cabeza, luego atravesó la puerta y saltó los dos escalones de la entrada. Al ir por la acera iba arrastrando un extremo de la boa verde por el suelo. En el bordillo se detuvo, miró las dos formas que permanecían en la puerta y luego cruzó la carretera hasta la casa de enfrente. Georgeanne observó hasta que Lexie entró en la casa del vecino. Durante unos preciosos segundos eludió el enfrentamiento que la esperaba, luego tomó aliento profundamente, dio la espalda a los escalones y cerró la puerta.
– ¿Por qué no me contaste nada sobre ella?
No podía saberlo. No con seguridad.
– ¿Contarte qué?
– No me cabrees, Georgeanne -le advirtió; el ceñudo semblante de John anunciaba tormenta-. ¿Por qué nunca me contaste nada de Lexie?
Podía negarlo, por supuesto. Podía mentir y decirle que Lexie no era su hija. Él podía creerla y marcharse, dejándolas solas de nuevo. Pero el terco gesto de la mandíbula y el fuego de sus ojos le advertían que no la creería. Apoyándose contra la pared que tenía a las espaldas, cruzó los brazos.
– ¿Por qué debería haberlo hecho? -le preguntó, reacia a admitir la verdad directamente.
Él señaló con el dedo la casa de enfrente.
– Esa niña es mía. Es mi hija -le dijo-. No lo niegues. No me obligues a demostrar mi paternidad porque lo haré.
Una prueba de paternidad acabaría con cualquier tipo de duda.
Georgeanne comprendió que no tenía sentido negar nada. Lo mejor que podía hacer era contestar a sus preguntas y sacarlo de su casa y, si todo iba bien, de su vida.
– ¿Qué quieres?
– Dime la verdad. Quiero oírtela decir.
– Como quieras. -Encogió los hombros, tratando de aparentar que poseía una serenidad que no sentía, que admitirlo no le costaba nada-. Lexie es tu hija biológica.
Él cerró los ojos y aspiró profundamente.
– Jesús-susurró-. ¿Cómo?
– Pues de la manera habitual -contestó ella secamente-. Pensaba que un hombre con tu experiencia sabría cómo se hacen los bebés.
John clavó la mirada en ella.
– Me dijiste que tomabas anticonceptivos.
– Y lo hacía. -«Pero por lo que se ve no sirvieron para nada»-. Nada es seguro al cien por cien.
– ¿Por qué, Georgeanne?
– ¿Por qué, qué?
– ¿Por qué no me lo dijiste hace siete años?
Ella se encogió de hombros de nuevo.
– No era asunto tuyo.
– ¿Qué? -preguntó incrédulo, mirándola fijamente como si no pudiera creer lo que le estaba diciendo-. ¿Que no era asunto mío?
– No.
Cerró los puños y se acercó varios pasos a ella.
– ¿Pariste a «mi» hija, pero crees que no era asunto mío? -Se detuvo a menos de medio metro de ella y frunció el ceño.
Si bien era bastante más grande que Georgeanne, ella lo observó sin parpadear.
– Hace siete años tomé la decisión que creí más conveniente. Es una decisión que aún mantengo. Y de cualquier manera, no hay nada que pueda hacerse ahora.
Él arqueó una de sus cejas oscuras.
– ¿En serio?
– Sí. Ya es muy tarde. Lexie no te conoce. Lo mejor será que te vayas y no la veas nunca más.
Él plantó las manos en la pared a ambos lados de su cabeza.
– Si crees que eso es lo que va a ocurrir entonces es que no eres una chica demasiado brillante.
Podía no darle miedo John, pero estando así tan cerca resultaba intimidador. Ese pecho ancho y esos gruesos brazos la hacían sentirse rodeada por completo de testosterona y duros músculos. El olor a jabón de su piel y a aftershave invadió sus sentidos.
– No soy una chica -dijo, bajando los brazos a los costados-. Puede que hace siete años fuera muy inmadura, pero ése no es el caso ahora. He cambiado.
John entrecerró los ojos deliberadamente y su amplia sonrisa no fue agradable cuando dijo:
– Por lo que puedo ver, no has cambiado tanto. Todavía estás muy buena.
Georgeanne luchó contra el deseo de cubrirse. Se miró y sintió cómo el rubor inundaba sus mejillas mientras soltaba un gemido. Las solapas de la bata verde se habían abierto hasta la altura del cinturón que ceñía la prenda, exponiendo una vergonzosa cantidad de escote y la parte superior de su pecho derecho. Horrorizada, agarró rápidamente los bordes y cerró la bata.
– Déjala -aconsejó John-. Verte así es lo único que puede hacer que te perdone.
– No quiero tu perdón -le dijo, pasando bajo su brazo-. Voy a vestirme. Creo que deberías irte.
– Te esperaré aquí -prometió John, girándose y observando cómo ella desaparecía por el pasillo. Entrecerró los ojos cuando notó el balanceo de sus caderas y el revoloteo de la bata alrededor de sus tobillos desnudos. Quería matarla.
Atravesó el salón, empujó a un lado la cursi cortina y miró por la ventana. Tenía una hija. Una hija que no conocía y que no lo conocía. Hasta el momento en que Georgeanne confirmó sus sospechas, no había estado completamente seguro de que Lexie fuera suya. Ahora lo sabía y ese pensamiento le hacía hervir la sangre.
«Su hija». Contuvo el fuerte deseo de ir a la casa de enfrente y traer de vuelta a Lexie. Sólo quería sentarse y mirarla. Quería observarla y escuchar cómo hablaba. Quería tocarla, pero sabía que no lo haría. Un rato antes, se había sentido grande y patoso sentado al lado de Lexie; un hombre enorme que lanzaba discos de caucho a través del hielo a más de ciento cincuenta kilómetros por hora y que usaba su cuerpo como una apisonadora humana.
«Su hija». Tenía una niña. Su niña. Notó que perdía los estribos y tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para volver a retomar el control.
John se volvió y caminó hacia la chimenea de ladrillo. Encima de la repisa había una serie de fotos enmarcadas de diferentes formas y tamaños. En la primera, había un bebé sentado sobre un taburete con el borde inferior de la camiseta sujeto bajo la barbilla mientras se tocaba el ombligo con su regordete dedo índice. Estudió la foto, luego fijó su atención en las otras que mostraban diversas etapas de la vida de Lexie.
Fascinado por el parecido que tenía con su hija cogió una foto pequeña de un bebé que empezaba a andar con grandes ojos azules y rosados mofletes. Tenía el pelo oscuro sujeto en lo alto de la cabeza como un plumero, y los pequeños labios fruncidos como si estuviera a punto de dar un beso al fotógrafo.
Escuchó que una de las puertas del pasillo se abría y se cerraba. Se metió la foto enmarcada en el bolsillo, luego se giró y esperó que apareciera Georgeanne. Cuando ella entró en la habitación, notó que se había recogido el pelo mojado en una coleta y se había puesto un suéter blanco de verano. Una falda de vuelo le caía hasta los tobillos envolviendo esas largas piernas. También llevaba unas pequeñas sandalias blancas con las tiras entrecruzadas por las pantorrillas. Tenía las uñas de los pies pintadas de color púrpura.
– ¿Quieres un té helado? -le preguntó cuando llegó al centro de la habitación.
Dadas las circunstancias, tal hospitalidad lo dejó pasmado.
– No. Nada de té -dijo, levantando la mirada a su cara. Tenía un montón de preguntas cuyas respuestas necesitaba ya.
– ¿Por qué no tomas asiento? -lo invitó ella, señalando con la mano una silla blanca de mimbre cubierta con un mullido cojín con volantes.
– Ya he estado bastante tiempo sentado.
– Estupendo, y yo estoy cansada de levantar la cabeza para mirarte. O nos sentamos y discutimos esto, o no lo discutimos y punto.
Ella era de armas tomar. John no la recordaba así. La Georgeanne que él recordaba era una charlatana empedernida.
– Muy bien -dijo él, pero se sentó en el sofá en vez de en la silla ya que no confiaba que aquella cosa pudiera sostener su peso.
– ¿Qué le has contado a Lexie sobre mí?
Ella se sentó en la silla del mimbre.
– Nada, ¿por qué? -lo dijo con su arrastrado acento de Texas, aunque no era tan marcado como él recordaba.
– ¿Nunca ha preguntado por su padre?
– Ah, eso. -Georgeanne se movió sobre el cojín de flores y cruzó las piernas-. Cree que te moriste cuando ella era un bebé.
John se sintió irritado ante su respuesta, pero no sorprendido.
– ¿En serio? ¿Y cómo me morí?
– Tu F-16 fue derribado sobre Irak.
– ¿Durante la Guerra del Golfo?
– Sí -sonrió-. Fuiste un soldado muy valiente. Cuando el tío Sam reclutó a los mejores pilotos, fuiste el primero de la lista.
– Soy canadiense.
Ella se encogió de hombros.
– Anthony era texano.
– ¿Anthony? ¿Quién demonios es Anthony?
– Tú. Fue como te llamé. Siempre me ha gustado el nombre de Tony.
No sólo había mentido sobre su muerte y su profesión, sino que también le había cambiado el nombre. John notó que su temperamento se inflamaba y se inclinó hacia adelante apoyando los antebrazos en las rodillas.
– ¿Y tienes fotos de ese hombre inexistente? ¿No ha querido Lexie ver fotos de su padre?
– Por supuesto. Sólo que todas tus fotos estaban en el desván cuando se quemó la casa.
– Qué desafortunado suceso -dijo John, frunciendo el ceño.
La sonrisa de Georgeanne iluminó su cara.
– ¿Verdad que sí?
Verla sonreír avivó su cólera.
– ¿Qué ocurrirá cuando descubra que tu nombre de soltera es Howard? Sabrá que le mentiste.
– Para entonces lo más probable es que sea una adolescente. Reconoceré que Tony y yo no estábamos casados, aunque sí muy enamorados.
– Lo tienes todo pensado.
– Sí.
– ¿Por qué todas esas mentiras? ¿Pensabas que no te ayudaría?
Georgeanne lo miró unos instantes a los ojos antes de contestarle.
– Francamente, John, no creí ni que quisieras saberlo ni que te importara lo más mínimo. No sabía nada de ti ni tú de mí. Pero dejaste muy claro tus sentimientos la mañana que te deshiciste de mí en el aeropuerto, sin mirar ni una sola vez atrás.
John no recordaba las cosas de esa manera.
– Te compré un billete a casa.
– Ni siquiera te molestaste en preguntarme si me quería ir a casa.
– Te hice un favor.
– Te hiciste un favor a ti mismo. -Georgeanne se miró el regazo y retorció la suave tela de la falda entre los dedos. Había pasado tanto tiempo que el recuerdo de ese día no debería hacerle daño, pero le hacía-. No sabías cómo deshacerte de mí lo suficientemente rápido. Tuvimos una noche de sexo y luego…
– Tuvimos un montón de sexo esa noche -la interrumpió-. Un montón de «sudoroso y lujurioso sexo», de «irreprimible, ardiente y dulce sexo».
Georgeanne detuvo los dedos y levantó la mirada hacia él. Por primera vez notó el fuego de sus ojos. John estaba muy enfadado, pero se estaba conteniendo para no pelearse con ella. Georgeanne no podía permitirse entrar en ese juego, no cuando necesitaba permanecer tranquila para dejar clara su opinión.
– Si tú lo dices.
– Sé que fue así y tú también lo sabes. -Él se inclinó un poco más cerca y le dijo lentamente-: Así que como no te declaré amor eterno a la mañana siguiente, me privaste de mi hija. Una buena venganza, ¿no crees?
– Mi decisión no tuvo nada que ver con la venganza.
Georgeanne recordó el día que se había dado cuenta de que estaba embarazada. Después de recobrarse del impacto y del miedo, se sintió bendecida. Como si le hubieran hecho un precioso regalo. Lexie era la única familia que tenía, y no estaba dispuesta a compartir a su hija. Ni siquiera con John. Especialmente, no con John.
– Lexie es mía.
– No estabas sola en la cama esa noche, Georgeanne -dijo John mientras se levantaba-. Si crees que voy a largarme ahora que me he enterado de su existencia, estás loca.
Georgeanne se levantó también.
– Espero que te vayas y te olvides de nosotras.
– Estás soñando. O llegamos a un acuerdo con el que ambos podamos vivir o haré que mi abogado se ponga en contacto contigo.
Era un farol. Tenía que serlo. John Kowalsky era un as del deporte. Una estrella del hockey.
– No te creo. No creo que quieras de verdad que la gente tenga noticias de Lexie. La publicidad podría dañar tu imagen.
– Estás equivocada. Me importa una mierda la publicidad -dijo, acercándose más a ella-. Además no soy exactamente un ejemplo de bondad y moralidad, así que dudo que la aparición de una niña pueda hacer daño a mi imagen.
Sacó la cartera del bolsillo de atrás.
– Me marcho de la ciudad mañana por la tarde, pero estaré de vuelta el miércoles. -Cogió una tarjeta-. Llama al número de abajo. Nunca contesto al teléfono ni siquiera cuando estoy en casa. Saltará el contestador automático, así que deja un mensaje y me pondré en contacto contigo. También te voy a dar mi dirección -dijo, escribiéndola al dorso, luego le cogió la mano y le dejó el bolígrafo y la tarjeta en la palma-. Si no quieres llamarme, escríbeme. Sea como sea, si no sé nada de ti el jueves, uno de mis abogados te llamará el viernes.
Georgeanne miró fijamente la tarjeta que le había dado. Su nombre estaba escrito en letras de imprenta negras. Debajo del nombre había tres números de teléfono diferentes. En el reverso de la tarjeta, estaba escrita su dirección.
– Olvídate de Lexie. No la compartiré contigo.
– Llama antes del jueves -le advirtió, y luego se fue.
John puso en marcha su Range Rover verde oscuro y se incorporó al tráfico de la 405. El viento que entraba por la ventanilla le alborotó el pelo, pero no sirvió para despejarle la mente de sus caóticos pensamientos. Cerró los dedos con fuerza sobre el volante, luego los relajó.
Lexie. Su hija. Una pequeña de seis años que llevaba más maquillaje que Tammy Faye Bakker y que quería un gato, un perro y un cerdo. Levantó la cadera derecha y se metió la mano en el bolsillo trasero. Cogió la fotografía que había robado de Lexie y la puso encima del salpicadero. Sus grandes ojos azules le devolvían la mirada por encima de los labios fruncidos. Pensó en el beso que había dado a su madre, luego volvió a mirar la carretera.
Cada vez que había pensado en tener un hijo había pensado en un niño. No sabía por qué. Tal vez por Toby, el hijo que había perdido, pero siempre se había imaginado como el padre de un niño travieso. Se había visto en las ligas menores, con pistolas de juguete, y camiones de juguete Tonka. Siempre había pensado en uñas sucias, vaqueros agujereados y rodillas llenas de costras.
¿Qué sabía él de niñas? ¿Qué hacían las niñas?
Lanzó otra mirada a la foto mientras conducía el Range Rover a través de la 520. Las niñas llevaban boas verdes y botas vaqueras de color rosa y cortaban el pelo de sus Barbies. Una niña que hablaba por los codos, se reía tontamente y le daba un beso de despedida a su madre con los labios dulcemente fruncidos.
«La madre». Al pensar en Georgeanne, John apretó de nuevo el volante. Le había ocultado a su hija. Todos esos años de anhelos, de mirar a otros hombres cuidando de sus hijos, durante todo ese tiempo él tenía una hija.
Se había perdido muchas cosas. Se había perdido su nacimiento, sus primeros pasos y sus primeras palabras. Ella era parte de él. Los mismos genes y cromosomas que él tenía eran parte de ella. Era parte de su familia y tenía todo el derecho a saber de ella. Pero Georgeanne había decidido que no necesitaba saberlo y no podía separar la amargura que le causaba esa acción de la persona que la había realizado. Georgeanne había tomado la decisión de librarle de la existencia de su hija y sabía que nunca podría perdonarla. Por primera vez en años, deseó con anhelo una botella de Crown Royal, un vaso sin hielo que aguara el suave whisky. Culpaba a Georgeanne del deseo que sentía por ella porque, casi tanto como odiaba lo que le había hecho, odiaba lo que le hacía sentir.
¿Cómo podía querer colocarle las manos alrededor de la garganta y apretar y, al mismo tiempo, deslizar las manos más abajo y colmarlas con esos senos plenos? Una risa ronca le retumbó en el pecho. Cuando la había retenido contra la pared, le sorprendió que no notara su reacción física. Una reacción que había sido incapaz de controlar.
En lo que a Georgeanne concernía era obvio que no poseía control alguno sobre su cuerpo. Hacía siete años no había querido acostarse con ella. Irradiaba cada letra de la palabra «problema» desde el momento que se había subido en su coche, pero lo que él había querido no había parecido tener importancia, porque con razón o sin ella, para bien o para mal, se había sentido abrumadoramente atraído por ella. Por esos seductores ojos verdes y esos labios de modelo, por las atractivas curvas de su cuerpo, y él había respondido a ella a pesar de todo.
Aparentemente, ese viejo dicho que decía que algunas cosas nunca cambian era cierto porque seguía deseándola, y no parecía tener ninguna importancia que le hubiera privado de su hija. Puede que no le gustara lo que había hecho, pero la deseaba. Quería tocarla por todas partes. Lo cual lo hacía sentir como un asqueroso bastardo.
Condujo por el sur de Lake Union hacia la costa occidental empeñado en expulsar a Georgeanne, con su liviana bata verde, de su mente. Lanzó miradas de soslayo a la foto de Lexie posada sobre el salpicadero y, una vez que aparcó el Range Rover en su plaza, cogió la foto y se dirigió al extremo del embarcadero donde estaba anclada su casa flotante de trescientos metros cuadrados.
Hacía dos años que había comprado la casa flotante de cincuenta años de antigüedad y había contratado a un arquitecto de Seattle y a un diseñador de interiores para rediseñarla desde los flotadores hasta arriba. Cuando terminaron el trabajo, John poseía una casa flotante de tres dormitorios, con techo de cristal y varios balcones y ventanas alrededor. Hasta hacía dos horas, la casa flotante le parecía perfecta. Pero mientras metía la llave en la pesada puerta de madera para abrirla no se sentía seguro de que fuera el lugar adecuado para una niña.
«Lexie es mía. Espero que te vayas y te olvides de nosotras». Las palabras de Georgeanne retumbaban en su cabeza, espoleando su resentimiento y enardeciendo la cólera que bullía en su interior.
Las suelas de los zapatos de John resonaron en la dura madera recién encerada del suelo de la entrada, pero se apagaron en cuanto atravesó las lujosas alfombras. Colocó la foto de Lexie en una mesita de roble para café que, al igual que el suelo, había sido encerada el día anterior por el servicio de limpieza que había contratado. Uno de los tres teléfonos que tenía en el escritorio del comedor comenzó a sonar y, después de tres timbrazos, recogió la llamada uno de los tres contestadores automáticos. John se quedó inmóvil, pero cuando oyó la voz de su agente recordándole el horario de vuelo del día siguiente volvió a recordar otra vez los acontecimientos de las últimas dos horas. Se movió hacia una puerta corredera y miró más allá de la cubierta.
«Olvídate de Lexie». Ya que sabía de la existencia de su hija, no había ninguna posibilidad de que pudiera olvidarla. «No la compartiré contigo». John miró fijamente un par de kayaks que surcaban la brillante superficie del lago, luego, de repente, se giró y se encaminó al comedor. Tomó uno de los teléfonos, se sentó tras el escritorio de caoba y marcó el número de teléfono de la casa de su abogado, Richard Goldman. Cuando tuvo a Richard al teléfono le explicó la situación.
– ¿Estás seguro de que la niña es tuya? -preguntó el abogado.
– Sí -atravesó con la mirada la sala de estar hasta la foto de Lexie que había dejado sobre la mesita de café. Le había dicho a Georgeanne que esperaría hasta el viernes para contactar con un abogado, pero no veía ninguna ventaja en esperar-. Estoy seguro.
– Es una auténtica sorpresa.
Él tenía que saber cuál era su situación legal.
– Exponme mis derechos.
– ¿No crees que esté dispuesta a dejarte ver otra vez a la niña?
– No. Fue muy clara al respecto. -John cogió un pisapapeles de piedra, lo lanzó al aire para atraparlo con la mano-. No quiero quitarle la niña a su madre. No quiero lastimar a Lexie, pero quiero poder verla. Quiero llegar a conocerla y quiero que ella me conozca.
Hubo una larga pausa antes de que Richard dijera:
– Yo estoy especializado en derecho mercantil, John. Lo único que puedo hacer es darte el nombre de un buen abogado de familia.
– Para eso te llamé. Quiero al mejor.
– Entonces te pondré en contacto con Kirk Schwartz. Está especializado en custodias de niños y es bueno. Es el mejor.
– Mami, Amy tene una Skipper de Pizza Hut como la mía, y jugamos a que las dos Skippers trabajaban en un Pizza Hut y se peleaban con Todd.
– Hum.
Georgeanne giró el mango de su tenedor Francis I, enroscando los espaguetis alrededor de los dientes. Dio varias vueltas a la pasta mientras clavaba los ojos en la panera que había en el centro de la mesa. Como si fuera la superviviente de una batalla sangrienta estaba exhausta, pero a la vez inquieta.
– Hicimos vestidos a nuestras Skippers con kleenex, y la mía era una princesa, y conducía una caja vacía que encontré como si fuera un coche. Pero no dejé que Todd condujera porque no tenía carnet, como mi Skipper y la de Amy.
– Hum. -Una y otra vez, Georgeanne volvía a recordar lo sucedido aquella mañana. Trataba de recordar lo que había dicho John exactamente y la forma en que lo había hecho. Intentaba acordarse de qué respuestas le había dado, pero no podía recordarlas todas. Estaba cansada, confundida y asustada.
– Barbie era nuestra mamá y Ken nuestro papá y fuimos al parque de atracciones Fun Forest y merendamos en el campo donde está esa fuente tan grande. Y como teno zapatos mágicos pude volar más alto que aquel edificio. Volé hasta el techo.
Siete años atrás había tomado la decisión correcta. Estaba segura.
– Pero Ken se emborrachó y Barbie tuvo que llevarlo a casa.
Georgeanne contempló cómo Lexie succionaba un espagueti entre los labios. Tenía la cara lavada y los ojos azul oscuro brillaban por la excitación con la que contaba su historia.
– ¿Qué? ¿De qué estás hablando? -preguntó Georgeanne.
Lexie se lamió las comisuras de los labios, y tragó.
– Amy dice que su papá bebe cerveza en Seahawks y que por eso su mamá tiene que llevarlo a casa. Deberían multarlo -anunció Lexie mientras enroscaba más espaguetis en el tenedor-. Amy dice que se pasea en ropa interior y se rasca el culo.
Georgeanne frunció el ceño.
– Eso también lo haces tú -le recordó a su hija.
– Sí, pero él es mayor y yo soy sólo una niña. -Lexie encogió los hombros y tomó un poco de pasta. Un espagueti le colgaba encima de la barbilla, metió las mejillas hacia adentro y lo succionó entre los labios.
– ¿Le has preguntado a Amy sobre su papá últimamente? -preguntó Georgeanne con cautela. De vez en cuando, Lexie preguntaba cosas sobre papas e hijas, y Georgeanne trataba de contestarle. Pero Georgeanne se había criado sólo con su abuela y no tenía respuestas para todo.
– No -contestó Lexie después de meterse más espagueti en la boca-. Sólo me dice algunas cosas.
– Por favor, no hables con la boca llena.
Lexie entornó los ojos, cogió el vaso de leche y se lo llevó a los labios. Después dejó el vaso sobre el mantel.
– Vale, pero no me hagas preguntas cuando estoy comiendo.
– Ah, lo siento.
Georgeanne posó el tenedor sobre el plato y las manos sobre el mantel de lino beige. Volvió a pensar en John. No le había mentido sobre las razones por las que no le había dicho nada del nacimiento de Lexie. Era cierto que había pensado que no querría saberlo ni que le hubiera importado. Pero que a él le hubiera importado o no, no había sido su única motivación. La razón principal había sido mucho más egoísta. Hacía siete años ella se había sentido muy sola. Luego tuvo a Lexie y de repente ya no estaba sola. Lexie había llenado el vacío de su corazón. Tenía una hija que la amaba sin condiciones. Georgeanne quería conservar todo ese amor para ella sola. Había sido egoísta, pero no le había importado. Había querido ser la mamá y el papá. Se bastaba ella sola.
– No hemos tenido ningún té «rosa» desde hace tiempo. Mañana por la mañana voy a estar en casa. ¿Hacemos un té?
La sonrisa de Lexie curvó el bigote de leche que tenía sobre la boca y asintió con la cabeza vigorosamente, sacudiendo su coleta de arriba abajo.
Georgeanne devolvió la sonrisa a su hija que rozaba las migas del mantel con su dedo meñique. Hacía siete años había mirado al futuro y no había vuelto la vista hacia atrás. Las cosas les habían ido bien. Era copropietaria de un próspero negocio, pagaba la hipoteca de su casa e incluso el mes anterior se había comprado un coche nuevo. Lexie estaba sana y era feliz. No necesitaban un papá. No necesitaba a John.
– Cuando termines, ve a mirar si el vestido de chiffon rosa todavía te sirve -dijo Georgeanne mientras recogía el plato y lo llevaba al fregadero.
Ella nunca había sabido nada de su padre y había sobrevivido. Nunca había sabido lo que era sentarse en el regazo de un padre y oír cómo le palpitaba el corazón bajo su oído. Nunca había conocido la seguridad de los brazos paternos o el timbre reconfortante de su voz. Nunca había conocido nada de eso y las cosas no le habían ido mal.
Georgeanne miró por la ventana de encima del fregadero y dirigió una mirada perdida al patio trasero. Nunca lo había conocido, pero se lo había imaginado muchas veces.
Recordó cuando se asomaba por encima de las vallas para observar las barbacoas de los vecinos. Recordaba llevar su bicicleta Schwinn azul con el sillín plateado a la gasolinera de Jack Leonard para observarlo cambiar las llantas, fascinada por esas manos grandes tan sucias que siempre limpiaba en una toalla grasienta que colgaba del bolsillo trasero de su sucio mono gris. Recordó que algunas noches estaba sentada sobre el duro y viejo porche de casa de su abuela observando, intrigada y confundida, con una coleta y unos vaqueros rojos, cómo los hombres de su barrio volvían de trabajar mientras deseaba tener también un papá. Había observado y esperado, y durante todo ese tiempo se había preguntado qué hacían los papas cuando volvían a casa. Se había preguntado por qué no lo sabía.
El sonido de las botas de Lexie sobre el linóleo de la cocina sacó a Georgeanne de sus ensoñaciones.
– ¿Terminaste? -le preguntó, tomando el plato sucio y el vaso vacío de las manos de Lexie.
– Sí. ¿Puedo ayudarte mañana con los pastelitos?
– Por supuesto -contestó Georgeanne colocando el plato y el vaso en el fregadero-. Y creo que eres lo suficientemente mayor para servir el té.
– ¡Bien! -Lexie aplaudió con excitación, luego rodeó con los delgados brazos los muslos de Georgeanne.
– Te quiero -dijo.
– Yo también te quiero. -Georgeanne miró hacia abajo, a la coronilla de su hija y colocó la mano sobre la cabeza de Lexie. Su abuela la había querido, pero su amor no había sido suficiente para llenar el vacío de su corazón. Nadie lo había podido llenar hasta que llegó Lexie.
Georgeanne acarició con la mano la espalda de Lexie arriba y abajo. Estaba muy orgullosa de todo lo que había logrado. Había aprendido a vivir con la dislexia en vez de avergonzarse de ella. Había trabajado muy duro para superarse a sí misma, y todo lo que tenía, todo en lo que se había convertido, lo había conseguido por sí misma. Y era feliz
Pero, quería más para su hija. Quería lo mejor.