Lexie recorría el pasillo de la iglesia como si hubiera nacido para ser la pequeña dama de honor. Los rizos le rebotaban en los hombros y los pétalos rosas volaban de su pequeña mano enguantada hacia la alfombra de la pequeña iglesia. Georgeanne aguardaba a la izquierda del pastor resistiéndose al deseo de tirar del dobladillo del vestido de crepé de seda rosa que le quedaba unos centímetros por encima de las rodillas. Tenía la mirada puesta en su hija mientras Lexie recorría el pasillo vestida con encaje blanco, resplandeciendo como si ella fuera la verdadera razón de que toda aquella gente se hubiera reunido en la iglesia. Georgeanne no podía imaginarla más radiante. Se sentía muy orgullosa de su pequeña cuentista.
Cuando Lexie llegó al lado de su madre, se giró y sonrió al hombre que permanecía de pie al otro lado del pasillo con un traje azul marino de Hugo Boss. Levantó tres dedos de su cesta y los meneó. John curvó los labios y agitó dos dedos como respuesta.
Comenzó a sonar la marcha nupcial y todos los ojos se volvieron hacia la puerta. Mae estaba preciosa con una corona de flores rosas rodeando el corto cabello rubio y un velo de organza blanco que Georgeanne le había ayudado a elegir. El vestido era sencillo y resaltaba la figura de Mae en lugar de ocultarla bajo capas de raso y tul. El corte al bies disimulaba su baja estatura y la hacía parecer más alta.
Sin acompañante, Mae anduvo por el pasillo con la cabeza erguida. No había invitado a su familia, aunque los bancos del lado de la novia estaban a rebosar con sus amigos. Georgeanne la había intentado persuadir de que invitara a sus padres, pero Mae era demasiado testaruda. Sus padres no habían asistido al entierro de Ray y ella no quería que fueran a su boda. No quería que le estropearan el día más feliz de su vida.
Mientras todos los ojos estaban puestos en la novia, Georgeanne aprovechó para estudiar al novio. Con un esmoquin negro, Hugh, estaba muy apuesto, sin embargo ella no estaba interesada ni en su aspecto ni en el corte de su ropa. Quería observar su reacción al ver a Mae, y lo que vio alivió muchas de sus preocupaciones sobre la inesperada boda. Se lo veía tan feliz que Georgeanne casi esperaba que abriera los brazos para que Mae pudiera perderse en ellos. Toda su cara sonreía y sus ojos brillaban como si le hubiera tocado la lotería. Parecía un hombre locamente enamorado. No era de extrañar que Mae hubiera tardado tan poco tiempo en caer.
Cuando Mae pasó por su lado sonrió a Georgeanne, luego se colocó al lado de Hugh.
– Queridos hermanos…
Georgeanne se miró los dedos de los pies que asomaban en las sandalias de piel. «Locamente enamorado», pensó. La noche anterior, le había dicho a Charles que no podría casarse con él. No podía casarse con un hombre al que no amara con locura. Atravesó el pasillo con la mirada hasta los mocasines negros de John. A lo largo de su vida, lo había visto mirarla varias veces con la lujuria asomando a esos ojos azules. De hecho, los últimos días que había venido a recoger a Lexie ya había visto esa mirada de «quiero-saltar-sobre-ti». Pero sentir lujuria no era estar enamorado. La lujuria se desvanecía a la mañana siguiente, especialmente con John. Subió la mirada por sus largas piernas, por la chaqueta cruzada y por la corbata granate y azul marino. Luego escrutó su cara y los ojos azules que le devolvían la mirada.
Él sonrió. Sólo fue una sonrisita agradable que, sin embargo, hizo resonar campanas de alarma en su cabeza. Luego Georgeanne centró la atención en la ceremonia. John quería algo.
Las mujeres sentadas en los bancos delanteros de la iglesia comenzaron a llorar y Georgeanne las observó. Incluso aunque no se las hubieran presentado un momento antes de la boda habría sabido que eran familiares de Hugh. Toda su familia se parecía, desde su madre y sus tres hermanas, a sus ocho sobrinas y sobrinos.
Lloraron durante todo lo que duró la corta ceremonia y cuando terminó, siguieron llorando mientras sonaba la marcha nupcial. Georgeanne y Lexie recorrieron el largo pasillo al lado de John hasta salir por la puerta. En varias ocasiones, la manga de su chaqueta azul marino le rozó el brazo.
En el pasillo, la madre de Hugh apartaba a codazos a su hijo para acercarse a la novia.
– Eres como una muñeca -declaró la madre mientras abrazaba a Mae y le presentaba a las hermanas.
Georgeanne, John y Lexie se mantuvieron apartados mientras los amigos y la familia de Hugh se dirigían hacia la pareja para felicitarlos.
– Ten. -Lexie le tendió a Georgeanne la canasta de pétalos rosas y suspiró-. Estoy cansada.
– Creo que ya podemos marcharnos para la recepción -dijo John, moviéndose para colocarse detrás de Georgeanne-. ¿Por qué no venís en mi coche?
Georgeanne se giró y levantó la vista hacia él. Estaba muy apuesto vestido de padrino, el único defecto era la rosa roja de la solapa; la llevaba inclinada hacia un lado. Había puesto el alfiler en el tallo en vez de en el cuerpo de la flor.
– No podemos irnos hasta que Wendell saque las fotos.
– ¿Quién?
– Wendell. Es el fotógrafo que ha contratado Mae, y no podemos marcharnos hasta que haga las fotos de la boda.
La sonrisa de John se transformó en una mueca de disgusto.
– ¿Estás segura?
Georgeanne asintió con la cabeza y le señaló el tórax.
– Esa rosa está a punto de caerse.
Él bajó la vista y se encogió de hombros.
– No sé cómo ponerla. ¿Puedes hacerlo tú?
Sin hacer caso de su buen juicio, Georgeanne metió los dedos bajo la solapa de su traje azul marino. Mientras John inclinaba la cabeza hacia ella, sacó el alfiler. Estaban tan cerca que podía sentir su aliento en la sien derecha. El olor de su colonia invadió sus sentidos, si ella giraba la cara, sus bocas se tocarían. Presionó el alfiler para que atravesara la lana y la rosa roja.
– No te vayas a pinchar.
– No. Lo hago cada dos por tres. -Le pasó la mano por la solapa, alisando las arrugas invisibles y sintiendo la textura de la cara lana bajo las yemas de los dedos.
– ¿Sueles poner alfileres en los ojales de los tíos?
Ella meneó la cabeza y le rozó con la sien la suave mandíbula.
– No, se los pongo a Mae, y también a mí misma. En el trabajo.
Posó la mano en su brazo desnudo.
– ¿Estás segura de que no quieres que os lleve a la recepción? Virgil va a estar allí, supuse que no querrías llegar sola.
Con el caos que rodeaba la boda, Georgeanne había logrado no pensar en su antiguo novio. Ahora, al pensar en él, se le hizo un nudo en el estómago.
– ¿Le has dicho algo sobre Lexie?
– Ya lo sabe.
– ¿Cómo se lo tomó? -Ella deslizó los dedos sobre una invisible arruga más, luego dejó caer la mano.
John encogió sus grandes hombros.
– No pareció darle importancia. Ya han pasado siete años, habrá pasado página.
Georgeanne se relajó.
– Entonces iré a la recepción en mi coche, pero gracias por el ofrecimiento.
– De nada. -John le deslizó su cálida mano hasta el hombro, luego se la bajó hasta la muñeca. A Georgeanne se le puso la piel de gallina-. ¿Estás segura de que van a sacar fotos?
– ¿Por qué?
– Odio que me saquen fotos.
Él lo estaba haciendo otra vez. Estaba robándole todo el espacio y anulando su capacidad para pensar. Tocarle era a la vez una tortura y un placer.
– Creí que ya estarías acostumbrado a estas alturas.
– No es por las fotos, es por la espera. No soy un hombre paciente. Cuando quiero algo, no espero, voy a por ello.
Georgeanne tuvo el presentimiento de que ya no hablaba de las fotos. Unos minutos más tarde cuando el fotógrafo los situó en las escaleras de la entrada, se vio forzada a volver a sufrir la experiencia del placer y la tortura otra vez. Wendell situó a las mujeres delante de los hombres, y Lexie se ubicó cerca de Mae.
– Quiero ver sonrisitas felices -pidió el fotógrafo. Su voz amanerada sugería que mantenía una estrecha relación con su lado femenino. Cuando miró a través de la cámara que estaba sobre el trípode, les indicó con las manos que se juntaran más-. Vamos, quiero ver sonrisitas felices en esas caritas felices.
– ¿Está relacionado con ese artista de PSB? -le preguntó John a Hugh entre dientes.
– ¿El pintor dandy de influencia africana?
– Sí. Solía pintar nubecitas felices y mierda de ésa.
– ¡Papá! -susurró Lexie con fuerza-. No digas palabrotas.
– Lo siento.
– ¿Podéis decir todos «noche de bodas»? -preguntó Wendell.
– ¡Noche de bodas! – gritó Lexie.
– La pequeña dama lo hace bien. ¿Qué pasa con los demás? -Georgeanne miró a Mae y comenzaron a reírse-. Quiero ver fe-fe-felicidad.
– Joder, ¿de dónde sacaste a ese tío? -quiso saber Hugh.
– Lo conozco desde hace años. Era un buen amigo de Ray.
– Ahh, eso lo explica todo.
John puso la mano en la cintura de Georgeanne, y la risa de ésta se interrumpió bruscamente. Le deslizó la palma de la mano por el estómago y la apretó contra la sólida pared de su pecho. Su voz resonó como un trueno en el oído de Georgeanne cuando dijo:
– Di «patata».
Georgeanne se quedó sin aliento.
– Patata -dijo débilmente y el fotógrafo sacó la foto.
– Ahora la familia del novio -anunció Wendell mientras ponía otro carrete.
Los músculos del brazo de John se tensaron. Cerró los dedos posesivamente y el dobladillo del vestido se subió un poco por los muslos de Georgeanne. Luego él relajó la mano y dio un paso atrás, dejando unos centímetros entre sus cuerpos. Georgeanne le miró, y de nuevo él le dirigió esa sonrisita agradable.
– Oye, Hugh -dijo John, centrándose en su amigo como si no acabara de sujetar a Georgeanne con fuerza contra su pecho.
– ¿Qué supiste de Chebos cuando estuvimos en Chicago?
Georgeanne se dijo a sí misma que no debería interpretar nada de ese abrazo. Debería ser lo suficientemente lista como para no buscar motivos o atribuirle sentimientos que no existían. No debería caer bajo el influjo de sus posesivos abrazos o sus agradables sonrisas. Era mejor olvidarse de todo eso. No significaba nada, no conducían a ninguna parte. No estaba tan loca como para esperar algo de él.
Una hora más tarde, mientras estaba en el salón del banquete al lado de la mesa del buffet repleto de comida y flores, seguía intentando olvidarse. Trataba de no buscarle con la mirada a cada rato e intentaba no verlo en medio de un grupo de hombres que obviamente eran jugadores de hockey o riéndose con alguna rubia tonta de piernas largas. Trató de olvidarse, pero no pudo. Igual que no podía olvidarse de que Virgil andaba por allí en algún sitio.
Georgeanne depositó una fresa con chocolate en el plato que estaba preparando para Lexie. Añadió para ella un muslito de pollo y dos trozos de brócoli.
– Quiero tarta y también algo de eso. -Lexie apuntó hacia un tazón de cristal lleno de caramelos.
– Ya tomaste tarta justo después de que Mae y Hugh la cortaran. -Georgeanne puso algunos caramelos en el plato junto con una zanahoria y le dio el plato a Lexie. Luego escudriñó rápidamente la multitud.
Le dio un vuelco el estómago. Por primera vez en siete años, vio a Virgil Duffy en persona.
– Quédate con la tía Mae -dijo, cogiendo a su hija por los hombros para girarla-. Vendré a buscarte dentro de un momento. -Empujó a Lexie ligeramente y la observó caminar hacia los novios. Georgeanne no podía pasarse la tarde preguntándose si Virgil la saludaría e imaginando lo que él podía decirle. Tenía que salir a su encuentro antes de perder el valor. Tomó aliento y decidida fue a enfrentarse con el pasado. Se abrió paso entre los invitados hasta detenerse delante de él.
– Hola, Virgil -le dijo y observó cómo se le endurecían las facciones.
– Vaya Georgeanne, al parecer tienes el descaro de venir a saludarme. Me preguntaba si lo harías. -El tono de su voz no era el de alguien que había pasado página como John había insinuado en la iglesia.
– Han pasado siete años y he seguido adelante con mi vida.
– Fue fácil para ti. Para mí no lo fue tanto.
Físicamente no había cambiado demasiado. Quizá tenía menos pelo y los ojos apagados por la edad.
– Creo que ambos deberíamos olvidar el pasado.
– ¿Por qué debería hacerlo?
Ella miró un momento, más allá de los rasgos de su cara, al hombre amargado que había debajo.
– Siento lo que sucedió y el dolor que te causé. Traté de decirte la noche antes de la boda que tenía dudas, pero no me quisiste escuchar. No te estoy culpando, sólo te explico cómo me sentía. Era joven e inmadura y lo siento mucho. Espero que puedas aceptar mis disculpas.
– Cuando se congele el infierno.
A ella le sorprendió descubrir que su cólera no le importaba. Le daba igual que él aceptara o no sus disculpas. Se había enfrentado al pasado y se sentía libre de la culpa que la había acompañado durante años. Ya no era ni joven ni inmadura. Y ya no estaba asustada.
– Siento mucho oírte decir eso, pero de todos modos el que aceptes o no mis disculpas no me importa. Mi vida está llena de personas que me aman y soy feliz. Tu cólera y tu hostilidad no pueden lastimarme.
– Todavía eres tan ingenua como hace siete años -le dijo mientras una mujer se acercaba a Virgil y le colocaba la mano en el hombro. Georgeanne reconoció inmediatamente a Caroline Foster Duffy por reportajes publicados en periódicos locales-. John nunca se casará contigo. Nunca te elegirá a ti por encima del equipo -añadió; luego se giró para marcharse con su esposa.
Georgeanne lo siguió con la mirada desconcertada por sus palabras de despedida. Se preguntó si habría amenazado a John de algún modo y, si lo había hecho, por qué John no le había contado nada. Sacudió la cabeza sin saber qué pensar. Nunca, ni en sus sueños más descabellados, había pensado que John se casaría con ella o que la elegiría sobre cualquier cosa.
«Bueno», se volvió para dirigirse hacia Lexie que estaba junto a los novios rodeada por algunos invitados a la boda. Tal vez en sus sueños más descabellados imaginaba a John proponiéndole algo más que una noche de sexo salvaje, pero sabía que ésa no era la realidad. Si bien ella le amaba y él algunas veces la miraba con un hambriento deseo asomándole a los ojos, sabía que eso no quería decir que él la amara. No significaba que la quisiera para algo más que un revolcón en la cama. No quería decir que no la abandonaría por la mañana, dejándola vacía y sola otra vez.
Georgeanne pasó por delante del escenario donde tocaría la banda, pensando en Virgil. Se había enfrentado a él y se había librado de la carga del pasado; se sentía bien.
– ¿Cómo va todo? -preguntó, acercándose a Mae.
– Genial. -Mae la miró a los ojos y sonrió, estaba muy guapa y parecía feliz-. Al principio estaba un poco nerviosa por lo de estar en la misma habitación con treinta jugadores de hockey. Pero ahora que he conocido a la mayor parte de ellos, he visto que son gente agradable, casi humanos. Menos mal que Ray no está aquí. Estaría en la gloria rodeado de todos estos músculos y estos culos prietos.
Georgeanne se rió entre dientes y cogió una fresa del plato de Lexie. Recorrió la habitación con la mirada buscando a John y lo pilló mirándola por encima de las cabezas de la gente. Mordió la fruta y apartó la mirada.
– Oye -Lexie la miró enfadada-. La próxima vez te comes las cosas verdes que has puesto en el plato.
– ¿Has conocido a los amigos de Hugh? -Mae se agarró al codo de su flamante marido.
– Todavía no -contestó ella, y se metió el resto de la fresa en la boca.
Hugh las presentó a dos hombres con trajes de lana y corbatas de seda. El primero, llamado Mark Butcher, lucía un espectacular ojo morado.
– Y supongo que te acordarás de Dmitri -dijo Hugh después de haberla presentado-. Estaba en la casa flotante de John cuando fuiste hace algunos meses.
Georgeanne miró al hombre de pelo castaño claro y ojos azules. No lo recordaba.
– Ya decía yo que me sonabas -mintió.
– Te recuerdo -dijo Dmitri, tenía un acento cerrado-. Llevabas puesto algo rojo.
– ¿En serio? -Georgeanne se sintió halagada de que él recordara el color de su vestido-. Me sorprende que te acuerdes.
Dmitri sonrió y le aparecieron arruguitas alrededor de los ojos.
– Claro que te recuerdo. Ahora ya no llevo cadenas de oro.
Georgeanne miró a Mae que se encogió de hombros y volvió a mirar a Hugh que sonreía abiertamente.
– Es cierto. Tuve que explicarle a Dmitri que a las mujeres americanas no les gustan los hombres con cadenas.
– Ah, no sé qué decirte -disintió Mae-. Conozco a varios hombres que llevan collares de perlas con pendientes a juego.
Hugh atrajo a Mae a su lado y le besó la coronilla.
– Yo no hablo de drag-queens, cariño.
– ¿Es tu hija? -le preguntó Mark a Georgeanne.
– Sí, lo es.
– ¿Qué te pasó en el ojo? -Lexie le dio a Georgeanne el plato, y señaló a Mark con la última fresa.
– Uno de los jugadores de los Avalanche lo acorraló en una esquina y le dio un buen golpe -contestó John desde detrás de Georgeanne. Tomó a Lexie en brazos y la levantó contra su pecho-. No te preocupes, se lo merecía.
Georgeanne miró a John. Quería preguntarle sobre las palabras de Virgil, pero tendría que esperar a que estuvieran a solas.
– Tal vez no debería haber hecho caer a Ricci con el stick -añadió Hugh.
Mark se encogió de hombros.
– Ricci me rompió la muñeca el año pasado -dijo, y la conversación giró en torno a quién había sufrido peores lesiones. Al principio Georgeanne se sintió apabullada por la lista de huesos rotos, músculos desgarrados y número de puntos. Pero cuanto más escuchaba más morbosa y fascinante encontraba la conversación. Comenzó a preguntarse cuántos de los hombres del salón tendrían la dentadura completa. Por lo que estaba oyendo, no muchos.
Lexie agarró la cabeza de John entre sus manos para girarle la cara hacia ella.
– ¿Te lastimaron anoche, papá?
– ¿A mí? De eso nada.
– ¿Papá? -Dmitri miró a Lexie-. ¿Es tu hija?
– Sí. -John miró a sus compañeros de equipo.
– Esta mocosa es mi hija, Lexie Kowalsky.
Georgeanne esperaba que dijera que no había sabido de Lexie hasta hacía poco, pero no lo hizo. No ofreció ninguna explicación sobre la repentina aparición de una hija en su vida. Simplemente la sostenía entre sus brazos como si siempre hubiera estado allí.
Dmitri repasó a Georgeanne con la mirada y luego miró a John para levantar una ceja inquisitivamente.
– Sí -dijo John, haciendo que Georgeanne se preguntase qué se habían comunicado los dos hombres sin palabras.
– ¿Cuántos años tienes, Lexie? -preguntó Mark.
– Seis. Ya fue mi cumple y ahora estoy en primer grado. Ahora teno un perro que me compró mi papá. Se llama Pongo, pero no es muy grande. Ni tene mucho pelo. Se le enfrían mucho las orejas, por eso le hice un gorro.
– De color púrpura -le dijo Mae a John.
– Parece el gorro de los tontos.
– ¿Cómo se lo pones al perro?
– Lo sujeta con las rodillas -contestó Georgeanne.
John miró a su hija.
– ¿Te sientas encima de Pongo?
– Sí, papá, a él le gusta.
John dudaba que a Pongo le gustara llevar puesto un estúpido gorro. Abrió la boca para sugerir que tal vez no debería sentarse sobre un perro tan pequeño, pero la banda comenzó a tocar y prestó atención al escenario.
– Buenas tardes -dijo el cantante por el micrófono-. Para la primera canción, Hugh y Mae quieren ver a todo el mundo bailando en la pista.
– Papá -dijo Lexie por encima de la música-. ¿Puedo tomar un trozo de tarta?
– ¿Y tu madre qué dice?
– Que sí.
Él se volvió hacia Georgeanne y le dijo al oído:
– Vamos al buffet. ¿Vienes?
Ella negó con la cabeza, y John se miró en esos ojos verdes.
– No te muevas de aquí. -Antes de que ella pudiese contestarle, Lexie y él se fueron.
– Quiero un trozo muy grande -informó Lexie-. Con un montón de azúcar.
– Te va a doler la barriga.
– No, no me dolerá.
Él la dejó de pie al lado de la mesa y esperó con frustración a que escogiera el único pedazo de pastel con azucaradas rosas púrpuras. Le dio un tenedor y le buscó un lugar en una mesa redonda para que se sentara al lado de una de las sobrinas de Hugh. Cuando buscó a Georgeanne, la divisó en la pista de baile con Dmitri. Por lo general apreciaba al joven ruso, pero no esa noche. No cuando Georgeanne llevaba puesto un vestido tan corto ni cuando Dmitri la miraba como si ella fuera una porción de caviar beluga.
John se abrió paso por la abarrotada pista de baile y colocó una mano en el hombro de su compañero de equipo. No tuvo que decir nada. Dmitri lo miró, se encogió de hombros y se marchó.
– No creo que esto sea una buena idea -dijo Georgeanne mientras la cogía entre sus brazos.
– ¿Por qué no? -La acercó más, acomodando las suaves curvas contra su pecho y moviendo sus cuerpos al compás de la música lenta. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks, o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas». Pensó en la advertencia de Virgil y luego en la cálida mujer que tenía entre los brazos. Ya había tomado una decisión. Lo había hecho días atrás, en Detroit.
– En primer lugar, porque Dmitri me había pedido este baile.
– Es un bastardo comunista. Mantente alejada de él.
Georgeanne se echó hacia atrás para poder verle la cara.
– Pensaba que era tu amigo.
– Lo era.
Frunció el ceño.
– ¿Qué ha pasado?
– Los dos queremos lo mismo, pero él no lo va a conseguir.
– ¿Qué es lo que quieres?
Quería demasiadas cosas.
– Te vi hablando con Virgil. ¿Qué te ha dicho?
– Nada. Le dije que lamentaba lo que sucedió hace siete años, pero no aceptó mis disculpas. -Ella pareció perpleja por un momento, luego sacudió la cabeza y apartó la mirada-. Me dijiste que había pasado página, pero parecía muy amargado.
John le deslizó la palma de la mano por la garganta y le levantó la barbilla con el pulgar.
– No te preocupes por él. -La miró y luego levantó la vista para observar al anciano. Su mirada se encontró con la de Dmitri y la de media docena de hombres que estaban mirándole el busto a Georgeanne. Luego bajó la cara y sus labios se amoldaron a los de ella. La poseyó con la boca y la lengua, mientras le deslizaba la mano por la espalda. El beso fue deliberado, largo y duro. Ella se derritió contra él y, cuando finalmente abandonó su boca, estaba jadeante.
– Me voy a arrepentir -susurró ella.
– Ahora, dime una cosa sobre Charles. -Tenía la mirada algo empañada y aturdida. La pasión que vio en sus ojos lo hizo pensar en sábanas enmarañadas y piel desnuda.
– ¿Qué quieres saber de Charles?
– Lexie me ha dicho que piensas casarte con él.
– Le dije que no.
John sintió un gran alivio. La envolvió con fuerza entre sus brazos y sonrió contra su pelo.
– Esta noche estás preciosa -le dijo al oído. Luego se echó un poco hacia atrás para mirarle la cara y esa deliciosa boca, entonces le dijo-: ¿Por qué no buscamos algún sitio donde pueda aprovecharme de ti? ¿Es lo suficientemente grande el tocador del baño de señoras?
Él llegó a ver la chispa de interés en los ojos de ella antes de que volviese la cabeza e intentase ocultar una sonrisa.
– ¿Estás drogado, John Kowalsky?
– Esta noche no -se rió él-. He escuchado el «Sólo di: No» de Nancy Reagan. ¿Y tú?
– Por supuesto que no -se mofó ella.
Terminó la música y comenzó una canción más rápida.
– ¿Dónde está Lexie? -preguntó ella por encima del ruido.
John miró a la mesa donde la había dejado y la señaló. Tenía la mejilla apoyada contra la palma de la mano y los párpados a medio cerrar.
– Parece que está a punto de dormirse.
– Será mejor que la lleve a casa.
John le deslizó las manos por la espalda hasta los hombros.
– La llevaré en brazos hasta el coche.
Georgeanne meditó su ofrecimiento unos instantes, luego decidió aceptarlo.
– Muchas gracias. Iré a buscar el bolso y ya nos vemos fuera. -Él la apretó durante unos segundos y luego la soltó. Ella lo observó caminar hacia Lexie, luego buscó a Mae.
Definitivamente había algo diferente en sus caricias esa noche. Algo en la manera en que la abrazaba y la besaba. Algo caliente y posesivo como si se resistiera a dejarla marchar. Se advirtió que no debía darle demasiada importancia, pero una cálida llamita encendió su corazón.
Recuperó su bolso con rapidez, buscó a Mae y se despidió de Hugh. Cuando salió fuera ya era de noche y el aparcamiento estaba iluminado por unas farolas. Divisó a John apoyado sobre el maletero del coche. Había envuelto a Lexie en su chaqueta y la apretaba contra su pecho. Su camisa blanca resplandecía en la oscuridad del aparcamiento.
– No es así -oyó que le decía a Lexie-. No puedes ponerte tú misma un apodo. Otra persona tiene que empezar a llamarte así y el nombre simplemente se te queda. ¿O acaso crees que Ed Jovanovski se llamó a sí mismo «Ed especial»?
– Pero yo quiero ser «El Gato».
– No puedes ser «El Gato». -Vio que Georgeanne se acercaba y se separó del coche.
– Félix Potvin es «El Gato».
– ¿Puedo ser un perro? -preguntó Lexie, apoyando la frente en su hombro.
– No creo que quieras de verdad que la gente te llame Lexie «El Perro» Kowalsky, ¿no?
Lexie rió tontamente contra su cuello.
– No, pero quiero tener un apodo como tú.
– Si quieres ser un gato, ¿Qué te parece «Leopardito»? Lexie «Leopardito» Kowalsky.
– De acuerdo -dijo con un bostezo-. Papá, ¿sabes por qué los animales no juegan a las cartas en la selva?
Georgeanne puso los ojos en blanco e introdujo la llave en la cerradura del coche.
– Porque allí hay demasiados leoparditos -contestó él-. Ya me has contado ese chiste por lo menos cincuenta veces.
– Ah, lo olvidé.
– No creo que te hayas olvidado nunca de nada. -John se rió entre dientes y dejó a Lexie en el asiento del acompañante sobre el elevador de seguridad. La luz del techo del vehículo arrancó brillos a su pelo oscuro e iluminó los tirantes azulgrana de cachemira.
– Te veré en el partido de hockey mañana por la noche.
Lexie cogió el cinturón de seguridad y lo abrochó.
– Dame un beso, papi. -Frunció los labios y esperó.
Georgeanne sonrió y se dirigió hacia el asiento del conductor. La tierna manera en que John trataba a Lexie le ablandaba el corazón. Era un padre genial y, pasase lo que pasase entre Georgeanne y John, siempre le querría por amar a Lexie.
– Oye, ¿Georgie? -la llamó en voz alta, sintiendo que su voz era una cálida caricia en el frío aire de la noche.
Ella lo miró por encima del techo del coche; la cara de John quedaba oculta por las sombras de la noche.
– ¿A dónde vas? -preguntó él.
– A casa, por supuesto.
Una risa ronca retumbó dentro de su pecho.
– ¿No quieres darle un beso a papi?
La tentación atacó su débil voluntad y su autocontrol. Caramba, ¿a quién pretendía engañar? Cuando John andaba de por medio, no tenía ningún tipo de autocontrol. Especialmente después de ese beso que le había dado en la pista de baile. Abrió con rapidez la puerta antes de considerar tan atrayente proposición.
– Esta noche no, playboy.
– ¿Me has llamado playboy?
Ella colocó un pie en el chasis de la puerta.
– Es una gran mejoría respecto a lo que te llamaba el mes pasado -dijo, y se metió dentro del coche. Puso el motor en marcha y con la risa de John llenando la noche sacó el coche del aparcamiento.
Camino de casa pensó en lo diferente que estaba John. Su corazón quería creer que eso implicaba algo maravilloso; a lo mejor le había golpeado la cabeza un disco de caucho y se había dado cuenta de repente de que estaba enamorado y no podía vivir sin ella. Pero la experiencia con John le había demostrado algo diferente. Era mejor no proyectar sus sentimientos sobre él y dejar de buscar motivos ocultos. Intentar interpretar cada palabra o caricia de John era tarea de locos. Cada vez que cedía y esperaba algo de él, acababa saliendo herida.
Tras acostar a Lexie, Georgeanne colgó la chaqueta de John en el respaldo de una silla de la cocina y se descalzó. Una fina lluvia golpeaba las ventanas mientras se hacía un té de hierbas. Se acercó a la silla y alisó con los dedos la costura del hombro de la chaqueta de John, recordando con exactitud la imagen de él al otro lado del pasillo de la iglesia, mientras la miraba profundamente con esos ojos azules. Recordó el olor de su colonia y el sonido de su voz. «¿Por qué no buscamos algún lugar dónde pueda aprovecharme de ti?», le había dicho y ella se había sentido demasiado tentada.
Pongo soltó la cuerda que estaba mordiendo y comenzó a emitir pequeños ladridos, segundos antes de que sonara el timbre de la puerta. Georgeanne dejó caer la mano y tomó al perro en brazos para acudir a la entrada. No la sorprendió demasiado encontrar a John en la puerta, las gotas de lluvia refulgían en el pelo oscuro.
– Olvidé darte las entradas para el partido de mañana -dijo, dándole un sobre.
Georgeanne tomó las entradas e ignorando cualquier asomo de buen juicio lo invitó a entrar.
– Estoy haciendo té. ¿Quieres un poco?
– ¿Caliente?
– Sí.
– ¿No tienes té helado?
– Por supuesto, soy de Texas. -Volvió con Pongo a la cocina y lo depositó en el suelo. El perro se acercó a John y lamió su zapato.
– Pongo se está convirtiendo en un perro guardián bastante bueno -le dijo, abriendo la nevera para coger una jarra de té.
– Sí. Ya lo veo. ¿Qué haría si entrara alguien a robar? ¿Lamerle los pies?
Georgeanne se rió y cerró la puerta de la nevera.
– Es lo más probable, pero antes ladraría como un loco. Tener a Pongo es mejor que instalar una alarma. Tiene buen corazón con los extraños, pero me siento más segura cuando está en casa. -Dejó el sobre de las entradas en la encimera y llenó un vaso para John.
– La próxima vez te compraré un perro de verdad. -John se acercó a ella y cogió el té-. Sin hielo. Gracias.
– Mejor que no haya una próxima vez.
– Siempre hay una próxima vez, Georgie -dijo él, y se llevó el vaso a los labios mirándola a los ojos mientras tomaba un largo sorbo.
– ¿Estás seguro de que no quieres hielo?
Él negó con la cabeza y bajó el vaso. Se lamió la humedad de los labios mientras deslizaba la mirada de sus senos a sus muslos, luego la subió hasta su cara.
– Ese vestido me ha vuelto loco todo el día. Me recuerda aquel vestidito de boda rosa que llevabas puesto la primera vez que te vi.
Ella se miró.
– No se parece en nada a ese vestido.
– Es corto y rosa.
– Aquel vestido era bastante más corto, sin tirantes, y me apretaba tanto que no podía respirar.
– Lo recuerdo. -Él sonrió y apoyó una cadera contra el mostrador-. Hasta Copalis, estuviste todo el rato tirando de la parte de arriba y estirando la de abajo. Fue algo endiabladamente seductor, como una competición de erotismo. Me preguntaba cuál de las dos mitades ganaría.
Georgeanne apoyó un hombro contra la nevera y cruzó los brazos.
– Me sorprende que te acuerdes de todo eso. Tal y como yo lo recuerdo parecía que yo no te gustaba demasiado.
– Y tal y como yo lo recuerdo, prefiero pensar que intentaba ser listo.
– Sólo cuando estuve desnuda. El resto del tiempo fuiste muy grosero conmigo.
Miró con el ceño fruncido el vaso de té que tenía en la mano, luego la miró a ella.
– Yo no lo recuerdo de ese modo, pero si fui grosero contigo, no fue nada personal. Mi vida era una auténtica mierda en ese momento. Estaba bebiendo mucho y haciendo todo lo que podía por arruinar mi carrera y a mí mismo. -Hizo una pausa y aspiró profundamente-. ¿Recuerdas que te dije que estuve casado?
– Por supuesto. -«¿Cómo iba a olvidarse de DeeDee y de Linda?».
– Bueno, lo que no te conté fue que Linda se suicidó. La encontré muerta en la bañera. Se había cortado las venas con una cuchilla de afeitar y durante mucho tiempo me eché la culpa.
Georgeanne clavó los ojos en él, estupefacta. No sabía qué decir ni qué hacer. Su primer impulso fue rodearle la cintura con los brazos para decirle lo mucho que lo sentía, pero se contuvo.
Él tomó otro sorbo, luego se limpió la boca con la mano.
– Lo cierto es que no la amaba. Fui un mal marido, y sólo me casé con ella porque estaba embarazada. Cuando el bebé murió, no quedó nada que nos mantuviera unidos. Pasé del matrimonio. Ella no.
Notó un dolor en el pecho. Conocía a John, y sabía que debió sentirse desolado. Se preguntó por qué él le contaría todo eso ahora. ¿Por qué le confiaría algo tan doloroso?
– ¿Tuviste un hijo?
– Sí. Nació prematuro y murió un mes después. Toby tendría ahora ocho años.
– Lo siento. -Fue lo único que se le ocurrió decir. No podía ni imaginarse perder a Lexie.
John dejó el vaso en el mostrador al lado de Georgeanne, luego la cogió de la mano.
– Algunas veces me pregunto cómo sería si hubiera vivido.
Ella le observó la cara y sintió de nuevo esa cálida llamita en el corazón. John se preocupaba por ella. Tal vez de la confianza y la preocupación pudiera surgir algo más.
– Quería contarte lo de Linda y Toby por dos razones. Quería que supieras de ellos y también quería que supieras que, si bien he estado casado dos veces, no pienso volver a cometer los mismos errores. No volveré a casarme ni porque haya un niño de por medio ni por lujuria. Será porque esté locamente enamorado.
Sus palabras apagaron la cálida llamita del corazón de Georgeanne como un jarro de agua fría y retiró la mano de la de él. Tenían una hija y no era un secreto que John se sentía atraído físicamente por ella. Nunca le había prometido nada excepto pasar un buen rato, pero ella lo había hecho de nuevo. Se había permitido desear cosas que no podía tener, y saberlo le hacía tanto daño que se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Gracias por compartirlo conmigo, John, pero perdóname si en este momento no aprecio tu sinceridad -le dijo, acercándose a la puerta principal-. Creo que es mejor que te vayas.
– ¿Qué? -sonó incrédulo como si no la entendiese-. Pensaba que estábamos llegando a algún lado.
– Lo sé. Pero no puedes venir aquí cada vez que te apetezca sexo y esperar que yo me arranque la ropa para complacerte. -Ella sintió que le temblaba la barbilla cuando tiró de la puerta principal para abrirla. Quería que estuviera fuera antes de perder el control.
– ¿Eso es lo que piensas? ¿Que sólo eres un buen polvo?
Georgeanne intentó no amedrentarse.
– Sí.
– ¿Qué diablos te pasa? -Le arrebató bruscamente la puerta de la mano para cerrarla de golpe-. ¡Te abro mi corazón, y tú coges y lo pisoteas! Estoy siendo honesto contigo y crees que estoy tratando de arrancarte las bragas.
– ¿Honesto? Sólo eres honesto cuando quieres algo. No haces más que mentirme.
– ¿Cuándo te he mentido?
– Primero con lo del abogado -le recordó.
– Eso no fue una mentira de verdad, fue una omisión.
– Fue una mentira, y hoy me has mentido de nuevo.
– ¿Cuándo?
– En la iglesia. Me dijiste que Virgil había pasado página, que había superado lo ocurrido hace siete años. Pero sabes que no es así.
Él se balanceó sobre los talones y la miró con el ceño fruncido.
– ¿Qué te ha dicho?
– Que no me elegirías por encima del equipo. ¿Qué quiso decir? -le preguntó, esperando que se lo aclarara.
– ¿La verdad?
– Por supuesto.
– De acuerdo, amenazó con traspasarme a otro equipo si me lío contigo, pero no importa. Olvídate de Virgil. Sólo está disgustado porque obtuve lo que él quería.
Georgeanne se apoyó contra la pared.
– ¿Yo?
– Tú.
– ¿Es eso lo que soy para ti? -Ella lo miró.
Él soltó un suspiro y se pasó los dedos por el pelo.
– Si crees que estuve contigo para aliviarme, te equivocas de medio a medio.
Ella bajó la mirada hasta el bulto de sus pantalones, luego la volvió a subir a su cara.
– ¿Me equivoco?
La cólera tiñó las mejillas de John y sujetó a Georgeanne con fuerza por la barbilla.
– No tomes lo que siento por ti para convertirlo en algo sucio. Te deseo, Georgeanne. Todo lo que tienes que hacer es entrar en una habitación y te deseo. Quiero besarte, tocarte y hacer el amor contigo. Mi respuesta física es natural y no me disculparé por ella.
– Y por la mañana te irás y me quedaré sola otra vez.
– Eso son tonterías.
– Eso es lo que ha ocurrido las dos veces.
– La última vez fuiste tú la que te marchaste.
Ella negó con la cabeza.
– No importa quién se fuera. Acabará igual. Aunque no tengas intención de lastimarme, lo harás.
– No quiero lastimarte. Quiero hacerte sentir bien y si fueras honesta conmigo admitirías que también me deseas, que deseas tanto estar conmigo como yo contigo.
– No.
John entrecerró los ojos.
– Odio esa palabra.
– Lo siento, pero han pasado demasiadas cosas entre nosotros para decirte otra cosa.
– ¿Todavía quieres castigarme por lo que pasó hace siete años, o sólo es una excusa? -Él plantó las manos en la pared a ambos lados de la cabeza de Georgeanne-. ¿Qué es lo que te asusta tanto?
– Desde luego tú no.
Él le ahuecó la barbilla con la palma de su mano.
– Mentirosa. Temes que papá no te quiera.
Ella se quedó sin respiración.
– Eso ha sido demasiado cruel.
– Tal vez, pero es la verdad. -Le acarició la boca cerrada con el pulgar y le cogió la muñeca con la mano libre-. Te da miedo extender la mano y tomar lo que quieres, pero a mí no. Sé lo que quiero. -Él deslizó la palma de la mano de Georgeanne por su duro tórax y abrió los botones de su camisa-. ¿Todavía intentas ser una buena chica para que papá te haga caso? Bueno, adivina qué, nena -susurró, moviendo la mano de Georgeanne a la bragueta y apretándola contra la gruesa erección-. Te hago caso.
– Detente -dijo ella, y perdió el control de las lágrimas. Lo odiaba. Lo amaba. Quería tanto que se quedara como que se fuera. Había sido rudo y cruel, pero tenía razón. Estaba aterrorizada de que la tocara y asustada de que no lo hiciera. Le daba miedo tomar lo que quería y que la hiciera sentirse desgraciada e infeliz. Pero ya era desgraciada e infeliz. No tenía nada que perder. Él era como una droga, una adicción, y ella estaba enganchada-. No me hagas esto.
John le secó con el dedo la lágrima que se le deslizaba por la mejilla y le soltó la mano.
– Te deseo y no me importa jugar sucio.
Tenía que alejarse de John, desengancharse. Rehabilitarse. No más cálidos besos, ni caricias, ni miradas hambrientas. Tenía que endurecerse.
– Tú sólo quieres un pedazo de… de…
John negó con la cabeza y sonrió.
– No quiero sólo un pedazo. Lo quiero todo.