Capítulo 6

Seattle

Junio de 1996

Escapando del caos de la cocina, Georgeanne observó el salón del banquete una última vez. Con ojo crítico escudriñó las treinta y siete mesas con manteles de lino cuidadosamente distribuidas por la habitación. En el centro de cada mesa, los vasos de cristal tallado estaban estratégicamente colocados con una variada colección de velas flotantes en color rosa y hojas de helecho.

Mae la acusaba de ser una obsesa y una posesa o las dos cosas a la vez. A Georgeanne todavía le dolían los dedos por la cera caliente, pero sólo con mirar las mesas sabía que toda la angustia, el dolor y el caos habían valido la pena. Había creado algo bello y único. Ella, Georgeanne Howard, la chica que había sido educada para depender de los demás se las había arreglado muy bien para ganarse la vida. Y lo había hecho por sí misma. Había aprendido técnicas para superar la dislexia. Ya no ocultaba su problema, pero tampoco hablaba de ello con todo el mundo. Lo había ocultado durante demasiados años para de repente anunciarlo a bombo y platillo.

Había vencido todos los obstáculos y con veintinueve años era socia en un exitoso negocio de catering y poseía una casita modesta en Bellevue. Estaba muy satisfecha de todo lo que la niña retrasada de Texas había logrado conseguir. Había caminado a través del fuego purificando su alma, pero había sobrevivido. Ahora era una persona más fuerte, quizá menos confiada y sumamente renuente a ofrecerle el corazón en bandeja de nuevo a un hombre, pero no consideraba que la falta de esas dos cualidades fuera impedimento para alcanzar la felicidad. Había aprendido la lección de la forma más difícil y aunque prefería donar un riñón a volver a la vida que llevaba antes de entrar en Catering Heron hacía siete años, en ese momento era quien era por lo que le había sucedido entonces. No le gustaba pensar en el pasado. Su vida era perfecta en ese momento y estaba llena de cosas que amaba.

Había nacido y crecido en Texas, pero se había sentido atraída por Seattle con mucha rapidez. Amaba la ciudad rocosa rodeada de montañas y agua. Había tardado años en acostumbrarse a la lluvia, pero como a la mayoría de los nativos ahora ya no la molestaba. Amaba las sensaciones táctiles que experimentaba en el mercado de Pike Place y los colores vibrantes del noroeste del Pacífico.

Georgeanne levantó el brazo para tirar del puño de la chaqueta del esmoquin, y se miró el reloj. En otra parte del viejo hotel sus ayudantes cortaban rodajas de pepino y las colocaban encima del salmón, rellenaban setas y copas de champán para los trescientos invitados que, en media hora, llegarían al salón del banquete y cenarían scallopini de ternera, patatas nuevas con mantequilla y ensalada de escarola y berros.

Alcanzó una copa y le quitó la servilleta que había dentro. Le temblaban las manos cuando recolocó la servilleta blanca con forma de rosa. Estaba nerviosa. Más de lo que solía estar. Mae y ella habían hecho caterings para trescientas personas con anterioridad sin ningún problema. Pero nunca habían atendido a la Fundación Harrison. Y nunca habían servido un catering para un promotor que cobrara quinientos dólares por cubierto. Oh, bueno, en realidad sabía que los invitados no pagaban esa cantidad sólo por la comida. El dinero recaudado esa noche sería para el Hospital Infantil y para el Centro Médico. Aún así, al pensar que todas aquellas personas pagarían todo ese dinero por un pedazo de ternera le daba taquicardia.

Se abrió una puerta y apareció Mae.

– Sabía que te encontraría aquí dentro -dijo, caminando hacia Georgeanne. Llevaba en la mano la carpeta verde que contenía la lista de trabajo y las órdenes de compra junto con un inventario de todos los suministros y los recibos.

Georgeanne sonrió a su mejor amiga y socia y colocó la servilleta doblada de nuevo en la copa.

– ¿Cómo van las cosas en la cocina?

– Oh, el nuevo ayudante del chef se bebió todo ese vino blanco especial que compraste para la ternera.

Georgeanne sintió un vuelco en el estómago.

– Dime que no estás hablando en serio.

– Es una broma.

– ¿De verdad?

– De verdad.

– Pues no tiene gracia. -Georgeanne suspiró aliviada cuando Mae se acercó a ella.

– Puede que no. Pero necesitas relajarte.

– No podré relajarme hasta que esté en casa -dijo Georgeanne ajustando la rosa de la solapa del esmoquin de Mae.

Aunque iban vestidas con la misma ropa, físicamente eran opuestas por completo. Mae tenía la piel suave como la porcelana de las rubias naturales y, con su uno cincuenta y cinco de estatura, era tan delgada como una bailarina. Georgeanne siempre había envidiado el metabolismo de Mae que le permitía comer casi cualquier cosa sin engordar ni un gramo.

– Todo va según el horario previsto. No te pongas histérica, ni corras por ahí, tal como lo hiciste en la boda de Angela Everett.

Georgeanne frunció el ceño y caminó hacia la puerta lateral.

– Aún me gustaría echarle mano al pequeño caniche azul de la abuela Everett.

Mae se rió caminando al lado de Georgeanne.

– Nunca olvidaré esa noche. Estaba en el buffet y te oía chillar en la cocina. Después te arrepentiste toda la noche. -Bajó el tono de voz, e imitó el acento sureño de Georgeanne-. ¡Un perro se comió mis pelotas!

– Dije «albóndigas» [3].

– No. No lo hiciste. Luego te sentaste y clavaste los ojos en la bandeja vacía durante diez minutos.

Georgeanne no lo recordaba de esa manera. Pero incluso ella tenía que admitir que aún no era demasiado buena controlando ese tipo de estrés. Aunque había mejorado bastante.

– Eres una pésima mentirosa, Mae Heron -le dijo, cogiendo la coleta de su amiga y dándole un pequeño tirón, luego volvió a mirar la estancia. La porcelana china estaba brillante, la cubertería de plata reluciente y las servilletas dobladas como si centenares de rosas blancas flotaran sobre las mesas.

Georgeanne estaba sumamente satisfecha consigo misma.


Con el ceño fruncido John Kowalsky se inclinó ligeramente hacia adelante en la silla y miró más de cerca la servilleta que rellenaba su copa. Parecía ser un pájaro o una piña. No estaba seguro.

– Oh, esto es encantador -suspiró Jenny Lange, su pareja esa noche. El recorrió con la mirada el brillante cabello rubio y tuvo que admitir que Jenny le había gustado bastante más el día que la había invitado a salir. Era fotógrafa y la había conocido hacía dos semanas cuando fue a fotografiar para una revista de diseño la casa flotante donde vivía. No la conocía demasiado bien. Parecía una mujer agradable, pero incluso antes de llegar a la cena benéfica había descubierto que no se sentía atraído por ella. Ni un poquito. No por culpa de ella, sino de él.

Volvió a centrar la atención en la servilleta, la sacó del vaso y se la colocó en el regazo. Últimamente había estado pensando en casarse otra vez. Había hablado con Ernie sobre eso. Tal vez esa cena benéfica había despertado algo que permanecía dormido en él. O tal vez fuera porque acababa de cumplir los treinta y cinco; pero lo cierto era que había estado pensando en buscar esposa y tener hijos. Había pensado en Toby, había pensado en él más de lo que lo hacía habitualmente.

John se inclinó en la silla, echó a un lado la solapa de la chaqueta del traje gris carbón de Hugo Boss y se metió la mano en el bolsillo de los pantalones. Quería ser padre otra vez. Quería oír esa palabra, «papá», refiriéndose a él. Quería enseñar a su hijo a patinar tal como le había enseñado Ernie a él. Como cualquier otro padre del mundo, quería estar despierto en Nochebuena y regalar triciclos, bicicletas y coches de carreras. Quería vestir a su hijo de vampiro, o de pirata, y hacer con él «el truco o trato». Pero cuando miraba a Jenny sabía que ella no iba a ser la madre de sus hijos. Le recordaba a Jodie Foster y siempre había pensado que Jodie se parecía un poco a un lagarto. Y no quería que sus hijos parecieran lagartos.

Un camarero interrumpió sus pensamientos y le preguntó si quería vino. John no contestó, luego se inclinó hacia adelante y puso la copa sobre el mantel al revés.

– ¿No bebes? -le preguntó Jenny.

– Claro -contestó, y sacando la mano del bolsillo alcanzó el vaso que había traído desde el cóctel.

– Bebo gaseosa con lima.

– ¿No bebes alcohol?

– No. Ya no. -Dejó el vaso cuando otro camarero le puso un plato de ensalada delante. Llevaba sin beber cuatro años, y sabía que no bebería nunca más. El alcohol lo había convertido en una mierda y al final había acabado cansándose de todo eso.

La noche que batió a los Philadelphia llevándose por delante a Danny Shanahan fue la noche que tocó fondo. Algunos pensaban que Danny, «el Sucio», había obtenido lo que se merecía. Pero John no. Cuando miró al hombre tendido en el hielo, supo que había perdido el control. Le había destrozado las espinillas y le había codeado las costillas más veces de las que recordaba. Había sido una masacre. Pero esa noche se había roto algo en su interior. Antes de que se hubiera percatado de lo que estaba haciendo, había tirado los guantes y se había liado a puñetazos con Shanahan. Danny había recibido una contusión y un viaje a la enfermería. John había sido expulsado y suspendido por seis partidos. A la mañana siguiente se había despertado en la cama de un hotel con una botella vacía de Jack Daniels y con dos mujeres desnudas. Cuando había mirado el techo, asqueado de sí mismo y tratando de recordar la noche anterior, supo que tenía que detenerse.

Desde entonces no bebía. Y nunca había querido volver a hacerlo. Ahora, cuando se acostaba con una mujer recordaba su nombre al despertarse por la mañana. De hecho, sabía casi todo sobre ella antes de llevarla a la cama. Sí, ahora tenía cuidado. Tenía suerte de estar vivo y lo sabía.

– ¿No está precioso el salón? -preguntó Jenny.

John recorrió la mesa con la mirada, luego el estrado que tenían delante. Todas esas flores y velas eran demasiado recargadas y olorosas para su gusto.

– Claro. Queda muy bien -dijo, comiéndose la ensalada. Al terminar, le retiraron el plato y le colocaron otro delante. Había asistido a un montón de banquetes benéficos a lo largo de su vida. También había comido un montón de comida mala en ellos. Pero esta noche la comida era buena; escasa, pero buena. Mucho mejor que el año anterior. En aquella ocasión habían servido un pollo relleno con piñones secos tan duro como los discos de hockey. Pero claro, allí no se iba por la comida. Se iba para soltar dinero. Mucho dinero. Muy poca gente estaba al corriente de la filantropía de John y quería que siguiera siendo así. Hacía eso por su hijo y era parte de su vida privada.

– ¿Qué opinas de que los Avalanche ganen la Copa Stanley? -le preguntó Jenny cuando ya iban por el postre.

John creía que preguntaba para darle conversación. Ella no quería saber lo que él pensaba en realidad, así que se tragó su opinión y fue diplomático.

– Tienen un buen portero. Siempre se puede contar con Roy para desempatar los partidos y salvar el culo. -Se encogió de hombros-. Tienen a algunos buenos defensas, pero Claude Lemieux es un niñato cobarde y marica -alcanzó la cuchara de postre y la miró-; es probable que lleguen a la final en la próxima liga -y él los estaría esperando porque John esperaba estar allí luchando también por la Copa.

Comenzó a recorrer el salón con la mirada, buscando a la presidenta de la Fundación Harrison. Normalmente Ruth Harrison subía primero al estrado y luego recorría las mesas. La divisó a dos mesas de distancia hablando con una mujer. La mujer, que le daba la espalda a John, destacaba entre los vestidos de seda que tenía alrededor. Llevaba puesto un esmoquin y rezumaba elegancia, más que la propia presidenta. Tenía el pelo peinado hacia atrás sujeto en la nuca con un lazo negro. Desde el recogido, suaves rizos oscuros caían sobre sus hombros. Era alta, y cuando se mostró de perfil, John se atragantó con el sorbete.

– Jesús -dijo casi sin voz.

– ¿Estás bien? -preguntó Jenny, colocándole la mano con preocupación en el hombro.

No podía contestar. Sólo podía mirarla fijamente, sintiendo como si le hubieran golpeado la frente con un stick. Cuando la había dejado en el Sea-Tac hacía siete años, no había pensado que se volverían a encontrar. Recordó la última vez que la había visto: una muñequita voluptuosa con un pequeño vestido rosa. Recordaba bastante más de ella, y lo que recordó le hizo esbozar una sonrisa. Por razones que no podía recordar en ese momento no había estado borracho la noche que había pasado con ella. Pero creía que no tenía importancia si había bebido o no porque, borracho o sobrio, Georgeanne Howard no era el tipo de mujer que un hombre pudiera olvidar.

– ¿Qué ocurre, John?

– Ahh… nada. -Miró a Jenny, luego volvió la mirada a la mujer que le había causado tantas molestias al fugarse de su propia boda. Tras ese desafortunado día, Virgil Duffy había desaparecido del país durante ocho meses. El verano siguiente, los entrenamientos de los Chinooks habían estado llenos de especulaciones. Algunos jugadores pensaban que la novia de Virgil había sido secuestrada, otros tenían varios tipos de hipótesis sobre su escapada. Y también estaba Hugh Miner que creía que en vez de casarse con Virgil ella se había suicidado en el cuarto de baño y que Virgil lo había ocultado. Sólo John sabía la verdad, pero había sido el único de los Chinooks que no había hablado.

– ¿John?

Ella estaba allí, en medio del salón, tan bella como la recordaba. Tal vez más. Quizá fuera el esmoquin que parecía resaltar las curvas de su cuerpo en vez de ocultarlas. O tal vez era la luz que iluminaba su pelo oscuro, o el definido perfil de esos labios carnosos. No sabía si era sólo una de esas cosas o todas a la vez, pero descubrió que cuanto más la miraba, más profunda era su curiosidad. Se preguntó qué estaría haciendo en Seattle. ¿Qué habría sido de su vida? ¿Habría encontrado a algún ricachón con el que casarse?

– ¿John?

Devolvió la atención a su pareja de esa noche.

– ¿Pasa algo? -preguntó ella.

– No. Nada. -Volvió a mirar a Georgeanne otra vez y la observó colocar un bolso negro sobre la mesa. Extendió la mano para estrechársela a Ruth Harrison. Luego sonrió, agarró el bolso y dando media vuelta, se marchó.

– Discúlpame, Jenny -dijo, poniéndose en pie-. Vuelvo enseguida.

Siguió a Georgeanne mientras ella se abría paso con dificultad entre las mesas sin perderla de vista.

– Perdón -dijo, abriéndose paso a empujones entre dos ancianos.

La alcanzó cuando estaba a punto de abrir una puerta lateral.

– Georgie -dijo cuando la mano de Georgeanne alcanzaba el pomo de latón.

Ella se detuvo, lo miró por encima del hombro y luego se lo quedó mirando durante cinco largos segundos antes de abrir la boca lentamente.

– Creo que nos conocemos -dijo él.

Ella cerró la boca. Sus ojos verdes parecían enormes como si la hubieran sorprendido cometiendo un delito.

– ¿No me recuerdas?

Ella no contestó. Sólo siguió mirándolo.

– Soy John Kowalsky. Nos conocimos el día que huiste de tu boda -le explicó, aunque se preguntaba cómo podría olvidarse de ese desastre en particular-. Te recogí y nosotros…

– Sí -lo interrumpió ella-. Te recuerdo. -Después no dijo nada más, y John se preguntó si su memoria lo estaría engañando porque según recordaba era una charlatana incorregible.

– Oh, bien -dijo para cubrir el embarazoso silencio que se extendió entre ellos-. ¿Qué haces en Seattle?

– Trabajo. -Ella respiró profundamente, lo que elevó sus senos, luego dijo a toda prisa al tiempo que expulsaba el aire-. Bueno, tengo que irme -y se giró tan rápidamente que chocó contra la puerta cerrada. La madera traqueteó ruidosamente y el bolso se le cayó de la mano, esparciéndose parte del contenido por el suelo-. Es que nada me sale bien… -dijo ella entre dientes con el arrastrado acento sureño que John recordaba tan bien, agachándose para recuperar las cosas.

John se acuclilló y recogió un lápiz de labios y una pluma. Se los tendió con la mano abierta.

– Aquí tienes.

Georgeanne levantó la vista y sus ojos se perdieron en los de él. Estuvieron así varios segundos, luego cogió el lápiz de labios y la pluma. Sus dedos rozaron la palma de su mano.

– Gracias -susurró, y apartó súbitamente la mano como si se hubiera quemado. Luego se levantó y abrió la puerta.

– Espera un momento -le dijo él, recogiendo del suelo una chequera que no habían visto. En el tiempo que le llevó recogerla y levantarse, ella se había esfumado. La puerta se cerró de golpe haciendo que John se sintiera idiota perdido. Ella se había comportado como si le tuviera miedo. Y la verdad era que aunque no recordaba todos los detalles de la noche que habían pasado juntos, sí se acordaría de haberle hecho daño. Antes de admitir siquiera la posibilidad, la descartó por absurda. Ni siquiera borracho como una cuba habría lastimado a una mujer.

Perplejo, se dio la vuelta y caminó lentamente hacia la mesa. No podía creer que ella hubiera huido de él. Los recuerdos que tenía de Georgeanne no eran en absoluto desagradables. Habían compartido una noche de sexo salvaje, luego le había comprado un billete de avión para que se fuera a casa. Bueno, sabía que había herido sus sentimientos, pero en aquel momento de su vida fue lo mejor que pudo haber hecho.

John miró la chequera que tenía en la mano y la abrió. Se sorprendió de que sus cheques estuvieran pintados con ceras de niños. Dirigió la mirada a la esquina superior izquierda y todavía se sorprendió más al ver que su apellido no había cambiado: seguía siendo Georgeanne Howard y vivía en Bellevue.

Las preguntas se le agolparon en la cabeza, pero no tenía respuesta para ninguna de ellas. Sin importar cuál fuera la razón estaba claro que no quería verlo. Se metió la chequera en el bolsillo de la chaqueta. Se la mandaría el lunes por correo.


Georgeanne subió apurada la acera flanqueada por prímulas coloridas y pensamientos púrpuras. Cerró la mano en el picaporte de la puerta mientras introducía la llave en la cerradura. La caótica mezcla de hortensias que había plantado delante de la casa se desparramaba por el césped. Aún se sentía atemorizada y demasiado tensa. Sabía que el miedo no desaparecería hasta estar a salvo en casa.

– Lexie -gritó al abrir la puerta. Miró hacia la izquierda y su corazón se calmó un poco. Su hija de seis años estaba sentada en el sofá rodeada por cuatro perros dálmatas de peluche. En la televisión Cruella De Vil se reía malvadamente y sus ojos rojos resplandecían mientras conducía el coche por un paisaje nevado. Sentada junto a los peluches, Rhonda, la hija de sus vecinos que hacía de canguro, miró a Georgeanne. El piercing de su nariz atrapó un destello de luz y el pelo rojo le brilló como vino tinto. Rhonda parecía rara, pero era una chica agradable y una canguro maravillosa.

– ¿Cómo fue todo esta noche? -preguntó Rhonda, levantándose.

– Genial -mintió Georgeanne mientras abría el bolso y cogía la cartera.

– ¿Qué tal con Lexie?

– Se portó muy bien. Jugamos un rato con las Barbies y luego se comió los macarrones con queso y las salchichas que dejaste preparados.

Georgeanne le dio a Rhonda quince dólares.

– Gracias por venir esta noche.

– Cuando quieras. Lexie es una niña bastante tranquila. -Levantó la mano para despedirse-. Nos vemos.

– Adiós, Rhonda. -Georgeanne sonrió al apartarse para dejar salir a la canguro. Luego se sentó en el sofá de color melocotón con flores verdes al lado de su hija. Respiró profundamente y dejó salir el aire con lentitud.

«El no lo sabe -se dijo a sí misma-. Y aunque lo supiera, lo más probable es que no le importe nada».

– Oye, cariño -dijo palmeando a Lexie en el muslo-. Ya estoy en casa.

– Lo sé. Me gusta esta parte -la informó Lexie sin apartar los ojos de la tele-. Es mi parte favorita. Me gusta Roily, es el mejor. Es el gordito.

Georgeanne le colocó a Lexie varios mechones del pelo detrás de la oreja. Quería coger en volandas a su hija y abrazarla con fuerza; en lugar de hacer eso le dijo:

– Si me das un besito, te dejaré en paz.

Lexie se giró automáticamente, levantó la cara y frunció los labios pintados de un color rojo oscuro. Georgeanne la besó, luego sujetó la barbilla de Lexie con la mano.

– ¿Has cogido mi barra de labios otra vez?

– No, mami, ésta es mía.

– Tú no tienes ninguna tan roja.

– Ajá. Teno una.

– ¿De dónde la sacaste? -Georgeanne miró fijamente la sombra púrpura oscura que Lexie se había aplicado generosamente en los párpados. Brillantes rosetones le coloreaban las mejillas, y estaba literalmente bañada en el perfume de Campanilla.

– La encontré.

– No me mientas. Sabes que no me gusta que lo hagas.

El labio inferior de Lexie tembló ligeramente.

– Me olvido de esas cosas -gimió dramáticamente-. ¡Creo que necesito una medicina para la memoria!

Georgeanne se mordió el interior de la mejilla para no reírse. Como Mae decía con afecto, Lexie era una cuentista nata. Y por lo que decía Mae, ella conocía muy bien a los cuentistas. Su hermano, Ray, también lo había sido.

– Esas medicinas son inyecciones -le advirtió Georgeanne.

El labio de Lexie dejó de temblar y agrandó los ojos.

– Quizá te acuerdes de no coger mis cosas sin tomar medicinas.

– De acuerdo -convino con demasiada facilidad.

– Porque si no lo haces, consideraré que has roto nuestro trato -advirtió Georgeanne, en referencia al acuerdo al que habían llegado hacía unos meses. Los fines de semana, Lexie podía vestirse como quisiera y llevar puesto tanto maquillaje como su pequeño corazón deseara. Pero durante la semana tenía que llevar la cara limpia y vestirse con la ropa que su madre escogiera. Hasta ese momento el trato había funcionado.

Lexie se volvía loca con los cosméticos. Le encantaban y pensaba que cuanto más, mejor. Los vecinos se la quedaban mirando cuando montaba la bicicleta por la acera, especialmente si llevaba puesta la boa verde limón que Mae le había regalado. Llevarla al supermercado o al jardín la solía avergonzar, pero sólo tenía que soportarlo los fines de semana. Y era más fácil vivir con el trato que habían hecho que con las luchas que tenían cada mañana para que Lexie se vistiera.

La amenaza de no dejarla usar más maquillaje obtuvo la atención de Lexie.

– Te lo prometo, mami.

– De acuerdo, pero sólo porque estoy loca por ti -dijo Georgeanne, luego la besó en la frente.

– Yo también estoy loca por ti -repitió Lexie.

Georgeanne se levantó del sofá.

– Estaré en mi dormitorio si me necesitas. -Lexie asintió con la cabeza y volvió a centrar la atención en los perros dálmatas de la tele.

Georgeanne recorrió el pasillo, pasó por dejante de un baño pequeño y luego entró en su dormitorio. Se quitó la chaqueta del esmoquin y la dejó caer en una chaise longe de rayas rosas y blancas.

John no sabía nada de Lexie. No podía saberlo. Georgeanne había reaccionado exageradamente y lo más probable era que él hubiera pensado que era una lunática. Pero verle otra vez había sido todo un shock. Siempre había intentado evitar a John por todos los medios. No se movía en el mismo círculo social y nunca había asistido a un partido de los Chinooks, lo cual no era un sacrificio porque encontraba el hockey espantosamente violento. Por temor a toparse con él, Catering Heron nunca proveía a acontecimientos deportivos, lo cual no molestaba a Mae porque odiaba a los deportistas. Pero ni en un millón de años hubiera pensado que podría encontrárselo en una cena benéfica para hospitales.

Georgeanne se dejó caer sobre la colcha de flores que cubría su cama. No le gustaba pensar en John, pero olvidarse de él completamente era imposible. A veces iba por el supermercado y veía su apuesta cara mirándola desde la portada de una revista deportiva. Seattle estaba loco por los Chinooks y por John «Muro» Kowalsky. Durante la temporada de hockey podía verlo en los telediarios nocturnos empujando a otros hombres contra las barreras. Lo veía en los anuncios de televisión locales y había visto su cara en una valla publicitaria anunciando leche; eso había sido una gran sorpresa. Algunas veces el olor de cierta colonia, o el sonido de las olas le recordaban a cierta playa arenosa donde se había perdido en sus ojos azul oscuro. Los recuerdos ya no le dolían como lo hacían antes. Ni tampoco el corazón. Pero aun así tuvo que hacer un esfuerzo para apartar las imágenes que invadían su mente. Tenía que olvidarse de ese hombre. No le gustaba recordarlo.

Siempre había pensado que Seattle era lo suficientemente grande para los dos. Que si hacía todo lo posible por evitarle, nunca se lo encontraría. Pero si bien no había creído que ocurriría, había una parte de ella que siempre se había preguntado qué diría él si la viese de nuevo. Por supuesto, había sabido lo que ella diría. Siempre se había imaginado actuando con indiferencia. Luego le diría tan fría como una mañana de diciembre: «¿John? ¿John qué? Lo siento, no te recuerdo. No es nada personal».

Pero no había ocurrido así. Había oído a alguien llamarla con el nombre que no había usado en siete años, el nombre que no asociaba a la mujer que era ahora, y había mirado al hombre que lo había usado. Durante unos instantes su cerebro no había procesado lo que sus ojos habían visto. Luego fue como recibir una jarra de agua fría. Había aflorado el instinto de protección y había huido literalmente.

No, sin antes haber mirado esos ojos azules y tocado accidentalmente su mano. Había sentido la cálida textura de la palma bajo los dedos, había visto la sonrisa curiosa de sus labios y había recordado la caricia de esa boca amoldándose a la suya. Estaba tal y como lo recordaba, pero parecía mayor y la edad le había grabado multitud de líneas en las comisuras de los ojos. Era todavía muy apuesto y durante unos breves segundos había olvidado que lo odiaba.

Georgeanne se levantó y se acercó al tocador atravesando la habitación. Se llevó la mano a la camisa del esmoquin y la desabrochó. La gente a menudo comentaba que Lexie se parecía a Georgeanne, pero Lexie, con el pelo oscuro y los ojos azules, se parecía a su padre. Tenía el mismo tono azul en los ojos y las mismas pestañas largas y gruesas. Su nariz tenía la misma forma y cuando sonreía aparecía un hoyuelo en su mejilla derecha, idéntico al de John.

Se sacó la camisa de los pantalones y se desabrochó los puños. Lexie era lo más importante de la vida de Georgeanne. Era su corazón y el simple pensamiento de perderla era insoportable. Georgeanne estaba asustada. Más de lo que lo había estado en mucho tiempo. Ahora que John sabía que vivía en Seattle podría encontrar a Lexie. Todo lo que tenía que hacer era preguntar en la Fundación Harrison y daría con Georgeanne.

«Pero, ¿por qué querría buscarme John?», se preguntó. Se había deshecho de ella en el aeropuerto siete años atrás cuando era dolorosamente evidente lo que Georgeanne sentía por él. E incluso si él se enteraba de la existencia de su hija, lo más probable era que no quisiera saber nada de ella. Era una estrella del hockey. ¿Para qué querría una hijita?

Sólo estaba siendo paranoica.


A la mañana siguiente Lexie se terminó sus cereales y puso la taza en el fregadero. Desde la parte trasera de la casa podía oír a su mamá abrir el grifo y supo que tendría que esperar un buen rato antes de que saliesen al parque. A su mamá le encantaba tomar largas duchas.

Sonó el timbre de la puerta y atravesó el salón arrastrando la boa por el suelo. Se acercó al ventanal delantero y apartó a un lado la cortina. Un hombre en vaqueros y con una camisa de rayas estaba de pie en el porche. Lexie clavó los ojos en él por un momento, luego dejó caer la cortina. Se enredó la boa alrededor de su cuello y atravesó la habitación hacia la puerta principal. Se suponía que no debía abrir la puerta a los desconocidos, pero aunque el hombre que estaba en el porche llevaba puestas gafas de sol no era un desconocido. Sabía quién era. Lo había visto en la tele y, el año anterior, el señor «Muro» y sus amigos habían ido a la escuela para regalar a los niños camisetas, libretas y otras cosas con sus nombres. Lexie había estado muy atrás y no había podido quedarse con nada.

«Probablemente haya venido a traerme algo ahora», pensó mientras abría la puerta. Luego miró hacia arriba, muy arriba.

John se quitó las gafas de sol y las metió en el bolsillo de la camisa. La puerta estaba abierta y miró hacia abajo, muy abajo. Le sorprendió encontrar a una niña en casa de Georgeanne casi tanto como la pinta de la niña, y se quedó mirando fijamente unas botas vaqueras de color rosa de piel de serpiente, una minifalda rosa, una camiseta de puntos púrpura y una descabellada boa verde alrededor de su cuello. Pero esa ropa tan chillona no era nada comparado con su cara.

– Ah, hola -le dijo, mirando asombrado la sombra de ojos azul, las brillantes mejillas rosadas y los labios rojos y brillantes-. Estoy buscando a Georgeanne Howard.

– Mi mamá está en la ducha, pero puede pasar. -Ella se giró y caminó hacia el salón. La coleta de la parte posterior de la cabeza se balanceó al ritmo de las botas.

– ¿Estás segura? -John no sabía mucho de niños y menos de niñas, pero sabía que se suponía que no invitaban a los extraños a entrar en casa-. A Georgeanne podría no gustarle que me dejes entrar -dijo él, pero entonces, se dio cuenta de que a ella probablemente no le gustaría encontrarlo en su casa estuviera en la ducha o no.

La niñita lo miró por encima del hombro.

– No le importará. Voy a por mis cosas -dijo y desapareció por una esquina, probablemente para coger «sus cosas». Fueran lo que fuesen.

John se metió la chequera de Georgeanne en el bolsillo de atrás y entró en la casa. La chequera era una excusa. Era la curiosidad lo que lo había llevado hasta allí. Después de que Georgeanne se fuera de la cena la noche anterior no había podido dejar de pensar en ella. Cerró la puerta y se dirigió a la sala, sintiéndose enseguida fuera de su elemento como cuando había comprado ropa interior para una antigua novia en Victoria’s Secret.

La casa estaba decorada en tonos pastel, los que más temía un hombre heterosexual. El sofá floreado tenía cojines que hacían juego con las cortinas. Había floreros de margaritas y rosas, y cestos de flores secas. También había algunas fotos en marcos de plata. Le gustó ese ambiente y se preguntó si debería empezar a preocuparse por algo.

– Teno algunas cosas buenas -dijo la niñita empujando un anaranjado carrito de compras de plástico en el salón. Se sentó en el sofá y luego palmeó el cojín de su lado.

Sintiéndose aún más fuera de lugar, se sentó junto a la niña de Georgeanne. Escrutó su cara y trató de adivinar su edad, pero no era bueno adivinando la edad de los niños. Y el maquillaje que llevaba puesto no ayudaba en absoluto.

– Aquí -dijo ella, cogiendo una camiseta con un perro dálmata en el frente del cesto de la compra y ofreciéndosela a él.

– ¿Para qué es esto?

– Tene que firmarla.

– ¿Con qué lo hago? -le preguntó, sintiéndose enorme al lado de la niñita.

Ella ladeó la cabeza y le dio un rotulador verde.

John no quería firmar la camiseta de la niña.

– Tu mamá podría enfadarse.

– Noooo. Ésa es una de mis camisetas de los sábados.

– ¿Estás segura?

– Sí.

– De acuerdo. -Él se encogió de hombros y le quitó el capuchón al rotulador-. ¿Cómo te llamas?

La niña arqueó las cejas que coronaban unos ojos muy azules y lo miró como si fuera las sobras de un picnic.

– Lexie -y volvió a pronunciarlo por si acaso no lo había entendido bien la primera vez-. Leexxiiiie. Lexie Mae Howard.

«¿Howard?». Georgeanne no se había casado con el padre de la niña. Se preguntó con qué clase de hombre se habría liado. ¿Qué clase de hombre abandonaba a su hija? Cogió la camiseta como si pensara escribir en ella.

– ¿Por qué quieres que te estropee la camiseta, Lexie Mae Howard?

– Porque los demás niños cogieron las cosas que usted escribió y yo no cogí ninguna.

No estaba seguro de lo que quería decir, pero pensó que sería mejor preguntarle a Georgeanne antes de firmar la camiseta de su hija.

– Brett Thomas tene montones de cosas. Me las enseñó en el colegio el año pasado. -Suspiró teatralmente y encogió los hombros-. También tene un gato. ¿Usted tene gato?

– Ahh… no. No tengo gato.

– Mae tene un gato -le confió como si él conociera a Mae-. Su nombre es Bootsie, porque tene las patitas blancas como si teniera botas. Se esconde de mí cuando voy a casa de Mae. Creía que no le gustaba, pero Mae dice que se escapa porque es tímido. -Cogió el extremo de la boa, la sostuvo en alto para que él la viera y luego la sacudió-. Sin embargo, con esto sí que lo atrapo. Lo intenta cazar y entonces lo agarro y lo aprieto mucho, muchísimo.

Si John no hubiera sabido antes que esa niña era la hija de Georgeanne, lo habría sabido nada más oírla hablar. Le contó con rapidez lo mucho que quería un gato. Luego le habló de los perros y después de picaduras de mosquitos. Mientras ella hablaba, John la estudió. Pensaba que debía parecerse a su padre porque no veía que se pareciera a Georgeanne. Tal vez un poco en la boca, pero poco más.

– Lexie -la interrumpió, ocurriéndosele que podía estar hablando con la hija de Virgil Duffy. Nunca hubiera creído que Virgil era el tipo de hombre que abandonaba a su hijo. No obstante, Virgil podía ser un autentico cabrón-. ¿Cuántos años tienes?

– Seis. Mi cumpleaños fue hace algunos meses. Vinieron mis amigos y comimos pastel. Amy me regaló la peli Babe, el cerdito valiente y luego la vimos. Lloré a mares cuando Babe fue separado de su mami. Fue algo muy triste y me sentó fatal. Pero mi mamá me dijo que él sólo se fue de visita el fin de semana, así que me sentí mejor. Quiero un cerdito, pero mi mamá dice que no puedo tenerlo. Me gusta esa parte cuando Babe muerde a las ovejas -dijo, comenzando a reírse.

«Seis años», él había visto a Georgie hacía siete años. Lexie no podía ser hija de Virgil. Luego se dio cuenta de que había olvidado los nueve meses de embarazo, por lo que si Lexie había cumplido años hacía algunos meses puede que fuera hija de Virgil. Pero no se parecía en nada a Virgil. La miró con más atención. En ese momento ella dejó de reírse, pero una sonrisa iluminaba su cara, apareciendo un hoyuelo en su mejilla derecha.

– Estoy loca por ese cerdito -sacudió la cabeza y comenzó a reír tontamente otra vez.

En otra parte de la casa, Georgeanne cerró el agua y a John dejó de latirle el corazón. Tragó saliva.

– ¡Mierda! -susurró.

La risa de Lexie se detuvo escandalizada.

– Ésa es una palabra fea.

– Lo siento -masculló él, observándola atentamente bajo el maquillaje. Sus largas pestañas se rizaban en los extremos. Cuando era niño, se habían burlado sin piedad de John por tener unas pestañas como ésas. Luego miró fijamente los ojos azul oscuro. Unos ojos como los suyos. Una corriente eléctrica lo atravesó y sintió como si hubiera metido los dedos en un enchufe. Ya sabía por qué Georgeanne se había comportado de manera tan extraña la noche anterior. Había tenido un hijo suyo. Una niñita.

«Su hija».

– Mierda.

Загрузка...