Georgeanne tuvo que elegir entre montar en bicicleta por la arena, ir a los coches de choque o patinar a lo largo del paseo marítimo. Ninguna de las tres alternativas la emocionaban demasiado; de hecho, todas se aproximaban a la idea que tenía del infierno, pero como tenía que elegir una, o aceptar la elección de Lexie de ir a los coches de choque, escogió patinar. No lo eligió porque lo hiciera bien. Es más, la última vez que lo probó había sufrido una caída tan dura que tuvo que contener las lágrimas. Se había sentado en un banco mientras los niños pequeños pasaban velozmente por su lado, viendo lucecitas y con el trasero doliéndole de tal manera que tuvo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no frotárselo con las manos. La experiencia con los patines seguía tan viva en su mente que casi habían ganado los coches de choque a pesar del riesgo de sufrir golpes, pero entonces había visto el paseo marítimo que se extendía a lo largo de la playa bordeando el océano con un murete de piedra de casi un metro. Los bancos de piedra atraparon su mirada de inmediato ayudando a inclinar la balanza.
En ese momento se encontraba allí sentada con la brisa del océano meciéndole la coleta; Georgeanne suspiró feliz. Estiró el brazo por encima del respaldo del banco de piedra y cruzó las piernas; balanceó el patín izquierdo de un lado a otro como la marea del océano a unos cientos de metros de allí. Pensó que era probable que pareciera un poco extraña, allí sentada con su blusa blanca sin mangas de seda y encaje, la diáfana falda púrpura y los patines alquilados. Pero prefería parecer rara, que patinar y caerse de culo.
Se contentaba con estar sentada donde estaba y ver cómo John enseñaba a patinar a Lexie. Cuando estaban en casa, Lexie hacía rodar por el barrio sus patines de Barbie, pero para enseñarle a patinar con unos con las ruedas en línea hacía falta práctica y Georgeanne estaba encantada de que hubiera alguien mejor preparado que ella para hacerlo. También estaba un poco sorprendida de descubrir que en lugar de sentirse apartada, se había sentido liberada de un deber tan arriesgado.
Al principio, los tobillos de Lexie se habían tambaleado un poco, pero John la situó delante de él, la cogió por los brazos y colocó sus patines junto a los de Lexie. Luego él se impulsó y los dos comenzaron a moverse. Georgeanne no podía oír lo que le decía a Lexie, pero observó cómo su hija inclinaba la cabeza y movía los pies al mismo tiempo que John.
Con la altura añadida de las ruedas, John se veía enorme. La cabeza de Lexie apenas alcanzaba la cintura de los pantalones vaqueros cortos en los que había remetido una camiseta Bad Dog. Lexie, con su camiseta fucsia con la imagen de un gatito, parecía muy pequeña y delicada patinando entre los grandes pies de su padre.
Georgeanne les observó patinar, luego volvió la mirada a los turistas que paseaban por el paseo marítimo. Una joven pareja caminaba sin prisa empujando un cochecito de niño y Georgeanne se preguntó como hacía a menudo cómo sería tener un marido, cómo sería formar parte de la familia típica. Aunque estaba contenta con la suya, no podía evitar preguntarse cómo sería poder compartir las preocupaciones con un hombre. Pensó en Charles y sintió remordimientos de conciencia. Le había comentado sus planes de pasar las vacaciones en Cannon Beach, pero había omitido un detalle importante. Había omitido a John. Charles incluso la había llamado la noche antes de salir para desearle un buen viaje. Podría habérselo explicado todo en ese momento, pero no lo hizo. Ya se lo diría en otra ocasión. A Charles no le haría gracia y no lo podía culpar.
Una bandada de gaviotas pasaron chillando por encima de ella, haciendo que dejara de pensar en Charles y observara a varios niños que lanzaban pan desde el bordillo del murete del paseo marítimo hacia la playa. Georgeanne observó las aves y a los niños durante un rato antes de volver a prestar atención a John y Lexie. John patinaba de espaldas a ella y se permitió deslizar la mirada por sus pantorrillas musculosas, las rodillas y los duros muslos hasta la cartera que le formaba un bulto en el bolsillo trasero. Luego él cruzó un pie sobre el otro y, de repente, empezó a patinar hacia delante, al lado de Lexie. Georgeanne miró a su hija y se rió. Las pestañas de Lexie le ocultaban los ojos y su cara mostraba lo concentrada que estaba en lo que John le decía. Los dos giraron lentamente y pasaron a su lado. John la buscó con la mirada. Georgeanne bajó la vista cuando él la miró y se asombró interiormente de cuánto se parecían padre e hija. Siempre había pensado que Lexie se parecía más a John que a ella, pero con los dos mostrando esa expresión de concentración, las similitudes eran asombrosas.
– Creía que tú también ibas a patinar -le recordó él.
Eso es lo que había dicho y él la había creído.
– Ah, y lo voy a hacer -mintió.
– Entonces ven aquí -le indicó con un gesto de la cabeza.
– Necesito practicar un poco más. Seguid sin mí.
Lexie levantó la mirada de los pies.
– Fíjate, mamá, mira lo bien que lo hago ahora.
– Sí, ya lo veo, cariño. -Tan pronto como giraron de nuevo, Georgeanne siguió observando a la gente que pasaba. Esperaba que cuando volvieran a pasar por delante de ella, John y Lexie se hubieran cansado ya del patinaje y los tres pudieran ir a comprar regalos.
Pero sus esperanzas se esfumaron cuando Lexie pasó rodando como si hubiera nacido con ruedas en los pies.
– No vayas demasiado lejos -le dijo John a Lexie y tomó asiento al lado de Georgeanne en el banco de piedra-. Es muy buena para la edad que tiene -le dijo y luego sonrió, era obvio que se sentía orgulloso de sí mismo.
– Siempre ha aprendido muy rápido. Caminó una semana antes de cumplir los nueve meses.
Él se miró los pies.
– Creo que yo también.
– ¿En serio? Me preocupaba que se le arquearan las piernas por andar tan pronto, pero no hubo manera de detenerla. Además Mae me dijo que todas esas cosas de las piernas arqueadas eran cuentos de viejas.
Guardaron silencio unos momentos mientras observaban a su hija. Se cayó sobre el trasero, se levantó y siguió de nuevo.
– Caramba, eso sí que es la primera vez que lo veo -dijo ella, asombrada de que Lexie no regresara junto a ella con grandes lágrimas en los ojos.
– ¿Él qué?
– Que no se ponga a llorar pidiendo tiritas.
– Me dijo que hoy se iba a comportar como una chica adulta.
– Hum. -Georgeanne entrecerró los ojos y miró a su hija. Quizá Mae tenía razón. Quizá Lexie era más cuentista de lo que Georgeanne creía.
John la agarró por el codo desnudo.
– ¿Estás lista?
– ¿Para qué? -preguntó, aunque tenía el mal presentimiento de que conocía la respuesta.
– Para patinar.
Ella descruzó las piernas y se giró en el banco hacia él. Lo rozó con la rodilla a través de la tela fina de su falda.
– John, voy a ser honesta contigo. Odio patinar.
– ¿Entonces por qué quisiste patinar?
– Por este banco. Pensaba quedarme aquí y miraros.
Él se levantó y le tendió la mano.
– Vamos.
La mirada de Georgeanne ascendió desde la palma abierta de la mano de John hasta su brazo. Luego lo miró a la cara y negó con la cabeza.
Él respondió emitiendo un cacareo.
– Eso es muy infantil. -Georgeanne puso los ojos en blanco-. Puedes aliñarme y servirme en bandeja, pero no patino.
John se rió y aparecieron unas arruguitas en las esquinas de esos ojos azules.
– Como prometí portarme lo mejor posible, no haré ningún comentario sobre cómo me gustaría aliñarte.
– Gracias.
– Venga Georgie, te ayudaré.
– Necesito más ayuda de la que tú me puedas dar.
– Cinco minutos. En cinco minutos te prometo que patinarás como una profesional.
– No, gracias.
– No puedes quedarte aquí sentada, Georgie.
– ¿Por qué no?
– Porque te aburrirás -luego él se encogió de hombros y añadió-: y porque Lexie se preocupará por ti.
– Lexie no se preocupará por mí.
– Claro que lo hará. Me dijo que no quería que estuvieras sentada aquí sola.
John estaba mintiendo. Como cualquier niño de seis años, Lexie era básicamente egocéntrica y sólo se acordaba de su madre cuando quería algo.
– ¿Si voy contigo cinco minutos luego dejarás que me siente en el banco sin molestarme más? -preguntó, esperando que se lo prometiera.
– Te lo prometo y de paso te prometo también que no te dejaré caer.
Georgeanne suspiró con resignación, colocando una mano sobre la suya y la otra sobre la pared de piedra.
– No soy demasiado buena deportista -le advirtió mientras se levantaba con cuidado.
– Bueno, tienes talento para otras cosas.
Ella estaba a punto de preguntarle lo que quería decir, pero él aprovechó para colocarse detrás de ella plantándole sus fuertes manos en las caderas.
– Además de un buen par de patines -le dijo al oído izquierdo-, lo más importante es el equilibrio.
Georgeanne sintió que el aliento de John le cosquilleaba la piel del cuello.
– ¿Dónde pongo las manos? -preguntó ella.
John tardó tanto en contestar que ella llegó a pensar que no lo iba a hacer. Entonces, cuando estaba a punto de abrir la boca para repetir la pregunta, él dijo:
– Donde quieras.
Ella cerró los puños y dejó caer las manos a los costados.
– Tienes que relajarte -le dijo mientras bajaban rodando lentamente por el paseo marítimo-. Pareces una estatua con ruedas.
– No puedo remediarlo. -La espalda de ella chocó contra el pecho de John y las manos masculinas le ciñeron las caderas con fuerza.
– Te aseguro que puedes. Sólo tienes que doblar las rodillas un poco y equilibrar el peso sobre los pies. Luego te impulsas con el pie derecho.
– ¿No han pasado ya los cinco minutos?
– No.
– Me voy a caer.
– No te dejaré caer.
Georgeanne miró con rapidez el paseo marítimo, divisando a Lexie a una corta distancia, luego bajó la mirada a los patines.
– ¿Estás seguro? -le preguntó una última vez.
– Por supuesto. Hago esto para ganarme la vida. ¿Recuerdas?
– De acuerdo. -Con mucho cuidado dobló las rodillas ligeramente.
– Vale. Ahora date un pequeño impulso -la instruyó, pero cuando lo hizo sus pies comenzaron a deslizarse hacia delante. El antebrazo de John se cerró alrededor de su cintura y su otra mano la agarró para evitar que cayera. Ella se encontró apretada contra su pecho y se quedó sin aliento. Se preguntó si él sabía qué había agarrado.
No había duda de que John lo sabía. Aunque hubiera sido ciego, habría sabido que había agarrado uno de los pechos grandes y suaves de Georgeanne. En un segundo, el autocontrol de John se hizo añicos por completo. Hasta ese momento, había manejado razonablemente bien la reacción de su cuerpo ante el de ella. Pero ahora, por primera vez desde que la había visto en la terraza el día anterior por la mañana, perdió totalmente el control.
– ¿Estás bien? -Él maniobró y con suavidad apartó la mano de su pecho.
– Sí.
Se había repetido que estar junto a Georgeanne no le plantearía problemas. Que podría pasar perfectamente cinco días con ella. Se había equivocado. Debería haberla dejado sentada en el banco.
– No tenía intención de agarrarte tu… tu, ah… -El trasero de Georgeanne se apretó contra su ingle y, por un instante, la lujuria lo atravesó como una bola de fuego. Acercó la cara a su pelo. «Joder», pensó, preguntándose si la piel de su cuello sabría tan bien como parecía. John cerró los ojos y se permitió soñar mientras aspiraba el olor de su pelo.
– Creo que ahora sí que pasaron los cinco minutos.
Regresó la cordura y él movió las manos a la cintura dejando varios centímetros de separación entre ellos, tratando de ignorar el deseo que pulsaba en su vientre. Se dijo que involucrarse sexualmente con Georgeanne no era una buena idea. Pero era demasiado tarde, su cuerpo ya no le hacía caso.
Desde que la había visto el día anterior en la playa con el top y los pantalones cortos había tenido que recordarse varias veces que debía ignorar sus largas piernas y su profundo escote. Y, aunque había pensado que nunca tendría que hacerlo, se había tenido que recordar quién era ella y lo que le había hecho. Pero después de la noche anterior, todo eso parecía no importar.
La noche anterior había visto más allá de esa bella cara y ese maravilloso cuerpo. Había visto el dolor que había tratado de ocultar con risas y sonrisas. Le había hablado sobre modales y dislexia, sobre cuberterías de plata y cómo había crecido pensando que era retrasada y sintiéndose perdida. Se lo había contado todo como si no tuviera importancia. Pero la tenía. Para ella y para él.
La noche anterior había mirado detrás de esos ojos verdes y esos grandes senos y había visto a una mujer que merecía respeto. Era la madre de su hija. Pero también era la protagonista de sus fantasías más descabelladas y sus sueños más eróticos.
– Te ayudaré a volver al banco -y la condujo hasta el murete de piedra.
Intentó pensar en ella como en la hermana pequeña de su mejor amigo, pero pensar en ella como la hermana pequeña de su mejor amigo no funcionó. Entonces decidió pensar en ella como si fuera su hermana, pero algunas horas después, tras recorrer las tiendas de regalos y los soportales, dejó de pensar en ella como su hermana. No funcionaba. Así que simplemente dejó de pensar en ella y se concentró en su hija. Lexie y su constante parloteo le proporcionaron la distracción que necesitaba. Funcionó a la perfección como un pequeño jarro de agua fría, y todas sus preguntas impidieron que pensara en Georgeanne tumbada en su cama.
Cuando miraba a los ojos de Lexie, veía su excitación y su inocencia, y se maravilló de haber ayudado a crear una personita tan perfecta. Cuando la cogía y se la ponía sobre los hombros, el corazón o se le detenía o le latía con fuerza contra el pecho. Y cuando ella se reía, sabía que cualquier cosa valía la pena. Tenerla con él bien merecía el infierno de desear a su madre.
Durante el paseo de vuelta a casa, él se entretuvo con el sonido de la voz de Lexie cantando a pleno pulmón. Escuchó pacientemente los mismos chistes absurdos que le había contado dos semanas atrás y cuando llegaron a casa, ella le «recompensó» yéndose a la bañera. Él había escuchado sus canciones, reído sus chistes y ella, su pequeña distracción, lo abandonaba por una bañera llena de agua y una muñeca Skipper.
John cogió un ejemplar del Hockey News y se sentó en la mesa del comedor. Buscó con la mirada la columna de Mike Brophy, pero no pudo dedicarle su completa atención. Georgeanne estaba delante de la encimera de la cocina picando verduras en trocitos. Tenía el pelo suelto y los pies desnudos. Él pasó a un artículo de tres páginas de Mario Lemieux. Le gustaba Mario. Lo respetaba, pero en ese momento no podía concentrarse en nada más que en el «chaschaschás» del cuchillo de Georgeanne.
Finalmente se dio por vencido y apartó la mirada de la foto de Lemieux barriendo a sus rivales de la pista.
– ¿Qué haces? -le preguntó.
Ella lo miró por encima del hombro, dejó el cuchillo sobre la encimera y se dio la vuelta.
– Pensaba hacer ensalada para acompañar las colas de langosta.
Él cerró la revista y se levantó.
– No quiero ensalada.
– Ah, ¿entonces qué quieres?
Él deslizó la mirada desde sus ojos verdes a su boca. «Algo realmente pecaminoso», pensó. Ella se había puesto brillo rosa en los labios y los había perfilado con una línea más oscura. Él bajó la mirada desde su garganta a los senos y luego hasta los pies. John nunca había considerado los pies algo particularmente sexy. En realidad nunca había pensado sobre ellos demasiado, pero el delgado anillo de oro que llevaba en el tercer dedo del pie le provocaba cosas en las entrañas. Le recordaba a una chica de harén.
– ¿John? -Él caminó hacia ella y volvió a mirarla a la cara. Una chica de harén con rasgados ojos verdes y una boca carnosa que le preguntaba qué quería. Después de aquel día en su casa flotante él quería algo más que besarla-. ¿Qué quieres?
«Qué demonios», pensó mientras se detenía justo delante de ella. Sólo un beso. Podría detenerse. Se había detenido antes y, con Lexie en la bañera del cuarto de baño jugando con las Barbies, las cosas no podrían llegar demasiado lejos. Georgeanne no era la hermana de su amigo, ni su hermana, ni la Madre Teresa de Calcuta.
John le deslizó los nudillos por la mandíbula.
– Ahora verás lo que quiero -dijo, y vio cómo agrandaba los ojos mientras él bajaba la cabeza lentamente. Rozó su boca con la de ella, dándole tiempo para apartarse-. Esto es lo que quiero.
Georgeanne separó los labios con un suspiro trémulo y cerró los ojos. Ella era dulce y suave, su lápiz de labios sabía a cerezas. La deseaba. Deseaba perderse en ella. Entrelazando los dedos en el pelo, él le inclinó la cabeza a un lado y la besó profundamente. El beso era temerario y salvaje. John se alimentó de su boca desatando el deseo en los dos. Notó las manos de Georgeanne en su cuerpo, en los hombros, en el cuello y en la nuca cuando lo atrajo hacia ella para succionarle ligeramente la lengua. El deseo que sintió por ella le puso un nudo en el estómago. Deseaba más y, tirando con brusquedad del lazo que mantenía su blusa cerrada, la abrió sobre su pecho. Luego se apartó, abandonando esa boca húmeda y caliente. Los bellos ojos de Georgeanne estaban nublados por la pasión y sus labios estaban mojados e hinchados por el beso. Él deslizó su mirada por la garganta hasta los senos. La blusa abierta revelaba el encaje blanco del sujetador. Supo que estaba peligrosamente cerca del punto de no retorno. Cerca, pero aún le faltaba un poco. Podía avanzar más antes de llegar al límite.
Ahuecó esos grandes pechos con la palma de las manos y bajó la cara hasta el escote. La piel de Georgeanne estaba caliente y olía a polvos, y la sintió suspirar cuando besó el borde de encaje del sujetador de raso. Él tomó aire y cerró los ojos, pensando en todas las cosas que quería hacerle. Cosas ardientes y sudorosas. Cosas que recordaba haber hecho antes con ella. Le deslizó la punta de la lengua por la piel y se prometió a sí mismo que se detendría cuando necesitara respirar.
– John, tenemos que detenernos ahora. -Ella estaba jadeante, pero no se apartó ni movió las manos de su nuca.
Sabía que tenía razón. Aunque su hija no estuviera en el cuarto de baño de al lado sería estúpido seguir adelante. Y aunque en ocasiones John había sido un asno, nunca había sido un asno estúpido. Al menos durante los últimos tiempos.
Le besó la curva del pecho derecho, luego, con su cuerpo clamando por continuar, instándole a empujarla al suelo y llenarla con sus buenos veinticinco centímetros, se apartó. Al mirar la cara de Georgeanne, estuvo a punto de ceder a la voracidad que lo envolvía. Ella estaba un poco aturdida, y lo cierto era que parecía una mujer que quería pasar el resto de la tarde desnuda.
– Me voy a arrepentir de esto -susurró ella, agarrando los bordes de su blusa para cerrarla.
Con ese acento tan dulce como la miel le recordaba a la chica que había recogido siete años atrás. Recordó cómo la había mirado absorto cuando estaba entre sus sábanas.
– Creo que te gusto más que tener el pelo hecho un desastre -dijo.
Ella bajó la mirada y se ató el lazo.
– Tengo que ir con Lexie -dijo, y prácticamente huyó de la cocina.
Él observó cómo se iba. Tenía el cuerpo tenso y estaba lo suficientemente duro para morderse las uñas. La frustración sexual le desgarraba las entrañas y supo que tenía tres opciones. Podía seguirla y quitarle la ropa, podía ocuparse él mismo o podía resolver la frustración en el gimnasio. Escogió la última y más saludable opción.
Estuvo treinta minutos en la bicicleta hasta que vació su mente de ella, del sabor de su piel y la sensación de sus senos en sus manos. Aún así hizo treinta minutos más, luego siguió entrenando con pesas.
A los treinta y cinco años John pensaba que todavía le quedaban un par de años antes de retirarse del hockey. Y quería que fueran los mejores, así que tenía que trabajar más duro que nunca.
Para los estándares del hockey él era viejo. Era un veterano, lo que quería decir que tenía que jugar mejor que a los veinticinco o empezarían a echarle en cara que era demasiado viejo y lento para el juego. Los periodistas deportivos y los directivos siempre se metían con los veteranos. Se metían con Gretzky, Messier y Hull. Y también lo harían con Kowalsky. Si tuviera una mala noche, si sus golpes fueran demasiados suaves o sus tiros demasiados abiertos, los periodistas deportivos no dudarían en cuestionar si merecía un contrato millonario. Pero no lo habían cuestionado cuando tenía veinte años, y no permitiría que lo hicieran ahora.
Quizá algunas de las cosas que se decía sobre él fueran ciertas. Tal vez era algunos segundos más lento, pero lo compensaba con más resistencia física. Había aprendido años atrás que si quería sobrevivir, tendría que adaptarse y afinar. Todavía practicaba un juego muy físico, pero ahora era más listo, usaba otras habilidades para mantener el nivel.
Había sobrevivido a la última temporada sólo con lesiones menores. En ese momento, a tan sólo unas semanas de comenzar a entrenar de nuevo, estaba en las mejores condiciones físicas de su vida. Estaba saludable y listo, preparado para destrozar la pista de hielo.
Estaba listo para la Copa Stanley.
John trabajó las piernas hasta que le ardieron los músculos, luego hizo doscientas flexiones y se metió en la ducha. Se puso unos vaqueros y una camiseta blanca antes de volver arriba.
Cuando salió a la terraza, encontró a Georgeanne y Lexie sentadas en la misma tumbona observando la marea. Ni John ni Georgeanne hablaron cuando él encendió la parrilla, ambos eran demasiado conscientes de que estaban dejando que Lexie llenara el tenso silencio. Durante la cena Georgeanne apenas lo miró y luego se levantó a toda prisa para lavar los platos. Como parecía tan ansiosa por apartarse de él, la dejó ir.
– ¿Tenes algún juego, John? -preguntó Lexie, apoyando la barbilla en las manos. Tenía el pelo retirado de la cara y llevaba puesto un pequeño camisón púrpura-. ¿No tenes un parchís o algo parecido?
– No.
– ¿Cartas?
– Puede.
– ¿Quieres jugar al slapjack?
Jugar al slapjack parecía una buena distracción.
– Claro. -Se levantó y fue a buscar una baraja, pero no la encontró-. Creo que no tengo cartas -le dijo a una Lexie decepcionada.
– Oh. ¿Quieres jugar con las Barbies?
Antes se cortaría un huevo.
– Lexie -dijo Georgeanne desde la cocina donde se secaba las manos con una toalla-. No creo que John quiera jugar con las Barbies.
– Por favor -le rogó Lexie-. Te dejaré escoger los mejores vestidos.
Él escrutó esa pequeña cara con esos grandes ojos azules y las mejillas rosadas y se oyó decir:
– De acuerdo, pero yo soy Ken.
Lexie se bajó de un salto de la silla y corrió a la habitación.
– No traje a Ken porque sus piernas están rotas del todo -le dijo por encima del hombro.
Él miró a Georgeanne que estaba allí de pie con una mirada compasiva en sus ojos, meneando la cabeza. Por lo menos ya no lo evitaba.
– ¿Vas a jugar? -le preguntó, creyendo que al jugar Georgeanne él podría escabullirse al cabo de unos minutos.
Ella se rió en silencio y caminó hacia el sofá.
– De eso nada. Eres tú quien va a elegir las mejores ropas.
– Puedes elegir primero -le prometió.
– Lo siento, muchachote. -Ella cogió una revista y se sentó-. Te has liado tú sólito.
Lexie volvió de la habitación con un montón de juguetes y John tuvo el mal presentimiento de que le resultaría imposible escaquearse.
– Puedes ser la Barbie Cabellos Brillantes -dijo Lexie, lanzándole una muñeca desnuda y abriendo los brazos para que los juguetes cayeran al suelo.
Él se acercó con intención de sentarse con las piernas cruzadas en el suelo, luego recogió la muñeca y la levantó con rapidez. Cuando era niño, habría dado cualquier cosa por tocar una Barbie desnuda, pero nunca había sido lo suficientemente afortunado como para poder hacerlo. En ese momento se permitió echarle un buen vistazo, descubrió que tenía el culo flaco y huesudo y que sus rodillas crujían de una manera extraña.
Resignado con su suerte se sentó en el suelo y buscando entre un montón de ropa, escogió un top con un estampado de leopardo y unas mallas a juego.
– ¿Tiene bolso a juego? -le preguntó a Lexie que estaba ocupada montando el salón de belleza.
– No, sólo tiene botas. -Ella rebuscó entre las cosas, luego se las dio.
Él las examinó.
– Esto es lo que una buena mujer necesita, un par de botas de prostituta.
– ¿Qué son botas de prostitutas?
– No le hagas caso -dijo Georgeanne desde detrás de la revista.
Jugar con muñecas era una experiencia nueva para John. Él nunca había tenido hermanas ni amigas de su edad. De niño había jugado con figuras de acción, pero sobre todo había jugado al hockey. Puso el top sobre los senos de plástico duro de la Barbie, y luego cogió las mallas. Cuando vistió a la muñeca se dio cuenta de dos cosas. Que subir las mallas por las piernas de plástico era una putada y, que si Barbie fuera real, no sería el tipo de mujer a la que querría ayudar a vestir o a desvestir. Era flaca y dura, y sus pies acababan en punta. Y luego se dio cuenta de otra cosa.
– Eh, Georgeanne.
– ¿Hum?
La miró.
– ¿No irás a contarle a nadie nada de esto, verdad?
Ella bajó un poco la revista y sus grandes ojos verdes lo miraron con atención por encima.
– ¿El qué?
– Esto -le dijo, apuntando hacia el salón de belleza-. Algo así, podría poner en peligro mi reputación con los jodid… Ah, lo siento -se corrigió antes de que las chicas lo hicieran-. Algo así podría convertir mi vida en un infierno.
La risa de Georgeanne llenó el espacio entre ellos y él también soltó una carcajada. Imaginó que tenía cara de tonto allí sentado tratando de ponerle las botas a una Barbie. Entonces, de repente, cesó la risa de Georgeanne y ella dejó la revista sobre la mesa.
– Voy a darme una ducha -dijo, levantándose.
– ¿Quieres hacerte la permanente ahora? -preguntó Lexie a John.
John observó el balanceo de las caderas de Georgeanne mientras salía de la habitación.
– ¿Tengo que hacerme una permanente? -preguntó, centrando la atención en su hija.
– Sí.
John puso a la Barbie con las botas de prostituta encima de una silla rosa del salón. Él no sabía mucho sobre salones de belleza, pero había tenido un par de novias que habían perdido el tiempo y el dinero en ellos.
– ¿Puedes hacerme las uñas mientras tanto? -preguntó, luego ordenó la cera y un masaje facial de albaricoque.
Lexie se rió y le dijo que era gracioso y de repente jugar con Barbies no fue tan malo.
Lexie duró hasta las diez en punto cuando, exhausta, insistió en que John la llevara a la cama. Él se había anotado muchos puntos ante su hija al jugar con el Centro de Belleza de Barbie.
En cualquier otro momento Georgeanne podría haberse sentido herida por la deserción de Lexie, pero esta noche le preocupaban otros asuntos. Otros problemas. Grandes problemas. Después de aquel beso en la cocina John no sólo era mejor que tener el pelo hecho un desastre, sino que además era mejor que depilarse las cejas. Y por si eso no hubiera sido suficiente, se había sentado en el suelo y había jugado a las muñecas con una niña de seis años. Al principio había estado ridículo. Un hombre grande y musculoso con unas manos enormes preocupándose de que un bolso hiciera juego con unas botas de plástico. Un viril jugador de hockey preocupándose de lo que pensarían los demás tíos de él. Entonces, de repente, ya no pareció ridículo. La había mirado desde el suelo mientras le ponía las mallas a una Barbie. Había parecido que era el padre y ella la madre como una familia de verdad. Sólo que no lo eran. Y cuando se habían mirado y habían compartido una sonrisa cómplice, había notado una pequeña punzada en el corazón.
Y no había nada ridículo en eso. Absolutamente nada, pensó mientras salía a la terraza. Apenas podía ver las olas del océano, pero las oía. La temperatura había descendido y se alegró de haberse puesto un jersey de cuadros azules y una falda vaquera. Tenía frío en los pies, y deseó haberse acordado de ponerse los zapatos. Se rodeó con los brazos y contempló el cielo de la noche. Nunca había sabido nada de astronomía, pero le gustaba mirar las estrellas.
Oyó cómo la puerta se abría y cerraba, luego sintió una manta sobre los hombros.
– Gracias -dijo, envolviéndose en ella.
– De nada. Creo que Lexie estaba dormida antes de meterse entre las sábanas -le dijo John mientras se apoyaba en la barandilla a su lado.
– Es lo que le suele pasar. Siempre lo he considerado una bendición. Quiero a Lexie, pero me alegro cuando se duerme -meneó la cabeza-. Eso suena mal.
Él se rió entre dientes.
– No, no es así. Me doy cuenta de cuánto llega a cansar. Estoy empezando a sentir mucho respeto por todos los padres del mundo.
Ella levantó la vista a su perfil mientras él observaba el océano con la mirada perdida. La iluminación de la casa proyectaba rectángulos de luz sobre el suelo de madera y sumía el rostro de John en sombras. Llevaba puesta una chaqueta deportiva azul marino con las solapas verdes.
– ¿Cómo fuiste de niño? -le preguntó, curiosa. Lexie y ella no se parecían tanto como todo el mundo creía.
– Regular. Creo que a mi abuelo le quité diez años de vida.
Ella lo miró.
– Anoche mencionaste a Ernie y a tu madre. ¿Qué pasó con tu padre?
John se encogió de hombros.
– No lo recuerdo. Murió en un accidente de coche cuando yo tenía cinco años. Mi madre tenía dos trabajos, así que se podría decir que me criaron mis abuelos. Mi abuela, Dorothy, murió cuando yo tenía veintitrés años.
– Entonces tenemos algo en común. Ambos fuimos criados por nuestras abuelas.
La miró por encima del hombro; la luz de la casa iluminó su perfil.
– ¿Qué pasó con tu madre?
Años atrás le había mentido sobre eso; se había inventado una historia bastante buena. Era obvio que él no la recordaba. En la actualidad, ella se sentía cómoda con quien era y no sentía necesidad de mentir.
– Mi madre no me quería.
– ¿No te quería? -Arqueó las cejas-. ¿Por qué?
Ella encogió los hombros y miró hacia la noche oscura y a la silueta aún más negra de Haystack Rock.
– No estaba casada y supongo… -Hizo una pausa y luego dijo-: La verdad es que no lo sé. El año pasado me enteré por mi tía de que quiso abortar, pero mi abuela se lo impidió. Cuando nací, mi abuela me llevó a casa desde el hospital. Creo que mi madre ni siquiera me dirigió una mirada antes de dejar el pueblo.
– ¿En serio? -sonaba incrédulo.
– Por supuesto. -Georgeanne se arrebujó más en la manta-. Siempre estuve segura de que regresaría y trataba de ser una niña buena para que así me quisiera. Pero nunca volvió. Ni siquiera llamó. -Encogió los hombros otra vez y se frotó los brazos-. Sin embargo, mi abuela trató de compensarlo. Clarissa Jane me amó y me cuidó lo mejor que pudo. Tanto, que me preparó desde pequeña para convertirme en la «señora de». Quería que me casara antes de que ella se muriera. Al final de su vida se esforzó mucho en buscarme marido. Era tan pesada que no quería ir al Piggly Wiggly con ella. -Georgeanne sonrió ante el recuerdo-. Me paseaba delante de todos los hombres que aparecían, desde viajantes a vendedores de seguros. Pero, en secreto, tenía puesto el corazón en el carnicero, Cletus J. Krebs. Clarissa se había criado en una granja de cerdos y apreciaba mucho un buen corte de carne. Cuando se enteró de que estaba casado, le sentó como una patada. -Esperó a que él soltara una carcajada, pero no obtuvo ni una triste sonrisa.
– ¿Y tu padre?
– No sé quién es.
– ¿Nunca te dijeron quién era?
– Nunca. Además creo que aunque mi madre lo supiera no me lo diría. Cuando era niña, algunas veces pensaba… -Se detuvo y negó con la cabeza, con vergüenza-. No me hagas caso -dijo, y enterró la nariz en la manta.
– ¿Qué pensaste? -preguntó.
Ella lo miró y respondió al tono amable de su voz.
– Es una tontería, pero siempre pensé que si él lo hubiera sabido, me habría querido, por eso siempre intenté portarme bien.
– Pues no es una tontería. Estoy seguro de que si hubiera sabido que existías, te habría querido muchísimo.
– Yo no lo creo así. -Sabía por experiencia que los hombres que ella amaba no la querían. John era un buen ejemplo. Giró la cabeza y se puso a observar el océano otra vez-. No creo que le hubiese importado lo más mínimo, pero eres muy amable por afirmar lo contrario.
– No, no es amabilidad. Estoy seguro de que le habrías importado.
Ella opinaba todo lo contrario, pero daba igual. Se había olvidado de todas esas fantasías hacía ya algunos años.
La brisa le revolvió el pelo y el silencio se extendió entre ellos mientras miraban la oscuridad y las olas plateadas. Después habló John, su voz fue un susurro apenas por encima del viento.
– Me rompes el corazón, lo sabes. -Sacó las manos de los bolsillos de la chaqueta y se giró hacia ella-. Tenemos que hablar de lo que sucedió antes en la cocina.
Georgeanne se quedó sorprendida ante tal admisión, pero no tenía ganas de hablar de aquel beso. No sabía por qué la había besado o por qué ella había respondido como si hubiera perdido la capacidad de decir que no. Sintió frío en los pies y pensó que era un buen momento para retirarse y ordenar sus pensamientos.
– Es evidente que me siento muy atraído por ti. -Georgeanne decidió que podía esperar un poco más para dejar que terminara de hablar-. Sé que te dije que era inmune a ti y que te encuentro completamente resistible. Pero te mentí. Eres bella y suave y, si las cosas fueran diferentes entre nosotros, daría un riñón por hacer el amor contigo. Pero no lo son, así que aunque me mires y parezca que estoy a punto de saltarte encima, quiero que sepas que no lo haré. Tengo treinta y cinco años y puedo controlarme. No quiero que te preocupes, intentaré reprimirme con todas mis fuerzas. -Nadie le había dicho nunca que daría parte de su cuerpo por estar con ella-. Quiero asegurarte que no te besaré, ni te tocaré, ni saltaré sobre ti. Creo que ambos estamos de acuerdo en que el sexo entre nosotros sería un error.
Si bien estaba de acuerdo con él, se sintió un poco decepcionada de que pudiera controlarse.
– Tienes razón, por supuesto.
– Arruinaría todo lo que hemos adelantado en nuestra relación.
– Cierto.
Se volvió y la miró.
– Si lo ignoramos, desaparecerá. -Deslizó la mirada por su pelo y luego por su cara.
– ¿Lo crees de verdad?
Apareció una arruga entre las cejas de John que lentamente sacudió la cabeza.
– No, no me creo una mierda -dijo, sacando las manos de los bolsillos para ahuecarle las mejillas entre las cálidas palmas de sus manos. Con el pulgar le acarició la piel fría e inclinó la frente hasta apoyarla en la de ella-. Soy un tío egoísta y te deseo -dijo en voz baja-. Quiero besarte y tocarte y… -hizo una pausa y ella vio el brillo pícaro en sus ojos-… saltar sobre tu precioso cuerpo. Y, si bien tengo treinta y cinco años, encuentro imposible controlarme contigo. Quiero poseerte y no pienso más que en hacer el amor contigo, ¿sabes?
Él la embelesaba, la dejaba sin aliento y hacía desaparecer toda resistencia. Incapaz de hablar, ella negó con la cabeza. John siguió hablando.
– Anoche tuve un sueño muy lujurioso contigo. Un sueño salvaje. Hacíamos cosas que mejor no te cuento, porque si lo hiciera me metería en problemas.
«¿Soñó conmigo?». Trató de pensar algo inteligente y provocador, pero no pudo. Todo pensamiento racional había abandonado su mente cuando dijo aquello de saltar sobre su precioso cuerpo. Siempre había pensado que su cuerpo era desmañado y poco atractivo.
– Así que tú tienes que ser la sensata. Cuento contigo para decirme que no. -Rozó su boca con la de él y dijo-: dime que no y te dejaré sola.
Él estaba demasiado cerca, era demasiado guapo y lo deseaba demasiado para ser sensata. Quería meterse debajo de su piel y ni siquiera consideró decir que no. Soltó la manta que cayó en un charco a sus pies. Lo cogió por las solapas abiertas de su chaqueta y tomó impulso. Con la punta de la lengua rozó levemente la línea de los labios de John y él abrió la boca. El beso que habían compartido antes había comenzado despacio pero se había vuelto ardiente en pocos segundos. Este beso fue mucho más largo. Con las bocas abiertas y las lenguas entrelazadas. Tenían toda la noche por delante y ninguna prisa.
Había aprendido cómo complacer a ese hombre años antes. Las habilidades que había perfeccionado hasta ser un arte estaban profundamente arraigadas en su interior. Pero no sabía si todavía podía coquetear con él para volverlo loco. Georgeanne llevó las manos a la cinturilla de los pantalones de John y deslizó lentamente las palmas bajo la chaqueta, desde de su abdomen caliente hasta su pecho. Bajo sus caricias se tensaron los duros músculos y John presionó su boca más profundamente en la de ella creando una succión suave. Jugueteó con su lengua y ella sintió que el corazón le latía con fuerza. John desplazó una de sus manos a las caderas de Georgeanne y la acercó más contra su cuerpo.
Ella sintió su erección contra el vientre. Era larga y dura. La pasión y la satisfacción femenina se fusionaron, y Georgeanne sintió un latido sordo en la unión de sus muslos. Se frotó contra él y la pasión se transformó en una espiral de fuego. La mano en su cadera se puso tensa, luego él retiró los labios.
– Eras buena hace siete años -dijo mientras la brisa de la noche le alborotaba el pelo-. Pero tengo el presentimiento de que ahora eres mejor.
Georgeanne podía haberle dicho que no había practicado desde entonces. De hecho tenía tan poca práctica que no sabía qué contestar. Sin la distracción de su boca sensual y con el sonido de sus desvergonzadas palabras resonando en su cabeza, ella sintió que el frío traspasaba su jersey y sintió un escalofrío.
– Vamos -dijo, tomándola de la mano. La atrajo hacia su cuerpo y juntos entraron en la casa y cerraron la puerta. John la besó suavemente en los labios, luego se quitó la chaqueta-. ¿Tienes frío? -preguntó, tirando la chaqueta en el sofá.
Georgeanne tenía la piel de gallina, pero no por el frío.
– Estoy bien -contestó, restregándose los brazos por encima del jersey.
– ¿Enciendo el fuego de todos modos?
No quería esperar más para sentir sus labios contra los de ella, pero no quería que pareciera que estaba hambrienta de él.
– Si no es demasiado problema.
John le dirigió una sonrisa perezosa.
– Oh, creo que puedo arreglármelas -dijo, caminando hasta la repisa de la chimenea y presionando un interruptor. La descarga anaranjada de una llama inflamó el chorro de gas e iluminó los leños falsos.
Georgeanne le correspondió con otra sonrisa.
– Creo que eso es hacer trampas.
– Sólo para un boy scout y no lo soy.
– Debería haberlo adivinado. -Ella intentó ver a través de los ventanales, pero sólo podía ver su reflejo. Sintió un momento de pánico mientras trataba de recordar si llevaba puesta ropa interior de raso o si se la había cambiado por la de algodón blanco.
– ¿El qué? -preguntó John, poniéndose detrás de ella-. ¿Que no soy un boy scout? -La cogió y la atrajo de nuevo contra su pecho-. ¿O que tenga un fuego falso?
Georgeanne miró su reflejo ondulado. Dirigió la vista hacia la apuesta cara de John y ya no le importó si llevaba las bragas de Hanes o las de Victoria's Secret. Se arqueó un poco hacia atrás y se frotó a conciencia contra su ingle.
– ¿Tu fuego es falso, John?
Él respiró hondo y su risa ahogada resultó un poco tensa cuando contestó:
– Si eres buena, te lo enseñaré más tarde. -Él la besó en la coronilla, luego cogió el borde del jersey-. Pero por ahora, me lo enseñas tú. -Se lo sacó por la cabeza y lo dejó caer a un lado. El primer impulso de Georgeanne fue levantar las manos para taparse los senos. Pero las mantuvo a los lados y se quedó de pie ante él con la falda vaquera y el sujetador azul de raso. Los dedos de John le acariciaron el estómago, luego ahuecó los pesados senos con sus fuertes manos.
– Eres hermosa -le dijo mientras rozaba con los pulgares el raso que le cubría los pezones-. Tan hermosa que apenas puedo respirar.
Georgeanne reconoció la sensación. También ella sentía como si sus pulmones se quedaran sin aire mientras observaba cómo las manos de John le sopesaban los senos. Se sintió incapaz de apartar la vista cuando él soltó el sujetador y le deslizó lentamente los tirantes por los hombros. El raso azul se deslizó por las curvas de los senos, brillando tenuemente sobre sus pezones, luego cayó al suelo. Súbitamente avergonzada, Georgeanne intentó ocultarse de su vista apretándose contra su pecho para ocultarse de su mirada ardiente. Pero él movió las manos a su cintura y la mantuvo donde estaba.
– Alguien podría vernos -dijo ella.
– No hay nadie fuera. -Le acarició los pezones ligeramente con la yema de los dedos.
Georgeanne comenzó a jadear.
– Podría haber alguien.
– No estamos al nivel de la playa. Estamos a más altura. -Observó cómo él le pellizcaba suavemente los arrugados pezones entre el pulgar y el índice y, de pronto, ya no le importó nada. Podría haber desfilado por la terraza un autobús lleno de marineros y no le habría importado lo más mínimo. Arqueó la espalda y levantó los brazos para coger entre las manos la cabeza de John. Le empujó la lengua en la boca hasta separarle los labios y le dio un beso ardiente, ávido. Surgió un gemido desde lo más profundo del pecho de John mientras jugueteaba con sus senos. Los levantó y apretó, luego movió las manos al botón de la falda. Le deslizó por las caderas y los muslos la falda y la braga azul hasta que cayeron a sus pies. Ella se salió de las prendas y las apartó de una patada, quedándose desnuda por completo, su trasero desnudo apretado contra la cremallera de los vaqueros. Al contrario que ella, él estaba completamente vestido y el roce de la tela de los vaqueros contra su piel le resultaba muy erótico. Él le inclinó las caderas y presionó su erección contra ella mientras dejaba un reguero de cálidos besos a un lado de la garganta. La mordió ligeramente en el hombro, y luego le lamió la piel con la lengua.
Georgeanne volvió a mirar a la ventana y en el reflejo borroso observó cómo esas grandes manos recorrían su cuerpo. Le acariciaba los senos, el estómago, las caderas. Le colocó un pie entre los de ella e hizo presión para abrirle las piernas. Luego le deslizó la mano entre los muslos abiertos y la acarició con suavidad. Ella estaba resbaladiza allí donde sus dedos acariciaban y esa caricia provocó en ella una agonía punzante. Se le fundieron las entrañas. Sus manos, su boca, sus ojos ardientes. Ella vio el reflejo de su cara y no reconoció a la mujer que le devolvía la mirada. La mujer de la ventana parecía drogada. Se oyó gemir y temió que si no lo detenía, alcanzaría el clímax en solitario. No quería eso. Lo quería con ella.
Se permitió saborear el placer que le proporcionaban sus manos durante algunos maravillosos segundos más, luego se giró y le rodeó el cuello con los brazos. Lo besó ávidamente deslizándole la rodilla desnuda por el muslo. Con los dedos le recorrió sensualmente la espalda, entonces, él la agarró por detrás y poniéndola de puntillas aplastó su pelvis contra la de ella. Georgeanne le recorrió la garganta con la boca y saboreó su piel. Él gimió y ella se dejó deslizar sobre su cuerpo hasta quedar de pie. Permitió que sus manos vagaran por el estómago de John hasta el borde de la camiseta, sacándola de los vaqueros.
John levantó el brazo por encima de su hombro y cogiendo un pliegue de la camiseta, se la sacó por la cabeza y la dejó caer a un lado. Georgeanne bajó la mirada desde los azules ojos llenos de pasión a los pequeños rizos oscuros que cubrían el gran pecho musculoso. Sus pezones quedaban unos centímetros por debajo de sus tetillas planas color café. Una sombra de fino vello bajaba por el pecho de John, rodeándole el ombligo para desaparecer por la cinturilla de los vaqueros.
– Mírate -dijo apenas con un susurro. La voz de John estaba ronca por la lujuria-. Eres como el mejor regalo que haya tenido nunca, como todas las navidades juntas en un solo paquete.
Georgeanne forcejeó con el botón de los vaqueros hasta que lo abrió.
– ¿Has sido bueno? -le preguntó mientras deslizaba las manos dentro de los vaqueros.
Él tomó aliento con rapidez.
– Dios mío, sí.
Ella atrapó la cinturilla elástica de los calzoncillos y se la bajó por el vientre plano.
– En ese caso -lo arrulló, paseando un dedo sobre el largo y grueso eje-. ¿Cómo quieres que sea contigo? ¿Buena o mala?
El aliento de John era un silbido agudo que salía de sus pulmones cuando pisó los talones de sus deportivas para quitárselas.
– No sé cómo sería si eres buena, pero he estado más años de los que recuerdo viviendo con el pecado para cambiar ahora.
– Entonces seré mala, ¿no? -Ella le deslizó hacia abajo los vaqueros y los calzoncillos, luego le subió las manos por los muslos desnudos. Los músculos se tensaron con dureza bajo su caricia y ella se recreó en el efecto que le provocaba.
– Oh, sí. -John tenía la voz ronca mientras se salía de sus ropas. Cogió la cartera de los pantalones y la lanzó sobre la mesa que había al lado del sofá. Luego se plantó completamente desnudo delante de ella, un atleta alto, sólido y perfectamente moldeado por años de entrenamiento. No había nada suave en él. Su profesión se reflejaba en ese cuerpo poderoso.
Ella se acercó lentamente a él y la gruesa cabeza de su cálido pene le rozó el ombligo. Georgeanne le recorrió el abdomen con las manos, y cuando miró a los ojos entrecerrados de John, se dio cuenta de que no había olvidado cómo complacer a un hombre. No había olvidado cómo complacer a ese hombre. Hacía siete años que él le había enseñado cómo volverle loco y ella lo recordaba bastante bien. Se inclinó hacia adelante y le tocó con la punta de la lengua una tetilla plana que se contrajo bajo sus labios poniéndose tan dura como el cuero. John movió las manos hasta su nuca anudándole el pelo con los dedos.
– Me estas matando. Estoy a punto de agonizar.
Georgeanne se puso de puntillas, dejando que las puntas de sus senos le rozaran el pecho.
– Entonces, que Dios tenga piedad de tu alma -susurró mientras le lamía el lóbulo de la oreja y se frotaba contra su cuerpo caliente. Ella se entregó a la tarea de mordisquearle el cuello y el hombro, después siguió bajando mientras le dejaba un reguero de besos por la flecha de vello, se rezagó en su estómago para luego seguir bajando hasta el bajo vientre. Se arrodilló delante de él y lo besó, acarició y aduló hasta que él jadeó.
– Tiempo -dijo él sin aliento, la cogió por los brazos y tiró de ella para ponerla de pie.
– Nada de tiempo -dijo ella, plantándole las palmas de las manos sobre el pecho para empujarlo. Él dio un paso atrás y ella continuó-: Esto no es hockey. -Ella siguió empujándolo hasta que la parte posterior de las rodillas de John tropezó con el sofá-. Y no soy uno de los chicos. -Él se sentó y ella se situó entre sus muslos.
– Georgie, cariño, nadie te confundiría con uno de los chicos, jamás. -Con una mano le acarició el trasero, acercándola más. Le succionó un pezón con su cálida boca y movió la otra mano para avivar el fuego con sus dedos. Mientras ella le miraba besar su pecho, una cruda emoción bombeó a través de sus venas. Éste era John, el hombre que la hacía sentirse tan bella y deseada. El hombre que le había arrancado el corazón y se lo había devuelto nueve meses más tarde. Cerró los ojos y lo atrajo más hacia ella. Lo sujetó mientras la tocaba con manos y boca, y se dijo que era suficiente. Cuando notó que estaba muy cerca del clímax, dio un paso atrás.
Sin decir nada, él alcanzó la cartera de la mesita para coger un condón envuelto en papel de aluminio. Abrió el paquete con los dientes, pero, antes de poder ponérselo, Georgeanne le cogió el condón.
– Nunca dejaría que un hombre hiciera el trabajo de una mujer -dijo ella y estiró la delgada funda de látex por toda su longitud. Ella lo sintió latir en su mano, listo para buscar la liberación. Luego ella se puso a horcajadas sobre su regazo y miró sus ojos azules. Lentamente descendió sobre la erección.
Él era grande y duro y, después de varios intentos, la llenó por completo. Ella se sentó durante un momento con él profundamente enterrado en su interior, sintiendo cómo se estiraba para acomodarle. Él estaba caliente y ella se sentía colmada aunque inquieta al mismo tiempo. Los músculos del cuello de John estaban tensos y ella clavó los dedos en esos hombros duros. John tenía los ojos entrecerrados y la mandíbula tensa. Georgeanne lo besó en los labios y luego comenzó a moverse. Ya fuera por el implacable deseo que sentía o por falta de experiencia sus movimientos fueron torpes. Las rodillas se le hundían en el sofá y, cuando él empujaba, ella se elevaba con él.
– Relájate -dijo John al tiempo que le ahuecaba el trasero-. Tómate tiempo.
Georgeanne aplastó la boca contra la de él y gimió con frustración. No podía relajarse y había llegado demasiado lejos para poder disponer de tiempo.
John arrancó su boca de la de ella, luego envolvió un brazo alrededor de ella, cogiéndola y girando con ella hasta depositarla sobre el sofá. Él seguía profundamente enterrado en el interior del cuerpo de ella. Colocó una rodilla sobre el sofá dejando el otro pie apoyado en el suelo.
– Nunca dejaría que una mujer hiciera el trabajo de un hombre -dijo, y se retiró. Un gemido angustiado escapó de la garganta de Georgeanne hasta que él empujó profundamente en su interior otra vez. Ella se pegó a él mientras la embestía repetidas veces, empujándola hacia el precipicio.
Georgeanne pronunció palabras incoherentes, palabras que probablemente la harían avergonzar más tarde, pero que no podía ni quería detener ahora.
– Así, cariño -susurró él mientras se zambullía profundamente-. Dime qué quieres.
Y ella lo hizo con todo lujo de detalles. Él jadeó y le ahuecó la cara entre las manos. Le dijo que era hermosa y lo bien que se sentía dentro de ella. Con cada envite la quemaba viva, y, cuando ella llegó al orgasmo, gritó su nombre. Su cuerpo lo ordeñó con fuerza y justo cuando ella sentía que el clímax comenzaba a decrecer, volvió a remontarse de nuevo.
John cerró los ojos con fuerza y siseó entre dientes. Respondió a los gritos de Georgeanne con gemidos de satisfacción. Él entró en ella una última vez, y cuando llegó al clímax, sus músculos se volvieron de piedra y juró como un jugador de hockey.