Tras horas de duro entrenamiento, entrenadores y jugadores ocupaban la pista ensayando tiros a gol. Después de estar tres días concentrados, los Chinooks estaban preparados para un poco de diversión. Dos miembros del equipo de porteros estaban en cuclillas en extremos opuestos de la pista de patinaje, ojo avizor, en espera de que alguien lanzara el disco hacia la portería.
Los sórdidos y crudos comentarios y el constante «zas-zas-zas» de los patines invadían los oídos de John mientras zigzagueaba por el hielo. Las mangas de su camiseta de entrenamiento ondeaban mientras serpenteaba entre la marabunta humana. Mantenía la cabeza alta mientras deslizaba el disco de caucho junto a la hoja del stick. Sintió cómo un defensa novato de tercera línea le echaba el aliento en el cogote y para evitar quedar atrapado contra la barrera le lanzó un disparo bajo a Hugh Miner.
– Trágate esa, granjero -le dijo mientras cargaba su peso en las cuchillas de los patines para pararse bruscamente delante de la portería. Una fina rociada de hielo alcanzó las rodilleras de Hugh.
– Eres mi ruina, viejo -se quejó Hugh, devolviéndole el disco de caucho. Luego miró al otro extremo de la pista, se encorvó otra vez y golpeó su stick contra los postes de la portería, recobrando su compostura sin apartar los ojos del resto de jugadores.
John se rió y patinó de regreso al centro de la acción. Al terminar el entrenamiento estaba molido por el esfuerzo, pero feliz de haber regresado a la lucha. Más tarde en el vestuario, le entregó sus patines a uno de los utilleros para que estuvieran afilados al día siguiente y se dio una ducha.
– Oye, Kowalsky -lo llamó un ayudante de entrenador desde la puerta del vestuario-. El señor Duffy quiere verte cuando estés vestido. Está con el entrenador Nystrom.
– Gracias, Kenny. -John se ató los zapatos, se pasó por la cabeza una camiseta verde con el logotipo de los Chinooks y se la remetió dentro de los pantalones azules de nailon. Sus compañeros de equipo deambulaban por el vestuario con distintos grados de desnudez hablando de hockey, contratos y las nuevas reglas de la NHL como todos los principios de temporada.
No era extraño que Virgil Duffy le pidiera a John que se reuniera con él, especialmente, cuando el director general del equipo estaba tanteando el terreno para fichar un nuevo talento. John era el capitán de los Chinooks. Era un veterano y nadie conocía el hockey mejor que los hombres que lo llevaban jugando desde que eran niños. Virgil respetaba la opinión de John y John respetaba la capacidad de Virgil para los negocios, aunque a veces no estaban de acuerdo. En esos momentos discutían por un buen defensa de segunda línea. Los buenos defensas no eran baratos y Virgil no siempre estaba dispuesto a pagar millones por un determinado jugador.
Mientras se acercaba a los despachos de dirección John se preguntó cómo reaccionaría Virgil cuando se enterara de la existencia de Lexie. No creía que el viejo se sintiera demasiado contento, pero ya no temía ser traspasado. Aunque tampoco descartaba la posibilidad por completo. Virgil podía ser tan imprevisible como un volcán. Cuanto más tardara Virgil en descubrir lo que había sucedido siete años antes, mejor. John no mantenía a Lexie en secreto a propósito, pero tampoco creía que tuviera que restregársela a Virgil por las narices.
Pensó en Lexie y frunció el ceño. Desde aquella mañana en Cannon Beach, hacía ya mes y medio, Georgeanne había mantenido a Lexie apartada de él. Ella había contratado a un abogado atildado y cabrón que había insistido en hacerle una prueba de paternidad. Luego, había retrasado el examen durante semanas, pero el día en que la prueba pedida por el tribunal debía ser realizada, ella había cambiado radicalmente de actitud y había firmado un documento legal admitiendo que él era el padre. Con la rúbrica de Georgeanne, John fue declarado legalmente padre de Lexie.
Habían elegido un asistente social de oficio para entrevistarse con John e inspeccionar su casa flotante. El mismo asistente había hablado con Georgeanne y Lexie, y había recomendado varias visitas cortas de presentación entre el padre y la niña antes de permitir a John tener a Lexie durante períodos de tiempo más largos. Al final del período de presentación, John recibiría la misma custodia compartida que los padres que se habían divorciado y todo eso sin ni siquiera haberse presentado delante de un juez. Una vez que Georgeanne había reconocido legalmente a John como padre de Lexie, todo había comenzado a moverse con suma rapidez.
John endureció el ceño. Por ahora Georgeanne seguía teniendo la sartén por el mango y aunque a él no le gustara lo más mínimo, era obvio que ella disfrutaba con la experiencia. Pues bien, que lo hiciera mientras pudiera, porque al final lo que Georgeanne quisiera no iba a tener importancia. Ella no quería que le pagara la manutención de la niña, ni siquiera la parte que le correspondía, ni el seguro médico. A través de su abogado él le había ofrecido mucho dinero y también el seguro completo. Quería mantener a su hija y estaba dispuesto a pagar lo que necesitara, pero Georgeanne lo había rechazado todo. Según su abogado, ella no quería nada de él. Pero no le iba a quedar otra opción. Los abogados estaban ya poniendo los puntos sobre las íes. Georgeanne tendría que aceptar lo que le ofrecía.
No la había visto, ni había hablado con ella desde aquella mañana en la casa de la playa cuando se había puesto histérica por nada. Lo había arruinado todo saliéndose de madre para llamarlo mentiroso cuando, realmente, él no le había mentido. De acuerdo, quizá la primera noche cuando había ido a su casa flotante le había mentido por omisión. Habían quedado en no meter por medio a los abogados, pero dos horas antes de que ella hubiera aparecido en su puerta él ya había contratado a Kirk Schwartz. Ya tenía una idea básica de sus derechos antes de que hubiera hablado con ella esa noche. Tal vez debería habérselo dicho, pero había creído que se pondría como una pantera y que trataría de apartarlo de Lexie. Y había estado en lo cierto. A pesar de todo, no cambiaría lo que había hecho. Tenía que informarse. Tenía que conocer sus derechos legales en el caso de que Georgeanne se mudara, se casara o le impidiera ver a Lexie. Había querido saber quién figuraba como padre en la partida de nacimiento de Lexie. Había querido saberlo todo. El futuro con Lexie era demasiado importante como para ignorar sus derechos legales.
La imagen de Lexie en la cocina de su casa de Cannon Beach aún permanecía viva en su mente. Recordaba la confusión de su cara y la mirada desconcertada de sus ojos cuando lo había mirado por encima del hombro mientras Georgeanne la arrastraba por la acera. Él no había querido que lo supiera de ese modo. Había querido pasar antes más tiempo con ella. Y había querido que se alegrara tanto como él por la noticia. No sabía lo que pensaba ahora, pero lo haría en poco tiempo. En dos días sería la primera visita legal.
John entró en las oficinas de dirección y cerró la puerta tras él. Virgil Duffy estaba sentado en un sofá tapizado en Naugahyde y llevaba puesto un traje de lino de la Quinta Avenida y un bronceado caribeño.
– Mira eso -dijo Virgil, señalando la pantalla de un televisor portátil-. Ese chico está hecho de cemento.
Sentando detrás del escritorio, Larry Nystrom no parecía tan entusiasmado como él.
– Pero no sabe tirar con puntería.
– A cualquier jugador se le puede enseñar a afinar la puntería. Pero lo que no puedes es enseñarle coraje, y éste ya lo tiene. -Virgil miró John y señaló con el dedo hacia la pantalla-. ¿Qué opinas tú?
John estaba sentado en el otro extremo del sofá y miró la televisión justo a tiempo de ver a un novato de los Florida Panther acorralar a Philly Flyer Eric Lindros contra la barrera. El sesenta y cuatro, Lindros, se tomó su tiempo antes de ponerse en pie para patinar lentamente al banquillo.
– Te puedo decir por experiencia personal que golpea muy duro. Y también tira muy fuerte, pero no estoy seguro de que tenga potencial. ¿Cuánto vale?
– Quinientos mil.
John se encogió de hombros.
– Vale menos de quinientos y necesitamos a alguien como Grimson o Domi.
Virgil negó con la cabeza.
– Cuestan demasiado.
– ¿En quién más estáis pensando?
Virgil le dio al botón de avance rápido y los tres hombres revisaron juntos otros partidos. El segundo entrenador del equipo se sentó enfrente de Nystrom con un montón de papeles. Mientras el vídeo seguía pasando, revisaron cada página.
– Tu índice de grasa corporal es menor del doce por ciento, Kowalsky. -El entrenador hizo el comentario sin levantar la vista.
John no estaba sorprendido. No podía permitirse el lujo de dejar que el peso lo hiciera más lento todavía y se había esforzado mucho para mantenerse en forma.
– ¿Y Corbet? -preguntó por un compañero de equipo. En el entrenamiento le había dado la impresión de que el lateral derecho de los Chinooks se había pasado el verano comiendo barbacoas y tirado a la bartola.
– ¡Dios Santo! -juró Nystrom-. ¡Su índice es del veinte por ciento!
– ¿De quién? -preguntó Virgil, dándole al botón de stop. El vídeo detuvo la cinta y en la pantalla apareció un anuncio de una emisora local.
– Ese maldito Corbet -contestó el entrenador.
– Voy a tener que ponerle un soplete debajo de ese culo de grasa -amenazó el entrenador-. Tendré que suspenderlo o enviarle a Jenny Craig.
– Contrata un dietista -sugirió John.
– Sométele a uno de los regímenes de Caroline -le dijo Virgil-. Cuando hace uno de sus regímenes se pone de muy mala leche. -Caroline era la esposa de Virgil desde hacía cuatro años y sólo era diez años más joven que su marido. Por lo que John podía decir, era una mujer agradable y parecían felices juntos-. Dale un tazón de arroz blanco y un filete de pollo a la plancha antes de cada partido, luego siéntate y disfruta viendo cómo patea culos.
El anuncio terminó y una voz que John no había oído en casi dos meses sonó en la televisión.
– Habéis vuelto a tiempo -dijo Georgeanne desde la pantalla de doce pulgadas-. Estoy a punto de añadir un poquito de pecado y no querrás perdértelo.
– Qué diablos… -masculló John y se inclinó hacia delante.
Georgeanne abrió una botella de Grand Marnier y escanció un poco en una taza.
– Ahora, si tenéis niños, tendréis que reservar un poco del mousse antes de añadir el licor, o pecado líquido como llamaba mi abuela a todas las bebidas alcohólicas. -Sus ojos verdes miraron a la cámara mientras sonreía-. Si no podéis tomar alcohol por motivos religiosos, sois menores de edad o si simplemente preferís tomar vuestro pecado en un vaso, podéis prescindir del Grand Marnier y añadir en su lugar cascara de naranja rallada.
Él clavó los ojos en ella como un estúpido roedor fascinado, recordando la noche en que él le había servido una gran dosis de pecado. Luego, a la mañana siguiente, ella le había aporreado con una estúpida muñequita y lo había acusado de utilizarla. Era una lunática. Una loca vengativa.
Llevaba puesta una blusa blanca con un gran cuello bordado y un delantal azul marino atado alrededor del cuello. Tenía el pelo retirado de la cara y unos pendientes de perlas en las orejas. Alguien se había esforzado mucho en someter su evidente sexualidad, pero no importaba. Estaba allí de todos modos. En esos ojos seductores y en esa boca voluptuosa. Y seguro que no era el único que lo veía. Estaba ridícula, como una de Los vigilantes de la playa jugando a las cocinitas. La observó remover el mousse con la cuchara en una cazuela de porcelana y charlar sin cesar al mismo tiempo. Cuando terminó, levantó la mano, abrió los labios y se lamió el chocolate de los nudillos. Él se mofó porque sabía -sencillamente lo sabía- que estaba haciendo esa mierda por la audiencia. Era una madre, por el amor de Dios. Las madres que educaban niñas no deberían comportarse como gatitas sexis en televisión.
El televisor se quedó en blanco de repente y John se dio cuenta de que Virgil estaba presente por primera vez desde que la cara de Georgeanne apareció en la pantalla. Parecía atontado y un poco pálido bajo el bronceado. Pero, aparte de la impresión, su cara no mostraba nada. Ni cólera, ni furia. Ni amor, ni siquiera traición por la mujer que le había plantado ante el altar. Virgil se levantó, lanzó el mando al sofá y salió por la puerta sin decir nada.
John lo vio marcharse, luego centró la atención en los otros hombres. Estaban todavía hablando del índice de grasa. No habían visto a Georgeanne, pero aunque lo hubieran hecho, John no creía que supieran quién era. De lo que significaba para él. O lo que significaba para Virgil.
Georgeanne se sentía desfallecida. Había grabado seis programas y le parecía que no había mejorado de uno a otro. Se decía a sí misma que tenía que relajarse y divertirse. No se emitían en directo así que si se ponía muy nerviosa, podía detenerse y volver a empezar. Pero a pesar de eso, los nervios le revolvían el estómago mientras miraba la cámara para confesar:
– No sé si lo sabréis, pero soy de Dallas, la tierra de los sombreros grandes. He estudiado arte culinario de todas las partes del mundo, pero gané mis espuelas de cocinera preparando platos mexicanos. Cuando a la mayoría de la gente le hablan de cocina mexicana, piensa en tacos rellenos. Bueno, yo voy a enseñaros hoy algo diferente.
Durante más de una hora Georgeanne troceó mangos, chiles y tomates. Cuando terminó, mostró un plato, simple pero elegante, que ya había preparado en el horno con referencias texanas.
– La semana que viene -dijo, deteniéndose al lado de un florero de margaritas amarillas-, vamos a abandonar temporalmente la cocina y os enseñaré cómo personalizar los marcos de fotos. Es muy fácil y divertido. Espero veros a todos.
La luz de encima de la cámara parpadeó y Georgeanne soltó un suspiro. Grabar el programa no había sido tan malo. Sólo se le había caído el lomo una vez y se había confundido tres veces al leer. No como en el primer programa. El primer programa había requerido siete horas de grabación. Lo habían emitido días atrás y estaba tan segura de que su mousse de chocolate había sido un fracaso de audiencia que ni siquiera se quiso ver. Charles la había visto, por supuesto, y le había asegurado que no se la veía ni gorda ni estúpida. Pero no confiaba en que no le estuviera mintiendo.
Lexie pasó por encima de varios cables que había en el suelo y caminó hacia Georgeanne.
– Voy al baño -anunció.
Georgeanne se llevó las manos a la espalda y se soltó el delantal. Llevaba puesto un micrófono portátil.
– Espera un segundo y te acompaño.
– Puedo ir sola.
– Ya la llevo yo -dijo una joven ayudante de producción.
Georgeanne sonrió con gratitud.
Lexie frunció el ceño y cogió la mano de la ayudante.
– Ya no tengo cinco años -se quejó.
Georgeanne observó marchar a su hija y se quitó el delantal por la cabeza. Una de las condiciones que había puesto para hacer el programa era poder llevar a Lexie a los rodajes. Charles había estado de acuerdo y había nombrado a Lexie asesora creativa. Lexie sugería algunas ideas y, cuando iba al estudio, ayudaba a Georgeanne a preparar los platos que se hacían de antemano para mostrarlos al final.
– Hoy has estado genial -la saludó Charles, emergiendo desde el fondo del estudio. Él esperó hasta que le quitaron el micrófono para rodearle los hombros con un brazo-. La respuesta de los espectadores al primer programa ha sido muy buena.
Georgeanne soltó un suspiro de alivio y lo miró. Ella no quería que mantuviera el programa en antena por su relación personal.
– ¿Estás seguro de que no lo dices sólo para ser amable conmigo?
Charles besó suavemente la sien de Georgeanne.
– Estoy seguro -y ella sintió su sonrisa cuando dijo-: Si la audiencia desciende, prometo que te despediré.
– Gracias.
– De nada. -La besó en la coronilla y luego la soltó-. ¿Por qué no venís Lexie y tú a cenar con Amber y conmigo?
Georgeanne cogió el bolso de encima del mostrador de la cocina que era parte del estudio de grabación.
– No puedo. John viene a recoger a Lexie esta noche para su primera visita.
Charles juntó las cejas.
– ¿Quieres que te acompañe?
Georgeanne negó con la cabeza.
– Estaré bien -dijo, pero no se lo creía. Temía sufrir una crisis nerviosa después de que Lexie se fuera y quería estar sola si así ocurría. Charles era un buen amigo, pero no la podía ayudar en ese tipo de situaciones.
Tres días después de regresar de Cannon Beach había informado a Charles sobre el viaje. De todo excepto de la parte del sexo. No le había gustado oír que había pasado todo ese tiempo con John, pero tampoco le había hecho demasiadas preguntas. Sin embargo, le había dado el nombre del abogado de su ex mujer y le había vuelto a ofrecer el programa de televisión. Ella necesitaba el dinero y había aceptado con la condición de que los programas fueran grabados en vez de en directo y de que Lexie pudiera acompañarla.
Una semana más tarde firmó el contrato.
– ¿Qué le parece a Lexie la idea de pasar más tiempo con su padre?
Georgeanne se colgó el bolso de un hombro.
– Lo cierto es que no lo sé. Sé que está un poco confundida de que su apellido sea ahora Kowalsky. Le cuesta trabajo deletrearlo, pero aparte de eso no dice nada más.
– ¿No habla de él?
Durante varias semanas después de saber que John era su padre, Lexie se había mostrado fría y distante con Georgeanne. Georgeanne había tratado de explicarle por qué le había mentido y Lexie había escuchado en silencio. Luego había volcado toda su cólera en ella con palabras hirientes que les hicieron daño a las dos. Sus vidas nunca serían lo mismo. Pero por lo demás, volvía a ser la misma niña que era antes de conocer a John. Si bien había momentos en que estaba inusualmente callada, Georgeanne no tenía que preguntarle qué pensaba, ya lo sabía.
– Le dije que John vendría a recogerla para estar con ella esta noche. Lo único que me preguntó fue cuándo la traería de regreso.
Lexie regresó de los aseos y los tres se encaminaron fuera del estudio hacia la entrada delantera del edificio.
– Adivina qué, Charles.
– ¿Qué?
– Estoy en primero. El nombre de mi profesora es señora Berger. Le gustan las hamburguesas sin jamón. Me gusta porque es agradable y porque tenemo un jerbo en nuestra clase. Es de color café con leche y tene unas orejitas diminutas. Todo el mundo le llama Stimpy. Yo quería que se llamara Pongo, pero no lo conseguí. -Mantuvo una continua y agradable charla todo el camino hasta el parking. Pero durante el trayecto en coche hasta casa estuvo muy callada. Georgeanne trató de hablar con ella, pero era obvio que estaba en otro mundo.
Desde lejos, Georgeanne vio el Range Rover de John aparcado delante de su casa. Estaba sentado en el porche delantero con los pies separados y los antebrazos apoyados en los muslos. Georgeanne aparcó el coche en el camino de entrada y miró al asiento del acompañante. Lexie tenía los ojos clavados en la puerta del garaje y se mordía el labio inferior con los dientes. Sus pequeñas manos agarraban con fuerza la carpeta que Charles le había dado para que pudiera escribir ideas para los programas siguientes. En el papel había dibujado diversos perros y gatos, y había escrito la palabra «mascotas».
– ¿Estás nerviosa? -le preguntó a su hija, sintiendo ella misma los nervios en el estómago.
Lexie se encogió de hombros.
– Si no quieres ir, no creo que te obligue -le dijo Georgeanne, esperando que fuera verdad.
Lexie guardó silencio un rato antes de preguntar:
– ¿Crees que le gusto?
A Georgeanne se le puso un nudo en la garganta. Lexie, que estaba siempre tan segura de sí misma, segura de que todo el mundo la quería, no estaba segura de su padre.
– Por supuesto que le gustas. Le gustaste desde la primera vez que te vio.
– Ah -fue todo lo que dijo.
Salieron juntas del coche y subieron la acera. Con la mirada oculta tras las gafas de sol, Georgeanne lo observó levantarse. Parecía informal y relajado con unos pantalones beiges de sarga, una camiseta blanca y una camisa de cuadros que llevaba suelta y sin abrochar. Llevaba el pelo oscuro más corto que la última vez que lo había visto y el flequillo le caía despeinado sobre la frente. Tenía la mirada fija en su hija.
– Hola, Lexie.
Ella bajó la vista a su carpeta como si de repente estuviera absorta en otra cosa.
– Hola.
– ¿Qué has hecho desde la última vez que te vi?
– Nada.
– ¿Cómo te va en primero?
Ella no le miraba.
– Bien.
– ¿Te gusta la profesora?
– No está mal.
– ¿Cómo se llama?
– Señora Berger.
La tensión era casi palpable. Lexie era más amigable con el cartero que con su padre y ambos lo sabían. John levantó la vista hacia Georgeanne con la acusación escrita en sus ojos azules. Georgeanne se enfureció. Puede que él no le gustara, pero nunca había dicho ni una sola palabra mala en su contra, al menos, no delante de la niña. El que no estuviera dispuesta a acostarse y a dejarse pisotear por él no quería decir que fuera a intentar influenciar a Lexie de alguna manera. También ella estaba sorprendida por la inusual timidez de Lexie, pero conocía la razón. La causa de su reserva estaba delante de ella con la forma de un hombre grandote y musculoso; ahora no sabía cómo tratar con él.
– ¿Por qué no le cuentas a John lo de tu jerbo? -sugirió ella, introduciendo el tema del que más hablaba Lexie últimamente
– Tenemo un jerbo.
– ¿Dónde?
– En el colegio.
John no podía creer que ésta fuera la misma niña que había conocido en junio. La miró y se preguntó dónde estaría su charlatana hija.
– ¿Quieres entrar? -preguntó Georgeanne.
Él habría preferido sacudirla y exigirle que le contara lo que le había dicho a su hija.
– No. No tenemos tiempo.
– ¿Dónde vais?
Él miró las grandes gafas de sol de Georgeanne y pensó en decirle que no era asunto suyo.
– Quiero enseñarle a Lexie dónde vivo. -Alcanzó la carpeta y se la quitó a Lexie-. La traeré de vuelta a las nueve -dijo, y le dio la carpeta a Georgeanne.
– Adiós, mami. Te quiero.
Georgeanne miró hacia abajo y esbozando una falsa sonrisa dijo:
– Dame un beso, cariño.
Lexie se puso de puntillas para darle un beso de despedida a su madre. Y mientras observaba, John supo que quería lo que tenía Georgeanne. Quería el amor y el afecto de su hija. Quería que lo rodeara con sus brazos, que lo besara y le dijera que lo quería. Quería que lo llamara papá.
Tenía la seguridad de que en cuanto llevara a Lexie a su casa y ella se relajara, una vez que estuviera lejos de la influencia de Georgeanne, volvería a ser la niña que conocía.
Pero eso no ocurrió. La niña que recogió a las siete era la misma niña que llevó de regreso a las nueve. Hablar con ella fue como patinar a través del hielo: suave y lento, y condenadamente desesperante. No había dicho nada sobre su casa flotante y no había querido saber al instante dónde estaban todos los cuartos de baño, lo que lo asombró porque en Cannon Beach la situación de los cuartos de baño había parecido un asunto de estado.
Le había mostrado el dormitorio de invitados que había preparado para ella, y le dijo que irían de compras y que le compraría cualquier cosa que quisiera. Había pensado que le gustaría la idea, pero la niña sólo había asentido con la cabeza y le había pedido salir a la cubierta de abajo. Había mostrado algo de interés por el barco así que habían saltado en el Sundancer y habían navegado lentamente por el lago. La había observado revisar la cabina y abrir la nevera compacta bajo la consola. La había subido a su regazo para que pudiera manejar el timón por sí misma. Lexie había agrandado mucho los ojos y, por fin, las comisuras de su boca habían esbozado una sonrisa, pero no había dicho nada.
Cuando la dejó en la parte delantera de su casa dos horas después de recogerla, el estado de ánimo de John era similar a los nubarrones que se estaban formando con rapidez en el cielo. No conocía a la niña con la que había pasado la tarde, aquélla no era su Lexie. Su Lexie sonreía y se reía tontamente sin dejar de hablar por los codos.
Apenas había detenido el Range Rover y Georgeanne ya estaba fuera de su casa caminando hacia ellos. Llevaba puesto un vestido suelto de encaje que revoloteaba alrededor de sus tobillos cuando se movía y se había recogido el pelo en un moño alto.
Una niña que estaba en el patio de enfrente llamó a Lexie y agitó frenéticamente una Barbie de largo cabello rubio.
– ¿Quién es? -preguntó John mientras ayudaba a Lexie a desabrocharse el cinturón de seguridad.
– Amy -contestó ella, abrió la puerta, y saltó fuera del todoterreno-. ¿Mamá, puedo ir a jugar con Amy? Tene una Barbie Sirena nueva, que quiero que veas porque es exactamente la que yo quiero.
Georgeanne observó a John que estaba rodeando el Range Rover. Sus ojos se encontraron brevemente antes de mirar a su hija.
– Va a llover.
– Por favor -imploró, botando arriba y abajo como si tuviera un resorte en los talones-. ¿Sólo unos minutos?
– Quince minutos. -Georgeanne agarró a Lexie por el hombro antes de que pudiera irse corriendo-. ¿Qué se le dice a John?
Lexie se paró y lo miró a la altura del estómago.
– Gracias, John -dijo prácticamente en un susurro-. Lo he pasado bien.
Nada de besos. Ni «te quiero papá». No había esperado amor y afecto tan pronto, pero mientras miraba a la coronilla de Lexie, supo que tendría que esperar bastante más de lo que pensaba.
– Tal vez la próxima vez vayamos al Key Arena y así verás dónde trabajo -al ver que su idea no era bien recibida añadió-: o podemos ir a la alameda. -John odiaba la alameda, pero por ella haría cualquier cosa.
Lexie frunció los labios.
– De acuerdo -dijo, luego caminó hacia el bordillo, miró a ambos lados de la carretera y, al ver que no se acercaba ningún coche, cruzó-. Oye, Amy -gritó-, adivina qué hice hoy. Me subí a un barco y paseamos hasta Gas Works Park, y vi un pez enorme que saltaba fuera del agua y John intentó cogerlo. John tene una cama y una nevera en su barco, y además me dejó manejar el timón un ratito.
John observó a las dos niñitas caminar hacia la puerta principal de la casa de Amy, luego se giró hacia Georgeanne.
– ¿Qué le has hecho?
Ella levantó la mirada hacia él y juntó las cejas.
– No le he hecho nada.
– Y una mierda. No es la misma Lexie que conocí en junio. ¿Qué le has dicho?
Ella clavó los ojos en él durante unos momentos antes de sugerir:
– Entremos.
Él no quería entrar. No quería tomar té y discutir las cosas racionalmente. No quería cooperar con ella. Estaba furioso y quería gritar.
– Estamos bien aquí.
– John, no pienso tener esta conversación contigo en el césped de delante de mi casa.
Él le devolvió la mirada, luego hizo un gesto para que ella lo guiara. Mientras la seguía rodeando la casa, mantuvo la mirada en su nuca deliberadamente. No quería notar cómo se movía. En el pasado siempre había apreciado cómo el movimiento de sus caderas hacía que el vuelo de sus vestidos revolotease. Ahora no estaba de humor para apreciar nada referente a ella.
La siguió hasta el patio trasero donde destacaba el color pastel, un calidoscopio femenino típico de Georgeanne. Las flores se agitaban con la brisa de la tormenta que se estaba formando mientras un aspersor giratorio regaba la hierba cubierta de flores blancas y azules. Un carrito de plástico, que reconoció de la primera vez que había visto a Lexie, estaba al lado de una carretilla. Ambos estaban cargados con maleza y flores muertas. Cuando recorrió el patio con la mirada, se sintió herido por el contraste entre sus casas. La de Georgeanne tenía un patio y un columpio, un jardín de flores y un césped que necesitaba ser segado. Ella vivía en una calle donde un niño podía montar en bicicleta y donde la acera era lisa para que Lexie patinara. Lo que John pagaba por atracar la casa flotante en el puerto era casi lo mismo que Georgeanne pagaba por la hipoteca. Él tenía una gran vista y una casa enorme, cierto, pero no era un hogar de verdad. No como éste. No tenía jardín, ni patio, ni una acera lisa.
«Aquí vive una familia», pensó él, mientras veía cómo Georgeanne cerraba la espita de agua que estaba detrás de las flores de lavanda. «Su familia. No. No, su familia no. Su hija».
– Antes que nada -comenzó Georgeanne, enderezándose-, nunca me acuses de hacer o decir nada que lastime a Lexie. Es cierto que no me gustas, pero nunca he dicho nada malo sobre ti delante de mi hija.
– No te creo.
Georgeanne se encogió de hombros y luchó por mantener una calma que no sentía. Notaba el estómago revuelto mientras que John permanecía impasible delante de ella con tan buen aspecto que daban ganas de comérselo con una cuchara. Había pensado que podría estar cerca de él y manejarlo, pero ahora ya no estaba tan segura.
– No me importa lo que creas.
– ¿Por qué no habla conmigo como lo hacía antes?
Ella podía darle una explicación, pero ¿por qué molestarse? ¿Por qué debería ayudarle a apartar a su hija de ella?
– Dale tiempo.
John negó con la cabeza.
– El día que la conocí hablaba sin parar. Ahora que sabe que soy su padre, apenas dice palabra. No tiene sentido.
Pero sí lo tenía para Georgeanne. La única vez que se había encontrado con su madre había sentido terror a que la rechazara y no había sabido qué decirle a Billy Jean. Georgeanne tenía veinte años en aquel entonces y sólo podía imaginar cómo se sentiría una niña. Lo que le pasaba a Lexie era que no sabía qué decirle a John y le daba miedo ser ella misma.
John apoyó su peso en un pie y ladeó la cabeza.
– Has debido de contarle un montón de mentiras sobre mí. Sabía que estabas resentida, pero no pensé que llegarías a esto.
Georgeanne se rodeó la cintura con los brazos y contuvo el dolor. Que tuviera una opinión tan baja sobre ella le hacía daño aunque no debería ser así.
– No eres quien para hablarme de mentiras. Nada de esto hubiera ocurrido si no hubieras mentido sobre lo de contratar a un abogado. Tú eres el mentiroso y encima eres un deportista lascivo. Pero ninguna de esas razones es suficiente para que le diga a Lexie cosas malas de ti.
John se balanceó sobre los talones y la miró con los ojos entornados.
– Ahh… ahora estamos llegando al quid de la cuestión. Estás cabreada por lo que pasó en el sofá.
Georgeanne confió en que no se le encendieran las mejillas, pero podía sentirlas tan enrojecidas como las de una chica de secundaria.
– ¿Estás insinuando que por lo que sucedió entre nosotros trato de poner a mi hija en tu contra?
– Caramba, no insinúo nada. Te lo estoy diciendo sin rodeos. Estás disgustada porque no te envié flores o alguna chorrada por el estilo. No sé, quizá te despertaste a la mañana siguiente queriendo otro polvo rápido en la ducha y como no estaba allí para dártelo te pusiste hecha una furia.
Georgeanne ya no pudo contener más el dolor y estalló.
– O tal vez estaba asqueada por haber dejado que me tocaras.
Él le dirigió una sonrisa ladina.
– No estabas asqueada. Estabas caliente. No tenías bastante.
– Te sobrevaloras -se mofó Georgeanne-. No fuiste tan memorable.
– Chorradas. ¿Cuántas veces lo hicimos? -preguntó, luego sostuvo en alto un dedo y contó-. En el sofá. -Hizo una pausa para levantar otro dedo-. En el futón del altillo con las estrellas iluminando tus senos desnudos. -Tres dedos-. En el jacuzzi con toda esa agua caliente golpeando nuestros culos y derramándose en el suelo. Tuve que quitar la alfombra al día siguiente para que no se pudriera en el suelo. -Sonrió y sostuvo en alto un cuarto dedo-. Contra la pared, en el suelo y en mi cama, lo cual cuento como una sola porque sólo me corrí una vez. Sin embargo, creo que tú te corriste más veces.
– ¡No lo hice!
– Lo siento. Supongo que lo confundo con la primera vez en el sofá.
– Te has pasado demasiado tiempo en los vestuarios -le dijo apretando los dientes-. Un hombre de verdad no tiene por qué hablar sobre su vida sexual.
Él se acercó un paso más.
– Muñeca, por la forma en que te comportaste en mi cama diría que soy el único «hombre de verdad» que conoces.
Todo lo que ella le decía parecía rebotar contra su duro pecho mientras que las palabras de John le estaban rompiendo el corazón. No iba a ganar, así que se esforzó por parecer aburrida.
– Si tú lo dices John…
Él se movió hasta que sólo los separaron unos centímetros y una sonrisa insolentemente presuntuosa le curvó los labios.
– Si me lo pides de buenas maneras, puedo dejarte pulir mi stick. -Acercó su cara más a la de ella y preguntó con voz sedosa-: ¿Quieres manejar tú el Zamboni?
Georgeanne aguantó el tipo y lo miró con fijeza. Esta vez no iba a perder los nervios y a insultarle hasta quedarse sin respiración como en Oregón. Alzó la barbilla un poco y le dijo con un acento sureño llena de censura:
– Te estás poniendo en ridículo.
Él entrecerró los ojos.
– Y puede que si fueras un poquito más amable cuando estás vestida, ya estarías casada a estas alturas.
Lo mismo de siempre, John invadía todo el espacio. Tomaba todo su aire, pero logró llenar sus pulmones con el aire lleno del olor de su piel y su aftershave.
– ¿Y eres tú el que me aconsejas a mí? Si te casaste con una stripper cuando estabas borracho.
Él echó la cabeza hacia atrás de repente y retrocedió un paso. Ella podía deducir por su mirada que sus palabras finalmente habían dado en el blanco.
– Cierto -dijo él-. Realmente siempre me he comportado como un pelele ante un par de tetas grandes. -Giró la muñeca y se miró el reloj-. No me lo he pasado tan bien desde que me rompí el tobillo en Detroit, pero ahora tengo que irme. Estaré de regreso el sábado para recoger a Lexie. Tenla lista a las tres. -Apenas le dirigió otra mirada mientras se iba.
Georgeanne se llevó una mano a la garganta y le vio caminar hacia la puerta de atrás. Ella había ganado. Finalmente había vencido a John. No sabía como lo había hecho, pero definitivamente había pateado ese enorme ego.
Sintió una opresión en el pecho y se dirigió a la escalera del porche posterior de la casa para sentarse en el último escalón.
Sí, había ganado, pero ¿por qué no se sentía mejor?