Capítulo 3

Georgeanne respingaba cada vez que una fría ola le subía por los muslos. Le temblaba el cuerpo, pero a pesar del frío clavó los pies en la arena y se agarró con fuerza a una gran roca con forma de barra de pan. Inclinándose ligeramente hacia adelante, plantó la mano en la piedra dentada. Durante varios minutos miró fascinada una enorme estrella de mar púrpura y naranja posada en la roca. Después, como si fuera una mujer leyendo Braille, pasó los dedos con suavidad sobre las líneas de la dura y rugosa superficie. El solitario de cinco quilates que llevaba en la mano izquierda atrapó el sol del atardecer, proyectando pequeños destellos azules y rojos.

El resonar del oleaje en sus oídos y el paisaje que se extendía ante sus ojos contribuyeron a vaciar su mente de todo, menos del simple placer que experimentaba al estar ante el océano Pacífico por primera vez.

Mientras bajaba a la playa, los oscuros pensamientos que le rondaban la mente amenazaron con abrumarla. El desamparo que sentía, el desastre del día de su boda y tener que depender de un hombre como John, que parecía no poseer ni un gramo de compasión, le pesaban como una losa sobre los hombros. Lo único que era peor que sus problemas de dinero, John y Virgil era el sentimiento de que estaba absolutamente sola en un mundo donde nada le era familiar. Había crecido rodeada de árboles y montañas donde todo era muy verde. Las texturas eran diferentes en este lugar, la arena era más gruesa, el agua más fría y el viento más rudo.

Mientras miraba fijamente el océano, sintiéndose como la única persona viva de la tierra, trató de olvidar el pánico que crecía en su interior, pero ya había perdido la batalla. Como un apagón en un rascacielos, Georgeanne sintió y oyó el familiar chasquido de su mente al quedarse en blanco. Le sucedía, desde que podía recordar, siempre que se sentía abrumada. Odiaba que ocurriera, pero no podía evitarlo. Los acontecimientos del día finalmente la habían alcanzado y estaba tan sobrecargada que le llevó más tiempo del usual recuperarse. Cuando lo hizo, cerró los ojos y respiró profundamente, luego apartó de su mente los molestos pensamientos del día.

Georgeanne era hábil en aclararse la mente y reenfocar la atención en otras cosas. Tenía años de práctica. Años de aprendizaje frente a un mundo que bailaba al son de un ritmo diferente al suyo; un ritmo que no siempre conocía o entendía, pero que había aprendido a simular. Desde los nueve años, había trabajado muy duro para que pareciera que estaba en perfecta sintonía con los demás.

Desde esa tarde hacía doce años cuando su abuela le había dicho que tenía una disfunción del cerebro, había tratado de ocultar su incapacidad al mundo. La matricularon en una escuela para señoritas donde aprendió modales y cocina, pero nunca llegó a ser una estudiante brillante. Entendía composiciones de diseño y podía hacer arreglos florales con los ojos cerrados, pero no podía leer más allá del nivel de cuarto grado. Ocultaba sus problemas detrás del encanto y los coqueteos, detrás de su voluptuoso cuerpo y su bello rostro. Aunque ahora sabía que era disléxica, seguía ocultándolo. Había sentido un inmenso alivio al descubrirlo, pero todavía le daba vergüenza pedir ayuda.

Una ola le golpeó en los muslos y le empapó la parte baja de los pantalones cortos. Afianzó más los pies, enterrando los dedos profundamente en la arena. En la lista de prioridades de Georgeanne, entre su propósito de ayudar a todas las personas en su misma situación y el de ser una buena anfitriona, se encontraba su principal objetivo: el de parecer como cualquier otra persona. Por ello, trataba de aprender y acordarse de dos nuevas palabras cada semana. Alquilaba películas de adaptaciones de literatura clásica, y se había comprado el vídeo de la que ella consideraba la mejor película de todos los tiempos, Lo que el viento se llevó. También tenía el libro, pero nunca lo había leído. Tantas páginas y palabras eran demasiado para ella.

Movió la mano hacia una anémona de mar color verde limón, acariciando ligeramente la superficie. Los pegajosos tentáculos se cerraron alrededor de sus dedos. Alarmada, saltó hacia atrás. Otra ola le golpeó los muslos, se le doblaron las rodillas y se debatió entre el espumoso oleaje. Al romper la siguiente ola la arrancó de la roca, llevándosela consigo. Sintió el golpe helado del océano en el pecho y se quedó sin respiración. Se le llenó la boca de agua salada y arena mientras pateaba y manoteaba para volver a la superficie. Un viscoso trozo de alga se adhirió alrededor de su cuello y otra ola aún mayor la atrapó desde atrás y la propulsó hacia la playa como si fuera un torpedo. Cuando finalmente se detuvo, la ola ya regresaba para encontrarse con la siguiente. Apoyándose sobre una mano se dio impulso con los pies para gatear hacia la orilla. Cuando alcanzó la seguridad de la arena seca, se dejó caer sobre las manos y las rodillas y tomó varias boqueadas de aire. Escupió arena y agarrando el alga del cuello la echó a un lado. Comenzaron a castañearle los dientes y al pensar en todo el plancton que se habría tragado, su estómago expulsó el agua con tanta fuerza como el Pacifico que tenía a las espaldas. Notaba que la arena se le había metido por todas partes y cuando miró hacia la casa de John, rezó para que su contratiempo hubiera pasado desapercibido.

No tuvo suerte. Con las gafas de sol ocultándole los ojos y las chanclas hundiéndose sobre la arena, John caminaba despacio hacia ella tan guapo como para lamerlo de arriba abajo. Georgeanne quiso volver sobre sus pasos y sumergirse en el océano.

Por encima del sonido del oleaje y las gaviotas llegó a sus oídos la risa rica y profunda de John. En ese instante ella se olvidó del frío, la arena y el alga marina. Se olvidó de lo guapo que era y de las ganas que había sentido de morir. Una furia candente le atravesó las venas y la inflamó como un soplete. Había trabajado toda su vida para evitar el ridículo y no había nada que odiara más que el que se burlaran de ella.

– Eso ha sido lo más divertido que he visto en mucho tiempo -dijo él con un destello de dientes blancos.

La cólera retumbó en los oídos de Georgeanne, bloqueando incluso el sonido del océano. Cerró los puños, y cogió un puñado de arena mojada.

– Demonios, deberías haberte visto -dijo John, sacudiendo la cabeza. La brisa le agitaba el pelo oscuro sobre las orejas y la frente mientras se reía a carcajadas.

Apoyándose sobre las rodillas Georgeanne le tiró un puñado de barro arenoso, dándole de lleno en el pecho para su total satisfacción. Puede que no tuviera una buena coordinación o que no fuera ligera de pies, pero siempre había sido una estupenda tiradora.

John dejó de reírse al instante.

– ¿Qué diablos…? -maldijo, mirándose la camiseta. Cuando levantó la sorprendida mirada hacia Georgeanne, ésta aprovechó y le dio en la frente. El pegote de arena golpeó sus Ray-Ban torciéndolas antes de que la arena cayese a sus pies. Por encima de la parte superior de la montura volvió los ojos azules hacia ella prometiendo venganza.

Georgeanne sonrió y alcanzó otro puñado. No le importaba qué pudiera hacerle John.

– ¿Por qué no estás riéndote ahora, deportista estúpido?

Se quitó las gafas y la apuntó con ellas.

– Yo no tiraría eso.

Ella se levantó y con un enérgico movimiento de cabeza se apartó un mechón de pelo empapado de la cara.

– ¿Te da miedo ensuciarte? -El arqueó una de sus cejas oscuras, pero por lo demás no se movió-. ¿Y qué piensas hacer al respecto? -le bufó al hombre que de repente representaba cada injusticia y cada insulto que le habían infligido en la vida-. Machote.

John sonrió. Después, antes de que Georgeanne pudiera siquiera emitir un grito, él se movió como el atleta que era y empujó el cuerpo de ella al suelo. El puñado de arena que agarraba en la mano voló por todas partes. Atontada, ella parpadeó y escrutó la cara que estaba sólo a unos centímetros de la de ella.

– ¿Qué coño te pasa? -preguntó, sonando más incrédulo que enojado. Un mechón oscuro le cayó sobre la frente rozando la cicatriz blanca que la atravesaba.

– Quítate de encima -exigió Georgeanne, dándole un puñetazo en la parte superior del brazo. La piel caliente y el duro músculo eran una invitación para su puño y volvió a golpearlo, desahogando su furia. Le pegó por reírse de ella, por insinuar que pensaba casarse con Virgil por dinero sin que le faltara razón. Le golpeó por su abuela que había muerto dejándola sola, sola para no hacer más que meter la pata.

– Jesús, Georgie -maldijo John. La agarró por las muñecas y se las sujetó contra el suelo a ambos lados de la cabeza-. Basta.

Ella miró su hermoso rostro y le odió. Se odió a sí misma y, aunque odiaba llorar, se le escapó un sollozo.

– Te odio -le susurró, pasándose la lengua por los labios salados. Se le tensaron los pechos por el esfuerzo de contener las lágrimas.

– En este momento -dijo John con su cara tan cerca de la de ella que podía sentir su aliento cálido en la mejilla-, no puedo decir que sienta afecto por ti tampoco.

El calor del cuerpo de John penetró en su cólera y Georgeanne se dio cuenta de varias cosas a la vez. Se percató de que la pierna derecha de John estaba acomodada entre las suyas y de que su ingle le presionaba íntimamente el interior del muslo. Estaba cubierta por su ancho pecho, pero su peso no era en absoluto desagradable. Él era sólido y muy caliente.

– Pero caramba, sí que me das ideas -le dijo al tiempo que una sonrisa se le empezaba a insinuar en la comisura de los labios-. Malas ideas. -Negó con la cabeza como si estuviera tratando de convencerse a sí mismo de algo-. Muy malas. -Con el pulgar le presionó el interior de la muñeca mientras deslizaba la mirada por su cara-. No deberías parecer tan atractiva. Tienes la frente sucia, tu pelo es un maldito desastre y estás calada hasta los huesos.

Por primera vez en días, Georgeanne sintió que pisaba terreno familiar. Una pequeña sonrisa de satisfacción le curvó los labios. No importaba cuánto intentara demostrar lo contrario, John, a pesar de todo, se sentía atraído por ella. Y si barajaba bien sus cartas, podría convencerlo de que la dejara quedarse en su casa hasta que resolviese qué hacer con su vida.

– Por favor, suéltame las muñecas.

– ¿Vas a golpearme otra vez?

Georgeanne negó con la cabeza, sopesando mentalmente cuánto encanto debería usar con él.

Él arqueó una ceja.

– ¿Ni a tirarme arena?

– No.

La soltó, pero no se movió de encima de ella.

– ¿Te he hecho daño?

– No. -Colocó las manos en los hombros de él y las deslizó hacia abajo, sus duros músculos se tensaron recordándole su fuerza. John no la había atacado como lo haría un hombre cuya intención fuera forzar a una mujer, pero a pesar de todo ella se estaba alojando en su casa. Sólo por ese hecho podía hacerse una idea equivocada. Antes, cuando parecía que John no se sentía atraído por ella, no se le había ocurrido pensar que él pudiera estar esperando algo más que gratitud. Pero ahora sí.

Luego se acordó de Ernie y una risita de alivio se le escapó de la garganta.

– Nunca me habían abordado con ese ímpetu. ¿Es tu forma de ligar? -Seguro que John no esperaría que se acostara con él con su abuelo en la habitación de al lado. Se sintió aliviada.

– ¿Qué pasa? ¿No te gustó?

Georgeanne le brindó una sonrisa.

– Bueno, podría hacerte algunas sugerencias.

Poniéndose de rodillas, John la miró.

– Ya me parecía a mí que lo harías -dijo, levantándose.

Al instante lamentó la pérdida del calor de su cuerpo e intentó sentarse.

– Prueba con flores. Es más sutil y transmite el mismo mensaje.

John le tendió la mano a Georgeanne y la ayudó a ponerse en pie. Nunca enviaba flores, jamás lo había hecho desde el día que puso docenas de rosas sobre el ataúd blanco de su esposa.

Soltó la mano de Georgeanne y ahuyentó sus recuerdos antes de que se volvieran demasiado dolorosos. Centrando toda su atención en Georgeanne, la miró pasarse las manos por la cintura y por el trasero para sacudirse la arena. Deliberadamente, la miró de arriba abajo. Tenía el pelo enredado, arena en las rodillas, y las uñas rojas eran un extraño contraste con sus pies sucios. Los pantalones cortos verdes se le pegaban a los muslos, y su vieja camiseta negra se le adhería a los senos como una segunda piel. Tenía los pezones erizados por el frío y parecían pequeñas bayas. Bajo el cuerpo de John, ella se había sentido bien, demasiado bien. Había permanecido demasiado tiempo sobre su cuerpo mirando esos bonitos ojos verdes.

– ¿Has llamado a tu tía? -le preguntó mientras se inclinaba para recoger las gafas de sol de la arena.

– Ah… todavía no.

– Bueno, puedes llamarla cuando volvamos. -John se enderezó y echó andar por la playa hacia su casa.

– Lo haré-contestó, alcanzándolo y tratando de adaptarse al paso de sus largas zancadas-. Pero es la noche de bingo de tía Lolly, así que no creo que llegue a casa hasta dentro de un rato.

John la recorrió con la mirada, luego se puso rápidamente sus Ray-Ban.

– ¿Cuánto tiempo suele estar en el bingo?

– Bueno, depende de cuántos cartones compre. Pero si decide jugar en La Vieja Granja, no jugará mucho porque permiten fumar, y la tía Lolly odia el humo y, por supuesto, Doralee Hofferman juega allí. Y hay mucha hostilidad entre Lolly y Doralee desde que en 1979 Doralee robó la receta del pastel de cacahuetes de Lolly y la hizo pasar como suya. Las dos fueron muy buenas amigas hasta ese momento, sabes…

– Ya estamos otra vez -suspiró John, interrumpiéndola-. Escucha, Georgie -dijo, y se detuvo para mirarla-. No lograremos pasar de esta noche si no paras de hacer eso.

– ¿De hacer qué?

– Divagar.

Georgeanne abrió la boca sin querer y se llevó la mano al corazón con un gesto de fingida indignación.

– ¿Divago?

– Sí, y me pone de los nervios. No me importa nada ni el O'Jell de tu tía, ni que los bautistas se laven los pies, ni los pasteles de cacahuete. ¿No puedes hablar como una persona normal?

Ella bajó la vista, pero no antes de que él pudiera ver la mirada dolida de sus ojos.

– ¿No crees que hable como una persona normal?

Una punzada de culpabilidad le remordió la conciencia. No quería lastimarla, pero, al mismo tiempo, tampoco quería escucharla cotorrear durante horas.

– Tampoco es eso. Pero cuando te haga una pregunta debes darme una respuesta en tres segundos, no largarme tres minutos de sandeces que no tienen nada que ver con lo que te he preguntado.

Ella se mordisqueó el labio inferior, después dijo:

– No soy estúpida, John.

– Nunca quise decir que lo fueras -aclaró él, aunque no creía que la hubieran elegido para el discurso de despedida en esa universidad a la que según ella había asistido-. Mira, Georgie -añadió porque parecía herida-, podemos llegar a un acuerdo, si tú no divagas, yo intentaré no comportarme como un asno. -Ella frunció los labios-. ¿No me crees?

Negando con la cabeza, ella se mofó.

– Te he dicho que no soy estúpida.

John se rió. Maldición, esa chica comenzaba a gustarle.

– Vamos. -Señaló la casa con la cabeza-. Parece que te estás congelando.

– Lo estoy -confesó, caminando a su lado.

Atravesaron la arena fría sin hablar mientras la brisa les traía los sonidos del batir de las olas y los graznidos delas aves marinas. Cuando alcanzaron las escaleras que conducían a la puerta trasera de la casa de John, Georgeanne se adelantó, pero luego se volvió para enfrentarse a él.

– Yo no divago -aclaró, entrecerrando los ojos bajo el resplandor del sol poniente.

John se detuvo y la miró a los ojos que habían quedado al nivel de los suyos. Varios rizos comenzaban a secarse y se agitaban sobre su cabeza.

– Georgie, divagas -afirmó, colocándose las gafas-. Pero si te controlas podremos llevarnos muy bien. Creo que podríamos ser amigos por una noche… -Hizo una pausa y se ajustó las Ray-Ban dejando la frase inconclusa al no encontrar una palabra mejor; sabía que no la había.

– Me gustaría, John -dijo, esbozando una sonrisa seductora-. Pero me pareció oírte decir que no eras una persona amable.

– No lo soy. -Ella estaba tan cerca que sus senos casi le rozaban el tórax, casi, y se preguntó si estaría coqueteando con él otra vez.

– ¿Cómo es posible que podamos ser amigos si no eres amable conmigo?

John deslizó la mirada hacia sus labios. Se sentía tentado a demostrarle lo «agradable» que podía llegar a ser. Se sentía tentado a inclinarse sólo un poco y acariciar con su boca la de ella para saborear esos dulces labios, aceptando la invitación de su seductora sonrisa. Tentado de levantar las manos sólo unos centímetros hasta sujetarla por las caderas y apretarla contra su cuerpo. Tentado de averiguar hasta dónde dejaría ella que vagaran sus manos antes de detenerlo.

Se sentía tentado, pero no estaba loco.

– Muy sencillo. -Le colocó las manos en los hombros y la apartó a un lado-. Pasaré la noche fuera -anunció, subiendo las escaleras.

– Llévame contigo -dijo mientras lo seguía.

– No -negó con la cabeza. No iba a permitir que nadie lo viera con Georgeanne Howard. Ni siquiera una sola vez.


El agua calentaba el cuerpo frío de Georgeanne mientras se lavaba el pelo con champú. Antes de meterse en la ducha, hacía unos quince minutos, John le había pedido que acabara pronto porque él también quería ducharse antes de salir. Georgeanne tenía otros planes.

Cerrando los ojos metió la cabeza bajo el chorro de agua para enjuagar el pelo, horrorizada al pensar lo que ese champú barato estaría haciéndole a su permanente. Pensó en el bote del carísimo champú Paul Mitchell guardado en una de las maletas que había metido en el Rolls Royce de Virgil, y casi lloró cuando abrió una muestra de acondicionador que había encontrado debajo del lavabo. Un agradable perfume floral inundó la ducha mientras dejaba de pensar en el champú y el acondicionador para centrarse en su problema principal.

Ernie se había marchado por la tarde y John pensaba seguir sus pasos. Georgeanne no podría persuadir a John de que la dejara quedarse algunos días más si no estaba en casa. Cuando le había dicho que podían ser amigos, ella había sentido un alivio momentáneo que desapareció enseguida cuando anunció que se marchaba.

Georgeanne se aplicó con esmero el acondicionador antes de volver bajo el chorro de agua caliente. Durante un breve momento pensó en utilizar el sexo para persuadir a John de que se quedara en casa el resto de la noche, pero descartó la idea rápidamente. No porque encontrara la idea moralmente reprobable, sino porque no le gustaba el sexo. Las pocas veces que se había permitido mantener tal relación íntima con un hombre se había sentido muy cohibida. Tan cohibida que no lo había disfrutado.

Cuando terminó de ducharse, el agua salía fría y por un momento temió oler a jabón masculino. Se secó con rapidez y luego se puso la ropa interior, un tanga verde esmeralda y un sujetador a juego. Había comprado la seductora ropa interior para la luna de miel, pero no podía decir que lamentara que Virgil nunca la viera con ella.

El ventilador del techo había esparcido el vapor de la ducha por el cuarto de baño y la bata de seda, que le había pedido prestada a John, se le pegó a la piel húmeda al anudar el cinturón. A pesar de la suave textura de la tela, la bata era muy masculina y retenía el olor a colonia de hombre. La seda de color negro le llegaba un poco más abajo de las rodillas, y había un enorme símbolo japonés rojo y blanco bordado en el dorso.

Se pasó un peine de púas por el pelo y evitó pensar en la crema hidratante y en los polvos de Estée Lauder guardados en el coche de Virgil. Abriendo los armarios del baño, buscó cualquier artículo de belleza que pudiera usar. Sólo encontró algunos cepillos de dientes, una pasta de dientes Crest, un frasco con polvos para los pies, un bote de crema para afeitar y dos maquinillas de afeitar.

– ¿No hay nada más? -Con el ceño fruncido, se giró y rebuscó en su neceser. Apartó a un lado las píldoras anticonceptivas, que había empezado a tomar tres días antes, y cogió los cosméticos. Le parecía muy injusto que John pudiera verse genial con tan poco esfuerzo mientras que ella tenía que gastar tiempo y dinero para mejorar su aspecto.

Tomando una toalla, secó parte del espejo y miró su reflejo en medio del círculo sin vaho del cristal. Se cepilló los dientes, luego se aplicó rímel en las pestañas y colorete en las mejillas.

La sobresaltó un golpe en la puerta del cuarto de baño y casi se pintó la cara con el lápiz de labios color melocotón.

– ¿Georgie?

– ¿Sí, John?

– Necesito entrar, ¿recuerdas?

Lo recordaba la mar de bien.

– Ah, lo olvidé. -Se ahuecó el pelo alrededor de la cara con los dedos y se miró críticamente. Olía a hombre y se veía peor de lo que acostumbraba.

– ¿Tienes pensado salir esta noche?

– Dame un segundo -le dijo, lanzando los cosméticos en el neceser que había puesto sobre la tapa del inodoro. ¿Debería poner a secar las ropas mojadas en el toallero?, se preguntó mientras las recogía del suelo blanco y negro.

– Sí, claro -contestó él a través de la puerta-. ¿Vas a tardar mucho?

Georgeanne extendió cuidadosamente el sujetador y la braga mojados sobre la barra metálica, luego los cubrió con los pantalones cortos y la camiseta.

– Lista -dijo mientras abría la puerta.

– ¿No te ibas a dar una ducha rápida? -Él levantó las manos como si quisiera atrapar el vaho con ellas.

– ¿No fue rápida? Pensaba que lo había sido.

John dejó caer las manos.

– Has estado tanto tiempo ahí dentro que me asombra que no tengas la piel tan arrugada como una pasa de California. -Luego hizo lo que ella había esperado que hiciera desde el momento en que había abierto la puerta. La miró de arriba abajo. Una ligera atracción centelleó en sus ojos y ella se relajó. Estaba interesado en ella.

– ¿Acabaste con el agua caliente? -preguntó mientras un profundo ceño le oscurecía los rasgos.

Georgeanne agrandó los ojos.

– Creo que sí.

– De todas formas, ya no importa, maldita sea -juró él mientras giraba la muñeca para mirar el reloj-. Incluso saliendo ahora se acabarán las ostras antes de que llegue. -Se dio la vuelta y caminó por el pasillo hacía la sala-. Creo que me tomaré unos frutos secos con cerveza y palomitas de maíz rancias.

– Si tienes hambre, puedo cocinar algo -dijo Georgeanne mientras lo seguía.

Él la miró por encima del hombro.

– Paso.

Ella no estaba dispuesta a dejar escapar la oportunidad de impresionarlo.

– Soy una cocinera estupenda. Podría hacerte una cena riquísima en un periquete.

John se detuvo en la mitad del pasillo y se volvió hacia ella.

– No.

– Pero yo también tengo hambre -dijo, lo cual era mentira.

– ¿No comiste antes lo suficiente? -Se metió las manos en los bolsillos de los vaqueros y cambió el peso de pie-. Ernie se olvida algunas veces de que no todo el mundo come tan poco como lo hace él. Deberías habérselo dicho.

– Bueno, no quería importunar más de lo que lo había hecho -dijo, sonriendo dulcemente. Notó que él vacilaba y presionó un poquito más-. No quería herir los sentimientos de tu abuelo, pero no he comido en todo el día y me muero de hambre. Ya sé cómo son las personas mayores. Comen sopa o ensalada y dicen que es una comida completa mientras que para el resto de los mortales es sólo el primer plato.

John curvó los labios ligeramente.

Georgeanne tomó la leve sonrisa como la señal de que habían llegado a un acuerdo y se dirigió a la cocina. Para ser un deportista que admitía que no le gustaba cocinar, la cocina era sorprendentemente moderna. Abrió la nevera panelada en madera y revisó en silencio el contenido. Ernie había mencionado que la cocina estaba bien surtida y no había bromeado.

– ¿Podrías hacer atún en salsa? -preguntó John desde la puerta.

Las recetas giraron en su cabeza como un Rolodex mientras abría una alacena donde se acumulaban varios tipos de pasta y un montón de especias. Miró a John que apoyaba el hombro contra el marco de la puerta.

– ¿No me digas que quieres atún con salsa? A algunas personas les gusta mucho, pero si puedo no olerlo nunca más, sería muy feliz.

– ¿Podrías hacer un buen desayuno?

Georgeanne cerró la alacena y se giró hacia él. El cinturón negro de seda se soltó.

– Por supuesto -dijo, volviendo a atárselo con fuerza-. Pero, ¿por qué querrías desayunar con todo ese marisco en la nevera?

– Como marisco cuando quiero -contestó él con un encogimiento de hombros.

Ella había desarrollado unas magníficas habilidades culinarias durante los años que había recibido clases de cocina y tenía ganas de impresionarlo.

– ¿Estás seguro de que sólo quieres un desayuno? Hago un pesto de muerte y mis linguini con salsa de almeja están para chuparse los dedos.

– ¿Y sabes hacer tortitas con caramelo?

Decepcionada le preguntó:

– No estarás hablando en serio, ¿verdad? -Georgeanne no podía recordar que le enseñaran a hacer tortitas, pero era algo que sabía hacer de siempre. Se había criado haciéndolas-. Pensaba que querías ostras.

Él se encogió de hombros otra vez.

– Prefiero un desayuno grande y grasiento. Algo que haga subir el colesterol al estilo sureño.

Georgeanne sacudió la cabeza y volvió a abrir la nevera.

– Freiremos toda la carne de cerdo que podamos encontrar.

– ¿Nosotros?

– Sí -colocó el bacón en la encimera, luego abrió la nevera-. Necesito que cortes rodajas de bacón mientras hago las tortitas.

El hoyuelo reapareció en la bronceada mejilla cuando sonrió y se impulsó desde el marco de la puerta.

– Eso sí que puedo hacerlo.

El placer de ver su sonrisa provocó un aleteo en el estómago de Georgeanne. Colocó el paquete de salchichas en el fregadero y abrió el agua caliente. Imaginaba que con una sonrisa como ésa no tendría ningún problema en conseguir que las mujeres hicieran lo que él quisiera cuando quisiera.

– ¿Tienes novia? -le preguntó, cerrando el agua y empezando a sacar la harina y los demás ingredientes de las alacenas.

– ¿Cuántas rodajas corto? -preguntó en lugar de contestar a su pregunta.

Georgeanne lo miró por encima del hombro. Él sujetaba el bacón con una mano y tenía un cuchillo en la otra.

– Tantas como pienses comer -respondió-. ¿Vas a contestar a mi pregunta?

– No.

– ¿Por qué? -Ella mezcló harina, sal y levadura en un bol sin ni siquiera medirlos.

– Porque… -comenzó mientras cortaba un trozo de bacón-… no es asunto tuyo.

– Acuérdate de que somos amigos -le recordó, muriéndose de ganas por conocer detalles de su vida personal. Mezcló aceite en spray con la harina y añadió-: Los amigos se lo cuentan todo.

Paró de cortar y la buscó con sus ojos azules.

– Contestaré a tu pregunta si tú contestas a una mía.

– De acuerdo -dijo, creyendo que siempre podría decir una mentirijilla inocente si se veía obligada.

– No. No tengo novia.

Por alguna razón su confesión hizo que el aleteo en su estómago se intensificara.

– Ahora es tu turno. -Se metió un pedazo de bacón en la boca antes de preguntar-: ¿Cuánto tiempo hace que conoces a Virgil?

Georgeanne sopesó la pregunta moviéndose por detrás de John para coger la leche de la nevera. ¿Debería mentir?, ¿debería decir la verdad?, ¿o quizá ninguna de las dos cosas?

– Casi un mes -contestó con sinceridad y agregó un chorrito de leche al bol.

– Ah -dijo él con una sonrisa lacónica-. Amor a primera vista.

Al oír su tono suave y condescendiente, se dirigió hacia él señalándolo con la cuchara de madera.

– ¿No crees en el amor a primera vista? -Apoyó el bol en su cadera izquierda y lo batió como había visto hacer a su abuela miles de veces antes, como ella misma había hecho más veces de las que podía recordar.

– No. -John negó con la cabeza y comenzó a cortar rodajas de bacón otra vez-. Especialmente si se trata de una mujer como tú y un hombre tan viejo como Virgil.

– ¿Una mujer como yo? ¿Qué se supone que quieres decir?

– Ya sabes lo que quiero decir.

– No -dijo, aunque se hacía una idea-. No sé de qué hablas.

– Vamos. -El frunció el ceño y la miró-. Una chica joven y atractiva a la que le gusta… hum. -Se interrumpió y señaló con el cuchillo el dedo de Georgeanne-. Sólo hay una razón por la que una chica como tú se casa con un hombre que se hace la raya del pelo por encima de la oreja.

– Me gustaba Virgil -se defendió y batió la masa hasta conseguir una pelota densa.

Él arqueó una ceja con escepticismo.

– Quieres decir que te gustaba su dinero.

– Eso no es cierto. Puede ser encantador.

– También puede ser un autentico hijo de puta, pero teniendo en cuenta que sólo lo conoces desde hace un mes, puede que no lo sepas.

Procurando no perder los estribos y lanzarle otra vez algo, estropeando de paso la oportunidad de recibir la invitación de quedarse unos días más, Georgeanne colocó el bol en la encimera.

– ¿Por qué saliste corriendo de la boda?

No estaba dispuesta a confesarle a él sus razones.

– Simplemente cambié de idea, eso es todo.

– ¿O porque al final te diste cuenta de que ibas a tener que mantener relaciones sexuales con un hombre lo suficientemente viejo como para ser tu abuelo durante el resto de tu vida?

Georgeanne cruzó los brazos y lo miró con el ceño fruncido.

– Ésta es la segunda vez que sacas el tema. ¿Por qué estás tan fascinado por la relación que tengo con Virgil?

– No estoy fascinado. Sólo siento curiosidad -la corrigió, y continuó cortando algunas lonchas de bacón más, antes de soltar el cuchillo.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que quizá no he tenido relaciones sexuales con Virgil?

– No.

– Bueno, pues no las tuve.

– Gilipolleces.

Georgeanne dejó caer las manos a los costados y cerró los puños.

– Tienes una mente y una boca muy sucias.

Impasible, John se encogió de hombros y apoyó una cadera en el borde de la encimera.

– Virgil Duffy no se hizo millonario dejando nada al azar. No habría pagado por tener una simpática joven en la cama sin catarla antes.

Georgeanne quiso gritarle a la cara que Virgil no había pagado por ella, pero lo había hecho. Sólo que no había recibido retribución a cambio de su inversión. Si se hubiesen casado, sí la habría tenido.

– No me acosté con él -insistió sin saber si sentirse enojada o dolida porque la hubiera juzgado tan mal.

John alzó ligeramente las comisuras de los labios y un mechón de su espeso pelo negro le cayó sobre la frente cuando negó con la cabeza.

– Escucha, cariño, no me importa si te acostaste con Virgil.

– ¿Entonces por qué sigues dándole vueltas al tema? -preguntó, y se recordó a sí misma que no importaba lo exasperante que John se mostrara, no podía perder los estribos con él otra vez.

– Porque creo que no te das cuenta de lo que has hecho. Virgil es un hombre muy rico y poderoso. Y lo has humillado.

– Lo sé. -Ella bajó la mirada a la pechera de su camiseta sin mangas-. Pensaba llamarle mañana y disculparme.

– Mala idea

Ella lo miró a los ojos.

– ¿Demasiado pronto?

– Oh, sí. Y el año que viene también será muy pronto. Si yo fuera tú, sacaría el culo de este estado. Y tan pronto como fuera posible.

Georgeanne dio un paso adelante, deteniéndose a varios centímetros del pecho de John y lo miró como si estuviera asustada, cuando la verdad era que Virgil Duffy no la asustaba ni un poquito. Lamentaba lo que le había hecho ese día, pero sabía que lo superaría. No la amaba. Sólo quería poseerla y no pretendía enfrentarse a él esa noche. En especial cuando tenía una preocupación más urgente: cómo conseguir una invitación de John antes de que se hiciera vieja.

– ¿Qué es lo que va a hacer? -preguntó, arrastrando la voz-. ¿Contratar a alguien para matarme?

– Dudo que llegara a esos extremos -respondió, bajando la mirada a la boca de Georgeanne-. Pero podría hacer que fueras una niña muy infeliz.

– No soy una niña -susurró y se le acercó lentamente-. ¿O no lo has notado?

John se apartó de la encimera y la miró a la cara.

– No soy ni ciego, ni retrasado. Claro que lo he notado -dijo, deslizándole la mano alrededor de la cintura hacia el hueco de la espalda-. He notado muchas cosas de ti y si te quitas esa bata, estoy seguro de que me harías un hombre sonriente y feliz. -Le deslizó los dedos por la espalda, rozándola entre los hombros.

Aunque John estaba cerca, Georgeanne no se sentía amenazada. Su ancho pecho y sus grandes brazos le recordaban su fuerza, pero sabía instintivamente que podría echarse para atrás en cualquier momento.

– Bomboncito, si dejo caer la bata, la sonrisa que se te pondría en la cara no se borraría ni con cirugía -bromeó, exudando seducción sureña en la voz.

Él le bajó la mano al trasero y le ahuecó una nalga. La estaba desafiando con la mirada a que lo detuviera. La estaba retando, tanteándola para saber hasta donde le dejaba llegar.

– Caramba, bien podrías valer un poco de cirugía -dijo al final, aliviando la tensión.

Georgeanne se quedó paralizada durante un instante al sentir la suavidad de la caricia. A pesar de que le acariciaba el trasero y las puntas de sus senos le rozaban el tórax, ella no se sentía ni manoseada ni presionada. Se relajó un poco y le apretó las palmas de las manos contra el pecho.

Sintió bajo las manos sus definidos músculos.

– Pero no vales mi carrera -dijo él, soltándola.

– ¿Tu carrera? -Georgeanne se puso de puntillas y le prodigó unos besos suaves en la comisura de sus labios-. ¿De qué estás hablando? -preguntó disponiéndose a escapar si él hacía algo que no quería.

– De ti -contestó contra sus labios-. Me harías pasar un buen rato, nena, pero eres perjudicial para un hombre como yo.

– ¿Eso crees?

– Me cuesta mucho decir que no a cualquier cosa desmedida, satinada, o pecaminosa.

Georgeanne sonrió.

– ¿Y cuál de ellas va por mí?

John se rió entre dientes contra su boca.

– Georgie nena, creo que eres las tres cosas a la vez y me gustaría enterarme de lo mala que puedes llegar a ser, pero no va a pasar.

– ¿Qué es lo que no va a pasar? -preguntó intrigada.

Se echó hacia atrás lo suficiente como para verle la cara.

– Algo salvaje y pecaminoso.

– ¿Qué?

– Sexo.

Un enorme alivio la atravesó.

– Creo que hoy no es mi día de suerte -dijo en un tono insinuante a la vez que intentaba ocultar una gran sonrisa, aunque fracasó estrepitosamente.

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