Capítulo 17

– ¿Cómo quieres el café? ¿Solo o con leche? -le preguntó Georgeanne a Mae mientras llenaba el filtro metálico con café exprés.

– Con leche -respondió Mae sin dejar de mirar a Pongo que estaba tumbado mordisqueando una galleta para perros-. ¡Demonios!, qué perro más patético. Hasta mi gato es más grande que ese chucho. Bootsie se lo comería de un bocado.

– Lexie -gritó Georgeanne-. Mae está insultando a Pongo otra vez.

Lexie se dirigió hacia la cocina, haciendo aspavientos con las manos ocultas por las mangas del chubasquero.

– No insultes a mi perro. -Frunciendo el ceño cogió la mochila de la mesa-. Es muy sensible. -Se arrodilló y acercó su cara a la del perro-. Ahora teno que irme al colé, te veré más tarde. -La mascota dejó de comerse la galleta el tiempo suficiente para darle un lametazo a Lexie en la boca

– Oye, ya hemos hablado de que no puedes hacer eso -la regañó Georgeanne mientras cogía un cartón de leche desnatada de la nevera-. Los perros tienen hábitos poco saludables.

Lexie se encogió de hombros y se levantó.

– No me importa. Le quiero.

– Ya, pero a mí sí que me importa. Ahora será mejor que te apresures a recoger a Amy o perderéis el autobús.

Lexie frunció los labios para darle un beso de despedida.

Georgeanne meneó la cabeza y acompañó a Lexie a la puerta principal.

– Yo no beso a las niñas que se dedican a besar perros que se lamen el culo. -Desde la entrada observó cómo Lexie cruzaba la calle y después regresó a la cocina-. Está loca por ese perro -le comentó a Mae mientras echaba un vistazo a la cafetera-. Lo tiene desde hace cinco días y ya está totalmente integrado en nuestras vidas. Deberías ver la camisetita vaquera que le hizo.

– Tengo que decirte algo -farfulló Mae con rapidez.

Georgeanne miró a su amiga por encima del hombro. Sospechaba que a Mae le pasaba algo. Por lo general no iba tan temprano a su casa para tomar café y hacía días que la encontraba algo distante.

– ¿Qué pasa?

– Le quiero.

Georgeanne sonrió mientras llenaba la cafetera con una jarra.

– Yo también te quiero.

– No. -Mae meneó la cabeza-. No, me refiero a Hugh. Le quiero a él, quiero a Hugh, el portero.

– ¿A quién? -Las manos de Georgeanne se detuvieron en el aire y arrugó el ceño-. ¿Al amigo de John?

– Sí.

Georgeanne colocó la jarra de cristal en la cafetera, pero se olvidó de encenderla.

– Creía que lo odiabas.

– Lo hacía. Pero ya no lo hago.

– ¿Qué ha pasado?

Mae parecía tan confusa como Georgeanne.

– ¡No lo sé! Me llevó a casa desde un pub el viernes pasado por la noche y ya no se fue.

– ¿Ha estado viviendo contigo los últimos seis días? -Georgeanne se dirigió a la mesa de la cocina. Tenía que sentarse.

– Bueno, en realidad, más bien durante las últimas seis noches.

– ¿Estás tomándome el pelo?

– No, pero entiendo lo que debes estar pensando. No sé cómo ocurrió. Estaba diciéndole que no podía entrar en mi casa, y antes de saber qué sucedía estábamos desnudos y peleándonos por quién tenía que estar encima. Ganó y me enamoré de él.

Georgeanne estaba anonadada por la impresión.

– ¿Estás segura?

– Sí. Él estaba arriba.

– ¡No quería decir eso! -Si Georgeanne tuviera que cambiar algo en Mae, sería la tendencia que tenía su amiga en dar detalles que ella no quería conocer-. ¿Estás segura de que estás enamorada de él?

Mae asintió con la cabeza y, por primera vez en siete años de amistad, Georgeanne vio que las lágrimas asomaban a los ojos castaños de su amiga. Mae era siempre tan fuerte que a Georgeanne le rompía el corazón verla llorar.

– Oh, cariño -suspiró y se acercó para arrodillarse junto a la silla de Mae-. Lo siento mucho. -La rodeó con sus brazos tratando de reconfortarla-. Los hombres son imbéciles perdidos.

– Lo sé -sollozó Mae-. Todo era maravilloso y va y tiene que hacer eso.

– ¿Qué es lo que hizo?

Mae se echó hacia atrás y miró la cara de Georgeanne.

– Me pidió que me casara con él.

Georgeanne se cayó de culo, estupefacta.

– Le dije que era demasiado pronto, pero no me ha querido escuchar. Me dijo que me amaba y que sabía que yo le amaba a él. -Cogió un extremo del mantel de lino de Georgeanne y se lo pasó por los ojos-. Ya le dije que casarse ahora no era la mejor opción, pero no me ha querido escuchar.

– Por supuesto que no te puedes casar con él ahora. -Georgeanne se agarró a la mesa para ponerse de pie-. La semana pasada ni siquiera te caía bien. ¿Cómo espera que tomes una decisión tan importante en tan poco tiempo? Seis días no son suficientes para saber si quieres pasar el resto de tu vida con él.

– Lo supe después del tercer día.

Georgeanne buscó otra vez la silla. Se sentía mareada y tuvo que volver a sentarse.

– ¿Estás jugando conmigo? ¿Quieres casarte con él o no?

– Oh, sí.

– Pero, ¿le has dicho que no?

– ¡Le dije que sí! Intenté decirle que no, pero no me dejó -dijo, y estalló de nuevo en sollozos-. Debe sonar estúpido e impulsivo, mi única disculpa es que lo amo de verdad y no quiero perder la oportunidad de ser feliz.

– No pareces feliz.

– ¡Lo soy! Nunca me he sentido así. Hugh hace que me sienta bien incluso cuando pensaba que era imposible que me sintiera mejor. Me hace reír y piensa que soy divertida. Me hace feliz, pero… -Se interrumpió para secarse de nuevo los ojos-. Quiero que tú también seas feliz.

– ¿Yo?

– Los últimos meses has sido muy desgraciada, en especial desde lo que pasó en Oregón. Me siento fatal porque tú lo estás pasando tan mal y yo nunca he sido más feliz.

– Soy feliz -le aseguró a Mae, y se preguntó si sería verdad. Nunca se había parado a pensar cómo se sentía ante las cosas que le pasaban. Si lo pensaba fríamente, en esos momentos la única palabra que acudía a su mente era conmoción. Pero ése no era el momento de examinar sus sentimientos y analizarlos-. Oye -le dijo esbozando una sonrisa, alargando los brazos hacia Mae y dando una palmadita en la mesa-. Por ahora nos vamos en concentrar en tu felicidad. Al parecer tenemos que organizar una boda.

Mae colocó las manos sobre las de Georgeanne.

– Sé que todo esto parece demasiado impulsivo, pero amo a Hugh de verdad -dijo, su cara se iluminaba cuando pronunciaba el nombre de él.

Georgeanne observó los ojos de su amiga y dejó que el amor y la excitación que vio en ellos despejaran todas sus dudas por el momento.

– ¿Ya habéis elegido un día?

– El diez de octubre.

– ¡Pero si sólo faltan tres semanas!

– Lo sé, pero la temporada de hockey comienza el día cinco en Detroit, y Hugh no puede perderse el primer partido de la temporada. Después le toca ir a Nueva York y a San Luis antes de regresar aquí para jugar el día nueve contra Colorado, ya que jamás se pierde un partido contra Patrick Roy. Hemos estado mirando todas las fechas y al parecer las tres semanas siguientes serán bastante tranquilas. Así que Hugh y yo nos casaremos el diez, nos iremos una semana a Maui de luna de miel, yo regresaré a tiempo para el catering de la fiesta de los Bennet, y Hugh se irá a Toronto para jugar contra los Maple Leafs.

– Tres semanas -protestó Georgeanne-. ¿Cómo voy a poder organizar una buena boda en tan sólo tres semanas?

– No vas a hacerlo. Quiero que estés en la boda, no en la cocina. He decidido contratar a Anne Maclear para que se encargue de todo. Fue la que organizó el catering del banquete del Redmond y estará encantada de aceptar el trabajo en cuanto se entere. Sólo quiero dos cosas de ti. Que me ayudes a escoger un vestido de novia, sabes que soy un desastre con ese tipo de cosas. Es probable que elija algo horroroso y ni siquiera me entere.

Georgeanne sonrió.

– Me encantará ayudarte.

– Tengo que pedirte otra cosa más. -Georgeanne le apretó las manos con más fuerza-. Quiero que seas mi dama de honor. Pero Hugh le va a pedir a John que sea su padrino por lo que tendrás que estar con él.

Las lágrimas le pusieron a Georgeanne un nudo en la garganta.

– No te preocupes por nosotros. Me encantará ser tu dama de honor.

– Hay un problema más y es el peor de todos.

– ¿Qué puede haber peor que planear una boda en tres semanas y tener que estar con John?

– Virgil Duffy.

Georgeanne se quedó paralizada.

– Le dije a Hugh que no podíamos invitarlo, pero Hugh no sabe cómo evitarlo. Piensa que si invitamos a sus compañeros del equipo y a los entrenadores e instructores, no podremos ignorar al dueño del equipo. Le sugerí que invitáramos sólo a los amigos íntimos, pero sus compañeros de equipo son sus mejores amigos. Así que no sabemos cómo hacer para invitar a unos sí y a otros no. -Mae se cubrió la cara con las manos-. No sabemos qué hacer.

– Por supuesto que invitareis a Virgil. -Georgeanne tomó el control, mientras tenía la sensación de que su pasado regresaba para acosarla. Primero John y ahora Virgil.

Mae meneó la cabeza y dejó caer las manos.

– No puedo hacerte eso.

– Soy adulta. Y Virgil Duffy no me asusta -le dijo al tiempo que se preguntaba si realmente era cierto. Allí sentada en la cocina, no estaba asustada, pero no sabía cómo se sentiría cuando lo viera en la boda-. Invítale a él y a cualquier persona que desees. No te preocupes por mí.

– Le dije a Hugh que lo mejor sería irnos a Las Vegas y que nos casara uno de esos imitadores de Elvis. Eso solucionaría todos los problemas.

De ninguna manera, Georgeanne no podía permitir que su mejor amiga acabara casándose en Las Vegas por culpa de los errores de su pasado.

– Ni se te ocurra pensarlo -le advirtió, alzando la nariz-. Ya sabes lo que opino acerca de la gente de mal gusto y que te case Elvis es de lo más vulgar. Y yo tendría que regalarte algo igual de mediocre. Algo que comprara por televenta, como el cortador de cristal con el que puedes hacer tus propios jarrones con botellas de Pepsi. Y lo siento, pero creo que si hago eso, después no me mirarás igual.

Mae se rió.

– Vale, nada de Elvis.

– Bien. Será una boda preciosa -predijo, y se levantó para ir a buscar su agenda.

Juntas se pusieron manos a la obra. Llamaron a los proveedores que Mae quería contratar, luego subieron al coche de Georgeanne y condujeron hasta Redmond.

A la semana siguiente, llamaron a la floristería y buscaron el vestido de novia. Entre Heron's, el programa de televisión, Lexie y la rapidez con la que se aproximaba la boda, Georgeanne no tuvo tiempo para sí misma. El único momento del día en que podía sentarse y relajarse un poco eran las noches del lunes y del miércoles, cuando John se llevaba a Lexie y a Pongo a las clases de entrenamiento de mascotas. Pero, incluso entonces, no se podía relajar. No cuando John aparecía por su casa, alto, atractivo y oliendo como una tardía brisa de verano. Lo veía y ese estúpido corazón suyo comenzaba a palpitar y, cuando él se marchaba, le dolía el pecho. Se había vuelto a enamorar de él. Sólo que esta vez se sentía más infeliz que la anterior. Había estado firmemente convencida de que ya no se dedicaba a querer a los que no podían corresponder a su amor, pero al parecer no era así. Sin embargo, pese a que le había roto el corazón, lo más probable era que siempre amara a John, que se apropiaría de su amor y el de su hija y la dejaría sin nada. Mae se casaría y seguiría con su vida. Georgeanne sintió que la dejaban atrás. Su vida era plena, pero a pesar de eso, los que más amaba tomaban caminos que ella no podía seguir.

En unos días, Lexie pasaría su primer fin de semana con John y conocería a Ernie Maxwell y a la madre de John, Glenda. Su hija tendría la familia que Georgeanne no le podía ofrecer. Una familia de la que ella no formaba parte y a la que nunca pertenecería. John podía ofrecer a Lexie todo lo que deseara o necesitara y Georgeanne se sentía apartada y abandonada.

Diez días antes de la boda, Georgeanne estaba sola, sentada en el despacho de Heron's, pensando en Lexie y John y en Mae y sintiéndose sola. Cuando Charles llamó y le sugirió que comiera con él en McCormick and Schmick's se alegró de poder escapar por unas horas. Era viernes, tenía mucho trabajo esa noche y necesitaba una cara amiga y una conversación agradable.

Mientras comían almejas y cangrejos, le contó a Charles todo sobre Mae y la boda.

– Se casará el jueves siguiente a éste -dijo mientras se limpiaba las manos en la servilleta de lino-. Con tan poco tiempo, han tenido suerte de encontrar una pequeña iglesia sin religión oficial en Kirkland y un salón de banquetes en Redmond para la recepción posterior. Lexie llevará las flores y yo soy la dama de honor. -Georgeanne meneó la cabeza con el tenedor en la mano-. Aún no me he comprado el vestido. Doy gracias a Dios de que todo este lío acabe pronto y ya no tenga que preocuparme de nada parecido hasta que Lexie se case.

– ¿No piensas casarte?

Georgeanne se encogió de hombros y apartó la mirada. Cuando pensaba en casarse, se imaginaba siempre a John con el esmoquin que llevaba el día que le hicieron el reportaje para GQ.

– Lo cierto es que no he pensado en ello.

– Bueno, ¿y por qué no lo has pensado?

Georgeanne volvió a mirar a Charles y sonrió.

– ¿Me lo estás proponiendo?

– Lo haría si pensara que ibas a aceptar.

La sonrisa de Georgeanne se esfumó de golpe.

– No te preocupes -dijo él, y depositó otra concha de almeja sobre el montón de su plato-. No tenía pensado avergonzarte proponiéndotelo ahora, y no pienso hacerlo mientras sepa que me vas a rechazar. Sé que no estás preparada.

Lo miró fijamente, a ese maravilloso hombre que tanto significaba para ella, pero al que no amaba como una mujer debería amar a su marido. Su cabeza quería amarle, pero su corazón ya amaba a otro.

– No rechaces la idea sin más. Simplemente piénsalo -dijo él, y ella lo hizo. Pensó cómo se resolverían algunos de sus problemas casándose con Charles.

Podía proporcionarle una vida confortable para ella y para Lexie y podrían formar una familia. Puede que no lo amara como debiera, pero quizá con el tiempo lo hiciera. Quizá su cabeza pudiera convencer a su corazón.


John arrojó la camiseta sobre el montón de calcetines y deportivas que había en el suelo del baño. Vestido sólo con unos pantalones de deporte, se cubrió la parte inferior de la cara con crema de afeitar. Mientras buscaba la maquinilla de afeitar, miró al espejo y sonrió.

– Si quieres, puedes entrar y hablar conmigo -le dijo a Lexie que se había detenido a sus espaldas para mirar a hurtadillas dentro del baño.

– ¿Qué haces?

– Me estoy afeitando -colocó la cuchilla en la mejilla izquierda y la deslizó hacia abajo.

– Mamá se depila las piernas y la axilas -comentó mientras se acercaba a él. Llevaba un camisón de rayas rosas y blancas y tenía el cabello despeinado por la noche de sueño. La noche anterior había sido la primera vez que se quedaba con él, y después de que él matara la araña de su cama, todo había ido sobre ruedas. Tras aplastar al insecto con un libro, ella lo miró como si pudiera caminar sobre las aguas-. Supongo que tendré que depilarme cuando esté en séptimo -continuó-. Probablemente entonces ya tenga pelos. -Le miró con atención a través del espejo-. ¿Crees que Pongo será peludo?

John enjuagó la maquinilla y negó con la cabeza.

– No, nunca tendrá demasiado pelo.

Al recoger a Lexie la noche anterior, el pobre perrito llevaba un nuevo jersey rojo con joyas de imitación cosidas por todas partes y una gorra a juego. Cuando entró en la casa, el perro le miró y corrió hacia otra habitación para esconderse. Georgeanne supuso que le asustaba la altura de John, pero John imaginó que el pobre Pongo no quería que otro espécimen del género masculino le viera con esa pinta de marica.

– ¿Cómo te hiciste esa gran pupa en la ceja?

– ¿Esta cosita? -se señaló una vieja cicatriz-. Cuando tenía unos diecinueve años, un chico me lanzó el disco a la cabeza y no me agaché a tiempo.

– ¿Te dolió?

«Como un condenado».

– No. -John levantó la barbilla y se afeitó debajo de la mandíbula. Por el rabillo del ojo vio que Lexie lo observaba-. Quizá deberías ir vistiéndote. Tu abuela y tu bisabuelo Ernie estarán aquí en media hora.

– ¿Me puedes peinar? -ella levantó la mano y le mostró un cepillo.

– No sé si sabré peinar a una niña.

– Puedes hacerme una coleta. Es muy fácil. O quizá dos coletas. Tienes que asegurarte de que están muy altas; no me gusta llevarlas tan bajas.

– Lo intentaré -dijo, limpiando la crema de afeitar y los restos de vello de la cuchilla, y a continuación empezar a afeitarse la otra mejilla-. Pero si pareces una niña salvaje no me eches la culpa.

Lexie se rió y apoyó la cabeza contra él. Sintió el fino pelo de Lexie contra la piel de su costado.

– Si mamá se casa con Charles, ¿yo seguiría apellidándome Kowalsky como tú?

La cuchilla de afeitar se detuvo bruscamente en la comisura de la boca de John. Deslizó la mirada por el espejo hasta la cara levantada de Lexie. Con lentitud bajó la maquinilla de su cara y la metió bajo el agua caliente.

– ¿Tu madre piensa casarse con Charles?

Lexie se encogió de hombros.

– Quizá. Se lo está pensando.

John no había pensado en serio que Georgeanne pudiera casarse con alguien. Pero ahora, al pensar en que otro hombre la tocara, sintió como si lo golpearan en el estómago. Terminó de afeitarse y cerró el grifo.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– Sí, pero como tú eres mi papá le dije que debía casarse contigo.

Él cogió una toalla y se limpió la crema que le había quedado debajo de la oreja izquierda

– ¿Y ella qué dijo?

– Se rió y dijo que eso era algo que no iba a pasar, pero puedes pedírselo, ¿verdad?

«¿Casarse con Georgeanne?» No podía casarse con Georgeanne. Aunque se habían llevado bastante bien después del incidente de Pongo, ni siquiera estaba seguro de gustarle.

Era lo suficientemente sincero consigo mismo para admitir que ella le gustaba. Quizá demasiado. Todas las veces que había ido a recoger a Lexie la había imaginado sin ropa, pero la lujuria no era suficiente para comprometerse durante toda la vida. La respetaba, pero el respeto tampoco era suficiente. Amaba a Lexie y quería darle todo lo que necesitara para ser feliz, pero años atrás había aprendido que uno no debía casarse sólo porque hubiera un niño de por medio.

– ¿No podrías preguntarle? Entonces podríamos tené un bebé.

Ella lo miró con la misma mirada de súplica que había utilizado para conseguir que le comprara la mascota, pero esta vez no iba a ceder. Si alguna vez se casaba de nuevo, lo haría porque vivir sin esa mujer sería un infierno.

– No creo que yo le guste a tu madre -dijo, arrojando la toalla a la cesta de la ropa sucia que había junto al lavabo-. ¿Cómo te hago la coleta?

Lexie le dio el cepillo.

– Primero desenreda los nudos.

John se apoyó sobre una rodilla y deslizó el cepillo con cuidado por el pelo de Lexie.

– ¿Te hago daño?

Ella negó con la cabeza.

– A mamá sí que le gustas.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– Además piensa que eres muy guapo y agradable.

John se rió entre dientes.

– Sé que ella no te ha dicho eso.

Lexie se encogió de hombros.

– Si la besas, pensará que eres muy guapo. Después podréis tené un bebé.

Aunque la idea de besar a Georgeanne había sido una condenada tentación para él, dudaba de que un solo beso pudiera ejercer tanta magia como para resolver todos sus problemas. Ni siquiera quería pensar en lo de hacer un bebé.

Giró a Lexie un poco y le desenredó los nudos del lado izquierdo.

– Parece que tienes comida pegada en el pelo -dijo, procurando no tirar con demasiada fuerza.

– Puede que sea pizza -le dijo Lexie sin preocuparse por el asunto, después permanecieron en silencio mientras John peinaba los finos mechones, pensando que no estaba haciéndolo bien. Lexie permaneció quieta y John se sintió aliviado al ver que se había agotado el tema de Georgeanne, los besos y los bebés.

– Si la besas, le gustarás más que Charles -susurró Lexie.


John apartó las cortinas y miró la noche de Detroit. Desde su habitación en el Hotel Omni, podía ver el río que se deslizaba suavemente como una marea negra. Se sentía inquieto y con los nervios a flor de piel, pero eso no era nada nuevo. Era normal que le llevara varias horas relajarse después de un partido, en especial si era contra los Red Wings. El año anterior, el equipo de Motown sólo había vencido a los Chinooks, en los play-offs por un gol de diferencia que marcó Sergei Fedorov. Ese año los Chinooks habían comenzado la temporada ganando por 4-2 a su rival. La victoria había sido una agradable forma de comenzar la liga.

La mayor parte del equipo estaba en la cafetería del hotel celebrándolo. Pero no John. Y aunque no podía dormir, tampoco quería estar rodeado de gente. No quería comer cacahuetes, mantener conversaciones superfluas ni quitarse de encima a las groupies.

Algo iba mal. Pero salvo el pase a ciegas que le había enviado a Fetisov, John había jugado como en los libros de hockey. Lo había hecho tal y como le gustaba: con velocidad, fuerza y habilidad mientras llevaba su cuerpo al límite. Había hecho lo que más le gustaba. Lo que siempre le había gustado.

Pero le pasaba algo. No se sentía satisfecho. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks, o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas».

John dejó caer la cortina en su sitio y echó un vistazo al reloj. Era medianoche en Detroit. Las nueve en Seattle. Se acercó a la mesilla, descolgó el teléfono y marcó.

– Hola -respondió ella al tercer timbrazo, revolviendo algo en lo más profundo de las entrañas de John.

«Si la besas, pensará que eres muy guapo. Después podréis tené un bebé». John cerró los ojos.

– Hola, Georgie.

– ¿John?

– Sí.

– ¿Dónde estás? ¿Qué haces? Justo ahora te estaba viendo en la tele.

Abrió los ojos y miró las cortinas cerradas.

– En la costa oeste emiten el partido en diferido.

– Ah. ¿Ganasteis?

– Sí.

– Lexie se alegrará de oírlo. Está viéndote en el salón.

– ¿Y qué opina?

– Bueno, creo que le estaba gustando hasta que ese grandote de rojo te derribó. Después se quedó algo trastornada.

El grandote de rojo era un jugador de Detroit.

– ¿Ahora ya está bien?

– Sí. Cuando vio que volvías a patinar, se le pasó. Creo que le gusta verte jugar. Debe de ser algo genético.

John le echó una ojeada a las hojas que había junto al teléfono.

– ¿Y qué tal tú? -preguntó él, y se preguntó por qué la respuesta de ella era tan importante para él.

– Bueno, casi nunca veo los deportes. No se lo digas a nadie, porque como sabes, soy de Texas -dijo en un susurro-. Pero me gusta más ver hockey que fútbol americano.

La voz de ella le hacía pensar en oscuras pasiones, reflejos en la ventana y sexo caliente. «Si la besas, le gustarás más que Charles». Pensar en ella besando a ese hombre le hizo sentir como si le estallara el pecho.

– Tengo entradas para Lexie y para ti para el partido del viernes. Me gustaría mucho que vinierais.

– ¿El viernes? ¿El día después de la boda?

– ¿No puedes? ¿Tienes que trabajar?

Ella se mantuvo en silencio un largo rato antes de responder:

– No, podemos ir.

Él le sonrió al teléfono.

– El lenguaje puede ser un poco soez a veces.

– Me parece que a estas alturas ya estamos acostumbradas -dijo ella, y él pudo notar la risa en su voz-. Lexie está a mi lado. Te la paso.

– Espera…, otra cosa…

– ¿Qué?

«Espera hasta que llegue a casa antes de decidir casarte con ese tío. Es un calzonazos y un gilipollas, y te mereces a alguien mejor». Se dejó caer sobre la cama. No tenía derecho a pedirle nada.

– Da igual. Estoy muy cansado.

– ¿Necesitas algo?

Él cerró los ojos y suspiró profundamente.

– No, ponme con Lexie.

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