Capítulo 11

Por primera vez en siete años, Mae casi se alegraba de que su hermano gemelo estuviera muerto. Los amigos de Ray o bien acababan mudándose de estado o bien morían, y él nunca había podido soportar las deserciones. No le importaba que la persona desertora no tuviera otra opción.

Mae se quitó bruscamente las gafas de sol y atravesó el vestíbulo del hospital. Si Ray estuviera vivo, no habría podido aguantar cómo su buen amigo y amante, Stan, agonizaba de sida. Él había sido demasiado emotivo y habría sido incapaz de disimular su pena. Pero Mae no tenía ese problema. Mae siempre había sido más fuerte que su gemelo.

Inclinó la cabeza y empujó con fuerza las pesadas puertas de cristal. Tenía todo bajo control. Menos mal. Si no fuera así, no habría podido ir al hospital a despedirse de Stan. Si no fuera por el autocontrol que poseía, se derrumbaría antes de llegar a casa. Sin embargo, estaba muy cerca de sufrir una crisis nerviosa allí mismo y empezar a llorar por ese hombre que tanto la había ayudado cuando murió su hermano. Ese hombre que tanto quería había sido un vividor, un sibarita loco por los objetos de Liberace. Stan era ahora poco más que un esqueleto esperando que su familia lo llevara a casa a morir. Era la última víctima del sida. Había sido un gran apoyo para ella y lo quería mucho.

Mae aspiró profundamente la fresca brisa matutina para limpiar sus pulmones del aire viciado del hospital. Iba a cruzar la decimoquinta avenida hacia la casa que compartía con su gato, Bootsie, cuando una voz la detuvo.

– ¡Eh, Mae!

Se detuvo en medio de la calzada y al mirar por encima del hombro, se encontró con la cara sonriente de Hugh Miner. Una gorra azul de béisbol le daba sombra a los ojos y el pelo castaño claro, que sobresalía por los bordes, se rizaba en las puntas. Llevaba tres grandes sticks de hockey sujetos en una mano y apoyados en su ancho hombro. Verle en su barrio era toda una sorpresa. Mae vivía en Capital Hill, una zona al este de Seattle que era conocida por estar habitada por gays y lesbianas. Mae había vivido toda su vida rodeada de homosexuales y sabía la preferencia sexual de cualquier persona a los pocos minutos de conocerla. La primera y única vez que estuvo con Hugh supo en cuestión de segundos que era heterosexual de pies a cabeza.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó.

– Llevo unos sticks al hospital.

– ¿Para qué?

– Para una subasta.

Mae se volvió hacia él.

– ¿Crees que van a soltar pasta por conseguir tus viejos palos de hockey?

– ¿Qué te apuestas? -Hugh esbozó una amplia sonrisa y se balanceó sobre los talones-. Soy un gran portero.

Ella negó con la cabeza.

– Eres un creído.

– Lo dices como si fuera algo malo. A algunas mujeres les gusto.

Mae no se sentía atraída por ese tipo de hombre apuesto y presuntuoso.

– Algunas mujeres deben de estar muy desesperadas.

Él se rió entre dientes.

– Y tú ¿qué haces por aquí, Rayito de Sol?

– Iba para casa.

La sonrisa se le borró de la cara.

– ¿Vives aquí?

– Sí.

– ¿No serás lesbiana, verdad cariño?

Pensó en cómo se habría reído Georgeanne ante esa pregunta.

– ¿Importa?

Él se encogió de hombros.

– Sería una jodida pena, pero explicaría por qué eres tan borde conmigo.

Normalmente Mae no se comportaba de manera tan arisca con los hombres. De hecho los hombres le gustaban mucho. Pero no le iban los deportistas.

– Que sea borde contigo no quiere decir que sea lesbiana.

– Bueno, ¿lo eres?

Ella vaciló.

– No.

– Eso está mejor. -Él sonrió de nuevo y cambió de postura-. ¿Quieres ir a tomar un café o una cerveza a algún sitio?

Mae se rió sin humor.

– Que te den… -Se mofó, acercándose a la acera. Miró de arriba abajo la avenida y esperó a que se detuviera el tráfico.

– Lo siento, Rayito de Sol. -Hugh le habló como si le hubiera hecho una pregunta-. Pero yo no hago esas cosas.

Mae lo miró mientras se paraba entre dos coches aparcados. Él estaba yendo hacia la entrada del hospital y la apuntaba con los palos de hockey.

– Pero si realmente quieres ver algo bueno y te pones algo un poco femenino tal vez te llevé al cine Triple X. Ponen La orgía francesa y sé que te gustan las pelis extranjeras.

– Estás enfermo -masculló, y cruzó la avenida. Apartó de su mente a Hugh. Tenía cosas más importantes en qué pensar y no incluían a un jugador de hockey con el cuello demasiado ancho. Su círculo de amistades no hacía más que disminuir. La semana anterior se había despedido de su amigo y vecino durante años, Armando «Mandy» Ruiz. No sabía que se marchaba hasta el día que lo vio meter todas sus cosas en el Chevy. Se había mudado a Los Angeles buscando una vida más dinámica y persiguiendo su sueño de convertirse en el próximo RuPaul. Echaría de menos a Stan, y también a Mandy.

Pero todavía tenía a su familia. Aún tenía a Georgeanne y a Lexie. Era suficiente por el momento. Por ahora estaba satisfecha con su vida.


John abrió la puerta principal y evaluó a Georgeanne con una rápida mirada. Eran las diez de la mañana, pero ella estaba descansada y absolutamente perfecta. Se había recogido el pelo oscuro en un moño apretado en la nuca y llevaba unos pendientes de brillantes en las orejas. Vestía uno de esos horribles trajes de ejecutivas que ocultaban el escote y cubrían las rodillas.

– ¿Las has traído? -le preguntó al tiempo que se apartaba para dejarla entrar en la casa flotante. Cuando ella pasó, él levantó el brazo un poco y se olfateó con rapidez. No olía demasiado mal, pero quizá debería haberse dado una ducha después de correr. Y tal vez debería haberse cambiado los pantalones cortos y la sudada camiseta gris.

– Sí, traje varias. -Georgeanne se encaminó al salón y, tras cerrar la puerta, él la siguió-. Te aseguro que vas a salir ganando.

– Déjame verlas primero. -Mientras ella rebuscaba en el bolso color beige, él la repasó de arriba abajo. El austero peinado y el traje diplomático de rayas azules y blancas la hacían parecer casi asexual, casi. Pero sus ojos eran demasiado verdes, su boca demasiado carnosa y roja. Y su cuerpo… bueno, demonios, no importaba lo que vistiera, nada podía ocultar el tamaño de sus senos. Una mirada, y cualquier hombre tendría pensamientos pecaminosos.

– Aquí están -dijo, mostrándole una foto.

Él tomó la foto de Lexie y se aproximó al sofá de cuero. Era una foto de la escuela en la que Lexie miraba a la cámara con una amplia sonrisa de patata.

– ¿Qué tal las notas en el colé? -preguntó él.

– No hay notas en la guardería.

Él se sentó con las piernas abiertas.

– ¿Y cómo se sabe si está aprendiendo lo que debe?

– Los evalúan dos veces en todo el ciclo. Gracias a Dios, lee y escribe palabras simples bastante bien. Temía que no pudiera.

Cuando ella se sentó a su lado, él la miró.

– ¿Por qué?

Georgeanne esbozó una sonrisa.

– Por nada.

Estaba mintiendo, pero no quería discutir con él, por lo menos no en ese momento.

– Odio que hagas eso.

– ¿El qué?

– La forma en que sonríes cuando no quieres hablar de algo.

– Pues no te quejes. Hay muchas cosas que no me gustan de ti.

– ¿Como cuáles?

– Pues la primera es que robaras esa horripilante foto ayer en mi oficina y no me la hayas querido devolver. No me gusta el chantaje.

No había tenido ninguna intención de chantajearla. Había cogido la foto porque quiso. No había otra razón. Le gustaba mirar su hermosa cara y su barriga de embarazada tan enorme por su bebé. Cuando la vio, se le había hinchado el pecho de orgullo, luego se había sentido avergonzado por el desfasado machismo que eso demostraba.

– Georgie, Georgie -suspiró él-. Pensaba que habíamos aclarado esas feas acusaciones anoche por teléfono. Ya te lo he dicho, simplemente «tomé prestada» esa foto -mintió. No había tenido intención de devolvérsela, pero entonces le había llamado gritándole de todo por robársela y había decidido utilizar esas emociones en su propio beneficio.

– Ahora dame la foto que robaste.

John negó con la cabeza.

– No hasta que la reemplaces con una de valor igual o superior. En ésta tiene sonrisa de patata -dijo, y colocó la foto sobre la mesita de café-. ¿No hay más?

Le pasó una foto de estudio, la habían sacado en la alameda. Él clavó los ojos en su maquillada hija que llevaba largos pendientes de diamantes de imitación y una mullida boa púrpura. Frunció el ceño y la tiró sobre la mesa.

– Creo que no.

– Ésa es su favorita.

– Entonces me lo pensaré. ¿Hay más?

Ella lo miró con el ceño fruncido y se inclinó hacia adelante para rebuscar más profundamente en el bolso. En ese momento se le abrió la abertura lateral de la falda, deslizándosele por encima del muslo y mostrando un vislumbre de piel desnuda por encima del liguero color café con un lazo azul. ¡Santa Madre de Dios!

– ¿A dónde vas vestida así?

Ella se enderezó. Cerró la falda y dio por terminado el espectáculo.

– Tengo una cita con una clienta en su casa, en Mercer. -Le pasó otra foto, pero él no la miró.

– Creo que has quedado con tu novio.

– ¿Charles?

– ¿Tienes más de uno?

– No, no tengo más de uno y te aseguro que no he quedado con él.

John no la creyó. Las mujeres no llevaban puesta esa ropa interior a no ser que tuvieran planeado mostrársela a alguien.

– ¿Quieres un café? -Se levantó antes de que su imaginación lo arrastrase a una fantasía de muslos suaves y lazos azules.

– Claro. -Georgeanne lo siguió a la cocina, llenando la habitación con el sonido de los tacones repiqueando en el suelo de madera.

– No le he caído bien a Charles, lo sabes -informó John mientras vertía café en dos grandes tazas azul marino.

– Lo sé, pero me dio la impresión de que a ti tampoco te había caído bien él.

– No. No me cayó bien -dijo, pero su aversión no era algo personal. Ese tío era realmente un gilipollas, pero la verdad es que ésa no era su principal objeción. John odiaría a cualquier hombre que se metiera en la vida de Lexie en ese momento-. ¿Vas en serio con él?

– No es asunto tuyo.

Tal vez, pero iba a profundizar en el asunto de todas maneras. Le dio una de las tazas.

– ¿Leche o azúcar?

– ¿Tienes sacarina?

– Sí. -Abrió una alacena, cogió un pequeño paquete azul y se lo dio con una cucharilla-. Tu novio es asunto mío si pasa tiempo con mi hija.

Los largos dedos de Georgeanne echaron el edulcorante en el café y lo removió muy lentamente. Llevaba las uñas pintadas de color malva, eran largas y perfectas. La luz del sol entraba a raudales por la ventana de encima del fregadero arrancándole brillos del pelo y los pendientes.

– Lexie ha visto a Charles dos veces y parece que le gusta. Tiene una hija de diez años y les gusta jugar juntas. -Dejó la cucharilla en el fregadero y lo miró~-. Creo que no necesitas saber nada más.

– Si Lexie sólo lo ha visto dos veces, no hace mucho que sales con él.

– No, no hace mucho. -Frunció los labios un poco y probó el café. John apoyó la cadera en la encimera blanca y la observó tomar un sorbo. Apostaría lo que fuera a que ni siquiera se había acostado con él. Eso explicaría por qué el hombre se había mostrado tan hostil con John.

– ¿Qué va a decir cuando se entere de que Lexie y tú venís a Cannon Beach conmigo?

– Nada. No vamos a ir.

Él se había pasado la noche anterior buscando una manera de convencerla de que aceptara ir de vacaciones con él. Iba a apelar a sus sentimientos; Dios sabía que tenía en abundancia. Todo lo que ella sentía estaba allí mismo en esos ojos verdes. Si bien trataba de ocultar sus sentimientos detrás de sus dulces sonrisas, John se había pasado la vida leyendo en las caras de los hombres más duros y cabezotas. Hombres que ocultaban sus emociones bajo máscaras impenetrables. Georgeanne no tenía ninguna posibilidad ante él. Apelaría a su lado maternal. Si eso no funcionaba, improvisaría.

– Lexie necesita pasar más tiempo conmigo y yo necesito establecer una relación con ella. No sé demasiado de niñas -confesó con un encogimiento de hombros-, pero me compré un libro sobre el tema escrito por una doctora muy importante. Explica que la relación que una chica tiene con su padre podría determinar la manera de relacionarse con los hombres a lo largo de su vida. Dice que si la figura paterna no está presente, o si es un maltratador, se podría convertir en una put… eh…, en una chica ligera de cascos.

Georgeanne miró a John largo rato, entonces, con mucho cuidado colocó la taza sobre la encimera. Sabía por experiencia que estaba en lo cierto. Ella había sido un desastre en las relaciones personales durante muchos años. Pero eso no la convencería para pasar las vacaciones con él.

– Lexie puede conocerte aquí. Ir de vacaciones los tres juntos es invitar al desastre.

– No somos nosotros tres lo que te preocupa. Se trata de nosotros «dos». -Él la señaló y luego se señaló a sí mismo-. Tú y yo.

– Tú y yo no nos llevamos bien.

Él cruzó los brazos sobre su ancho pecho, estirando el cuello de la camiseta gris y exponiendo una clavícula y la base de la garganta.

– Creo que tienes miedo de que nos llevemos bien, demasiado bien. Tienes miedo de acabar en mi cama.

– No seas absurdo. -Ella puso los ojos en blanco-. No me gustas nada y no me tientas ni un poquito.

– No te creo.

– No me importa lo que creas.

– Lo que temes es que una vez que estemos solos, no puedas resistirte y acabes en la cama conmigo.

Georgeanne se rió. John era rico y guapo.

Era un deportista famoso y tenía el cuerpo fornido de un guerrero. Pero no iba a acabar en su cama. Ni aunque fuera el último hombre de la tierra y le apuntaran en la cabeza con una pistola.

– Deberías ser más realista.

– Creo que tengo razón.

– No. -Ella negó con la cabeza mientras salía de la cocina-. Estás equivocado.

– Pero no tienes de qué preocuparte -continuó él-, soy inmune a ti.

Georgeanne cogió el bolso y lo colocó en el sofá.

– Eres muy hermosa y Dios sabe que tienes un cuerpo tan perfecto que tentaría hasta a un sacerdote, pero créeme, no a mí.

Su explicación la picó más de lo que quería admitir. En secreto, ella quería que él se consumiera de deseo cada vez que ponía los ojos en ella. Quería que se diera de tortas por haberse deshecho de ella de la forma en que lo hizo. Georgeanne arqueó la ceja como si no le creyera y señaló la mesita de café.

– ¿Qué fotos quieres?

– Déjalas todas.

– Estupendo. -Tenía copias en casa-. Dame la foto que me robaste de la oficina.

– Un momento. -Él la agarró del brazo y la miró fijamente a los ojos-. Estoy tratando de decirte que estarías completamente segura en mi casa. Podrías arrancarte la ropa y caminar en cueros y ni siquiera así te miraría.

Ella sintió que su antiguo ego emergía para rescatar su orgullo, la antigua Georgeanne sólo estaba segura de algo y era del efecto que causaba en los hombres.

– Cariño, si me quitase la ropa, los ojos se te saldrían de las órbitas y te daría un infarto. Tendrían que hacerte el boca a boca.

– Te equivocas, Georgie. Lamento herir tus sentimientos, pero te encuentro completamente resistible -le dijo, mientras dejaba caer la mano y hería el orgullo de Georgeanne un poco más-. Podrías golpearme la cabeza con un stick y meterme la lengua en la boca y, aún así, no respondería.

– Ja, ¿a quien tratas de convencer, a mí o a ti mismo?

Él la miró de arriba abajo.

– Sólo expongo los hechos.

– Ajá. Bueno, entonces yo te expongo los míos. -Ella hizo lo mismo que él y lo repasó de arriba abajo. Comenzó por las musculosas pantorrillas y subió por los muslos poderosos, la cintura, el amplio pecho y los hombros anchos hasta su apuesta cara. Parecía el típico machote sudoroso-. Antes besaría a un pez muerto.

– Georgie, he visto a tu novio. Ya besas a un pez muerto.

– Mejor a él que a un estúpido deportista como tú.

John entrecerró los ojos.

– ¿Estás segura?

Ella sonrió, satisfecha de haberlo molestado.

– Por completo.

Antes de que ella supiese lo que sucedía, John le rodeó la cintura con un brazo y la atrajo con fuerza hacia su cuerpo. Le deshizo el moño con los dedos.

– Abre la boca y di «ah» -le dijo mientras posaba la boca con dureza en la de ella. Georgeanne jadeó de sorpresa y sus brazos cayeron flácidos a los costados. Sus ojos azules se perdieron en los de ella, luego él suavizó el beso y ella sintió cómo le rozaba el labio inferior con la punta de la lengua. Le lamió la comisura de la boca y le succionó ligeramente los labios. John cerró los ojos y la apretó más contra su pecho. Un escalofrío ardiente recorrió la espalda de Georgeanne y le erizó el vello de la nuca. La boca de John era caliente y mojada y, antes de poder pensar en nada más, le devolvió el beso. Le rozó la lengua con la suya y el calor se incrementó. Luego tan repentinamente como había comenzado, él la apartó con brusquedad.

– ¿Ves? -le dijo, respirando profundamente y expulsando el aire con lentitud-. Nada.

Georgeanne parpadeó y lo observó, parecía tan frío como un día de diciembre. Ella todavía podía sentir la presión de su boca en la suya. La había besado y ella se lo había permitido.

– No hay ninguna razón por la que nosotros dos no podamos compartir casa durante una semana. -Él se limpió el labio inferior con el pulgar, borrando la mancha roja-. A menos, claro está, que hayas sentido algo con este beso.

– No. Nada de nada -afirmó, y curvó la boca esbozando una falsa sonrisa. Pero había sentido algo. Aún lo sentía. Algo cálido e ingrávido en la boca del estómago. Le había permitido besarla y no sabía por qué.

Agarró el bolso y se dirigió a la puerta antes de empezar a gritar, a llorar o a ponerse en ridículo de cualquier otra manera. Quizá era demasiado tarde ya. Responder al beso de John había sido de lo más estúpido.

Mientras caminaba hacia el coche, se percató de que se había ido tan rápido que se había olvidado de la foto que le había robado. Pues bien, no iba a volver a por ella. No ahora. Y tampoco iba a ir a Oregón con él. De ninguna manera. «Jamás». No iba a ocurrir.


John permanecía de pie sobre la cubierta trasera de su casa mientras miraba hacia Lake Union. La había besado. La había tocado. Y ahora lo lamentaba. Le había dicho que no había sentido nada. Pero si se hubiera molestado en mirarlo, ella habría sabido que mentía.

No sabía por qué la había besado, tal vez había querido demostrarle que estaría a salvo en su casa de Oregón. O puede que fuera por lo que le había dicho de que antes besaría a un pez muerto que a él. Pero lo más probable era que hubiera sido porque ella era preciosa y sexy y llevaba puesto un liguero con lazos azules y, sobre todo, porque quería saborear esos labios. Sólo un beso rápido. Una mera demostración. Eso era todo lo que había querido. Pero en cambio había obtenido más. Se había sentido invadido por la lujuria y le había palpitado la ingle. Un doloroso infierno y ninguna forma de aplacarlo.

John se quitó los zapatos y se lanzó al agua helada para enfriarse. No cometería ese error otra vez. No más besos. Ni más caricias. Y nada de pensar en Georgeanne desnuda.

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