John se sentó en el borde de la cama para calzarse unas deportivas azules y plateadas. La habitación parecía una zona de guerra. Las sábanas estaban revueltas encima del colchón y la colcha y las almohadas estaban tiradas en el suelo. Unos platos sucios con restos de sándwiches de jamón a medio comer estaban apilados en el tocador, y la acuarela, que colgaba de la pared y que John había comprado a un artista local, tenía el marco roto.
Terminó de atarse las zapatillas y se puso de pie. La habitación olía a ella, a él, a sexo. Pasó por encima de una pila de toallas húmedas y cogió el walkman del tocador. Se puso los auriculares alrededor del cuello y sujetó el walkman en la cinturilla de los pantalones cortos.
Salvaje. Era la única palabra que le acudía a la mente para describir la noche anterior. Sexo salvaje con una bella y fogosa mujer. La vida no podía ser mejor.
Sólo había un problema. Georgeanne no era cualquier bella y fogosa mujer. No era alguien con quien hubiera tenido una cita. No era un ligue. Y ciertamente no era una de esas mujeres que querían acostarse con él porque era jugador de hockey. Era la madre de su hija. Las cosas estaban comenzando a complicarse.
Salió al pasillo. Se detuvo delante del otro dormitorio y miró por la puerta entreabierta. Georgeanne tenía los ojos cerrados bajo la luz del amanecer que se filtraba a través de las cortinas y su respiración era lenta y suave. Se había puesto un camisón blanco abotonado hasta el cuello que parecía sacado de La casa de la pradera. Aunque aproximadamente cuatro horas antes estaba con el trasero al aire, totalmente desnuda, en el jacuzzi del baño principal haciendo su mejor imitación de una reina del rodeo. Después de un poco de práctica lo había hecho muy bien. A él le gustaba especialmente la forma en que balanceaba la pelvis contra la de él mientras susurraba su nombre con esa erótica voz sureña suya.
Un movimiento detrás de Georgeanne llamó su atención y levantó la mirada a Lexie. Observó cómo se ponía de lado y se tapaba un poco con la sábana. Dio un paso atrás y se encaminó a las escaleras.
La noche anterior le había mostrado de nuevo otra parte de su pasado, le había mostrado a una niña confundida y herida, y le había agregado otra dimensión a la forma en que la veía de adulta. No creía que ella hubiera tenido intención de cambiar nada, ni siquiera su opinión de ella. Pero lo había hecho.
John entró en la cocina y abrió la nevera. Cogió un batido de yogurt rico en carbohidratos y proteínas. Cerrando la puerta con el pie quitó el tapón de la bebida energética y puso en marcha el contestador automático. Subió el volumen, apoyó una cadera en la encimera y comenzó a tomar la bebida revitalizante. El primer mensaje era de Ernie, y mientras escuchaba las quejas de siempre de su abuelo acerca de tener que dejar un mensaje, pensó en Georgeanne. Pensó en su voz cuando le había hablado casualmente sobre su madre. Había bromeado sobre cuando su abuela había tratado de casarla con un carnicero del Piggly Wiggly y sobre que pensaba que era tonta por esperar el amor de su padre. Lo había dicho como si le diera vergüenza, como si esperara demasiado.
El contestador automático emitió un pip y la voz de su agente, Doug Hennessey, llenó la cocina para informar a John de la reunión que había tenido con Bauer. Tenía que reunirse con la gente que le había hecho los patines a medida para enterarse de por qué las botas habían comenzado a molestarle la última temporada. John siempre había usado las de Bauer. Siempre lo haría. Aunque no era tan supersticioso como algunos tíos que conocía, lo era lo suficiente como para querer arreglar el problema en vez de cambiar de fabricante.
Se tomó el resto del batido de yogurt, aplastó el bote con la mano y lo lanzó al cubo de la basura. El contestador automático no emitió ningún mensaje más y John salió de la cocina. La niebla cubría la terraza y la playa. Los escasos rayos matutinos que traspasaban la niebla proyectaban su luz a través de las ventanas de la sala de estar.
La noche anterior la había observado en esas ventanas. Había mirado cómo iba cayendo la ropa de su bello cuerpo y había gozado con la pasión que le suavizaba la boca y le enturbiaba los ojos. Había observado cómo sus propias manos se deslizaban sobre esa piel suave para tomar los tersos senos. Se había observado frotarse contra su cuerpo desnudo de arriba abajo, y casi había explotado allí mismo, en los calzoncillos B.V.D.
En silencio John salió a la terraza. Trotaba tan ligeramente como le era posible al bajar las escaleras a la playa. No quería despertar a Georgeanne. Después de la noche anterior suponía que necesitaría dormir.
Y él necesitaba pensar. Necesitaba pensar sobre lo sucedido y sobre lo que iba a hacer a partir de ese momento. No podría evitar a Georgeanne, ni siquiera aunque quisiera. Ella le gustaba. La respetaba por todo lo que había logrado en la vida, en especial ahora, que la entendía un poco mejor. Y también comprendía mejor por qué siete años antes no le había dicho nada sobre Lexie. Aún seguía molesto porque no se lo hubiera dicho, pero ya no estaba enfadado.
Pero no estar enfadado y estar enamorado eran cosas distintas. «Me gusta». Esperaba que no quisiera más de él porque no se creía capaz de dar más de sí mismo. Había estado casado dos veces y nunca había amado a una mujer.
Las personas confundían sexo con amor. John nunca lo hacía. Eran dos cosas totalmente diferentes. Amaba a su abuelo. Amaba a su madre. Era amor lo que sentía por su primer hijo, Toby, y ahora por Lexie, un amor que rezumaba desde lo más profundo de su ser. Pero nunca había estado enamorado de una mujer con el tipo de amor que volvía loco a un hombre. Esperaba que Georgeanne pudiera mantener separados amor y sexo. Creía que podría, pero si no era así tratar con ella iba a ser muy difícil.
Debería haber tenido las manos quietas, pero en lo que a Georgeanne se refería a él le costaba hacer lo correcto. Desearla le había complicado la vida, pero el sexo habría sido inevitable de todas maneras. Podía prometerse que mantendría las manos quietas desde ese momento, pero sabía por experiencia que lo más probable era que no lo hiciera. Con Georgeanne eso nunca había sido posible. Poseía un cuerpo de infarto y el sexo con ella era el mejor que había tenido nunca.
Los pies de John golpearon la arena mojada al detenerse, luego se cogió el pie izquierdo por detrás. Agarró el tobillo y estiró el cuádriceps.
Su relación ya era difícil sin añadir más complicaciones. Era la madre de su hija y debería de inspirarle pensamientos puros. No debía pensar en besar esa boca suave mientras se deslizaba profundamente en su interior. Tenía que controlarse. Era un deportista disciplinado. Podía hacerlo.
Y si flaqueaba…
John bajó el pie y estiró la otra pierna. No flaquearía. Ni siquiera pensaría en ello. No iba a ir a su casa dos veces por semana para disfrutar de su cuerpo totalmente desnudo.
Georgeanne se cubrió la boca ante un enorme bostezo mientras vertía la leche sobre un tazón de Froot Loops. Se puso un mechón detrás de la oreja y atravesando la cocina colocó los cereales sobre la mesa.
– ¿Dónde está John? -preguntó Lexie mientras cogía la cuchara.
– No lo sé. -Georgeanne se sentó en una silla frente a su hija y se anudó la bata. Puso los codos sobre la mesa y apoyó la barbilla en las manos. Estaba muy cansada y tenía doloridos los músculos de los muslos. No le habían dolido tanto desde unas clases de aeróbic a las que había asistido tres días a la semana el año pasado.
– Seguro que está corriendo otra vez. -Lexie cogió una cucharada de Froot Loops y se la metió en la boca. Se había hecho una trenza para dormir la noche anterior y, ahora que se le había soltado, tenía el pelo rizado alrededor de la cabeza como una auténtica afro. Una O verde cayó sobre su pijama de la princesa Jasmine y la volvió a echar en su tazón.
– Es probable -contestó Georgeanne, preguntándose por qué John necesitaba hacer ejercicio después de la noche anterior. Habían hecho el amor en varias posiciones diferentes con un apoteósico final en el jacuzzi. Ella le había enjabonado por todas partes y había besado todos esos sitios según lo iba enjuagando. Él la había retribuido lamiendo todas las gotas de agua de su piel. En conjunto, diría que ambos habían tenido un entrenamiento realmente exhaustivo. Cerró los ojos y pensó en los fuertes brazos y el esculpido pecho de John. Se imaginó a sí misma frotándose contra su trasero musculoso al tiempo que le acariciaba el duro abdomen y sintió un vuelco en el estómago.
– Tal vez vuelva pronto -dijo Lexie, masticando ruidosamente sus cereales.
Georgeanne abrió los ojos. La imagen de John en cueros se evaporó siendo sustituida por la de su hija comiendo con la boca completamente llena de Oes de colores.
– Por favor, mastica con la boca cerrada -le recordó a Lexie automáticamente. Mientras miraba la cara de su hija, se sintió como una desvergonzada. Tener esos tórridos pensamientos delante de una niña inocente era indecente y estaba segura que en alguna parte del mundo se consideraba ilegal imaginar a un hombre desnudo antes de haber tomado el primer café.
Georgeanne fue a la cocina y cogió de la alacena una bolsa de Starbucks y un filtro de papel. John la había hecho sentirse viva de una manera que hacía mucho tiempo que no se sentía. La había mirado con ojos hambrientos, la había hecho sentirse deseada. Había acariciado su piel como si estuviera hecha de delicada seda, la había hecho sentirse hermosa. El sexo con John había sido maravilloso. Entre sus brazos se había convertido en una mujer segura de su propia sexualidad. Por primera vez desde la pubertad se encontraba a gusto con su cuerpo y jamás se había sentido segura con un amante hasta ese momento.
Pero no importaba lo maravilloso que hubiera sido, el sexo con John había sido un error. Lo supo desde que la había besado en la puerta del dormitorio de invitados deseándole buenas noches. Había sentido un vuelco en el corazón. John no la amaba y se había sorprendido de cuánto la había herido saberlo.
Sabía desde el principio que él no la amaba. Nunca se lo había dicho, ni le había insinuado que sintiera algo por ella que no fuera lujuria. No lo culpaba. El dolor que sentía ahora era culpa de ella, y era ella quien tenía que ponerle remedio.
Georgeanne llenó la cafetera de agua, puso el filtro y oprimió el botón. Apoyó la cadera contra la encimera y cruzó los brazos. Había pensado que podría amarlo con el cuerpo, pero no con el corazón. Sin embargo, esa ilusión se había evaporado con la luz de la mañana. Siempre había amado a John. Pero aunque lo admitiera ante sí misma, no sabía qué hacer. ¿Cómo iba a poder verlo de forma regular y fingir que no sentía nada más que amistad? No sabía cómo hacerlo. Sólo sabía que tenía que hacerlo.
Sonó el teléfono, sobresaltando a Georgeanne. El contestador automático emitió un pip dos veces e hizo clic al conectarse.
– Hola, John -dijo una voz masculina desde la máquina-. Soy Kirk Schwartz. Siento no haberme puesto en contacto contigo antes. He estado de vacaciones las dos últimas semanas. De todos modos, tal y como me pediste, tengo una copia de la partida de nacimiento de tu hija delante de mí. Su madre la inscribió con padre desconocido.
Georgeanne sintió que se congelaba por dentro. Miró fijamente al aparato.
– Si la madre todavía está dispuesta a cooperar, no llevará mucho tiempo cambiarlo. Hablaremos de tus derechos legales hasta la vista de la custodia cuando vuelvas a la ciudad. Como comentamos la última vez, creo que lo mejor por el momento es mantener contenta a la madre hasta que decidamos qué hacer legalmente. Ah…, y creo que el hecho de que no supieras nada de tu hija hasta hace poco y que le hagas un ingreso sustancial además de colaborar en su manutención te deja en una situación muy buena. Probablemente te den los mismos derechos que si estuvieras divorciado de la madre. Lo discutiremos en profundidad cuando vuelvas a la ciudad. Ya hablaremos, nos vemos -acabó el mensaje y Georgeanne parpadeó.
Miró a Lexie y la observó aspirar un Froot Loop de la cuchara.
El temblor comenzó en el pecho de Georgeanne y se extendió por todo su cuerpo. Levantó una mano temblorosa y se presionó los labios con los dedos. John había contratado los servicios de un abogado. Le había dicho que no lo haría, pero estaba claro que había mentido. Quería a Lexie, y Georgeanne le había dado lo que él quería sin preocuparse de nada. Había dejado a un lado sus dudas y había consentido en que John estuviera algún tiempo con su hija con total libertad. Había hecho caso omiso a sus miedos porque quería lo mejor para su hija.
– Apresúrate y termínate los cereales -le dijo, apartándose de la encimera. Tenía que escapar, alejarse de esa casa y de él.
A los diez minutos Georgeanne se había cambiado de ropa, se había cepillado los dientes y el pelo, y había metido todo dentro de las maletas. «Mantener contenta a la madre…». Georgeanne se sintió enferma al pensar en lo «contenta» que la había tenido la noche anterior. Acostarse con ella era ir mucho más allá de lo que dictaba el deber.
Cinco minutos más tarde había cargado el coche.
– Vamos, Lexie -gritó, volviéndose hacia a la casa. Quería estar bien lejos cuando regresara John. No quería enfrentarse a él. No confiaba en sí misma. Ella había sido amable. Había tratado de ser justa, pero no lo haría más. La cólera la inflamaba como un soplete a un chorro de gas. La dejó arder y bullir por sus venas. Prefería sentir furia que la humillación y el dolor que le destrozaban el alma.
Lexie salió de la cocina vestida todavía con el pijama púrpura.
– ¿Nos vamos a algún sitio?
– A casa.
– ¿Por qué?
– Porque es hora de irnos.
– ¿John también viene?
– No.
– No quiero irme aún.
Georgeanne abrió la puerta principal.
– Me da lo mismo.
Lexie frunció el ceño y salió de la casa.
– Aún no es sábado. -Hizo pucheros mientras bajaba de la acera-. Dijiste que nos quedaríamos hasta el sábado.
– Hay cambio de planes. Nos vamos antes a casa. -La subió al asiento del pasajero encima del elevador de seguridad y le abrochó el cinturón, luego le puso una camisa, unos pantalones cortos y un cepillo de pelo en el regazo-. Cuando estemos en la carretera te puedes cambiar de ropa -explicó mientras se colocaba detrás del volante. Arrancó el motor y metió la marcha atrás.
– Me olvidé una Skipper en la bañera.
Georgeanne pisó el freno y se volvió para mirar a su hosca hija. Sabía que si no entraba de nuevo y cogía la Skipper, Lexie se preocuparía y enfadaría y hablaría de eso todo el camino hasta Seattle.
– ¿Cuál?
– La que me regaló Mae por mi cumpleaños.
– ¿En qué bañera?
– En la del baño que hay al lado de la cocina.
Georgeanne abrió bruscamente la puerta del coche y salió.
– El motor está encendido, así que no toques nada.
Lexie encogió los hombros sin comprometerse.
Georgeanne corrió por primera vez desde la infancia. Volvió corriendo a la casa y entró en el cuarto de baño. La Skipper estaba sentada en la bandeja del jabón pegada a la pared de azulejo, la cogió por las piernas. Se dio la vuelta y casi chocó con John. Estaba en la puerta con las manos apoyadas en el marco de madera.
– ¿Qué pasa Georgeanne?
A Geogeanne le dio un vuelco el corazón. Odió a John. Y se odió a sí misma. Por segunda vez en su vida había dejado que la utilizara. Por segunda vez, le había causado tal dolor que apenas podía respirar.
– Quítate de en medio, John.
– ¿Dónde está Lexie?
– En el coche. Nos vamos.
Él entornó los ojos.
– ¿Por qué?
– Por ti. -Ella le colocó las manos en el pecho y lo apartó de un empujón.
Él se movió, pero ella no había llegado demasiado lejos antes de que él la agarrase por el brazo y le impidiera llegar a la puerta principal.
– ¿Actúas así con todos los tíos con los que te acuestas o esa suerte sólo la tengo yo?
Georgeanne se volvió hacia él y le pegó con su única arma. Lo golpeó en el hombro con la mojada muñeca. La cabeza de la muñeca se desprendió y voló hasta la sala de estar. Georgeanne hervía de furia y sentía que perdería la cabeza igual que la pobre Skipper.
John levantó la vista de la muñeca sin cabeza a su cara. Tenía las cejas arqueadas.
– Pero ¿qué te pasa?
La innata gracia sureña, las lecciones de modales de la señorita Virdie y todos los años de buena educación de su abuela se hicieron trizas dentro del infierno de su cólera.
– ¡Aparta tu asquerosa mano de mí, cerdo hijo de puta!
John apretó su presa y sus ojos taladraron los de ella.
– Anoche no pensabas que fuera asqueroso. Puedo ser un hijo de puta, pero no por lo que hicimos juntos. Anoche tú estabas caliente y yo duro y lo solucionamos. Puede que no haya sido la elección más sabia, pero fue la que tomamos. Ahora asúmelo como una adulta, por el amor de Dios.
Georgeanne se soltó bruscamente de su agarre y dio un paso atrás. Deseó ser grande y fuerte para poder pegarle con fuerza. Deseó ser de pensamiento rápido para poder soltarle las palabras más hirientes, de esas que podrían cortar un corazón en rodajas. Pero no era físicamente fuerte, ni de lengua rápida bajo presión.
– Te aseguraste que estuviera muy contenta anoche, ¿verdad?
Él parpadeó.
– Supongo que «contenta» es una palabra tan buena como cualquier otra. Aunque prefiero «saciada», no te discutiré si quieres utilizar «contenta». Tú estabas contenta. Yo estaba contento. Los dos estábamos jodidamente contentos.
Ella lo señaló con la Skipper sin cabeza.
– Eres un bastardo. Me utilizaste.
– Genial. ¿Y cuándo fue eso? ¿Fue mientras me metías la lengua en la boca o cuando me metiste las manos en los pantalones? Tal y como yo lo veo, nos utilizamos mutuamente.
Georgeanne lo fulminó con la mirada a través de la neblina roja que la envolvía. No hablaban de lo mismo, él todavía no había atado cabos.
– Me mentiste.
– ¿Sobre qué?
En lugar de darle la oportunidad de mentir otra vez, Georgeanne fue a la cocina y rebobinó su contestador automático. Luego le dio al botón de play y observó la cara de John mientras la voz de su abogado llenaba la silenciosa estancia. Sus rasgos no mostraron emoción alguna.
– Estás haciendo una montaña de un grano de arena -dijo tan pronto como la cinta terminó-. No es lo que piensas.
– ¿No era ése tu abogado?
– Sí.
– Entonces cualquier otro contacto entre nosotros se hará a través de los abogados. -Ella estaba mortalmente tranquila cuando le dijo-: Mientras tanto, apártate de Lexie.
– Ni lo pienses. -Él se cernió sobre ella. Un hombre grande y poderoso usando la fuerza para intentar hacer valer su voluntad.
Georgeanne no se intimidó.
– No hay lugar para ti en nuestras vidas.
– Soy el padre de Lexie, no un gilipollas imaginario llamado Tony. Le has mentido sobre mí toda su vida. Es hora de que sepa la verdad. No importa qué problemas tengamos nosotros, eso no cambia el hecho de que Lexie es mi hija.
– No te necesita.
– Y una mierda.
– No te dejaré acercarte a ella.
– No podrás detenerme.
Sabía que era probable que estuviera en lo cierto. Pero también sabía que haría cualquier cosa para asegurarse de no perder a su hija.
– Mantente alejado -le advirtió una última vez, luego se volvió para salir con pasos vacilantes.
Lexie estaba en la puerta de la cocina. Todavía llevaba puesto el pijama y aún tenía el pelo alborotado alrededor de la cabeza. Clavaba la mirada en John como si jamás lo hubiera visto. Georgeanne no sabía cuánto tiempo llevaba allí, pero temía lo que podía haber oído. Cogió a Lexie de la mano y la sacó a rastras de la casa.
– No hagas esto, Georgeanne -gritó John-. Podemos resolverlo. -Pero ella no se volvió. Le había dado ya demasiado. Le había dado su corazón, su alma y su confianza. Pero no le daría lo más importante de su vida. Podía vivir sin su corazón, pero no podía vivir sin Lexie.
Mae recogió el periódico del porche de Georgeanne, luego entró en la casa. Lexie estaba sentada en el sofá con una magdalena de frambuesa en la mano mientras en la televisión sonaba el tema musical de La tribu de los Brady. Las magdalenas de frambuesa eran las favoritas de Lexie y un claro intento por parte de Georgeanne de curar las heridas con azúcar. Pero después de lo que su amiga le había contado por teléfono la noche anterior Mae no estaba segura de que un dulce fuera suficiente.
– ¿Dónde está tu mamá? -preguntó Mae, lanzando el periódico a una silla.
– Fuera -contestó Lexie sin apartar los ojos de la pantalla.
Mae decidió dejar sola a Lexie un rato y entró en la cocina para hacerse una taza de café exprés. Luego salió y encontró a Georgeanne de pie al lado del porche de ladrillo podando las rosas Albertine y lanzando las flores muertas a una carretilla. Durante los últimos tres años Mae había observado cómo Georgeanne mimaba las rosas para que cubrieran la pérgola que enmarcaba la puerta trasera. Una profusión de dedaleras rosas y de delfinios color lavanda se extendía desde los pies de Georgeanne hasta la valla del jardín. El rocío matutino se pegaba a los pétalos delicados y mojaba el ruedo de la bata de Georgeanne. Bajo la seda naranja llevaba una camiseta arrugada y unos pantalones blancos de algodón. Tenía el pelo recogido en una despeinada coleta y el esmalte color malva de las uñas de su mano derecha estaba picado como si Georgeanne se lo hubiera mordisqueado. La situación con Lexie era peor de lo que Mae había pensado.
– ¿Dormiste algo anoche? -le preguntó Mae desde el último escalón del porche.
Georgeanne negó con la cabeza y cogió otra rosa mustia.
– Lexie no habla conmigo. No me habló ayer en el coche mientras veníamos a casa y no me habla hoy. No se durmió hasta alrededor de las dos de la madrugada. -Lanzó otra rosa a la carretilla-. ¿Qué está haciendo?
– Está viendo La tribu de los Brady -contestó Mae, moviéndose por el porche de ladrillo. Dejó el café en una mesa de hierro forjado y se sentó en la silla a juego-. Cuando me llamaste anoche, no me dijiste que estuviera tan enfadada como para no poder dormir. Ella no suele comportarse así.
Georgeanne dejó caer las manos y miró a Mae por encima del hombro.
– Ya te he dicho que no me habla. Ya sé que ella no se comporta así. -Caminó hacia Mae y dejó las tijeras de podar encima de la mesa-. No sé qué hacer. He tratado de hablar con ella, pero me ignora. Al principio pensé que estaba enfadada porque se lo estaba pasando genial en la playa y la obligué a irse de allí. Ahora sé que eso era simplemente lo que yo quería pensar. Nos ha debido oír discutir a John y a mí. -Georgeanne se dejó caer en la silla al lado de Mae como si estuviera hundida en la miseria-. Sabe que le mentí sobre su padre.
– ¿Qué vas a hacer ahora?
– Tengo que contratar un abogado. -Bostezó y apoyó la barbilla en las manos-. No sé de dónde voy a sacar el dinero para pagarlo.
– Puede que John no pida la custodia. Puede que si hablaras con él, él…
– No quiero hablar con él -interrumpió Georgeanne, pareciendo de repente llena de energía. Se enderezó en la silla y entornó los ojos-. Es un mentiroso y un tramposo y no tiene principios de ningún tipo. Se aprovechó de mi debilidad. No debería haber estado tantos años sin mantener relaciones sexuales. Debería haberte escuchado. Tenías razón. Está claro que exploté y me convertí en una ninfómana. No creo que el sexo sea el tipo de cosa que se deba contener hasta explotar.
Mae sintió que se quedaba con la boca abierta.
– ¡Explotaste!
– Oh, por completo. Estallé en pedacitos.
– ¿Con el jugador de hockey?
Georgeanne asintió con la cabeza.
– ¿Otra vez?
– Crees que debería haber aprendido la primera vez.
Mae no supo qué decir. Georgeanne era una de las mujeres más reprimidas que conocía en lo que al sexo se refería.
– ¿Cómo ocurrió?
– No lo sé. Nos llevábamos bien y simplemente pasó.
Mae no se consideraba una promiscua. Sólo que no sabía decir «no» todas las veces que debería. En cambio, Georgeanne siempre decía que no.
– Me engañó. Fue tan maravilloso y bueno con Lexie que lo olvidé. Bueno, en realidad no me olvidé de lo falso que puede llegar a ser, sólo me permití a mí misma olvidarlo.
Mae no creía en el perdón y el olvido. A ella le gustaba el Dios colérico del Antiguo Testamento, los castigos divinos del tipo «ojo por ojo». Pero se daba cuenta de que un tío guapo como John podía hacer que una mujer pasara por alto algunas cosas, como ser abandonada en un aeropuerto después de una tórrida noche de pasión, sobre todo si a la mujer la atraían cien kilos de puro músculo, lo que, claro está, no era el caso de Mae.
– Ni siquiera tenía que llegar tan lejos. Le di todo lo que me pidió. Cada vez que quería ver a Lexie, yo accedí. -La cólera resurgió junto con las lágrimas de Georgeanne-. No tenía que acostarse conmigo. No soy un caso de beneficencia.
Lo cierto era que Mae no creía que ningún hombre considerara a Georgeanne un caso de beneficencia ni siquiera en su peor día, despeinada y desarreglada.
– ¿Crees que en realidad hizo el amor contigo porque sintió lástima de ti?
Georgeanne se encogió de hombros.
– No creo que en realidad fuera un sacrificio para él, pero sé que quería mantenerme contenta hasta reunirse con su abogado y poder decidir qué hacer para obtener la custodia de Lexie. -Se cubrió las mejillas con las manos-. Es tan humillante.
– ¿Qué puedo hacer para ayudar? -Mae se inclinó hacia delante y colocó la mano sobre el hombro de Georgeanne. Se enfrentaría al mundo por las personas que amaba. Había ocasiones en su vida en que se había sentido como si sólo hubiera hecho eso. No era eso lo que pasaba ahora, pero cuando Ray estaba vivo, ella había luchado todas sus batallas, especialmente en la escuela secundaria cuando tipos grandes y fornidos habían pensado que era divertido pegarle con toallas mojadas. Ray había acabado odiando el deporte y Mae a los deportistas.
– ¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que hable con Lexie?
Georgeanne negó con la cabeza.
– Creo que Lexie necesita tiempo para ordenar sus pensamientos.
– ¿Quieres que hable con John? Podría decirle cómo te sientes y tal vez…
– No. -Se limpió las mejillas con el dorso de las manos-. No quiero que sepa que me ha hecho daño otra vez.
– Podría contratar a alguien para romperle las dos rodillas.
Georgeanne hizo una pausa antes de decir:
– No. No nos llega el dinero para contratar un matón profesional y es demasiado difícil encontrar ayuda de esa clase sin dinero. Mira lo que le sucedió a Tonya Harding. Pero gracias por la idea.
– Bueno… ¿para qué estamos los amigos?
– Ya superé una cosa así con John. Por supuesto, entonces Lexie no existía, pero lo superaré otra vez. Aunque aún no sepa cómo. -Georgeanne sujetó la bata con firmeza y frunció el ceño-. Y además está Charles. ¿Qué le voy a decir?
Mae cogió su café.
– Nada -contestó y después tomó un sorbo.
– ¿Crees que debería mentirle?
– No. Simplemente no se lo digas.
– ¿Qué le digo si me pregunta?
Puso el café sobre la mesa.
– Eso depende de cuanto te guste.
– Pues Charles me gusta bastante. Sé que no lo parece, pero así es.
– Entonces miente.
Georgeanne hundió los hombros y dijo suspirando:
– Me siento tan culpable. No puedo creer que me metiera en la cama con John. Ni siquiera pensé en Charles. Tal vez soy una de esas mujeres sobre las que leo en el Cosmopolitan que echan a perder las relaciones porque en lo más profundo de su ser se creen que no son dignas. Tal vez estoy destinada a amar a hombres que no pueden corresponderme.
– O tal vez deberías dejar de leer el Cosmopolitan.
Georgeanne negó con la cabeza.
– Menudo lío he montado. ¿Qué voy a hacer?
– Lo superarás. Eres una de las mujeres más fuertes que conozco. -Mae palmeó el hombro de Georgeanne. Tenía mucha fe en la fuerza y determinación de su amiga. Sabía que Georgeanne no siempre parecía una mujer valiente, pero siempre buscaba la mejor manera de alcanzar sus objetivos-. Oye, ¿te dije que Hugh, el portero, me llamó mientras estabas en Oregón?
– ¿El amigo de John? ¿Para qué?
– Quería salir conmigo.
Georgeanne clavó una mirada incrédula en Mae durante unos momentos.
– Pensaba que le habías dejado claros tus sentimientos el día que te lo encontraste delante del hospital.
– Lo hice, pero volvió a llamarme.
– ¿En serio? Querrá que le golpees con un stick.
– Sí, hablamos de eso.
– Bueno, espero que lo hayas noqueado con delicadeza.
– Lo hice.
– ¿Qué le dijiste?
– Diablos, que no.
Normalmente Georgeanne y Mae habrían discutido por el rudo rechazo de Mae. Pero esta vez Georgeanne encogió los hombros y le dijo:
– Bueno, supongo que no tendrás que preocuparte de que te vuelva a llamar.
– Volvió a hacerlo, pero creo que lo hizo sólo para molestarme. Me llamó para preguntarme si todavía domaba pitbulls.
– ¿Qué le dijiste?
– Nada. Le colgué el teléfono, y sólo me ha llamado una vez más desde entonces.
– Bueno, estoy segura de que lo mejor será mantenernos alejadas de todos los jugadores de hockey. Es lo más conveniente para las dos.
– Eso no supone ningún problema para mí. -Mae pensó en contarle a Georgeanne algo sobre su último novio, pero al final decidió no hacerlo. Estaba casado y Georgeanne tendía a moralizar sobre cosas como ésas. Pero Mae no sentía escrúpulos de acostarse con el marido de otra mujer siempre que no tuviera hijos. No quería casarse. No quería mirar la cara del mismo tío todas las noches a la hora de la cena. No quería ser su criada ni parir sus bebés. Sólo quería sexo y los hombres casados eran perfectos. Ella marcaba las pautas y controlaba cuándo, dónde y cada cuánto tiempo.
Nunca le había dicho a Georgeanne que salía con hombres casados. Porque, aunque aparentemente Georgeanne sentía una absoluta debilidad carnal por John Kowalsky, a veces podía ser muy puritana.