Georgeanne no había tenido intención de ir con John de vacaciones. Su intención había sido mantenerse firme y negarse a ir a Cannon Beach. Y lo habría hecho si no hubiera sido por el repentino interés de Lexie en su padre ficticio, Anthony.
Después de haber navegado a las islas San Juan, las preguntas de Lexie habían comenzado de nuevo. Quizá haber visto a Charles con Amber había despertado su curiosidad. Quizá fuera por la edad. Había épocas en las que Lexie preguntaba sobre Anthony, pero, por primera vez, Georgeanne intentó contestar sin mentirle. Luego había llamado a John y le había dicho que irían a Oregón. Si Lexie iba a mantener una relación con John, tenía que pasar tiempo con él antes de que le dijera que era su padre. Razón por la cual ahora estaba conduciendo hacia Cannon Beach, rezando por no estar cometiendo un error colosal. John había prometido que trataría de no provocarla, pero ella no le creía.
– Me portaré lo mejor que pueda -había asegurado.
Sí. Claro. Y los elefantes volaban.
Le echó una mirada a su hija que iba sentada en el asiento del acompañante sobre un elevador de seguridad. Lexie coloreaba meticulosamente un dibujo de los teleñecos, llevaba puesta una gorra negra con una cara sonriente y unas gafas de sol azules para niños. Era sábado así que sus labios estaban pintados de un rojo intenso. Pero por lo menos ahora esos pequeños labios rojos estaban cerrados y el silencio ocupaba el interior del Hyundai.
El viaje había empezado bastante bien, pero en alguna parte, cerca de Tacoma, Lexie había comenzado a cantar… y a cantar… y a cantar. Cantó el único verso que conocía de «Puff el dragón mágico» y todos los versos de «¿Dónde está Thumbkin?». Había cantado con su voz chillona la letra de «Deep in the Heart of Texas» y había batido palmas tan entusiasmada como cualquier texano orgulloso. Por desgracia, sólo cantó eso una y otra vez hasta llegar a Astoria.
Entonces, justo cuando Georgeanne había terminado de calcular el número de años que faltaban para que pudiera enviarla a la universidad, Lexie había dejado de cantar y Georgeanne se había sentido una madre horrible por haber pensado, literalmente, en echar a Lexie del nido.
Fue cuando comenzaron las preguntas.
«¿No llegamos aún?».
«¿Cuánto falta?».
«¿Dónde estamos?».
«¿Te acordaste de meter a Blankie en la maleta?».
De Astoria a Seaside su preocupación había sido dónde dormiría y cuántos cuartos de baño tendría la casa de John. No había podido recordar si había metido su juego de manicura o si había traído suficientes Barbies para jugar cinco días enteros. Se había acordado de meter los juguetes para la playa, pero ¿qué pasaría si llovía todo el tiempo? Y luego había preguntado si también había niños en el barrio y cuántos años tendrían.
En ese momento, mientras recorrían en el coche la calle principal de Cannon Beach, el pueblo le recordó las docenas de comunidades pseudoartísticas que salpicaban el noroeste costero. Estudios, cafeterías y tiendas de regalos se alineaban en la calle principal. Los escaparates delos negocios tenían persianas coloridas en distintos tonos de azul, gris y verde espumoso, y se veían ballenas y estrellas de mar pintadas por todas partes. Las aceras estaban llenas de turistas y unas banderas de colores ondeaban con la brisa siempre presente.
Echó una ojeada al reloj digital que había sobre la radio en el salpicadero del coche. Era puntual por naturaleza y le gustaba llegar a tiempo, pero ese día llegaba con media hora de antelación. Entre Tacoma y Gearhart había pisado a fondo el acelerador. En algún lugar entre la primera vez que Lexie cantó «¿Dónde está Thumbkin?» y la última vez que preguntó «¿No llegamos aún?» le había metido caña al Hyundai, sobrepasando los ciento cincuenta kilómetros por hora. La posibilidad de que la detuviera un policía para multarla ni siquiera le había importado. De hecho habría agradecido conversar con un adulto.
Miró el mapa que John le había dibujado y condujo entre las residencias veraniegas y los complejos turísticos construidos a pie de playa. Frenó para leer la nota garabateada a mano, después se metió en una calle muy sombreada y siguió las instrucciones con facilidad hasta encontrar la casa. Aparcó el Hyundai junto al Range Rover verde oscuro de John en el camino de entrada a una casa blanca de una sola planta con un tejado muy inclinado de tablillas de madera. Un pino nudoso y una acacia daban sombra al porche de madera, tiñéndolo de una luz grisácea. Dejó el equipaje en el coche y guió a Lexie de la mano hasta la puerta principal. Con cada paso que daba el corazón de Georgeanne latía más rápido. Cuanto más se acercaba, más se convencía de que estaba a punto de cometer un error garrafal.
Hizo sonar el timbre varias veces. No contestó nadie. Cogió el plano y lo estudió detenidamente otra vez. Si lo hubiera dibujado ella, habría sentido la familiar incertidumbre que notaba en el pecho cuando temía haber equivocado los números una vez más.
– Tal vez John está echando la siesta -sugirió Lexie-. Quizá deberíamos entrar y despertarlo.
– Bueno, quizá. -Georgeanne volvió a mirar los números de la casa, luego se acercó al buzón y abrió la parte superior. Lo examinó con atención como si esperara encontrar dentro un vecino o un empleado de correos observándola. Miró una tarjeta comercial dirigida a John.
– ¿Crees que se olvidó de que veníamos? -preguntó Lexie.
– Espero que no -contestó Georgeanne agarrando el pomo y abriendo la puerta.
«¿Qué pasaría si se había olvidado?», se preguntó. «¿Qué ocurría si estaba dormido en algún lugar de la casa? ¿O dándose una ducha con una mujer?». Sabía que era un poco temprano, pero, ¿qué pasaría si estaba en la cama con el cuerpo entrelazado con el de alguna pobre ingenua?
– ¿John? -gritó, entrando muy despacio. Sus pies se hundieron en la alfombra de color champán. Mientras Lexie la seguía un poco más atrás, Georgeanne atravesó el salón. Inmediatamente se dio cuenta de que la casa no era de planta baja como parecía desde fuera. A su izquierda una escalera llevaba hacia abajo mientras que a su derecha una segunda escalera conducía a un bajo cubierta que se abría al salón. La casa estaba construida en una ladera sobre la playa y el océano. La fachada posterior consistía en su totalidad en unos enormes ventanales enmarcados con carpintería de roble. Tres tragaluces del mismo material dominaban el techo del salón.
– Caramba. -Lexie se quedó sin aliento y se puso a dar vueltas-. ¿John es rico?
– Eso parece, ¿verdad? -Los muebles eran modernos y construidos principalmente de acero y madera clara. A un lado había un sofá tapizado en azul oscuro; estaba orientado para disfrutar tanto de la vista del océano como de la chimenea que dominaba la pared de la izquierda. Encima de la repisa de la chimenea había colgado un enorme retrato donde el abuelo de John permanecía de pie junto a uno de esos enormes peces azules que los turistas pescaban en la costa de Florida. Había pasado mucho tiempo desde que Georgeanne había visto a Ernie, pero lo reconoció con facilidad.
– Espero que John no haya tenido un accidente. -Lexie se dirigió hacia una de las tres puertas correderas de cristal del salón-. Tal vez se ha roto una pierna o se ha cortado…
Se acercaron a la vez a la cristalera y miraron hacia la arena de la playa. Más allá de la terraza Haystack Rock se erguía contra el cielo azul claro. Las gaviotas revoloteaban por encima de la vegetación que florecía en la parte superior de la enorme roca mientras sus continuos graznidos se mezclaban con el ruido de las olas.
– ¡John! -Lexie gritó en voz alta-. ¿Dónde estás?
Georgeanne abrió la puerta corredera y dejó entrar la brisa impregnada con el olor a agua salada y a algas marinas junto con los sonidos del mar. Salió un momento a la terraza, respiró hondo y exhaló lentamente. Tal vez pasar una semana en una casa tan bella con un entorno tan maravilloso no iba a ser tan malo después de todo. Si no permitía que John la hechizara con su cara amable y si se guardaba sus labios para sí mismo, a lo mejor ese viaje no se convertiría en un error garrafal.
Georgeanne sintió un ruido sordo bajo los pies, una especie de «tum, tum, tum» resonando bajo las suelas de las sandalias. Oyó el constante ruido de pasos que golpeaban las escaleras y sintió que se le derretían las entrañas. Luego, al momento, vio la cabeza de John. Llevaba unos auriculares amarillos sobre su pelo húmedo de sudor y tenía la mitad inferior de la cara cubierta por una barba incipiente. Después aparecieron sus hombros anchos y su poderoso pecho. Llevaba puesta una camiseta sin mangas que tenía tantos agujeros que Georgeanne se preguntó para qué se había molestado en ponérsela. El estómago era plano y se le veía hasta la cinturilla de los pantalones cortos. El vello oscuro se arremolinaba alrededor del ombligo para desaparecer en forma de flecha bajo los pantalones cortos azul marino. Sus muslos eran gruesos y musculosos, y sus largas piernas estaban muy morenas.
– Llegáis temprano -oyó que les decía mientras intentaba normalizar la respiración. Ella miró cómo se quitaba los auriculares dejándolos colgar del cuello y luego miraba el reloj deportivo con la esfera girada hacia la parte interior de la muñeca-. Si lo hubiera sabido, habría estado aquí.
– Lo siento -dijo ella, negándose a sonrojarse ante tan súbita aparición. Era adulta. Podía comportarse con normalidad ante un hombre ardiente, sudoroso y semidesnudo. Y podía manejar a John Kowalsky sin ningún problema. Solo tenía que pensar que era como tener el pelo hecho un desastre. Poco cooperativo, molesto y muy desarreglado-. Pisé el acelerador más de la cuenta -explicó.
– ¿Cuánto tiempo lleváis aquí? -Cogió la toalla blanca que colgaba de la barandilla. Se secó la cara y el pelo como si acabara de salir de la ducha, luego hizo desaparecer la cabeza bajo el grueso algodón.
– Sólo unos minutos.
– Hum, pensamos que te habías caído y que estabas herido -dijo Lexie distraída por la visión del estómago de John. Era la primera vez que se encontraba tan cerca de un hombre a medio vestir. Clavó los ojos en esa piel cubierta de vello y dio un paso hacia delante para ver mejor-. Creímos que tal vez te habías roto una pierna o te habías cortado -añadió.
John asomó la cabeza por debajo de la toalla. Vio a Lexie y sonrió.
– ¿Tenías preparada una tirita por si acaso? -le preguntó, colocándose la toalla alrededor del cuello y agarrando los extremos de la misma.
Negó con la cabeza.
– Tenes la barriga peluda, John. ¡Muy peluda! -dijo, luego se giró hacia la barandilla para mirar la playa que había debajo.
Él se miró y apretó una de sus grandes manos contra el duro abdomen.
– No es para tanto -dijo, restregándose la palma de la mano sobre el estómago-. Conozco a varios tíos que son bastante peores. Por lo menos yo no tengo vello en la espalda.
Georgeanne observó cómo deslizaba la mano más abajo, hacia el vientre, hundiendo los dedos en el vello corto y su mente se inundó de recuerdos. Recordó esa noche hacía tanto tiempo cuando ella lo había tocado, cuando lo había sentido ardiente y viril bajo sus manos.
– ¿Qué miras, Georgeanne?
Ella apartó la mirada de su vientre y lo miró a los ojos. La había pillado mirándolo. Podía actuar de varias maneras: avergonzada, culpable o simplemente mentir.
– Tus zapatos.
En silencio, él se rió entre dientes.
– Me mirabas el paquete.
O podía admitirlo.
– Ha sido un largo viaje. -Se encogió de hombros-. Iré al coche a por nuestro equipaje.
John se la adelantó.
– Yo lo cogeré.
– Gracias.
Él atravesó la puerta corredera.
– De nada -le dijo con una sonrisa arrogante antes de atravesar el salón.
– ¡Oye, John! -gritó Lexie que pasó corriendo junto a su madre, dejando que Georgeanne los siguiera-. Traje los patines. Y adivina qué…
– ¿Qué?
– Mamá me compró unas rodilleras nuevas de la Barbie.
– ¿De la Barbie?
– Sí.
Él abrió la puerta principal.
– Estupendo.
– Y adivina qué más.
– ¿Qué?
– Teno gafas de sol nuevas. -Se quitó las gafas y las sujetó en alto-. ¿Ves?
John se movió en dirección a ella.
– Oye, son geniales. -Se paró para mirarle con resignación la cara-. ¿Vas a llevar puesto eso púrpura mientras estés aquí? -preguntó, refiriéndose a la sombra de ojos.
Ella asintió con la cabeza.
– Sólo puedo usarla los sábados y domingos.
Él se dirigió a la parte trasera del Hyundai y dijo:
– Tal vez, mientras estés de vacaciones, podrías hacer un descanso y dejar de usar todo ese mejunje.
– Ni hablar. Me gusta. Es lo que más me gusta del mundo.
– Pensaba que los perros y los gatos eran lo que más te gustaba.
– Bueno, el maquillaje es lo que más me gusta de todo lo que puedo tené.
John suspiró con resignación mientras tomaba dos maletas y una bolsa de juguetes del asiento trasero del coche.
– ¿Esto es todo? -preguntó.
Georgeanne sonrió y abrió el maletero.
– Jesús -juró John clavando los ojos en tres maletas más, dos chubasqueros amarillos, un paraguas enorme y el Centro de Belleza de Barbie-. ¿Habéis traído toda la casa?
– Éste es el resultado de condensar bastante la carga original -dijo ella, cogiendo los chubasqueros y el paraguas-. Y por favor, no blasfemes delante de Lexie.
– ¿Blasfemé? -preguntó John, mirando a la niña.
Georgeanne asintió con la cabeza.
Lexie se rió tontamente y cogió el Centro de Belleza de Barbie.
Georgeanne y Lexie lo siguieron de vuelta a la casa y John las condujo al piso inferior, hasta una habitación decorada con persianas de color beige y verde; luego regresó por el resto de su equipaje. Cuando ya había trasladado todas sus cosas, les mostró rápidamente todas las habitaciones. Tenía instalado un pequeño gimnasio situado entre el cuarto de huéspedes y el dormitorio principal.
– Tengo que darme una ducha -les dijo John, dirigiéndose al pasillo después de que Lexie inspeccionara los tres cuartos de baño-. Cuando acabe, podemos ir a la playa para mirar los charcos que deja la marea.
– ¿Por qué no nos encontramos ya allí? -sugirió Georgeanne que quería aprovechar el sol antes de que se volviera a nublar.
– Me parece bien. ¿Necesitáis toallas?
Georgeanne nunca había sido una Girl Scout pero había venido preparada para cualquier eventualidad. Había traído las suyas. Después de que John las dejara, Lexie y Georgeanne se cambiaron de ropa. Lexie se puso un bikini de cuadros rosa y púrpura, luego se metió una camiseta de Texas por la cabeza. Georgeanne se puso un par de pantalones cortos naranjas y amarillos con un top a juego que le dejaba el ombligo al aire y como creía que enseñaba demasiado añadió una ligera blusa de algodón. La prenda amarilla le cubría hasta el trasero y se la dejó desabrochada. Ambas se calzaron unas sandalias Teva, cogieron las toallas de playa y el protector solar y se dirigieron afuera.
Cuando John se les unió en la playa, Lexie había encontrado un erizo de mar un poco roto, media concha y una pinza pequeña de cangrejo. Los había metido en un cubo rosa y en ese momento se encontraba acuclillada al lado de Georgeanne para observar a una anémona de mar que había pegada a una de las pequeñas rocas expuestas por la marea baja.
– Tócala -le decía Georgeanne-. Es pegajosa.
Lexie negó con la cabeza.
– Sé que es pegajosa, pero no me gusta tocarla.
– No te morderá -le dijo John, haciendo sombra sobre ellas dos.
Georgeanne levantó la mirada y se incorporó lentamente. John se había afeitado, se había cambiado los pantalones cortos por otros beige que no eran de deporte y se había puesto una camiseta color aceituna. Se veía limpio e informal, pero demasiado rudo y sensual para parecer completamente respetable.
– Creo que tiene miedo de que le coja el dedo y no lo suelte -dijo Georgeanne.
– No, no lo teno -protestó Lexie, negando con la cabeza otra vez. Se puso en pie y señaló hacia Haystack Rock que se encontraba a unos cincuenta metros-. Quiero ir allí.
Los tres juntos caminaron hasta la enorme formación rocosa. John ayudó a Lexie a saltar de roca en roca y cuando el terreno fue demasiado abrupto para sus cortas piernas, la cogió y la sentó sobre sus hombros sin esfuerzo alguno, como si no pesara nada.
Lexie se agarró a la cabeza de John, golpeándole la mejilla derecha con el cubo.
– ¡Mamá, mírame, he crecido! -gritó.
John y Georgeanne se miraron y rieron.
– Eso es lo que todas las madres desean oír -dijo ella.
La risa de John murió ahogada por el sonido de las olas, pero una sonrisa permaneció en su cara.
– Empezaba a pensar que sólo te ponías vestidos o faldas -dijo, rodeando los tobillos de Lexie con los dedos.
No le sorprendió que lo hubiera notado. Era de esos tíos detallistas.
– Normalmente no llevo pantalones, ni cortos ni largos.
– ¿Por qué?
Georgeanne no quería contestar a esa pregunta. Lexie, sin embargo, no tenía ningún tipo de escrúpulos a la hora de facilitar esa información.
– Porque tiene un gran pandero.
John miró a Lexie entrecerrando los ojos ante el brillo del sol.
– ¿En serio?
Lexie asintió con la cabeza.
– Sí. Eso es lo que dice siempre.
Georgeanne sintió que se ruborizaba.
– Dejemos ese tema.
Cogiendo el dobladillo de la camisa amarilla, John lo levantó y ladeó la cabeza para mirar mejor.
– No me parece grande -dijo con aire despreocupado como si discutieran sobre el clima-. A mí me parece perfecto.
Georgeanne se sintió un poco tonta por el ramalazo de placer que sintió en la boca del estómago. Le golpeó la mano y dejó caer la camisa en su sitio.
– Pues lo es -dijo ella, luego pasó junto a John y caminó un poco por delante de ellos. Recordaba lo que había sucedido siete años atrás cuando había perdido la cabeza ante sus cumplidos. Todas las chicas sureñas soñaban con ser reinas de la belleza y, con muy poco esfuerzo, él la había hecho sentir como Miss Texas y ella había saltado encantada a su cama. Ahora, mientras rodeaba una roca de mediano tamaño, se recordó a sí misma que podía ser encantador, pero que también podía ser realmente repugnante.
Una vez que alcanzaron la base de la roca se pusieron a explorarla. John dejó a Lexie en la arena y juntos examinaron la típica variedad de vida marina. El cielo permanecía despejado y el día era hermoso.
Georgeanne observó a John y a Lexie juntos. Los vio descubrir una estrella de mar naranja y púrpura, mejillones y más anémonas pegajosas. Vio cómo inclinaban sus oscuras cabezas sobre un charco dejado por la marea y trató de ocultar la inseguridad que sintió.
– Se ha perdido -dijo Lexie cuando Georgeanne se agachó a su lado en el charco.
– ¿Qué es? -preguntó.
Lexie apuntó hacia un pequeño pez marrón y negro que nadaba bajo la superficie del agua clara y fría.
– Es un bebé y su mamá lo ha abandonado.
– Creo que no es un bebé -dijo John-. Creo que es un pez de menor tamaño.
Lexie negó con la cabeza.
– No, John. Es un bebé, ¿no lo ves?
– Entonces cuando la marea suba otra vez su mamá vendrá y lo recogerá -le aseguró Georgeanne a su hija, antes de que empezara a inquietarse. Cuando Lexie veía a cualquier criatura huérfana, se ponía muy sensible.
– No -negó con la cabeza de nuevo y le comenzó a temblar la barbilla mientras decía-: Seguro que su mamá también se perdió.
El hecho de que Lexie viviera sola con su madre y no conociera más familia que Mae, hacía que Georgeanne tuviera que controlar cuidadosamente las películas que Lexie veía para asegurarse de que los personajes tenían por lo menos un padre o una madre. Cuando Lexie cumplió los seis años, Georgeanne dejó que la convenciera para ver Babe, el cerdito valiente. Craso error. Lexie había llorado durante una semana.
– Su madre no se ha perdido. Cuando suba la marea, vendrá a por él.
– No, las mamas no dejan a sus bebés a menos que se pierdan. El pececito no puede irse a casa. -Apoyó la frente sobre la rodilla-. Se ha quedado solo, sin su mamá. -Cerró los ojos con fuerza y le resbaló una lágrima por la nariz.
Georgeanne miró a John por encima de la cabeza inclinada de Lexie. Él le devolvió la mirada con un brillo desesperado en sus ojos azul oscuro. Estaba claro que esperaba que fuera ella quien hiciera algo.
– Estoy segura de que su padre está nadando ahí fuera para encontrarlo.
Lexie no picó.
– Los papas no cuidan de los bebés.
– Claro que lo hacen -dijo John-. Si yo fuera un papá pez, vendría a buscar a mi bebé.
Girando la cabeza, Lexie miró a John durante unos momentos, pensando en lo que le había dicho.
– ¿Y estarías buscándolo hasta que lo encontraras?
– Claro. -Miró a Georgeanne, luego de nuevo a Lexie-. Si supiera que tengo un bebé, no lo abandonaría nunca.
Lexie inhaló por la nariz y observó el charco transparente.
– ¿Qué ocurre si muere antes de que suba la marea?
– Hum… -John agarró el cubo de Lexie, tiró las conchas y cogió al pez diminuto.
– ¿Adónde lo llevas? -preguntó Lexie mientras los tres se levantaban.
– Voy a llevar a tu pececito con su padre -le dijo, y se fue hacia la orilla-. Quédate aquí con tu madre.
Georgeanne y Lexie se subieron a una roca plana para observar cómo John surcaba el oleaje. Las suaves olas chocaban con sus muslos y oyeron la exclamación que lanzó cuando el agua fría le mojó la parte inferior de los pantalones cortos. Miró a su alrededor y tras pensarlo un momento vació el cubo en el océano.
– ¿Crees que el pececito encontró a su papá? -preguntó Lexie con ansiedad.
Georgeanne contestó sin apartar los ojos del enorme hombre que llevaba un pequeño cubo rosa.
– Estoy segura de que lo hizo.
John caminaba hacia ellas con una sonrisa en la cara. John «Muro» Kowalsky, el infame y enorme jugador de hockey, el héroe de muchachitas y el salvador de pececitos, se las había arreglado para subir en la escala de Georgeanne y había pasado de ser peor que tener el pelo hecho un desastre a ser agradable.
– ¿Lo encontraste? -Lexie se bajó de un salto de la roca y cayó de rodillas.
– Sí, y pude ver lo contento que estaba de ver a su bebé.
– ¿Cómo supiste que era su papá?
John le dio a Lexie el cubo y luego la cogió de la manita.
– Porque se parecen.
– Ah, sí. -Ella ladeó la cabeza-. ¿Qué hizo cuando vio a su bebé?
Él se detuvo delante de la roca donde Georgeanne los aguardaba y la miró.
– Bueno, dio un buen salto y luego se acercó y nadó alrededor del pececito sólo para asegurarse de que estaba bien.
– Yo también lo vi hacerlo.
John sonrió y los ojos se le llenaron de arruguitas.
– ¿De veras? ¿Se veía bien desde aquí?
– Sí. Voy a buscar la toalla porque me estoy congelando -anunció y miró playa arriba.
Georgeanne le escrutó la cara e imitó su sonrisa.
– ¿Cómo se siente uno al ser un héroe? -le preguntó.
John la agarró por la cintura y la bajó con facilidad de la roca. Georgeanne se sostuvo en sus hombros mientras la depositaba sobre el agua del mar. Las olas formaban remolinos en sus piernas y la brisa le alborotaba el pelo.
– ¿Soy tu héroe? -preguntó John en un susurro sedoso. Era peligroso.
– No. -Ella dejó caer las manos a los costados y dio un paso atrás. Era un hombre grande y fuerte, pero era muy amable y compasivo con Lexie. Lo que lo convertía en alguien más peligroso que una mancha de aceite en la carretera y si no tenía cuidado, podría hacer que se olvidara del doloroso pasado que tenían en común-. No me gustas, ¿recuerdas?
– Ajá. -Su sonrisa le dijo que no la creía ni un ápice-. ¿Recuerdas cuando estuvimos juntos en la playa, en Copalis?
Ella se volvió hacia la costa y divisó a Lexie abrigándose en la playa.
– ¿Qué quieres que recuerde?
– Me dijiste que me odiabas y mira cómo acabamos. -Caminaron a través de las olas y la miró de reojo.
– Entonces es bueno que me encuentres completamente resistible.
Él deslizó la mirada por sus pechos y luego volvió la mirada hacia la costa.
– Sí, es bueno.
Cuando los tres regresaron a la casa, John insistió en hacer el almuerzo. Se sentaron a la mesa del comedor y comieron cóctel de camarones, macedonia y pan de pita relleno con ensalada de cangrejo. Mientras ayudaban a John a recoger, Georgeanne no pudo evitar fisgar en una bolsa de comida que había en la esquina junto al contestador automático.
Debido a las cuatro horas que esa mañana había pasado en el coche con Lexie y a la ansiedad del viaje, Georgeanne estaba exhausta. Buscó la cómoda tumbona de la terraza y se acurrucó con Lexie en su regazo. John se sentó en una silla a su lado y los tres se pusieron a mirar el océano, contentos con el mundo. No tenía que ir a ningún sitio ni hacer ninguna otra cosa. Georgeanne saboreó la tranquilidad que los rodeaba, aunque no podía decir que el hombre que se sentaba a su lado fuera una compañía particularmente relajante. John poseía una presencia demasiado apabullante y, además, tenían un pasado común doloroso que intentaba por todos los medios no recordar, pero esa casa en la costa maquillaba muy bien los problemas que tenían en algunos momentos, sobre todo cuando él se empeñaba en enfrentarse a ella.
Los sonidos relajantes y la brisa suave y apacible sosegaron a Georgeanne hasta dejarla dormida y cuando se despertó se encontró sola. Una manta hecha a mano le cubría las piernas. La apartó a un lado, se levantó y estiró los miembros. La brisa le traía las voces de la playa, se acercó hasta la barandilla y se apoyó sobre el borde. John y Lexie no estaban en la playa. Movió la mano y una astilla afilada se le clavó en la yema del dedo. Le dolía, pero tenía una preocupación más apremiante.
Georgeanne no creía que John se llevara a Lexie a ningún sitio sin decírselo a ella primero. Pero, por otro lado, no era el tipo de hombre que pensara que necesitaba permiso. Bueno, si John se había largado con su hija, entonces Georgeanne tenía todo el derecho a asesinarlo y que se considerara un homicidio justificado. Pero al final no tuvo que matarlo. Los encontró a los dos en el gimnasio.
John estaba sentado en una moderna bicicleta estática, pedaleando con un ritmo constante. Miraba a Lexie que estaba sentada en el suelo con las manos apoyadas detrás y su pequeño y sucio pie derecho descansando sobre la rodilla doblada.
– ¿Por qué vas tan rápido? -preguntó Lexie.
– Hace que aumente mi resistencia -contestó por encima del suave zumbido de la rueda delantera. Él aún llevaba puesta la camiseta de color aceituna y durante un segundo eterno Georgeanne se permitió contemplar a gusto las fuertes piernas disfrutando del placer de mirarle.
– ¿Qué es la resistencia?
– Es el tiempo que aguanto. Lo que un tío necesita para no quedarse sin fuerzas en el hielo y poder patear el culo a los jovencitos.
Lexie contuvo la respiración.
– Lo has hecho otra vez.
– ¿El qué?
– Dijiste una palabrota.
– ¿Lo hice?
– Sí.
– Lo siento. Tendré que esmerarme más.
– Eso es lo que dijiste la última vez -se quejó Lexie desde el suelo.
Él sonrió.
– Lo haré mejor, entrenadora.
Lexie guardó silencio por un momento antes de decir:
– ¿Sabes qué?
– ¿Qué?
– Mamá tiene una bicicleta como ésa -señaló en dirección a John-. Pero no la usa.
La bicicleta de Georgeanne no era como la de John. No era tan cara, aunque Lexie estaba en lo cierto, no la usaba. De hecho, ni se había montado en ella.
– Oye -dijo, entrando en la habitación-, uso esa bicicleta todos los días. Es estupenda para colgar las camisas.
Lexie giró la cabeza y sonrió.
– Nos estamos entrenando. Yo fui primero y ahora es el turno de John.
John la miró. Los pedales de la bicicleta se detuvieron, pero la rueda siguió girando.
– Sí. Ya lo veo -dijo ella, deseando haberse cepillado el pelo antes de haberlos encontrado. Estaba segura de que daba miedo. John no habría estado de acuerdo con ella. La encontraba adorablemente desaliñada con las mejillas sonrojadas por el sueño. Su voz fue un poco más ronca de lo habitual.
– ¿Cómo te ha sentado la siesta?
– No sabía que estaba tan cansada. -Se peinó el pelo con los dedos y sacudió la cabeza.
– Bueno, mantener el ritmo de las ocurrencias de esta pequeña mente puede ser agobiante -dijo John mientras se preguntaba si ella estaba haciendo a propósito esas cosas con su pelo.
– Mucho. -Georgeanne se acercó a Lexie y le tendió la mano para ayudarla a ponerse de pie-. Vamos a ver si encontramos algo que hacer y dejamos que John termine.
– Ya acabé -dijo mientras se levantaba. Al hacerlo deslizó la mirada por sus pechos intentando no quedarse mirando su escote como si fuera un alumno de secundaria. No quería que lo atrapara mirando sin disimulo su cuerpo y pensara que era algún tipo de pervertido bastardo. Era la madre de su hija y, aunque no se lo hubiera dicho, sabía que ella no tenía una opinión demasiado elevada de él. Tal vez se merecía su baja opinión o puede que no-. En realidad, no pensaba hacer bici hoy, pero Lexie y yo nos estábamos aburriendo un poco mientras esperábamos a que te despertaras. Era el Centro de Belleza de Barbie o hacer algo de ejercicio en la bici.
– No te puedo imaginar jugando con las Barbies.
– Pues ya somos dos. -John tenía un problema con sus buenas intenciones: la parte superior del top que ella llevaba puesto minaba su voluntad. Era lo mismo que le pasaba a Superman con la kriptonita-. Lexie y yo hemos pensado en ir a cenar ostras.
– ¿Ostras? -Georgeanne centró la atención en Lexie-. No te gustarán las ostras.
– Claro que sí. John me dijo que sí me gustarían.
Georgeanne no discutió, pero una hora más tarde, sentados en la marisquería, Lexie vio la foto de las ostras en el menú y arrugó la nariz.
– Son asquerosas -dijo. Cuando la camarera llegó a su mesa, Lexie le pidió un sándwich de queso con pan «fresco», patatas fritas en «plato aparte» y salsa de tomate «Heinz».
Luego la camarera centró su atención en Georgeanne y John se acomodó para observar el poder del encanto sureño y de la espectacular sonrisa de Georgeanne.
– Ya sé que está muy ocupada, y sé por experiencia que su trabajo es muy ingrato y sumamente frenético, pero es obvio que tiene un buen corazón, así que espero que no le moleste que haga algunos pequeños cambios en el menú -comenzó; su voz exudaba compasión por la mujer y por su ingrato trabajo. Cuando acabó, había pedido salmón y salsa de patatas y cebolletas con mantequilla y limón, y eso último no estaba en el menú. Sustituyó las patatas por arroz, sin mantequilla, con sólo una pizca de sal y unas pocas cebolletas. Pidió el melón en un plato aparte porque el melón nunca se debía servir caliente. John medio esperaba que la mujer mandara a Georgeanne al infierno, pero no lo hizo. La camarera parecía totalmente feliz de poder cambiar el menú de Georgeanne.
Comparado con sus dos acompañantes, el plato que pidió John fue sumamente fácil. Ostras con sólo media concha. Nada extra. Ni plato aparte. Tan pronto como la camarera se fue, él miró a las dos chicas que estaban frente a él. Ambas llevaban vestidos sueltos de verano. El de Georgeanne hacía juego con el verde de sus ojos. El de Lexie con su sombra azul. Intentó no fruncir el ceño, pero odiaba ver a su hija con todo ese mejunje. Era demasiado embarazoso y se sentía sumamente agradecido por la oscuridad de la habitación.
– ¿Te vas a comer eso de verdad? -preguntó Lexie cuando llegó la comida. Se inclinó hacia adelante, fascinada y asqueada a la vez.
– Sí. -Levantó media concha y se la llevó a los labios-. Mmm -dijo, succionando la ostra con los labios para tragarla.
Lexie lanzó un chillido de repulsión, incluso Georgeanne parecía un poco asqueada cuando volvió a centrar la atención en el salmón con salsa de patatas y cebolletas con mantequilla y limón.
El resto de la cena resultó muy bien. Charlaron con menos tensión de la que solían, pero la tranquilidad de la noche acabó cuando la camarera colocó la cuenta al lado de él. Georgeanne intentó cogerla, pero él la detuvo con la mano. Sus ojos se encontraron por encima de la mesa y John se dio cuenta de que Georgeanne parecía una mujer dispuesta a remangarse y luchar por la nota.
– Yo pagaré -dijo John-. No quiero discutir -avisó, apretándole la mano. No era rival para él, aunque quisiera.
En vez de oponerse, ella le dejó ganar, pero su gesto le indicó que continuaría la discusión cuando estuvieran solos.
De camino a casa, Lexie se quedó dormida en el asiento trasero del Range Rover. John la llevó en brazos hasta la casa, sintiendo su aliento cálido contra el lateral del cuello. Le habría gustado sostenerla más tiempo, pero no lo hizo. Le habría gustado quedarse mientras Georgeanne la metía en la cama, pero se sentía fuera de lugar y se marchó.
Georgeanne vio salir a John mientras le quitaba los zapatos a Lexie. Le puso el pijama y la acostó. Luego se fue en busca de John. Quería preguntarle si tenía pinzas para quitarse la astilla del dedo y tenía que hablar con él sobre el dinero que se estaba gastando en ellas. Quería que dejara de hacerlo. Podía pagarse sus gastos. Y también podía pagar los de Lexie.
Encontró a John de pie al lado de la ventana, mirando fijamente el océano. Tenía las manos metidas en los bolsillos delanteros de los vaqueros y la camisa vaquera arremangada hasta los codos. El sol de poniente lo iluminaba con un resplandor ígneo, haciéndole parecer más grande aún. Cuando entró en la habitación, John se giró hacia ella.
– Necesito hablar contigo sobre una cosa -dijo caminando hacia él, preparada para discutir.
– Sé lo que vas a decirme, así que borra ese ceño de tu preciosa cara. Puedes pagar la próxima vez.
– Ah. -Se detuvo delante de él. Había ganado sin ni siquiera haber empezado y se sintió desinflada-. ¿Cómo sabías que quería hablar de eso?
– Me has estado mirando de mala manera desde que la camarera colocó la cuenta junto a mi plato. Durante unos momentos incluso pensé que ibas a saltar por encima de la mesa para pelearte conmigo por la cuenta.
No podía negar que lo había pensado durante algunos momentos.
– Jamás me pelearía en público.
– Me alegra oírlo. -A la luz grisácea del anochecer le vio curvar ligeramente las comisuras de los labios-. Porque podría gustarme.
– Ya -dijo, poco dispuesta a seguirle el juego-. ¿Tienes unas pinzas?
– ¿Para qué? ¿Para depilarte las cejas?
– No. Se me ha clavado una astilla.
John entró en el comedor y encendió la luz de encima de la mesa.
– Déjame ver.
Georgeanne se hizo la sueca.
– No es gran cosa.
– Déjame verlo -repitió.
Con un suspiro se dio por vencida y entró en el comedor. Extendió la mano y le mostró el dedo corazón.
– No es tan malo como parece -anunció.
Ella se apoyó más cerca para ver mejor; sus frentes casi se tocaban.
– Es enorme.
Con el ceño fruncido le dijo:
– Espera un momento. -Salió de la habitación y regresó con unas pinzas-. Siéntate.
– Puedo hacerlo yo.
– Sé que puedes. -Sacó una silla de debajo de la mesa y se sentó a horcajadas-. Pero yo puedo hacerlo con más facilidad porque puedo usar las dos manos. -Colocó los antebrazos en el borde del respaldo y le señaló la otra silla-. Prometo que no te lastimaré.
Con cautela tomó asiento y tendió la mano hacia él, manteniendo a propósito la distancia de un brazo entre ellos. John acortó la distancia acercando la silla hasta que las rodillas de Georgeanne tocaron el respaldo de la silla de John. Tan cerca estaba que ella tuvo que apretar las piernas para que no rozaran el interior de los muslos de él. Ella se reclinó todo lo que pudo cuando él colocó la mano de ella sobre su palma y le apretó la yema del dedo.
– Ay. -Trató de liberarse, pero él la agarró más fuerte.
La miró.
– Es imposible que te haya dolido, Georgie.
– ¡Sí que duele!
Él no discutió, pero tampoco la soltó. Bajó la mirada y continuó escarbando en la piel con las pinzas.
– Ay.
De nuevo él levantó la vista y la miró por encima de las manos.
– Llorica.
– Imbécil.
Él se rió y meneó la cabeza.
– Si dejaras de comportarte como una muñequita, esto sería más fácil.
– ¿Una muñequita? ¿Cómo se comportan las muñequitas?
– Mírate en el espejo.
Pues sí que le aclaraba mucho. Ella intentó liberar la mano otra vez.
– Relájate -le dijo John mientras continuaba trabajando en la astilla-. Parece como si estuvieras a punto de saltar de la silla. ¿Qué crees que voy a hacer? ¿Apuñalarte con las pinzas?
– No.
– Entonces relájate, está casi fuera.
«¿Relajarse?». Él estaba tan cerca que invadía su espacio. Sólo estaba John con su callosa palma ahuecada bajo su mano y la cabeza oscura inclinada sobre la yema de sus dedos. Estaba tan cerca que podía sentir el calor de sus muslos a través de los vaqueros y el delgado algodón de su vestido color kiwi. John tenía una presencia tan manifiesta que relajarse con él tan cerca era imposible. Georgeanne levantó la vista y miró la sala de estar. Ernie y su gran pez azul le devolvieron la mirada. Los recuerdos que tenía del abuelo de John incluían a un agradable caballero mayor. Se preguntó qué sería de él ahora y qué pensaría cuando se enterara de la existencia de Lexie. Se decidió a preguntar.
Él no la miró, sólo se encogió de hombros y le dijo:
– Aún no se lo he dicho ni a mi abuelo ni a mi madre.
Georgeanne se quedó sorprendida. Siete años atrás había pensado que John y Ernie estaban muy unidos.
– ¿Por qué?
– Porque no hacen más que darme la lata para que me case otra vez y forme una familia. Cuando se enteren de la existencia de Lexie, saldrán disparados para Seattle más rápidos que un galgo. Quiero tener tiempo para conocer a Lexie antes de que sea abordada por mi familia. Además, acordamos esperar para decírselo a ella, ¿recuerdas? Y con mi madre y Ernie merodeando a su alrededor, Lexie podría sentirse incomoda.
«¿Casarse otra vez?». Georgeanne no había oído nada de lo que él había dicho después de pronunciar esas dos palabras.
– ¿Estuviste casado?
– Sí.
– ¿Cuándo?
Él le soltó la mano y dejó las pinzas sobre la mesa.
– Antes de encontrarme contigo.
Georgeanne se miró el dedo, la astilla ya no estaba. Se preguntó a cuál de los dos encuentros se referiría.
– ¿La primera vez?
– Las dos veces. -John se apoyó en el respaldo de la silla, se reclinó y frunció el ceño un poco.
Georgeanne se sintió confundida.
– ¿Las dos veces?
– Sí. Pero creo que el segundo matrimonio no debería contar.
Ella seguía sin entenderlo. Involuntariamente arqueó las cejas y abrió la boca.
– ¿Te has casado «dos veces»? -Sostuvo en alto dos dedos-. ¿Dos veces?
John frunció el ceño y apretó los labios hasta formar una línea recta.
– Dos no son tantas.
Para Georgeanne, que no se había casado nunca, dos sonaba a mucho.
– Como te dije, el segundo no cuenta. Sólo estuve casado el tiempo que tardé en divorciarme.
– Caramba, ni siquiera sabía que habías estado casado.
Comenzó a hacerse preguntas sobre las dos mujeres que se habían casado con John, el padre de su hija. El hombre que le había roto el corazón. Y como no podía marcharse sin saberlo, le preguntó:
– ¿Dónde están ahora?
– Mi primera esposa, Linda, murió.
– Lo siento -dijo Georgeanne quedamente-. ¿Cómo murió?
Él clavó los ojos en ella durante mucho rato.
– Sólo se murió -dijo, dando por zanjado el tema.
– Y no sé dónde está DeeDee Delight. Estaba muy borracho cuando me casé con ella. Y supongo que también cuando me divorcié.
«¿DeeDee Delight?». Ella clavó los ojos en él, totalmente perdida. «¿DeeDee Delight?». Tenía que preguntarle. Simplemente no podía dejarlo pasar.
– ¿DeeDee era una… una… una artista?
– Era bailarina de striptease -dijo John débilmente.
Si bien Georgeanne lo había adivinado, le causó una enorme impresión oír a John confesar que en realidad se había casado con una bailarina de striptease. Era demasiado chocante.
– ¡En serio! ¿Y cómo era?
– No la recuerdo.
– Ah -dijo ella, con la curiosidad insatisfecha-. Nunca he estado casada, pero creo que lo recordaría. Debías de estar muy borracho.
– Ya te dije que lo estaba. -Chasqueó la lengua exasperado-. Pero no te preocupes por Lexie. Ya no bebo.
– ¿Eres alcohólico? -inquirió, la pregunta se le escapó antes de que la pensara mejor-. Lo siento. No tienes por qué contestarme.
– No importa. Probablemente lo soy -contestó con más franqueza de la que habría supuesto-. Nunca fui al Betty Ford, pero bebía demasiado y tenía la cabeza llena de mierda. Estaba fuera de control.
– ¿Te costó dejarlo?
Él se encogió de hombros.
– No fue fácil, pero por mi bienestar físico y mental renuncié a algunas cosas.
– ¿Como cuáles?
Él sonrió abiertamente.
– Al alcohol, a las mujeres ligeras de cascos y a la «Macarena». -Él se adelantó y colgó las manos sobre el respaldo de la silla-. Ahora que conoces mis secretos de familia contéstame a unas preguntas.
– ¿A cuáles?
– Hace siete años cuando te compré el billete para casa, creía que estabas en números rojos. ¿Cómo sobreviviste? ¿Cómo pudiste poner un negocio?
– Tuve mucha suerte -hizo una pausa un momento antes de añadir-, contesté a un anuncio de periódico de Catering Heron. -Luego, porque él había sido tan sincero con ella y porque nada que hubiera hecho nunca podía compararse con casarse con una stripper, añadió un pequeño detalle que nadie más conocía, salvo Mae-. Y poseía un diamante que vendí por diez mil dólares.
Él no se sorprendió.
– ¿De Virgil?
– Virgil me lo regaló. Era mío.
Una sonrisa lenta, que podía significar cualquier cosa, curvó los labios de John.
– ¿No quiso que se lo devolvieras?
Georgeanne cruzó los brazos y ladeó la cabeza.
– Claro que quería y yo se lo iba a devolver, pero él donó toda mi ropa al Ejército de Salvación.
– Vaya. ¿Cómo es que tenía tu ropa?
– Cuando me fui de la boda, dejé todo allí menos mi neceser. Todo lo que me quedaba era ese estúpido vestido rosa.
– Sí. Recuerdo aquel vestidito.
– Cuando le llamé para preguntar por mi ropa, no quiso hablar conmigo. Le dijo a su ama de llaves que dejara el anillo en las oficinas porque se iba de viaje con su secretaria. El ama de llaves tampoco fue muy amable que digamos, pero por lo menos me dijo lo que había hecho con mis cosas. -Georgeanne no estaba especialmente orgullosa de haber vendido el anillo, pero Virgil había tenido la culpa.
»Tenía que volver a comprar todas mis ropas a cuatro o cinco dólares el lote y no tenía dinero.
– Así que vendiste el anillo.
– A un joyero que se sintió sumamente feliz de comprármelo por la mitad de precio. Cuando conocí a Mae, su negocio de catering no marchaba demasiado bien. Le di un montón de dinero que conseguí por el anillo para pagar algunas deudas. Ese dinero ayudó, pero he llegado hasta donde estoy con mi trabajo.
– No te estaba juzgando, Georgie.
No se había dado cuenta de que sonara tan a la defensiva.
– Puede que algunas personas lo hicieran, si supieran la verdad.
La diversión brilló en sus ojos.
– ¿Cómo voy a juzgarte? Jesús, me casé con DeeDee Delight.
– Cierto. -Georgeanne se rió como cuando Rhett Butler contaba sus travesuras a Scarlett O'Hara-. ¿Sabe Virgil algo de Lexie?
– No. Todavía no.
– ¿Qué crees que hará cuando lo descubra?
– Virgil es un hombre de negocios muy listo y yo soy su jugador más valioso. No creo que haga nada. Han pasado siete años y, de cualquier manera, es agua pasada. Por supuesto, no creo que vaya a ponerse a saltar de alegría cuando sepa de la existencia de Lexie, pero trabajamos bastante bien juntos. Además, ahora está casado y parece feliz.
Claro, sabía que se había casado. Los periódicos locales habían escrito la crónica de su boda con Caroline Foster Duffy, directora del Museo de Arte de Seattle. Georgeanne esperaba que John estuviera en lo cierto y que Virgil fuera feliz. Ella no le guardaba rencor.
– Contéstame otra cosa.
– No. Contesté a tu pregunta, ahora es mi turno.
John negó con la cabeza.
– Te conté lo de DeeDee y mi dependencia del alcohol. Son dos secretos. Así que me debes una más.
– Vale. ¿Qué?
– El día que trajiste las fotos de Lexie a mi casa flotante mencionaste que te sentías aliviada de que le fuera bien en la escuela. ¿Qué quisiste decir? -Ella no quería hablar de su dislexia con John Kowalsky-. ¿Es por qué piensas que soy un deportista estúpido? -preguntó, apoyándose sobre el respaldo de la silla.
Su pregunta la sorprendió. Aparentaba estar calmado y frío como si su respuesta no tuviera importancia. Pero presintió que le importaba más de lo que él quería que supiera.
– Siento haberte llamado estúpido. Sé lo que es ser juzgado por las apariencias.
Mucha gente tenía dislexia, se recordó a sí misma, pero saber que personas famosas como Cher, Tom Cruise o Einstein también la tenían no se lo ponía más fácil a la hora de revelárselo a un hombre como John.
– Mi preocupación por Lexie no tenía nada que ver contigo. Cuando era niña, no me iba bien en la escuela. Las letras y los números me daban bastantes problemas.
Excepto por la leve arruga que apareció entre sus cejas, él permaneció inexpresivo. No dijo nada.
– Pero deberías haberme visto en la escuela para señoritas -continuó, esforzándose por mantener el tono superficial de su voz e intentando arrancarle una sonrisa-. Puede que fuera la peor bailarina del curso, pero destaqué en modales. De hecho, fui la primera de la clase.
Él sacudió la cabeza y la arruga desapareció.
– No lo dudo ni por un segundo.
Georgeanne se rió y bajó un poco la guardia.
– Mientras otros niños aprendían de memoria la tabla de multiplicar, estudié cómo poner la mesa. Sé las posiciones correctas para todo, desde tenedores para camarones a lavamanos. Mientras las chicas leían a Nancy Drew, yo leía sobre cubertería. No tengo ningún problema en distinguir entre la cubertería del almuerzo y la de la cena, pero palabras como «los» y «sol», o «nos» y «son», aún me dan pánico.
John entrecerró los ojos.
– ¿Eres disléxica?
Georgeanne se enderezó.
– Sí. -Sabía que no debería sentir vergüenza. Aun así añadió-: Pero he aprendido a hacerle frente. Las personas dan por supuesto que alguien que tiene dislexia no puede leer. Pero no es cierto. Aprendemos de manera diferente. Leo y escribo como la mayoría de la gente, aunque las matemáticas nunca serán mi fuerte. Ser disléxica no me molesta demasiado.
Clavó los ojos en ella un momento, luego dijo:
– Pero te molestó cuando eras niña.
– Claro.
– ¿Te hicieron pruebas?
– Sí. En cuarto me examinó una especie de médico. Aunque no lo recuerdo demasiado bien. -Ella echó hacia atrás la silla y se puso de pie, sintiendo cómo crecía el resentimiento en su interior. Hacia John por forzarla a explicarle su problema como si fuera asunto suyo. Y también sintió la vieja amargura hacia el doctor que había trastocado su joven vida-. Le dijo a mi abuela que tenía una disfunción en el cerebro, no es que estuviera equivocado del todo, pero era un término bastante rudo y generalizado. En los años setenta, la dislexia, al igual que el retraso mental, se consideraba una disfunción del cerebro. -Se encogió de hombros como si en realidad no tuviera importancia y soltó una risita forzada-. El doctor dijo que nunca sería demasiado lista. Así que crecí sintiéndome retrasada y un poco perdida.
John se levantó lentamente y desplazó la silla hacia atrás. Volvió a entrecerrar los ojos.
– ¿Nadie le dijo nunca a ese médico de mierda que se fuera a joder a su madre?
– Yo… yo… -tartamudeó Georgeanne sorprendida por su cólera-. No puedo imaginar a mi abuela usando esa palabra con J. Era baptista.
– ¿No te llevó a otro médico? ¿A cualquier otra parte? ¿A otro especialista? ¿No hizo ninguna jodida cosa más?
– No. -«Me matriculó en una escuela para señoritas», pensó.
– ¿Por qué no?
– No creo que pensara que se pudiera hacer más. Eran mediados de los setenta y no existía tanta información como ahora. Pero aún hoy, en los años noventa, a los niños se les diagnostica mal algunas veces.
– Bueno, eso no debería ocurrir. -La mirada de John vagó por su cara, luego la volvió a mirar a los ojos.
Él todavía tenía cara de disgusto, pero no se le ocurría ninguna razón por la que a él pudiera importarle. Esta era una faceta de John que jamás había visto. Una faceta compasiva. Ese hombre que tenía delante, el hombre que se parecía a John, la confundía.
– Debería irme ahora a la cama -dijo en voz baja.
Él abrió su boca para decir algo, luego la cerró otra vez.
– Dulces sueños -le dijo finalmente, y ella se marchó.
Pero Georgeanne no soñó con los angelitos. No soñó con nada. Se quedó en la cama, con la mirada fija en el techo y escuchando la respiración regular de Lexie en la cama de al lado. Permaneció despierta, pensando en la fiera reacción de John. Cada vez se sentía más confundida.
Pensó en las esposas de John, sobre todo en Linda. Después de tantos años, él todavía no se resignaba a hablar de su muerte. Georgeanne se preguntó qué clase de mujer podía haber inspirado tal amor en un hombre como John. Y se preguntó si habría alguna mujer en algún sitio que pudiera ocupar el lugar de Linda en el corazón del deportista.
Al pensar en eso se dio cuenta de que la verdad era que esperaba que no pasara. No le agradaban en absoluto esos sentimientos, pero no podía negarlos. No quería que John encontrara la felicidad con alguna mujer flaca. Quería que se arrepintiera del día en que se había deshecho de ella en Sea-Tac. Quería que se diera de tortas el resto de su vida. No es que quisiera estar otra vez con él porque, claro está, ella ni siquiera consideraría esa opción. Sólo quería que sufriera. Quizá entonces, cuando hubiera sufrido lo suficiente, le perdonara por ser un imbécil insensible y haberle roto el corazón.
Quizá.