Capítulo 2

Los intermitentes rayos del sol, que arrancaban destellos azules al agitado mar verdoso, y la brisa salada, tan densa que se podía saborear, dieron la bienvenida a Georgeanne a la costa del Pacífico. Se le puso la piel de gallina mientras se estiraba para intentar captar una vislumbre del espumoso océano azul.

El chillido de las gaviotas surcaba el aire mientras John conducía el Corvette por el camino de entrada a una casa gris de difícil descripción con las contraventanas blancas. Un anciano con una camiseta sin mangas, unos pantalones cortos de poliéster gris y un par de chanclas baratas permanecía de pie en el porche.

Tan pronto como el coche se paró, Georgeanne alcanzó la manilla y salió. No esperó a que John la ayudara, aunque de todas formas no creía que fuese a hacerlo. Tras una hora y media sentada en el coche, el papel de «viuda alegre» se había vuelto tan forzado que llegó a pensar que después de todo iba a marearse.

Tiró del dobladillo del vestido rosa hacia abajo y cogió el neceser y los zapatos. Las ballenas del corsé le presionaron las costillas cuando se inclinó para ponerse las sandalias rosas.

– Por Dios, hijo -gruñó el hombre del porche con voz grave-. ¿Otra bailarina?

John frunció el ceño mientras guiaba a Georgeanne a la puerta principal.

– Ernie, me gustaría presentarte a la señorita Georgeanne Howard. Georgie, éste es mi abuelo, Ernest Maxwell.

– ¿Cómo está usted, señor? -Georgeanne le ofreció la mano y observó la cara arrugada increíblemente parecida a la de Burgess Meredith.

– Una sureña… hum. -Se dio la vuelta y entró en la casa.

John mantuvo la puerta de tela metálica abierta para que Georgeanne entrara. La casa estaba amueblada en tonos azules, verdes brillantes y marrones claros, de tal manera, que uno tenía la impresión de que el paisaje exterior, visible a través de la gran ventana panorámica, formaba parte de la sala de estar. Todo parecía haber sido escogido para hacer juego con el océano y la playa arenosa, todo menos la orejera con tapicería Naugahy de de color plata y los dos palos de hockey que formaban una X sobre la parte superior de la estantería repleta de trofeos.

John se quitó las gafas de sol y las tiró sobre la mesita de café de madera y cristal.

– Hay una habitación de invitados en ese pasillo, es la última puerta a la izquierda. El cuarto de baño está a la derecha -dijo, pasando por detrás de Georgeanne para dirigirse a la cocina. Agarró una botella de cerveza de la nevera y la abrió. Se llevó la botella a los labios, recostando los hombros contra la puerta cerrada de la nevera. Esta vez había metido la pata a base de bien. No debería haber ayudado a Georgeanne y sabía que había sido un error llevarla con él. No había querido hacerlo, pero entonces lo había mirado con aquellos ojos, tan vulnerable y asustada que habría sido incapaz de dejarla tirada en el arcén. Esperaba -como que había infierno- que Virgil no lo averiguase jamás.

Se alejó de la nevera y regresó a la sala de estar. Ernie se había sentado en su orejero favorito con la atención puesta en Georgeanne. Ella estaba de pie al lado de la chimenea con el pelo revuelto por el viento y el pequeño vestido rosa totalmente arrugado. Parecía muy cansada, pero por la mirada de Ernie, éste la encontraba más tentadora que un buffet libre.

– ¿Ocurre algo, Georgie? -preguntó John, llevándose la cerveza a los labios-. ¿Por qué no has ido a cambiarte?

– Existe un pequeño problema -dijo con su acento arrastrado al tiempo que lo miraba-. No tengo nada que ponerme.

Él la apuntó con la botella.

– ¿Qué hay en esa maletita?

– Cosméticos.

– ¿Sólo eso?

– No. -Lanzó una mirada a Ernie-. Tengo alguna otra cosa y la cartera.

– ¿Y dónde está tu ropa?

– En cuatro maletas en la parte de atrás del Rolls Royce de Virgil.

Así que, a fin de cuentas, él tendría que alimentarla, alojarla… y vestirla.

– Ven -dijo, luego colocó la cerveza en la mesita de café y la guió por el pasillo que llevaba al dormitorio. Buscó en el armario y cogió una vieja camiseta negra y un par de pantalones cortos con la cinturilla ajustable de color verde-. Ten -dijo, lanzándolos sobre el edredón azul que cubría la cama antes de volver a la puerta.

– ¿John?

Se detuvo al oír su nombre en sus labios, pero no se dio la vuelta. No quería ver la mirada asustada de esos ojos verdes.

– ¿Qué?-No puedo quitarme este vestido yo sola. Necesito tu ayuda.

Se volvió y la encontró dentro del charco dorado que proyectaba la luz del sol que entraba por la ventana.

– Algunos botones quedan demasiado arriba -señaló con torpeza.

No sólo quería que la vistiera, encima quería que la desnudara.

– Son muy escurridizos -explicó.

– Date la vuelta -ordenó él con voz ruda mientras daba un paso hacia ella.

Sin rechistar, ella le dio la espalda y miró hacia el espejo que había encima del tocador. Entre los suaves omóplatos quedaban los cuatro botones diminutos que cerraban la parte superior del vestido. Se retiró el pelo a un lado, dejando a la vista los pequeños rizos del nacimiento del pelo. Todo en ella era suave: la piel, el pelo, ese acento sureño.

– ¿Cómo te metiste en esta cosa?

– Con ayuda. -Lo miró a través del espejo.

John no podía recordar otro momento en que ayudara a una mujer a quitarse la ropa sin que planeara acostarse con ella después, pero no tenía intención de tocar a la fugitiva novia de Virgil más de lo necesario. Levantó las manos y tiró con fuerza hasta que uno de los pequeños botones se salió del resbaladizo ojal.

– No puedo imaginar lo que estarán pensando todos ahora mismo. Sissy trató de advertirme de que no me casara con Virgil. Pensaba que podría hacerlo, pero al final no fui capaz.

– ¿No crees que deberías haber llegado antes a esa conclusión? -le preguntó él, desplazando los dedos más abajo.

– Lo hice. Traté de decirle a Virgil que tenía dudas. Traté de hablar con él sobre eso ayer por la noche, pero no quiso escucharme. Luego vi la cubertería. -Negó con la cabeza y un suave tirabuzón le cayó sobre la espalda rozándole la piel suave-. Escogí para la lista de bodas una cubertería Francis I, y sus amigos nos regalaron una buena parte -dijo distraída como si él supiera de qué diablos hablaba-. Ah, sólo ver todos esos cubiertos con frutas talladas me produjo escalofríos. Sissy cree que debería haber escogido algo repujado, pero siempre he sido una chica Francis I. Incluso cuando era pequeña…

John no era nada tolerante con la cháchara de las mujeres. En ese momento deseaba tener a mano un radiocasete y otra cinta de Tom Petty. Dado que no tenía esa suerte, se desconectó mentalmente de la conversación. Muy a menudo lo acusaban de ser un malvado insensible, una reputación que consideraba ventajosa. De esa manera, no tenía que preocuparse de que las mujeres consideraran su relación como algo permanente.

– Ya que estás en eso, ¿puedes abrirme la cremallera? De cualquier manera -continuó-, casi lloré de alegría cuando puse los ojos en los tenedores de escabeche y las cucharas de fruta y…

John la miró con el ceño fruncido a través del espejo, pero ella no le prestaba atención; Georgie tenía la vista clavada en el lazo blanco del corpiño. John trató de alcanzar la cremallera y, cuando tiró, descubrió la razón por la que Georgeanne tenía dificultad para respirar. Entre la cremallera abierta del vestido de novia vio los enganches plateados que cerraban una prenda de ropa interior que John de inmediato reconoció como un corsé. Todo era de raso rosa: la lazada, el revestimiento de los aros y el corsé que le apretaba la suave piel.

Ella levantó una mano hacia el lazo del corpiño, sujetándolo firmemente contra sus grandes senos para impedir que el vestido se le cayera.

– Al ver mi cubertería de plata favorita se me fue la cabeza y creo que dejé que Virgil me convenciera de que sólo eran dudas prematrimoniales. En realidad quería creerle…

Cuando John terminó con la cremallera anunció:

– Ya está.

– Oh -ella lo contempló a través del espejo luego, rápidamente, bajó la mirada. Sus mejillas se pusieron al rojo vivo al preguntar-, ¿puedes desabrochar mi ah… ah, la prenda de abajo?

– ¿El corsé?

– Sí, por favor.

– No soy una maldita doncella -protestó él, y levantó las manos otra vez para tirar de los enganches y los ojales. Mientras lidiaba con los diminutos corchetes, rozó con los nudillos las marcas rosadas que le arruinaban la piel. Ella se estremeció y un largo suspiro se le escapó desde lo más profundo de la garganta.

John miró hacia el espejo y detuvo las manos. La única vez que veía tal éxtasis en la cara de una mujer era cuando estaba profundamente enterrado en su cuerpo. Una rápida punzada de lujuria lo golpeó en el vientre. La reacción de su cuerpo ante la satisfacción que se reflejaba en los ojos y en los labios de Georgeanne lo irritó.

– Oh, sí. -Ella respiró profundamente-. No puedes imaginarte lo bien que sienta esto. No había pensado llevar puesto este vestido más que una hora y han sido tres.

Su miembro podía responder a una mujer hermosa -de hecho, le preocuparía que no fuera así-, pero no pensaba hacer nada al respecto.

– Virgil es un viejo -dijo sin molestarse en disimular la irritación de su voz-. ¿Cómo demonios esperabas que te sacara de aquí?

– Eso ha sido cruel -susurró.

– No esperes amabilidad de mi parte, Georgeanne -le advirtió, tirando con brusquedad del resto de los enganches-. O te llevarás una decepción.

Ella lo miró y se dejó caer el pelo por los hombros.

– Creo que podrías ser simpático si quisieras.

– Claro -dijo, moviendo las yemas de sus dedos para rozarle las marcas que tenía en la espalda, pero antes de que pudiera aliviar su piel con la caricia dejó caer la mano-. Si quisiera -dijo, y se fue de la habitación cerrando la puerta tras él.

Cuando llegó al salón, sintió inmediatamente la mirada especulativa de Ernie. John tomó la cerveza de la mesa, se sentó en el sofá que había delante del viejo orejero de su abuelo y esperó a que Ernie comenzara a lanzar sus preguntas. No tuvo que esperar demasiado.

– ¿Dónde la recogiste?

– Es una larga historia -contestó, luego explicó la situación sin dejarse nada en el tintero.

– Dios mío, ¿has perdido el juicio? -Ernie se inclinó hacia delante sobre el borde del asiento y le dijo-: ¿Qué crees que va a hacer Virgil? Por lo que me has dicho, ese hombre no es exactamente un dechado de misericordia y prácticamente le has robado a la novia.

– No se la robé. -John puso los pies sobre la mesita de café y se hundió más en los cojines-. Ella ya lo había dejado.

– Sí. -Ernie cruzó los brazos sobre el delgado pecho y miró ceñudo a John-. En el altar. Un hombre no es propenso a perdonar y olvidar una cosa como ésa.

John apoyó los codos sobre los muslos y se llevó la botella a los labios.

– No se enterará -dijo antes de dar un largo trago.

– Espero que no. Hemos trabajado muy duro para llegar tan lejos -le recordó a su nieto.

– Lo sé -dijo, aunque no necesitaba que se lo recordara. Le debía todo lo que era a su abuelo. Después de que su padre muriera, su madre y él se habían trasladado a vivir a la casa de al lado de Ernie. Cada invierno Ernie había llenado su patio trasero de agua para que John tuviera un sitio donde patinar. Había sido Ernie quien había practicado con John sobre ese hielo helado hasta que ambos acababan congelados hasta los huesos y quien le había enseñado a jugar al hockey, llevándolo a los partidos y quedándose para animarle. Fue su abuelo quien los mantuvo unidos cuando las cosas iban realmente mal.

– ¿Vas a «hacerlo» con ella?

John miró la cara arrugada de su abuelo.

– ¿Qué?

– ¿No es así como lo dicen los jóvenes ahora?

– Jesús, Ernie -dijo John, aunque en realidad no estaba escandalizado-. No, no voy a «hacerlo» con ella.

– Sin duda alguna, eso espero. -Cruzó su calloso y agrietado pie sobre el otro-. Pero si Virgil se entera de que está aquí, pensará que lo has hecho de todas maneras.

– No es mi tipo.

– Claro que lo es -discutió Ernie-. Me recuerda a esa artista de striptease con la que saliste hace poco, Cocoa LaDude.

John echó un vistazo al pasillo, agradeciendo que Georgeanne aún no hubiera aparecido.

– Su nombre era Cocoa LaDuke, y no salí con ella. -Volvió la mirada hacia su abuelo y frunció el ceño. Si bien Ernie nunca se lo había dicho, John tenía el presentimiento de que su abuelo no aprobaba su estilo de vida-. No esperaba encontrarte aquí -dijo, cambiando de tema a propósito.

– ¿Dónde querías que estuviera?

– En casa.

– Mañana es día seis.

John volvió la mirada a la enorme ventana que daba al océano. Observó cómo se hinchaban las olas para después replegarse sobre sí mismas.

– No necesito que me des la mano.

– Lo sé, pero pensé que te gustaría tomar una cerveza con un amigo.

John cerró los ojos.

– No quiero hablar de Linda.

– No tenemos que hacerlo. Tu madre está preocupada por ti. Deberías llamarla más a menudo.

John rascó ligeramente con el pulgar la etiqueta de la botella de cerveza.

– Bien, lo haré -convino, aunque supo que no lo haría. Su madre solía portarse como una bruja con él sobre el tema del alcohol; lo machacaría con que llevaba una vida autodestructiva. Sabía que tenía razón, pero no necesitaba que se lo recordaran-. Cuando pasé por el pueblo, vi a Dickie Marks saliendo de tu bar favorito -dijo, cambiando otra vez de tema.

– Estuve antes con él. -Ernie se levantó lentamente de la silla. Sus torpes movimientos le recordaron a John que su abuelo tenía setenta y un años-. Vamos a salir a pescar por la mañana. Deberías madrugar y venir con nosotros. -Varios años antes, John habría sido el primero en subirse en el bote, pero ahora normalmente se despertaba con un agudo dolor de cabeza. Levantarse antes del amanecer para congelarse el culo no le atraía en absoluto.

– Lo pensaré -contestó, sabiendo que no lo haría.


Georgeanne se abrochó el sujetador de color granate, cogió la camiseta y se la pasó por encima de la cabeza. Una gorra de béisbol de los Seahawks, un cronómetro, una venda elástica y una capa gruesa de polvo reposaban sobre el tocador delante de ella. Levantó la mirada hacia el gran espejo de encima del tocador y se asustó. La camiseta de suave algodón blanco le ceñía los senos pero le quedaba floja en todos los demás sitios. Parecía un atentado a la moda, así que se la remetió dentro de los anchos pantalones cortos, aunque de esa manera se le marcaban los grandes senos y el trasero; los dos lugares que no quería resaltar. Tiró bruscamente de la camiseta hasta que cayó sobre sus caderas, luego metió los zapatos dentro del neceser y cogió un Snickers que guardaba allí dentro. Sentada sobre el borde de la cama le quitó el envoltorio marrón y hundió los dientes en la sabrosa chocolatina. Un suspiro de placer se le escapó de los labios mientras masticaba la golosina. Recostándose en la colcha azul, se desperezó y se quedó mirando la instalación de la luz del techo. Dos polillas muertas descansaban sobre el fondo de la lámpara blanca. Mientras devoraba la chocolatina, escuchó las voces amortiguadas de John y de Ernie a través de la puerta de madera. Considerando que a John no parecía gustarle mucho, era extraño que el timbre ronco de su voz la tranquilizara. Quizá fuera porque era la única persona que conocía en varias millas a la redonda o quizá fuera porque en el fondo sentía que no era tan imbécil como parecía. No obstante, tan sólo con su tamaño conseguía que cualquier mujer se sintiera segura.

Se deslizó lentamente hasta que descansó la cabeza sobre la almohada de John y los pies sobre el vestido de novia, que estaba a los pies de la cama. Cuando terminó de engullirse el Snickers, pensó en llamar a Lolly, pero decidió esperar. No tenía prisa en escuchar la reacción de su tía. Pensó en levantarse, pero lo único que hizo fue cerrar los ojos. Recordó la primera vez que vio a Virgil en el departamento de cosmética del Neiman-Marcus de Dallas. Aún le costaba creer que hasta hacía poco más de un mes había estado trabajando, repartiendo muestras de perfumes de Fendi y Liz Claiborne. Lo más probable es que no lo hubiera visto si él no se hubiera acercado a ella. Ni habría cenado con él la primera vez si no hubiera tenido rosas y una limusina esperando en la puerta después del trabajo. Había sido tan fácil deslizarse dentro de esa limusina con climatizador, lejos del calor, la humedad y los humos del autobús. Si no se hubiera sentido tan sola y si su futuro no hubiera sido tan incierto, probablemente no habría aceptado casarse con un hombre al que hacía tan poco tiempo que conocía.

La noche anterior había tratado de decirle a Virgil que no podía casarse con él. Había tratado de cancelar la boda, pero no la había escuchado. Se sentía horriblemente mal por lo que había hecho, pero no se le había ocurrido ninguna otra manera de arreglarlo.

Sin poder reprimir más las lágrimas que había estado conteniendo todo el día, sollozó quedamente en la almohada de John. Lloró por el lío que había hecho de su vida y el vacío que sentía en su interior. El futuro se le presentaba incierto y aterrador. Sus únicos parientes eran una tía entrada en años y un tío que vivía de la Seguridad Social y cuyas vidas giraban en torno al programa I Love Lucy.

No tenía nada y, encima, había conocido a un hombre que le había dicho que no esperara que fuera amable con ella. Repentinamente se sintió como Blanche Dubois en Un tranvía llamado deseo. Había visto todas las películas que había hecho Vivien Leigh y pensó que era un poco extraño, una rara coincidencia, que el apellido de John fuera Kowalsky.

Estaba asustada y sola, pero en cierta manera se sentía aliviada por no tener que fingir nunca más. No tendría que fingir que apreciaba el horrible gusto de Virgil para la ropa y las demás vulgaridades que él quería que se pusiera.

Exhausta, lloró hasta quedarse dormida. No se percató de que se había quedado dormida hasta que se despertó con un sobresalto, incorporándose de golpe sobre la cama.

– ¿Georgie?

Un mechón de pelo le cayó sobre el ojo izquierdo mientras se volvía hacia la puerta iluminada por el sol para ver una cara que le recordaba a uno de esos calendarios de tíos cachas. Sus manos se agarraban al marco por encima de la cabeza y el reloj plateado se le había girado de tal manera que la esfera descansaba contra su pulso. Tenía una cadera más alta que la otra, y durante un momento clavó los ojos en él, desorientada.

– ¿Tienes hambre? -preguntó.

Parpadeó varias veces antes de despejarse. John se había cambiado la ropa por un par de Levi's viejos con un agujero en la rodilla. La sudadera blanca de los Chinooks que le ceñía el pecho no ocultaba el vello fino que le oscurecía las axilas. No podía dejar de preguntarse si se habría cambiado en la habitación mientras ella dormía.

– Si tienes hambre, Ernie está haciendo sopa de pescado.

– Me muero de hambre -dijo, pasando las piernas por el borde de la cama-. ¿Qué hora es?

John bajó la mano y se miró el reloj.

– Casi las seis.

Había dormido unas dos horas y media, y se sentía más cansada que antes. Recordó ir al baño y recogió el neceser que había dejado en el suelo al lado de la cama.

– Necesito unos minutos -dijo, evitando mirarse en el espejo al pasar por el tocador-. No tardaré -añadió, acercándose a la puerta.

– Bien. Estábamos a punto de sentarnos a la mesa -la informó John, aunque no se movió. Sus hombros prácticamente llenaban el marco de la puerta, obligándola a detenerse.

– Perdona. -Si él pensaba que para pasar se iba a apretar contra él, lo tenía claro. Georgeanne había resuelto ese juego en décimo grado. Le decepcionó que John perteneciera al tipo de hombres de mala fama que pensaba que tenían derecho a restregarse contra las mujeres y mirarlas con atención bajo las blusas, pero cuando levantó la mirada a sus ojos azules, se sintió aliviada. El ceño le arrugaba la frente y la miraba a la boca, no a los senos. Levantó una mano hacia ella y le rozó el labio inferior con el pulgar. Estaba tan cerca que podía oler su colonia, Obsesión. Después de trabajar con perfumes y colonias durante un año, Georgeanne reconocía todas las fragancias.

– ¿Qué es esto? -preguntó, mostrándole una pizca de chocolate en el pulgar.

– Mi almuerzo -contestó, sintiendo un revoloteo en el estómago. Levantó la vista a los ojos azules y se dio cuenta de que, para variar, no la miraba frunciendo el ceño. Ella se lamió el labio y preguntó-: ¿mejor así?

Lentamente él bajó los brazos y levantó su mirada hacia la de ella.

– ¿Mejor que qué? -preguntó, y Georgeanne pensó que iba a sonreír y volvería a mostrarle su hoyuelo otra vez, pero en su lugar dio media vuelta y salió al pasillo.

»Ernie quiere saber si quieres cerveza o agua helada con la cena -le dijo por encima del hombro. La parte trasera de sus pantalones vaqueros eran de un azul más claro que el resto, y la cartera le abultaba uno de los bolsillos. En los pies llevaba un par de chanclas baratas como las de su abuelo.

– Agua -contestó, pero habría preferido té helado. Georgeanne fue al cuarto de baño y se reparó el estropicio del maquillaje. Cuando volvió a aplicarse la barra de labios color borgoña, curvó la boca en una sonrisa. Había estado en lo cierto acerca de John. No era un imbécil.

Acabó de arreglarse el pelo y llegó al pequeño comedor; John y Ernie ya estaban sentados a la mesa de roble.

– Siento haber tardado -dijo, dando a entender que eran unos maleducados por haber empezado sin ella. Se sentó frente a John y tomó una servilleta de papel de un servilletero verde aceituna. Se la colocó en el regazo, buscó la cuchara y la encontró en el lado equivocado del plato.

– La pimienta está a la derecha -dijo Ernie, indicando con la cuchara una lata roja y blanca que había en medio de la mesa.

– Gracias. -Georgeanne miró al anciano. No le interesaba la pimienta, pero después de la primera cucharada de blanca y cremosa sopa de pescado le resultó evidente que a Ernie sí le gustaba. La sopa era espesa y sabrosa y, a pesar de la pimienta, estaba deliciosa. Junto a su plato había un vaso de agua helada y lo cogió. Mientras bebía un sorbo, recorrió la habitación con la mirada y percibió la escasa decoración. De hecho, el único mueble que había en la habitación además de la mesa era una gran vitrina llena de trofeos-. Señor Maxwell, ¿vive usted aquí todo el año? -preguntó, decidida a iniciar una conversación.

Él negó con la cabeza, llamando la atención hacia su pelo blanco rapado al uno.

– Ésta es una de las casas de John. Todavía vivo en Saskatoon.

– ¿Está cerca?

– Lo suficientemente cerca como para no perderme mi ración de partidos.

Georgeanne colocó el vaso en la mesa y comenzó a comer.

– ¿De hockey?

– Por supuesto. Voy a casi todo los partidos. -Volvió la mirada hacia John-. Pero todavía me doy de cabezazos contra la puerta por haberme perdido ese hat trick el pasado mayo.

– Deja de preocuparte por eso -dijo John.

Georgeanne no sabía casi nada de hockey.

– ¿Qué es un hat trick?

– Es cuando un jugador anota tres goles en un partido -explicó Ernie-. Y también me perdí ese partido contra los Kings. -Hizo una pausa para negar con la cabeza; sus ojos se llenaron de orgullo al contemplar a su nieto-. Ese asno de Gretzky se dio de cabezazos durante unos buenos quince minutos después de que lo placaras contra la barrera -dijo, realmente encantado.

Georgeanne no tenía la más remota idea de qué hablaba Ernie, pero «placar contra la barrera» sonaba doloroso. Había nacido y crecido en un estado que vivía por y para el fútbol, pero ella lo odiaba. Algunas veces se preguntaba si era la única persona en Texas que aborrecía los deportes violentos.

– ¿No le dolió? -preguntó.

– ¡Demonios, no! -explotó el anciano-. Se estrelló contra el «Muro» y vivió para contarlo.

Una comisura de los labios de John se curvó hacia arriba y sumergió varias galletas saladas en la sopa de pescado.

– Creo que no conquistaré el Lady Bying pronto.

Ernie se volvió hacia Georgeanne.

– Es el trofeo que se le da al jugador más caballeroso, pero que se jodan. -Golpeó la mesa con un puño, mientras se llevaba la cuchara a la boca de nuevo.

Personalmente, Georgeanne creía que ninguno de ellos corría el riesgo de ganar un premio por comportarse como un caballero.

– Esta sopa de pescado es maravillosa -dijo, en un esfuerzo por cambiar de tema y pasar a algo un poco menos exaltado-. ¿La hizo usted?

Ernie alcanzó la cerveza junto a su plato.

– Claro -contestó, llevándose la botella a la boca.

– Es deliciosa. -Siempre había sido importante para Georgeanne gustar a la gente, ahora más que nunca. Y pensó que ya que sus conversaciones amistosas no funcionaban con John, prestaría atención sólo a su abuelo-. ¿Comenzó con una bechamel? -preguntó, escrutando los ojos azules de Ernie.

– Sí, claro, pero el truco para una buena sopa de pescado está en el caldo de almejas -dijo, y empezó a explicarle entre cucharadas la receta de la sopa. Georgeanne parecía pendiente de cada una de sus palabras, concentrada en él exclusivamente y, al cabo de unos segundos, lo tenía comiendo de la palma de la mano. Preguntó y comentó sobre su elección de especias y todo el rato fue muy consciente de la mirada fija de John. Supo cuándo tomaba un poco de comida, cuándo se llevaba la botella de cerveza a los labios o cuándo se pasaba la servilleta por la boca. Era consciente de cuándo la miraba a ella o cuándo volvía la atención a su abuelo. Antes, al despertarse de la siesta, había sido casi amigable. Ahora parecía abstraído.

– ¿Y le ha enseñado a John cómo hacer sopa de pescado? -preguntó, esforzándose por incluirlo en la conversación.

John se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre el pecho.

– No -fue todo lo que dijo.

– Cuando no estoy aquí, John come fuera. Pero cuando estoy me aseguro de que coma bien y de que tenga existencias en la cocina. Me gusta cocinar -informó Ernie-. Pero a él no.

Georgeanne le sonrió.

– Lo cierto es que pienso que las personas nacen o bien aborreciendo o bien amando la cocina y puedo decir que usted -hizo una pausa para tocarle el arrugado antebrazo- tiene un don especial. No todo el mundo sabe hacer una buena bechamel.

– Podría enseñarte -se ofreció el anciano con una sonrisa.

La piel de él se sentía como papel encerado caliente bajo su mano, llenando su corazón con dulces recuerdos de la infancia.

– Gracias, señor Maxwell, pero ya sé cómo hacerla. Soy de Texas y nosotros le ponemos bechamel a todo, incluso al atún. -Recorrió con la mirada a John, notó que fruncía el ceño, y decidió ignorarlo-. Puedo elaborar salsa de bechamel y añadirla a cualquier cosa. La redeye de mi abuela era famosa, y no estoy hablando de cualquier cosa, ya sabe a lo que me refiero. Cuando uno de nuestros amigos o parientes pasaba a mejor vida, era costumbre que mi abuela llevara el jamón y la salsa redeye. Después de todo, la abuela se crió en una granja de cerdos cerca de Mobile y era conocida en los funerales por sus jamones con miel. -Georgeanne se había pasado la vida cerca de personas mayores y hablando con Ernie se sentía tan a gusto que se inclinó un poco más hacia él y le sonrió con simpatía-. Ahora, quien es famosa es mi tía Lolly, pero por el motivo contrario. Es conocida por su gelatina O'Jell porque le echa de todo. La hizo realmente mal cuando el señor Fisher se fue al otro barrio. Todavía hablan de eso en la Primera Iglesia Baptista que no debe confundirse con la Iglesia Bautista Libre donde lavan los pies, aunque no creo que lo lleven a la práctica.

– Jesús -interrumpió John-. ¿A dónde quieres ir a parar?

La sonrisa de Georgeanne flaqueó, pero estaba decidida a seguir siendo encantadora.

– Ya estaba llegando.

– Pues bien, podrías acabar de una vez porque al paso que vas Ernie no llegara para contarlo.

– Para ya -le advirtió su abuelo.

Georgeanne palmeó el brazo de Ernie y miró los ojos entrecerrados de John.

– Eso ha sido increíblemente grosero.

– Puedo ser más desagradable todavía. -John apartó a un lado su plato vacío y se inclinó hacia adelante-. Los tíos del equipo y yo queremos saber si a Virgil aún se le levanta o si sólo querías casarte con él por dinero.

Georgeanne pudo sentir cómo se le agrandaban los ojos y cómo le ardían las mejillas. La idea de que su relación con Virgil hubiera sido motivo de discusión en el vestuario de los jugadores era de lo más humillante.

– Ya basta, John -ordenó Ernie-. Georgie es una chica agradable.

– ¿Sí? Las chicas agradables no se acuestan con los hombres por dinero.

Georgeanne abrió la boca, pero le fallaron las palabras. Trató de pensar en algo igualmente hiriente, pero no se le ocurrió nada. Sabía con certeza que más tarde, cuando ya no la necesitara, se le ocurriría una respuesta perfecta, ingeniosa y sarcástica. Aspiró profundamente y trató de permanecer calmada. La triste realidad era que cuando se azoraba, volaban de su cabeza palabras simples como «puerta», «estufa» o, -como había ocurrido antes, cuando había tenido que pedir ayuda a John- «corsé».

– No sé lo que te he hecho para que digas tales crueldades -dijo, colocando la servilleta en la mesa-. No sé si soy yo, si odias a las mujeres en general, o si siempre estás malhumorado, pero mi relación con Virgil no es de tu incumbencia.

– No odio a las mujeres -aseguró John, luego bajó deliberadamente la mirada a la pechera de la camiseta.

– Tienes razón -intervino Ernie-. Tu relación con el señor Duffy no es asunto nuestro. -Ernie alcanzó su mano-. La marea está casi baja. ¿Por qué no sales y buscas algunas pozas cerca de esas grandes rocas de allá abajo? Tal vez encuentres algo en la costa de Washington que puedas llevarte contigo a Texas.

Georgeanne había sido educada para respetar a sus mayores y no cuestionó la sugerencia de Ernie. Los miró a ambos y luego se levantó.

– Lo siento de verdad, señor Maxwell. No tenía intención de provocar problemas entre ustedes.

Sin apartar los ojos de su nieto, Ernie contestó:

– No es culpa tuya. Esto no tiene nada que ver contigo.

Pero realmente sentía que era culpa suya, pensó mientras empujaba la silla hacia atrás y se levantaba. Cuando Georgeanne atravesó la verde y estrecha cocina hacia la puerta trasera, se dio cuenta de que había dejado que la pinta estupenda de John nublara su juicio. No se hacía el imbécil. ¡Lo era!


Ernie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta trasera antes de decir:

– No es justo que la tomes con esa niña -observó cómo su nieto arqueaba una ceja.

– ¿Niña? -John plantó los codos sobre el mantel-. Ni echándole toda la imaginación del mundo puede nadie, ni siquiera tú, cometer el error de confundir a Georgeanne con una «niña».

– Pues bien, no creo que sea muy mayor -continuó Ernie-. Y fuiste irrespetuoso y grosero con ella. Si tu madre estuviera aquí, te daría un buen tirón de orejas.

Una sonrisa curvó los labios de John.

– Probablemente -dijo.

Ernie miró la cara de su nieto y una punzada de dolor le oprimió el corazón. La sonrisa de los labios de John no alcanzaba sus ojos, nunca lo hacía últimamente.

– Es inútil, John. -Colocó la mano en el hombro de su nieto y palpó los duros músculos de un hombre. Ante él no reconocía nada del niño feliz que había llevado a cazar y a pescar, el niño al que había enseñado a jugar al hockey y conducir un coche, el niño al que había enseñado todo lo que tenía que saber para ser un hombre. El hombre que tenía delante no era el niño que había criado-. Tienes que dejarlo salir. No puedes reprimirlo todo culpándote a ti mismo.

– No tengo que dejar salir nada -dijo; su sonrisa se borró por completo-. Te he dicho que no quiero hablar de eso.

Ernie observó la expresión hermética de John, el azul de sus ojos tal y como habían sido los suyos antes de que se hubieran apagado con la edad. Nunca había presionado a John sobre su primera esposa. Había creído que John acabaría recuperándose de lo que le había hecho Linda. Aunque su nieto había sido un tarambana y se había casado con esa artista de striptease hacía seis meses, Ernie abrigaba la esperanza de que algún día pudiera superarlo. El día siguiente sería el primer aniversario de la muerte de Linda, y John parecía tan enojado como el día que la había enterrado.

– Bueno, creo que necesitas hablar con alguien -dijo Ernie, decidido a tomar el asunto en sus manos por el propio bien de John-. No lo puedes evitar, John. No puedes fingir que no ocurrió nada, y no puedes beber para olvidar lo que sucedió. -Hizo una pausa para recordar lo que había oído en la televisión sobre el tema-. No puedes usar la bebida como terapia. El alcohol simplemente es el síntoma de una enfermedad mayor -dijo, alegrándose de haberlo recordado.

– ¿Has estado viendo a Oprah otra vez?

Ernie frunció el ceño.

– Ése no es el tema. Lo que sucedió te reconcome y lo estás pagando con esa chica inocente.

John se reclinó en la silla y cruzó los brazos.

– No pago nada con Georgeanne.

– Entonces, ¿por qué fuiste tan rudo con ella?

– Me pone de los nervios. -John se encogió de hombros-. Habla sin parar todo el rato.

– Eso es porque es sureña -aclaró Ernie, dejando pasar el tema de Linda-. Sólo tienes que relajarte y disfrutar de una buena chica sureña.

– ¿Cómo tú? Te tuvo comiendo en la palma de la mano con todo el tema de la bechamel y la sandez del funeral.

– Estás celoso. -Ernie se rió-. Estás celoso de un anciano como yo. -Golpeó la mesa con las manos y se levantó lentamente-. Caramba.

– Estás chiflado -se mofó John, tomando su cerveza y levantándose también.

– Creo que te gusta -dijo Ernie, dirigiéndose hacia los dormitorios-. Vi la forma en que la mirabas cuando ella no sabía que lo estabas haciendo. Puedes negártelo y negármelo todo lo que quieras, pero te atrae y eso te molesta mucho. -Entró en su dormitorio y metió algunas cosas dentro de una bolsa.

– ¿A dónde vas? -le preguntó John desde la puerta.

– Iba a quedarme con Dickie unos días. Sólo me adelanto un poco.

– No, no lo harás.

Ernie volvió la mirada hacia su nieto.

– Ya te lo he dicho, he visto la manera en que la mirabas.

John metió una mano en el bolsillo delantero de los Levi's y apoyó un hombro contra el marco de la puerta. Con la otra mano, golpeaba impacientemente la botella de cerveza contra su muslo.

– Ya te he dicho que no voy a acostarme con la novia de Virgil.

– Espero que tengas razón y yo esté equivocado. -Ernie cerró la cremallera de la bolsa y cogió las asas con la mano izquierda. No sabía si hacía bien en irse. Su primer instinto era quedarse y asegurarse de que su nieto no hiciera nada que pudiese lamentar por la mañana. Pero Ernie ya había hecho su trabajo. Había ayudado a criar a John. No podía hacer nada más. No podía salvar a John de sí mismo-. Porque si no, terminarás por lastimar a esa chica y echarás a perder tu carrera.

– No pienso hacer nada de eso.

Ernie lo miró y sonrió tristemente.

– Eso espero -dijo sin convicción, y a grandes zancadas se encaminó hacia la puerta principal-. Por tu bien, espero que no.

John observó salir a su abuelo y después se volvió hacia la sala de estar. Sus pies desnudos se hundían en la gruesa alfombra beige mientras se dirigía hacia el gran ventanal. Poseía tres casas; dos estaban en la costa oeste. Amaba el océano, sus sonidos y sus olores. Podía abstraerse en la monotonía de las olas. Esa casa era su cielo en la tierra. Ahí, no tenía que preocuparse por contratos o responsabilidades ni por cualquier cosa de la NHL. Allí encontraba una paz que no podía encontrar en ninguna otra parte.

Hasta ese día.

Miró fijamente por la gran ventana a la mujer que estaba de pie junto a la orilla del mar, la brisa alborotaba su pelo oscuro. Definitivamente, Georgeanne perturbaba su paz. Se llevó la botella de cerveza a los labios y tomó un largo trago.

Una involuntaria sonrisa se insinuó en la comisura de sus labios mientras la observaba andar de puntillas sobre las frías olas. Sin lugar a dudas, Georgeanne Howard era una fantasía andante. Si no fuera por su irritante manía de hablar sin parar, divagando sobre cualquier tema, y no fuera la novia de Virgil, John no tendría tanta prisa por deshacerse de ella.

Pero Georgeanne estaba liada con el dueño de los Chinooks y John tenía que sacarla de la ciudad tan pronto como fuera posible. Pensaba llevarla al aeropuerto o a la estación de autobuses por la mañana, pero eso dejaba por delante toda una larga noche.

Enganchó un pulgar en la pretina de los descoloridos vaqueros y dirigió la mirada a un par de niños que hacían volar una cometa en la playa. No le preocupaba acabar en la cama con Georgeanne porque, en contra de lo que Ernie creía, John pensaba con la cabeza, no con el pene. Su conciencia escogió ese momento, mientras se llevaba la cerveza a los labios otra vez, para recordarle su estúpido matrimonio con DeeDee.

Lentamente bajó la botella y volvió la mirada hacia Georgeanne. Nunca habría hecho una cosa tan estúpida como casarse con una mujer que conocía desde hacía sólo unas horas si no hubiera estado borracho, no importaba lo estupendo que fuera su cuerpo. Y el de DeeDee era un cuerpo de infarto.

Un oscuro ceño sustituyó su sonrisa. Sus ojos siguieron a Georgeanne mientras jugaba con las olas, luego maldijo entre dientes, fue a la cocina y vertió el resto de la cerveza en el fregadero.

Lo último que necesitaba era despertarse por la mañana con un gran dolor de cabeza y casado con la novia de Virgil.

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