Esa noche después del picnic, Georgeanne sentía las emociones a flor de piel. Tratar con John le había destrozado los nervios, y lo cierto era que Mae no había ayudado ni un poquito. En lugar de servir de apoyo, Mae había estado todo el tiempo insultando a Hugh Miner que encima parecía disfrutar con los insultos. Hugh había comido con buen apetito, se había reído con tolerancia y había provocado a Mae, que se desquitó con él hasta el punto de que Georgeanne se había llegado a preocupar por su seguridad.
Ahora todo lo que Georgeanne quería era tomar un buen baño caliente, una mascarilla de pepino y una esponja exfoliante. Pero todo eso tendría que esperar a que le confesara a Charles la situación. Si quería tener algún tipo de futuro con él, le tenía que contar todo lo referente a John. Tenía que decirle que le había mentido sobre el padre de Lexie. Y tenía que hacerlo esa noche. Aunque no le agradara la conversación, estaba deseando acabar de una vez.
Sonó el timbre de la puerta e invitó a Charles a pasar.
– ¿Dónde está Lexie? -preguntó él, recorriendo el salón con la mirada. Parecía cómodo y relajado con unos chinos y un polo blanco. Las hebras plateadas en sus sienes le daban un aire de dignidad a su bien parecida cara.
– Ya está en la cama.
Charles sonrió y ahuecando la cara de Georgeanne con las manos le dio un beso largo y agradable. Un beso que le ofrecía más que tórrida pasión. Más que una función de una sola noche.
El beso acabó y Charles le escrutó los ojos.
– Sonabas preocupada por teléfono.
– Es que lo estoy, un poco -confesó. Lo tomó de la mano y se sentaron juntos en el sofá-. ¿Recuerdas que te dije que el padre de Lexie estaba muerto?
– Sí, abatieron su F-16 durante la Guerra del Golfo.
– Bueno, puede que haya embellecido un poquito la historia, eh…, en realidad, la embellecí bastante -respiró hondo y le contó todo lo que concernía a John. Empezó con su encuentro hacía siete años y acabó con el picnic de aquella tarde. Cuando terminó, Charles no parecía contento y Georgeanne temió haber estropeado su relación.
– Podías haberme dicho la verdad desde el principio -dijo.
– Puede, pero esa mentira ha pasado a formar parte de mi vida, ni siquiera me planteaba si era verdad o no. Además, cuando me encontré de nuevo con John, pensé que se aburriría y se cansaría de jugar a ser papá, entonces no tendría que decírselo ni a Lexie ni a nadie.
– ¿Y ahora no crees que se vaya a cansar de Lexie?
– No. Hoy en el parque estuvo muy atento con ella y quiso que quedáramos de nuevo para llevarla a la exhibición de Central Science Pacific la semana que viene. -Ella sacudió la cabeza-. No, no creo que se vaya a aburrir.
– ¿Y cómo te afectará eso?
– ¿A mí? -preguntó, mirándole a los ojos grises.
– Forma parte de tu vida. Lo verás de vez en cuando.
– Claro. También tu ex esposa forma parte de la tuya.
Él bajó la mirada.
– No es lo mismo.
– ¿Por qué?
Él esbozó una media sonrisa.
– Porque encuentro a Margaret muy poco atractiva. -No estaba enfadado. Estaba celoso, tal y como había predicho Mae-. Y John Kowalsky es un tío muy guapo.
– Tú también lo eres.
Charles le cogió la mano.
– Tienes que decirme si voy a tener que competir con un jugador de hockey.
– No seas ridículo. -Georgeanne se rió ante tal disparate-. John y yo nos odiamos mutuamente. En una escala del uno al diez, le pongo menos treinta. Es como la peste.
Él sonrió y la acercó a su lado.
– Tienes una forma única de expresarte. Es una de las cosas que más me gustan de ti.
Georgeanne apoyó la frente en su hombro y suspiró aliviada.
– Tenía miedo de perder tu amistad.
– ¿Es eso lo que soy para ti? ¿Un amigo?
Lo miró.
– No.
– Bien. Quiero de ti algo más que amistad. -Le rozó la frente con los labios-. Podría enamorarme de ti.
Georgeanne sonrió y deslizó la mano desde el pecho al cuello de Charles.
– Yo también podría enamorarme de ti -le dijo, luego lo besó. Charles era exactamente el tipo de hombre que necesitaba. Honesto y sensato. Aunque las frenéticas carreras y las vidas ocupadas de ambos no les permitían estar tanto tiempo juntos y a solas como desearían. Georgeanne trabajaba los fines de semana y si tenía una noche libre se quedaba con Lexie. Charles no solía trabajar ni las tardes ni los fines de semana. Con aquellos horarios tan difíciles sólo podían quedar para almorzar. Tal vez fuera el momento de cambiar eso. Tal vez fuera hora de quedar para desayunar. Solos. En el Hilton. En la suite 231.
Georgeanne cerró la puerta de su oficina, dejando fuera el zumbido de las batidoras y las voces de sus empleados. Al igual que su casa, la oficina que compartía con Mae estaba llena de flores y lazos. Y fotos. Había docenas de fotos por toda la habitación. La mayoría eran de Lexie, algunas de Mae y Georgeanne juntas en diferentes encargos de caterings. Tres eran de Ray Heron. El difunto hermano gemelo de Mae aparecía muy arreglado en dos de las fotos, mientras que en la tercera llevaba unos vaqueros y un suéter fucsia. Georgeanne sabía que Mae añoraba a su gemelo y que pensaba en él a diario, pero también sabía que el dolor de Mae ya no era tan profundo como había sido. Lexie y ella habían llenado el lugar que había quedado vacío tras la muerte de Ray, y Mae se había convertido en una hermana para ella y una tía para Lexie. Las tres formaban una familia.
Se acercó a la ventana y levantó la persiana dejando entrar la luz del sol de la tarde. Colocó un contrato de tres páginas sobre el escritorio y se sentó. No esperaba a Mae hasta más tarde y Georgeanne aún tenía una hora libre antes de la comida con Charles. Se concentró en la lectura de las detalladas listas releyéndolas varias veces para asegurarse de que no se perdía nada importante. Cuando llegó al meollo del asunto, agrandó los ojos con sorpresa y se cortó un dedo con el borde del papel. Si la señora Fuller quería que su fiesta de cumpleaños de septiembre tuviera un aire medieval, no cabía duda de que iba a tener que pagar mucho dinero. Se chupó el dedo distraídamente y releyó el presupuesto de esa comida tan rara. Tendrían que contratar a la Sociedad Medieval y transformar el patio trasero de la señora Fuller en una feria medieval. Supondría un montón de dinero y trabajo.
Georgeanne bajó la mano y suspiró profundamente mientras ojeaba el menú especial. Normalmente le encantaban ese tipo de retos. Se divertía ideando acontecimientos extraordinarios y planificando menús inusuales. Amaba la sensación de triunfo que obtenía al final cuando todo estaba recogido y guardado en las furgonetas. Pero en ese momento no se sentía así. Estaba cansada y no estaba demasiado dispuesta a servir un catering para más de cien personas. Esperaba estar a punto en septiembre. Tal vez entonces su vida estaría más tranquila, ya que durante las últimas dos semanas, desde el día que John había vuelto a su vida, se había sentido como en una montaña rusa. Desde el picnic en el parque, él las había llevado al Acuario de Seattle y también al restaurante favorito de Lexie, el Iron Horse. En las dos ocasiones la tensión había sido palpable, pero al menos en las oscuras estancias del acuario, Georgeanne no había tenido que pensar en nada más agobiante que tiburones y focas. En el Iron Horse había sido diferente. Mientras esperaban que les llevaran las hamburguesas -que llegaron a la mesa transportadas por un trenecito-, los intentos de una conversación educada habían sido nefastos. Se pasó todo el tiempo conteniendo el aliento y esperando todo tipo de pullas. La única vez que sintió que podía respirar fue cuando unos admiradores se acercaron a la mesa para pedir el autógrafo de John.
Si las cosas estaban tensas entre Georgeanne y John, Lexie no parecía notarlo en absoluto. Lexie había conectado de inmediato con su padre, lo que no extrañó a Georgeanne. La niña era amistosa, extrovertida y le gustaba estar con la gente. Sonreía, se reía con facilidad y daba por supuesto que todo el mundo pensaba que ella era lo más maravilloso que había sucedido en el mundo desde la invención del velero. Y era más que evidente que John estaba de acuerdo con ella. La escuchaba con atención, incluso cuando repetía las mismas historias sobre perros y gatos una y otra vez, y reía el chiste del elefante que ni era bueno ni, por supuesto, gracioso.
Georgeanne dejó a un lado el contrato y cogió la cuenta del electricista que había estado arreglando durante dos días la ventilación de la cocina. Estaba decidida a que esa situación con John no la alterara. Lexie se comportaba de igual manera con John que con Charles. Pero había un riesgo con John que no existía con ningún otro hombre. John era el padre de Lexie y Georgeanne temía lo que implicaba esa relación. Era una relación que no podía compartir. Una relación que nunca había conocido, que nunca entendería y que sólo podía observar desde lejos. John era el único hombre que podía amenazar el lazo de unión entre Georgeanne y su hija.
Sonó un golpe en la puerta al mismo tiempo que se abría. Georgeanne levantó la vista para ver cómo su cocinera jefe asomaba la cabeza por el quicio de la puerta. Sarah había sido una buena estudiante universitaria y era una estupenda chef de repostería.
– Ha llegado un hombre que quiere verte.
Georgeanne reconoció la chispa de excitación en los ojos de Sarah. En las últimas dos semanas la había visto en multitud de mujeres. Seguida frecuentemente de risitas tontas, actuaciones ridículas y peticiones de autógrafos. La puerta se abrió de par en par y pudo ver detrás de Sarah al hombre que reducía a las mujeres a ese bochornoso comportamiento. Un hombre que para su sorpresa llevaba puesto un esmoquin.
– Hola, John -lo saludó mientras se ponía de pie. Él entró en la oficina llenando la pequeña habitación femenina con su tamaño y presencia viril. La corbata de seda negra colgaba suelta sobre la pechera de la plisada camisa blanca. El botón superior estaba desabrochado-. ¿Qué puedo hacer por ti?
– Andaba por el barrio y me dejé caer por aquí -contestó, encogiendo los hombros.
– ¿Necesitáis algo? -preguntó Sarah.
Georgeanne se acercó a la puerta.
– Por favor toma asiento, John -le dijo por encima del hombro. Miró afuera, a la cocina, donde sus empleados no se molestaban en ocultar su interés-. No, gracias Sarah -le dijo y les cerró la puerta en las narices. Se dio la vuelta y evaluó la apariencia de John con una mirada. Llevaba la chaqueta colgando de un hombro. En contraste con la camisa inmaculadamente blanca, unos tirantes negros surcaban el ancho pecho formando una «Y» por la parte de atrás. Estaba tan bueno como para mojar pan.
– ¿Quién es? -preguntó John, sujetando una foto en un marco de porcelana. En ella, Ray Heron estaba de perfil y llevaba una peluca de paje y un kimono rojo. Aunque Georgeanne no había conocido a Ray, admiraba mucho la habilidad que mostraba con el lápiz de ojos y el gran sentido del color que poseía para lo dramático. No existían demasiadas mujeres -ni hombres- que defendieran con elegancia esa sombra de color rojo en particular.
– Es el hermano gemelo de Mae -contestó mientras se sentaba detrás del escritorio otra vez. Esperaba que dijera algo peyorativo y cruel. Pero no lo hizo. Se limitó a arquear una ceja y volvió a poner la foto donde estaba.
De nuevo Georgeanne observó lo fuera de lugar que se le veía en su ambiente. No encajaba. Era demasiado grande, demasiado masculino y demasiado guapo.
– ¿Tienes pensado casarte? -bromeó con él mientras se sentaba.
Él echó un vistazo alrededor, luego depositó la chaqueta en el respaldo de una silla.
– ¡Demonios no! Esto no es mío. -Apartó la silla del escritorio y se sentó-. Vengo de Pioneer Square donde me estaban haciendo una entrevista -le explicó con aire despreocupado, metiendo las manos en los bolsillos del pantalón.
Pioneer Square estaba más o menos a dos kilómetros del negocio de Georgeanne. No se encontraban precisamente en el mismo barrio.
– Bonito traje. ¿De quién es?
– No lo sé. La revista lo ha alquilado.
– ¿Qué revista?
– GQ. Querían un par de fotos delante de la cascada -le contestó con tanta despreocupación que Georgeanne se preguntó si no se estaría haciendo el indiferente-. Necesitaba un rato de descanso así que me largué. ¿Tienes unos minutos?
– Unos cuantos -contestó, mirando el reloj del escritorio-. Pero tengo un catering a las tres.
Él ladeó la cabeza.
– ¿Cuántos caterings servís en una semana?
«¿Por qué estaría preguntando?».
– Depende de la semana -contestó, evadiendo la pregunta con toda intención-. ¿Por qué?
John recorrió la oficina con la mirada.
– Parece que te va muy bien.
No se fió de él ni por un segundo. Quería algo.
– ¿Te sorprende?
Él volvió a mirarla.
– No lo sé. Supongo que nunca creí que llegarías a ser una mujer de negocios. Siempre pensé que habrías vuelto a Texas y te habrías casado con algún tío rico.
Esa suposición tan poco halagadora la irritó, pero no podía negar que estaba justificada.
– Como ves, no ha sido eso lo que pasó. Me quedé aquí y nos las arreglamos para sacar a flote este negocio -luego, como no podía dejar de jactarse un poco, añadió-: Lo hacemos muy bien.
– Eso ya se ve.
Georgeanne miró suspicazmente al hombre que tenía delante. Se parecía a John. Tenía la misma sonrisa, la misma cicatriz en la ceja, pero no actuaba como él. Se estaba comportando de una manera…, bueno, casi agradable. ¿Dónde estaba el tío que fruncía el ceño y que parecía vivir única y exclusivamente para discutir con ella?
– ¿Has venido para eso? ¿Para hablar de mi negocio?
– No. Quería preguntarte algo.
– ¿Qué?
– ¿Coges vacaciones en algún momento?
– Claro -contestó, sospechando a donde llevaban sus preguntas. ¿Pensaba que nunca llevaba a Lexie de vacaciones? El último verano habían ido a Texas para visitar a la tía Lolly-. Julio es, por lo general, un mal mes para los caterings. Así que Mae y yo cerramos unas semanas.
– ¿Cuántas semanas?
– Dos a mitad de mes.
Él ladeó la cabeza y la miró a los ojos.
– Quiero que Lexie venga conmigo a Cannon Beach unos días.
– ¿Cannon Beach? ¿En Oregón?
– Sí. Tengo allí una casa.
– No -contestó de inmediato-. No puede ir.
– ¿Por qué no?
– Porque no te conoce lo suficientemente bien para hacer un viaje contigo.
Él frunció el ceño.
– Está claro que tú vendrías con ella.
Georgeanne se quedó atónita. Plantó las manos encima del escritorio y se inclinó hacia adelante.
– ¿Quieres que yo vaya a tu casa? ¿Contigo?
– Por supuesto.
Era algo imposible.
– ¿Te has vuelto loco?
Él se encogió de hombros.
– Es lo más probable.
– Tengo que trabajar.
– Dijiste que tienes dos semanas de vacaciones el próximo mes.
– Ya.
– Entonces di que sí.
– De ninguna manera.
– ¿Por qué?
– ¿Que por qué? -repitió, asombraba de que le pidiera que fuera con él a otra casa junto a la playa-. John, no te gusto.
– Nunca he dicho que no me gustases.
– No hace falta que lo digas. Sólo con que me mires ya me doy cuenta.
John arqueó las cejas.
– ¿Cómo te miro?
Ella se volvió a sentar.
– Te enfurruñas y me miras frunciendo el ceño como si hubiera hecho algo malo como rascarme en público.
Él sonrió.
– ¿Sí? ¿Tan malo?
– Sí.
– ¿Y si prometo que no te miraré con el ceño fruncido?
– No creo que puedas mantener esa promesa. Eres demasiado temperamental.
Él sacó una mano del bolsillo y la posó sobre los pliegues de su camisa.
– Soy muy tranquilo.
Georgeanne puso los ojos en blanco.
– Y Elvis está vivo y cría visones en alguna parte de Nebraska.
John se rió entre dientes.
– De acuerdo, soy bastante temperamental, pero debes admitir que esta situación es algo inusual.
– Eso es cierto -concedió, aunque dudaba que alguna vez lo confundieran con un tío tranquilo y agradable.
John apoyó los codos en las rodillas y se inclinó hacia adelante. Las puntas de la corbata le rozaron los muslos y los tirantes se tensaron sobre su pecho.
– Es muy importante para mí, Georgie. No tengo demasiado tiempo antes de tener que empezar a entrenar de nuevo y necesito estar con Lexie en alguna parte donde la gente no me reconozca.
– ¿La gente no te reconocerá en Oregón?
– Probablemente no, y, si lo hacen, en Oregón nadie prestará atención a un jugador de hockey de Washington. Quiero poder concentrarme en Lexie sin que nos interrumpan. Aquí no puedo hacerlo. Has salido con nosotros. Has visto lo que pasa.
No se estaba jactando, sólo señalaba un hecho.
– Supongo que debe de ser incómodo que te pidan autógrafos todo el rato.
Él se encogió de hombros.
– Normalmente no me importa. A no ser que esté en el urinario con las dos manos ocupadas.
«Las dos». ¡Menudo ego! Intentó no reírse.
– A las groupies les debes gustar en serio si te siguen al servicio.
– No me conocen. Les gusta lo que creen que soy. Sólo soy una persona estupenda que juega a hockey para ganarse la vida en lugar de conducir una excavadora. -Una humilde sonrisa apareció en su boca-. Si me conocieran de verdad, lo más seguro es que no les gustara más que a ti.
«Nunca he dicho que no me gustaras». La frase flotó entre ellos, tácita, a la espera de que Georgeanne tuviera tacto y la repitiera. Podría decirla con facilidad. La habían educado para decir frases corteses. Pero cuando miraba a esos ojos azul cobalto no estaba segura de que fuera una mentira. Mientras estaba allí sentado representando la fantasía de cualquier mujer, hechizándola con sus sonrisas, no estaba segura de que realmente le desagradara de verdad. De alguna manera, había subido de menos treinta a menos diez en unos minutos.
Algo imposible una hora antes.
– Me gustas más que cortarme con papel -admitió levantando el dedo índice-. Pero menos que tener el pelo hecho un desastre.
Él la miró durante un rato.
– Entonces… ¿estoy en algún lado entre un corte con papel y el pelo hecho un desastre?
– Eso es.
– Podría ser peor.
Georgeanne no sabía qué decirle cuando era tan agradable. La salvó el timbre del teléfono.
– Perdona un momento -le dijo descolgando el aparato-. Catering Heron, soy Georgeanne. -La voz masculina al otro extremo no malgastó tiempo en decirle exactamente qué quería-. No -respondió ella a la pregunta-, no hacemos pasteles con formas de pechos desnudos.
John se rió entre dientes y se levantó. Observó la habitación, después se acercó a la librería junto a la ventana. El sol destelló en el gemelo de oro del puño de la camisa cuando cogió una de las fotos que menos le gustaban a Georgeanne, de detrás de un helecho floreciente. Mae le había sacado la foto en el octavo mes de embarazo, por eso estaba escondida detrás de la planta.
– Estoy segura -contestó a su interlocutor-, nos ha confundido con otra empresa. -El caballero siguió insistiendo en que había sido Catering Heron el proveedor en la despedida de soltero de un amigo. Cuando entró en detalles, Georgeanne se vio forzada a bajar la voz para decir-: Estoy absolutamente segura de que nunca hemos tenido camareras en topless. Y además no tengo ni idea de qué es una bootie girl. -Miró a John, pero su expresión impasible no indicaba si la había oído o no. Tenía los ojos bajos y fijos en la foto de cuando Georgeanne estaba tan grande como una carpa de circo y llevaba un vestido premamá rosa con lunares blancos.
Cuando colgó el teléfono, se levantó y rodeó el escritorio.
– Es una foto horrible -dijo, parándose a su lado.
– Estabas enorme.
– Gracias -intentó coger la foto, pero él la puso fuera de su alcance.
– No quería decir gorda -le dijo, volviendo a mirar la foto-. Quería decir muy embarazada.
– Estaba «muy» embarazada. -Intentó cogerla otra vez, pero calculó mal-. Ahora dámela.
– ¿Qué antojos tenías?
– ¿De qué hablas?
– Se supone que las mujeres embarazadas tienen antojos de pepinillos y helado.
– Sushi.
Él hizo una mueca de asco y la miró con los ojos fuera de las órbitas.
– ¿Te gusta el sushi?
– Ahora no. Comí tanto en el embarazo que apenas puedo aguantar el olor a pescado. Y besos. Tenía antojo de besos todas las noches a eso de las nueve y media.
La mirada de John bajó a la boca de Georgeanne.
– ¿De quién?
Ella sintió un pequeño vuelco en el estómago. Era una sensación muy peligrosa.
– Besos de chocolate.
– Pescado crudo y chocolate, hum. -Él le clavó los ojos en la boca algunos segundos más, luego volvió a mirar la foto-. ¿Cuánto pesó Lexie al nacer?
– Casi cuatro kilos.
Agrandó los ojos de golpe por la sorpresa y sonrió como si estuviera muy orgulloso de sí mismo.
– ¡Joder!
– Eso es lo que dijo Mae cuando pesaron a Lexie. -Ella intentó agarrar la foto otra vez y esta vez se la arrebató de la mano.
Él se giró hacia ella y tendió la mano.
– No he acabado de mirarla.
Georgeanne se la escondió en la espalda.
– Sí, ya lo has hecho.
Él dejó caer la mano.
– Vas a conseguir que te cachee.
– No lo harías.
– Oh, claro que lo haría -le dijo bajando la voz con un tono sedoso-. Es parte de mi trabajo y yo soy todo un profesional.
Había pasado mucho tiempo desde que Georgeanne había coqueteado y bromeado. Ahora ya no hacía ese tipo de cosas. Retrocedió unos pasos.
– No sé qué significa en hockey cachear. ¿Se refiere también a registrar de arriba a abajo?
– No. -Él ladeó la cabeza y la miró con los ojos entrecerrados-. Pero por ti, estaría dispuesto a cambiar las reglas.
El borde del escritorio detuvo a Georgeanne. La habitación le pareció de repente mucho más pequeña, y la mirada de sus ojos hizo revolotear su corazón como las pestañas falsas de una debutante.
– Vamos, dámela.
Antes de que ella supiese exactamente cómo, siete años de autosuperación volaron por la ventana. Abrió la boca y las palabras se derramaron como mantequilla caliente.
– No había oído nada tan dulce desde secundaria -dijo con aquel arrastrado acento sureño que poseía.
John sonrió ampliamente.
– ¿Funcionó?
Ella sonrió y negó con la cabeza.
– ¿Voy a tener que ponerme duro contigo?
– Eso tampoco dará resultado.
Su risa profunda y ronca inundó la oficina y le iluminó los ojos. El hombre que tenía delante era intrigante y carismático. Éste era el John que la había hechizado y logrado que se desnudara hacía siete años, y el mismo que después se había deshecho de ella como si fuera una sustancia tóxica.
– ¿Los de GQ no te estarán esperando?
Sin apartar los ojos de ella, levantó el brazo y subiendo el puño de la camisa giró la muñeca para echarle un rápido vistazo al reloj de oro.
– ¿Me estás echando?
– Claro.
Él bajó el puño de la camisa y cogió la chaqueta del esmoquin.
– Piensa en lo de Oregón.
– No necesito pensarlo. -No iba a ir. Y punto.
Justo en ese momento se abrió la puerta y entró Charles, poniendo fin a cualquier otro debate y trayendo consigo un cambio en el aire. Charles paseó la mirada de Georgeanne a John y viceversa, y frunció el ceño.
– Hola -dijo.
Georgeanne se enderezó.
– Pensaba que habíamos quedado a mediodía -colocó la foto en el escritorio.
– Acabé pronto y pensé venir antes para sorprenderte. -Miró a John y algo flotó entre los dos hombres. Algo primitivo, personal y masculino. Un idioma codificado sin palabras que ella no entendió. Georgeanne rompió el silencio y presentó a los dos hombres.
– Georgeanne me ha dicho que eres el padre de Lexie -dijo Charles tras varios instantes llenos de tensión.
– Así es. -John era diez años menor que Charles. Era alto y atlético. Un hombre guapo con un cuerpo impresionante. Y era tan retorcido como un tirabuzón. Charles que medía tan sólo unos centímetros más que Georgeanne era delgado y musculoso. Tenía un aspecto más distinguido, como un senador o un congresista. Y era sensato.
– Lexie es una niña maravillosa.
– Sí. Lo es.
Charles deslizó el brazo alrededor de la cintura de Georgeanne con posesividad y la acercó a su lado.
– Georgeanne es una madre estupenda y una mujer increíble -dijo, dándole a ella un pequeño apretón-. Y además es una cocinera fantástica.
– Sí. Lo recuerdo.
Charles arqueó las cejas.
– No necesita nada.
– ¿De quién? -preguntó John.
– De ti.
John pasó la mirada de Charles a Georgeanne. Una sonrisa pícara dejó al descubierto sus dientes absolutamente blancos.
– ¿Todavía tienes antojo de besos por la noche, nena?
Ella tuvo deseos de pegarle. Trataba, a propósito, de picar a Charles. Y Charles… no sabía qué pensaba Charles.
– Ahora no -dijo.
– Tal vez no besas a la persona adecuada. -Él se encogió de hombros y tiró de los puños de la camisa.
– O tal vez ya estoy satisfecha.
Él le dirigió una mirada escéptica a Charles antes de volver a mirar a Georgeanne.
– Ya nos veremos más tarde -dijo, y acto seguido abandonó la habitación
Ella lo observó salir, luego se enfrentó a Charles.
– ¿De qué iba todo eso? ¿Qué pasaba entre vosotros dos?
Charles guardó silencio un momento, con el ceño todavía fruncido.
– Una cagada.
Georgeanne nunca le había oído decir tacos antes. Estaba sorprendida y alarmada. No quería que Charles pensara que tenía que competir con John. Los dos hombres jugaban en ligas diferentes. John era rudo, lascivo y usaba los tacos como si fueran un segundo idioma. Charles era brillante y caballeroso. John era un tramposo que quería ganar por todos los medios. Charles no tenía ninguna posibilidad contra un hombre que utilizaba las dos manos en el urinario.
Charles negó con la cabeza.
– Lamento haber usado palabras de mal gusto.
– Está bien. John parece saber cómo sacar a la luz lo peor de las personas.
– ¿Qué quería?
– Hablar de Lexie.
– ¿Y qué más?
– Nada más.
– Entonces ¿por qué te preguntó sobre antojos de besos?
– Te estaba provocando. Algo que hace bastante bien. No dejes que te fastidie. -Ella le rodeó el cuello con los brazos para tranquilizarlo a él y a sí misma-. No quiero hablar de John. Quiero hablar de nosotros. Pensaba que tal vez este domingo podríamos coger a las chicas y pasar el día buscando ballenas cerca de las islas San Juan. Sé que es algo que hacen los turistas, pero nunca lo he hecho y siempre he querido hacerlo. ¿Qué te parece?
Él la besó en los labios y sonrió.
– Opino que eres preciosa y que haré lo que quieras.
– ¿Cualquier cosa?
– Sí.
– Entonces llévame a comer. Me muero de hambre. -Agarró la mano de Charles y mientras salían se dio cuenta de que la foto en la que parecía una carpa del circo ya no estaba.