Prólogo

McKinney, Texas

1976


A Georgeanne Howard las matemáticas le daban dolor de cabeza y leer le irritaba los ojos. Pero al menos cuando leía movía el dedo sobre las palabras que no entendía y se las podía saltar. Con las matemáticas, sin embargo, no podía hacer trampas.

Georgeanne apoyó la frente sobre la hoja de papel que había en su pupitre y escuchó los sonidos de sus compañeros de cuarto grado jugando fuera, en el recreo, bajo el cálido sol de Texas. Odiaba las matemáticas, pero especialmente odiaba contar todos esos estúpidos palos. Algunas veces, clavaba los ojos en esos dibujitos tan fijamente que le dolían la cabeza y los ojos. Pero cada vez que los contaba se encontraba con la misma respuesta: la incorrecta.

Para distraerse de las matemáticas, Georgeanne se puso a pensar en el té «rosa» que su abuela y ella disfrutarían después de la escuela. La abuela ya habría hecho los pastelitos rosados, y las dos se vestirían con chiffon rosa y pondrían sobre la mesa un mantel rosa con servilletas y tazas a juego. A Georgeanne le encantaban los tés rosa y además se le daba bien servirlos.

– ¡Georgeanne!

Prestó atención al instante.

– ¿Sí, señorita?

– ¿Te ha llevado tu abuela al médico para que te hiciera el examen del que hablamos? -preguntó la señora Noble.

– Sí, señorita.

– ¿Y te ha llevado también a hacer las pruebas?

Asintió con la cabeza. La semana anterior, durante tres días, había tenido que leer para un doctor con grandes orejas. Contestó a sus preguntas y escribió historias. Hizo cuentas y dibujó. Le había gustado lo de pintar, pero el resto había sido muy aburrido.

– ¿Has acabado?

Georgeanne miró la página garabateada ante ella. Había usado la goma tantas veces que los pequeños recuadros para las respuestas se habían quedado de un gris desvaído, y varias lágrimas manchaban el papel al lado de los palitos.

– No -dijo, cubriendo la hoja con la mano.

– Déjame ver lo que has hecho.

Con temor se levantó renuentemente de la silla, y luego la empujó debajo del pupitre en la posición correcta. Las suelas de cuero de sus zapatos apenas se oyeron mientras caminaba lentamente hacia la mesa de la maestra. Sintió el estómago revuelto.

La señora Noble tomó el sucio papel de la mano de Georgeanne y estudió los problemas de matemáticas.

– Lo has vuelto a hacer mal -le dijo con irritación, recalcando las palabras. El desagrado achicó los ojos castaños de la maestra haciendo destacar su delgada nariz-. ¿Cuántas veces vas a poner mal las respuestas?

Georgeanne miró por encima del hombro de la maestra la mesa de ciencias sociales donde había veinte pequeños iglús hechos con terrones de azúcar. Debería haber veintiuno, pero debido a su pésima caligrafía Georgeanne tendría que esperar a construir su propio iglú. Tal vez mañana.

– No lo sé -susurró ella.

– ¡Te he dicho al menos cuatro veces que la respuesta al primer problema no es diecisiete! ¿Entonces por qué sigues poniéndolo?

– No lo sé -había contado varias veces cada palito. Había siete en dos grupos y tres en el otro. Eso hacía diecisiete.

– Te lo he explicado repetidamente. Mira el papel.

Cuando Georgeanne hizo lo que le dijo, vio que la señora Noble apuntaba al primer grupo.

– Este grupito representa diez -ladró, y puso su dedo a un lado-. Este otro representa diez más, y tenemos los tres palitos restantes a un lado. ¿Cuánto es diez más diez?

Georgeanne sumó mentalmente.

– Veinte.

– ¿Más tres?

Hizo una pausa, contando para sí.

– Veintitrés.

– ¡Sí! La respuesta es veintitrés. -La maestra apartó bruscamente el papel-. Ahora ve a sentarte y termina los demás ejercicios.

De nuevo en su asiento, Georgeanne consideró el segundo problema de la página. Estudió los tres grupitos, contó cuidadosamente cada palito y luego escribió veintiuno.

Tan pronto como sonó la campana que avisaba del final de la clase, Georgeanne agarró el nuevo poncho púrpura que su abuela le había tejido y corrió a casa. Cuando entró por la puerta trasera, vio los pastelitos rosados en el mostrador jaspeado en azul y blanco. La cocina era pequeña con el empapelado amarillo y rojo despegado en algunos lugares, pero aun así era la habitación favorita de Georgeanne. Olía a cosas agradables, como pasteles y pan, limpiador Pine Sol o jabón líquido de Ivory.

La vajilla de plata estaba colocada sobre el carrito del té. Estaba a punto de llamar a su abuela cuando oyó la voz de un hombre proveniente de la salita. Esa habitación sólo se utilizaba cuando alguien muy importante visitaba a la abuela. Sin hacer ruido, Georgeanne se acercó por el pasillo hacia la parte delantera de la casa.

– Su nieta no parece captar conceptos abstractos. Escribe algunas palabras del revés o simplemente no se le ocurre la palabra que quiere usar. Por ejemplo, cuando le mostré la foto de un picaporte, lo llamó «eso para entrar en casa». Sin embargo, identificó una escalera mecánica, una pala y la mayoría de los cincuenta estados -aclaró el hombre que Georgeanne reconoció como el doctor de orejas grandes que le había hecho esas aburridas pruebas la semana anterior. Se detuvo al lado de la puerta y se puso a escuchar-. Lo bueno es que puntuó muy alto en comprensión -continuó el doctor-. Lo que quiere decir que entiende lo que lee.

– ¿Cómo es posible? -preguntó su abuela-. Usa el picaporte todos los días y, hasta donde yo sé, nunca ha tocado una pala. ¿Cómo puede confundirse con las palabras familiares y sin embargo entender lo que lee?

– No sabemos por qué algunos niños padecen esa disfunción en el cerebro, señora Howard. No sabemos qué causa estas incapacidades, lo único que sabemos es que no tiene cura.

Georgeanne se apoyó contra la pared sin que la vieran. Le comenzaron a arder las mejillas, y se le hizo un nudo en el estómago. ¿Una disfunción del cerebro? No era tan estúpida como para no saber lo que quería decir ese hombre. Pensaba que era retrasada.

– ¿Qué puedo hacer por mi Georgie?

– Quizá si le hacemos más pruebas podamos precisar dónde radica la mayor parte de las dificultades. Para algunos niños la medicación ha sido de gran ayuda.

– No le daré drogas a Georgeanne.

– Entonces puede matricularla en una escuela para señoritas -aconsejó el doctor-. Es una niñita bonita y es probable que se convierta en una bella joven. No tendrá ningún problema en encontrar un marido que se ocupe de ella.

– ¿Marido? Mi Georgie sólo tiene nueve años, doctor Alian.

– No pretendía ser irrespetuoso, señora Howard, pero usted es la abuela de la niña. ¿Cuántos años más cree que podrá ocuparse de ella? En mi opinión Georgeanne nunca será demasiado lista.

El nudo del estómago de Georgeanne comenzó a arder cuando retrocedió por el pasillo y salió por la puerta trasera. Pateó una lata de café varios metros y tiró las pinzas de la ropa de su abuela al suelo del pequeño patio.

Estacionado en el camino de entrada había un Chevrolet El Camino que Georgeanne siempre había creído que era del color exacto de la cerveza. El coche descansaba sobre cuatro llantas desinfladas pues no lo había conducido nadie desde la muerte de su abuelo hacía dos años. Su abuela conducía un Lincoln, pero Georgeanne consideraba que El Camino era suyo y lo utilizaba para trasladarse con la imaginación a lugares exóticos como Londres, París y Texarkana.

Pero ese día no lograba imaginarse viajando a otro lugar. Una vez que estuvo sentada sobre el asiento doble de vinilo, colocó las manos en torno al frío volante y clavó los ojos en la insignia de Chevrolet que había en el claxon.

Se le nubló la vista y tensó los puños. Tal vez su madre, Billy Jean, lo había sabido. Tal vez siempre supo que Georgeanne nunca sería demasiado brillante y por eso la había dejado en casa de su abuela para no volver nunca a por ella. La abuela siempre decía que Billy Jean no estaba preparada para ser madre, y Georgeanne se había preguntado qué había hecho para provocar que su madre se fuera. Ahora ya lo sabía.

Mientras miraba al futuro, sus sueños de infancia se fueron diluyendo con las lágrimas que le resbalaban por las mejillas calientes, y se dio cuenta de varias cosas. Nunca conseguiría salir al recreo otra vez ni construir un iglú como el resto de la clase. Sus esperanzas de convertirse en enfermera o astronauta eran aspiraciones demasiado atrevidas, y su madre jamás volvería a por ella. Los niños de la escuela probablemente se enterarían y se reirían de ella.

Y Georgeanne odiaba ser objeto de burla.

Se mofarían de ella como lo habían hecho con Gilbert Whitley. Gilbert mojaba sus pantalones en segundo grado, y nadie le había dejado olvidarlo nunca. Ahora le llamaban Gilbert Wetly [1]. Georgeanne no quiso ni pensar cómo la llamarían a ella.

Pero no iba a permitir que nadie se enterase nunca. Jamás permitiría que alguien descubriese que Georgeanne Howard tenía una disfunción en el cerebro.

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