Cuando músculo, hueso y obstinada determinación colisionaron y los palos de hockey golpearon el hielo, el rugido de miles de frenéticos aficionados llenó el salón de John. En la televisión panorámica, Pavel «Torpedo ruso» Bure golpeó al defensa Jay Wells en la cara tirando al gran jugador de Nueva York al hielo.
– Demonios, ese Bure es una pasada. -Una sonrisa de admiración curvó los labios de John cuando se dirigió a sus tres invitados: Hugh «Cavernícola» Miner, Dmitri «Tronco» Ulanov y Claude «Enterrador» Dupre.
Sus tres compañeros de equipo se habían dejado caer en la casa flotante de John para ver el partido de los Dodgers contra los Atlanta Braves en su enorme televisión. Sólo habían visto dos juegos antes de asentir colectivamente diciendo:
– ¡Y ganan más dinero que nosotros haciendo lo mismo! -y entonces habían metido el vídeo de la Copa Stanley de 1994 en el reproductor.
– ¿Viste las orejas de Bure? -preguntó Hugh-. En verdad tiene las orejas grandes.
Mientras la sangre de Jay Wells le corría por la nariz rota, Pavel, con los hombros caídos, salía de la pista de patinaje, expulsado por juego sucio.
– Y patina como una niña -agregó Claude con su suave acento francocanadiense-. Pero no es tan penoso como Jagr que es marica perdido.
Dmitri entrecerró los ojos delante del televisor mientras su compatriota, Pavel Bure, era escoltado al vestuario.
– ¿Jaromir Jagr es marica? -preguntó, refiriéndose al lateral estrella de los Pittsburgh Penguin.
Hugh sacudió la cabeza al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa, luego hizo una pausa y miró a John.
– ¿Qué opinas tú, «Muro»?
– No, Jagr golpea demasiado fuerte para ser marica -contestó con indiferencia-. Sólo lo parece.
– Ya, pero lleva puestas todas esas cadenas de oro al cuello -sostuvo Hugh, que tenía fama de decir disparates para llamar la atención-. Puede ser que Jagr sea marica o fan de Mr. T.
Dmitri se dio por aludido y señaló los tres collares de oro que llevaba al cuello.
– Esto no quiere decir que se sea marica.
– ¿Quién es Mr. T? -quiso saber Claude.
– ¿No viste nunca El equipo A en la tele? Mr. T es el negro grandote con cresta mohawk y todas esas joyas de oro -explicó Hugh-. George Peppard y él trabajaban para el gobierno haciendo explotar cosas.
– Llevar cadenas no significa que uno sea marica -insistió Dmitri.
– Tal vez no -concedió Hugh-. Pero sé de buena tinta que llevar tantas cadenas tiene que ver con el tamaño del pene de un tío.
– Chorradas -se mofó Dmitri.
John se rió entre dientes y estiró el brazo sobre el respaldo del sofá beige de cuero.
– ¿Y tú como lo sabes, Hugh? ¿Has mirado a escondidas?
Hugh se levantó en toda su altura y apuntó con la lata de Coca Cola vacía a John. Entornó los ojos mientras curvaba los labios en una sonrisa. John conocía esa expresión. La había visto centenares de veces antes de que «Cavernícola» saliera a aniquilar y patear literalmente las vísceras de cualquier jugador contrario que le desafiara patinando demasiado cerca de la línea de gol de su portería.
– Me he duchado con tíos toda mi vida y no tengo que mirar a hurtadillas para saber que los tíos que cargan con tanto oro están compensando la falta de pene.
Claude se rió y Dmitri negó con la cabeza.
– No es verdad -dijo.
– Sí que lo es, «Tronco» -le aseguró Hugh, caminando hacia la cocina-. En Rusia llevar kilos de cadenas de oro puede significar que eres un machote, pero ahora estás en América y no puedes pasearte por ahí haciendo ver que tienes un pene pequeño. Tienes que aprender estas cosas para no tener que avergonzarte luego.
– O si quieres tener citas con mujeres americanas -añadió John.
Sonó el timbre de la puerta cuando Hugh pasaba por la entrada.
– ¿Quieres que abra? -preguntó.
– Claro. Probablemente sea Heisler -contestó John, refiriéndose a la más reciente adquisición de los Chenooks-. Dijo que a lo mejor se pasaba.
– John. -Dmitri atrajo su atención y se inclinó hacia delante sobre el borde de la silla de cuero-. ¿Es verdad? ¿Las mujeres americanas piensan que llevar muchas cadenas significa que tienes un pene pequeño?
John hizo un esfuerzo para no reírse.
– Sí, «Tronco». Va en serio. ¿Te cuesta tener citas?
Dmitri se quedó perplejo y se arrellanó en la silla otra vez.
Sin poder aguantarse más, John estalló en carcajadas. Miró a Claude, quien también encontraba hilarante la confusión de Dmitri.
– Eh…, «Muro». No es Heisler.
John miró por encima del hombro, y su risa murió cuando vio a Georgeanne parada en la entrada del salón.
– Si interrumpo algo, puedo venir más tarde -paseó la vista de un hombre a otro y dio varios pasos hacia atrás, hacia la puerta.
– No. -John se puso rápidamente en pie, sorprendido por su repentina aparición. Alcanzó el mando de la mesita de café y apagó el televisor-. No. No te vayas -dijo, lanzando el mando al sofá.
– Está claro que estás ocupado y que debería haber llamado. -Miró a Hugh parado a su lado, luego se volvió para mirar a John-. Bueno, en realidad llamé, pero no contestaste. Luego recordé que me dijiste que nunca contestabas al teléfono, así que aproveché la oportunidad y conduje hasta aquí, y… bueno, lo que quería decir era… -Movió la mano en el aire y aspiró profundamente-. Ya se que aparecer sin avisar es increíblemente grosero pero, ¿puedo robarte un minuto?
Era obvio que se sentía aturdida por ser el centro de atención de cuatro grandes jugadores de hockey. John casi sintió lástima por Georgeanne. Casi. Pero no podía olvidar lo que le había hecho.
– No hay ningún inconveniente -le dijo, rodeando el sofá y caminado hacia ella-. Podemos ir arriba al desván o salir a la cubierta de delante.
Georgeanne miró a los demás hombres de la habitación otra vez.
– Creo que la cubierta sería lo más conveniente.
– Estupendo. -John le señaló una de las puertas correderas que había en la estancia-. Después de ti -le dijo y cuando ella pasó delante de él, la recorrió lentamente con la mirada. El vestido sin mangas que llevaba era rojo y estaba abotonado hasta la garganta, exponiendo sus hombros suaves y realzándole los pechos. El vestido le rozaba las rodillas y no era especialmente ajustado ni revelador. Pero aún así lograba reunir todos sus pecados favoritos en un estupendo paquete.
Molesto porque no debería haber reparado en todo eso, desvió la mirada de sus rizos grandes y suaves que le llegaban hasta los hombros para mirar hacia Hugh. El portero clavó los ojos en Georgeanne como si la conociera pero no pudiera recordar dónde la había visto. Y es que si bien Hugh algunas veces jugaba como si fuera tonto perdido, en realidad no lo era, y no tardaría en recordar que era la novia fugitiva de Virgil Duffy. Claude y Dmitri no jugaban en los Chinooks hacía siete años y no habían estado en la boda, pero seguramente habían oído toda la historia.
John se movió hacia las puertas correderas y al abrir se echó a un lado para dejar pasar a Georgeanne. Cuando salió, se volvió a la habitación.
– Estáis en vuestra casa -dijo a sus compañeros de equipo.
Claude siguió con la mirada a Georgeanne esbozando una sonrisa torcida.
– Tómate el tiempo que quieras -dijo.
Dmitri no dijo nada; no era necesario que lo hiciera. La ausencia de las cadenas de oro decía muchas más cosas que su tonta sonrisa.
– No tardaré demasiado -dijo John con el ceño fruncido, luego salió fuera y cerró la puerta.
Una ligera brisa hacía ondear la bandera azul y verde con una ballena que colgaba desde uno de los balcones mientras las olas mecían suavemente los siete metros y medio de eslora del barco de John. Hacía una tarde brillante y el sol se reflejaba tenuemente en las olas. Un velero surcaba pacíficamente el agua. Las personas del barco saludaron a gritos a John y él les devolvió el saludo con la mano automáticamente, pero su atención estaba centrada en la mujer que permanecía de pie cerca del borde de la cubierta con una mano levantada sobre la frente, contemplando el lago.
– ¿Eso es Gas Works Park? -preguntó ella, señalando un punto de la costa de enfrente.
Georgeanne estaba tan bella y seductora que tuvo la maliciosa idea de tirarla al agua.
– ¿Viniste a ver qué vista tenía del lago?
Ella dejó caer la mano y lo miró por encima del hombro.
– No -contestó, volviéndose hacia él-. Quería hablar contigo sobre Lexie.
– Siéntate -señaló un par de sillas Adirondack. Cuando ella se sentó, él giró la suya para quedar frente a ella.
Con los pies separados y las manos en los reposabrazos John esperó que comenzase.
– La verdad es que te estuve llamando. -Lo miró brevemente, luego le deslizó la mirada por el pecho-. Pero saltaba el contestador y no quise dejar un mensaje. Lo que quiero decir es demasiado personal e importante para dejarlo en un contestador automático y no quería esperar que volvieras del viaje para hablar contigo. Así que, aún corriendo el riesgo de que no estuvieras en casa, conduje hasta aquí. -Volvió a mirarlo otra vez y luego desvió la mirada a las puertas correderas-. En realidad, lamentaría interrumpir algo importante.
En ese momento John no podía pensar que hubiera nada más importante que lo que Georgeanne tenía que decirle. Porque le gustara o no lo que tenía que decirle, tendría grandes repercusiones en su vida.
– No estás interrumpiendo nada.
– Bien. -Finalmente ella lo miró con una leve sonrisa en los labios-. ¿Y supongo que no reconsiderarías la idea de salir de mi vida y de la de Lexie?
– No -contestó él rotundamente.
– No creí que fueras a hacerlo.
– Entonces ¿por qué estás aquí?
– Porque quiero lo mejor para mi hija.
– Entonces queremos lo mismo. Aunque no sé si coincidiremos exactamente en qué es lo mejor para Lexie.
Georgeanne bajó la vista al regazo y aspiró profundamente. Estaba nerviosa, tan nerviosa como un gato mirando la mandíbula de un doberman. Esperaba que John no hubiera notado su ansiedad. Necesitaba controlar no sólo sus emociones sino la situación. No podía permitir que John y sus abogados controlaran su vida o decidieran lo que era más conveniente para Lexie. No podía dejar que las cosas llegaran hasta ahí. Era Georgeanne, no John, la que iba a dictar los términos del acuerdo.
– Esta mañana mencionaste que pensabas hablar con un abogado -comenzó, y deslizó la mirada sobre la camiseta Nike de John, por el fuerte mentón oscurecido por la sombra de la barba, y por esos ojos azul oscuro-. Creo que podemos llegar a un acuerdo razonable sin que tengamos que meter a los abogados de por medio. Una batalla en el juzgado afectaría mucho a Lexie y no es eso lo que quiero. No quiero que haya abogados involucrados.
– Entonces dame una alternativa.
– De acuerdo -dijo Georgeanne lentamente-. Creo que Lexie debería llegar a conocerte como un amigo cercano.
Él arqueó una ceja.
– ¿Y qué más?
– Y tú puedes llegar a conocerla también.
John la miró durante varios segundos antes de preguntar:
– ¿Eso es todo? ¿Ése es tu «acuerdo razonable»?
Georgeanne no quería hacer esto. No quería decirlo y odiaba que John la estuviera forzando.
– Cuando Lexie te conozca bien y esté cómoda contigo, y cuando yo crea que es el momento adecuado, le diré que eres su padre -«y mi hija me odiará por haberle mentido», pensó ella.
John ladeó la cabeza. No parecía demasiado contento con su proposición.
– ¿Entonces -dijo- se supone que tengo que esperar hasta que «tú» creas que es el momento adecuado para contarle a Lexie quién soy yo?
– Sí.
– Dime por qué debo esperar, Georgie.
– Ya nadie me llama Georgie -y ya no bromeaba ni coqueteaba para conseguir lo que quería. Ya no era Georgie Howard-. Preferiría que me llamaras Georgeanne.
– No me importa lo que prefieras. -Cruzó los brazos sobre el pecho-. Ahora, dime por qué debería esperar, Georgeanne.
– Va a ser una gran impresión para ella y creo que debería hacerse tan suavemente como sea posible. Mi hija sólo tiene seis años y estoy segura de que con una batalla legal sólo conseguiríamos lastimarla y confundirla. No quiero hacer daño a mi hija pasando por un tribunal…
– Ante todo -la interrumpió John-, la niña a la que te refirieres como «tu hija» es de hecho tan hija mía como tuya. Segundo, yo no soy aquí el chico malo. No habría mencionado a los abogados si tú no me hubieses dejado muy claro que no me ibas a dejar ver a Lexie de nuevo.
Georgeanne sintió el resentimiento que destilaba su voz y aspiró profundamente.
– Vale, pues he cambiado de idea. -No se podía permitir discutir con él, aún no. No hasta que obtuviera lo que quería.
John se repantigó en la silla y se metió los pulgares en los bolsillos delanteros de los vaqueros. Entrecerró los ojos y la desconfianza que sentía se le notó claramente en la boca.
– ¿No me crees?
– Francamente, no.
Mientras esa tarde iba hacia allí en el coche, había imaginado varios «si él dice eso, entonces yo diré esto» y tenía todos los contraargumentos preparados en su mente, pero nunca había imaginado que no la creería.
– ¿No confías en mí?
La miró como si estuviera chiflada.
– En absoluto.
Georgeanne creyó que estaban a la par, porque tampoco ella confiaba en él.
– Estupendo. Pero no tenemos por qué confiar el uno en el otro sino en que ambos deseamos lo mejor para Lexie.
– No quiero lastimarla, pero como te dije antes no creo que estemos de acuerdo en qué es lo mejor para ella. Estoy seguro de que saltarías de alegría si me muero mañana, pero eso no sucederá. Quiero llegar a conocer a Lexie y quiero que ella me conozca. Si crees que deberíamos esperar para decirle que soy su padre, entonces bueno, esperaré. Tú la conoces mejor que nadie.
– Tengo que ser yo quien se lo diga, John. -Esperaba una discusión y le sorprendió que no la hubiera.
– De acuerdo.
– Tienes que prometérmelo -insistió ella porque no sabía si él se cansaría en unos meses y las dejaría plantadas, no sabía si cambiaría de idea, si se arrepentiría de ser papá. Si abandonaba a Lexie después de que supiera que era su padre le rompería el corazón. Y Georgeanne sabía que experimentar el dolor del abandono de un padre era peor que no conocerlo-. Le tengo que decir yo la verdad.
– Creía que no confiábamos el uno en el otro. ¿Creerías en mi palabra?
En eso tenía razón. Georgeanne pensó en ello un momento y, al no encontrar otra alternativa, le dijo:
– Confiaré en ti si me das tu palabra.
– La tienes, pero espero que no pienses que voy a tener demasiada paciencia. Ni se te ocurra darme largas -le advirtió-. Quiero verla cuando vuelva a la ciudad.
– Ésa es la otra razón por la que vine aquí esta noche -dijo Georgeanne, levantándose de la silla-. El próximo domingo Lexie y yo pensamos hacer un picnic en Marymoor Park. Puedes venir con nosotras si no tienes otros planes.
– ¿A qué hora?
– Temprano.
– ¿Qué llevo?
– Lexie y yo llevaremos todo menos la bebida. Si quieres cerveza, tendrás que traerla, aunque preferiría que no lo hicieras.
– Bueno, eso no será un problema -dijo, levantándose también.
Georgeanne lo observó un poco sorprendida como siempre por su altura y la anchura de sus hombros.
– Iré con una amiga, así que también puedes traer a uno de tus amigos. -Luego sonrió dulcemente, y añadió-. Aunque preferiría que tu amigo no fuera una groupie del hockey.
John cambió su peso de pie y la miró ceñudo.
– Eso tampoco será un problema.
– Genial. -Ella echó a andar, pero se detuvo y se volvió para mirarlo-. Y, además, tenemos que fingir que nos gustamos.
Él clavó la mirada en ella, entrecerró los ojos y su boca se transformó en una línea recta.
– Bueno, eso -dijo secamente-, sí que será un problema.
Georgeanne colocó la sábana con motivos florares alrededor de los hombros de Lexie mirando sus ojos somnolientos. El pelo oscuro de Lexie estaba esparcido sobre la almohada y tenía las mejillas pálidas por el cansancio. Cuando era bebé, Georgeanne siempre había creído que era como un juguete de cuerda. Un momento estaba gateando por el suelo y al siguiente se tumbaba y se quedaba dormida en mitad de la cocina. Aún ahora cuando Lexie estaba cansada, se dormía rápidamente, lo que era una bendición para Georgeanne.
– Mañana haremos nuestro té después de ver Hospital General -le dijo. Había pasado una semana desde la última vez que habían podido ver juntas un episodio de su telenovela favorita.
– De acuerdo -bostezó Lexie.
– Dame un beso -le pidió Georgeanne, y cuando Lexie frunció los labios se inclinó para recibir el beso de buenas noches de su hija-. Estoy loca por ti -le dijo. Después se levantó.
– Yo también. ¿Vendrá Mae al té de mañana? -Lexie se puso de lado y restregó la cara contra la manta de los teleñecos que tenía desde que era un bebé.
– Se lo preguntaré. -Georgeanne atravesó la estancia, pasó por encima de una caravana de Barbie y un montón de muñecas desnudas-. Esta habitación es un desastre -declaró al tropezar con un bastón con serpentinas púrpuras colgando del extremo. Miró por encima del hombro y vio que Lexie ya había cerrado los ojos. Pulsó el interruptor de la luz al lado de la puerta y salió al pasillo.
Antes de que Georgeanne entrara en la salita, notó la impaciencia con que Mae la esperaba. Unas horas antes, cuando Mae había venido para cuidar a Lexie, Georgeanne le había explicado brevemente la situación con John a su amiga y socia. Y mientras esperaban a que llegara la hora de acostar a Lexie, Mae había parecido a punto de estallar de impaciencia.
– ¿Está dormida? -preguntó Mae en un susurro cuando Georgeanne entró en la habitación.
Georgeanne asintió con la cabeza y se sentó en el otro extremo del sofá donde estaba sentada Mae. Cogió un cojín bordado con flores blancas y sus iniciales y se lo colocó en el regazo.
– He estado pensando sobre todo esto -comenzó Mae-, y ahora, de repente, me encajan un montón de cosas.
– ¿Qué cosas? -preguntó, pensando que con el nuevo corte de pelo, mucho más corto, Mae se parecía ligeramente a Meg Ryan.
– Sobre cuánto odiamos las dos a los deportistas. Sabes que yo los odio por cómo trataban a mi hermano. Y siempre supuse que a ti no te gustaban porque la mayoría son medio memos -dijo al tiempo que ahuecaba las palmas de las manos delante del pecho como si sujetara un par de melones-. Siempre pensé que te habías liado con un equipo de fútbol, o algo así de asqueroso, y que por eso nunca querías hablar de eso. -Dejó caer las manos en los muslos, desnudos bajo los vaqueros cortos-. Pero nunca me imaginé que el padre de Lexie fuera un jugador de hockey. Aunque ahora todo tiene sentido, porque la niña es mucho mejor deportista que tú.
– Sí, lo es -convino Georgeanne-. Pero eso no dice mucho.
– ¿Te acuerdas cuando tenía cuatro años y le quitaste los ruedines de la bici?
– No se las quité yo, lo hiciste tú. -Georgeanne miró los ojos castaños de Mae y recordó-: Yo quería quitar sólo las del lado izquierdo, por si se caía.
– Lo sé, pero de todos modos, todas estaban dobladas hacia arriba y ninguna llegaba al suelo. No habrían servido para nada. -Mae descartó la preocupación de Georgeanne con un gesto de la mano-. Recuerdo que pensé que Lexie debía haber heredado la coordinación de su papá, porque Dios sabe que no lo hizo de ti.
– Oye, eres una antipática -se quejó Georgeanne, pero en realidad no estaba ofendida; era la pura verdad.
– Pero ni de coña me hubiera imaginado que su padre era John Kowalsky. Dios mío, Georgeanne, ¡el hombre es un «jugador de hockey»! -Pronunció las últimas palabras con el mismo desdén horrorizado que usaría para asesinos en serie o vendedores de coches usados.
– Ya lo sé.
– ¿Lo has visto jugar alguna vez?
– No. -Miró el cojín de su regazo y frunció el ceño-. Aunque he visto alguna vez los deportes en las noticias de la noche.
– ¡Yo sí lo he visto jugar! ¿Te acuerdas de Don Rogers?
– Por supuesto -dijo, frotando una pequeña mancha del cojín-. Saliste con él durante unos meses el año pasado, pero lo dejaste porque pensabas que el afecto que le profesaba a su labrador resultaba preocupante. -Hizo una pausa y miró a Mae-. ¿Has dejado que Lexie comiera en la salita? Creo que esto de aquí es chocolate.
– Olvídate del cojín. -Mae suspiró y se pasó los dedos por su corto cabello rubio-. Ese tío era un fanático de los Chinooks, así que fui a un partido con él. No podía creer lo fuerte que se golpeaban esos tíos y ninguno lo hacía más que John Kowalsky. Envió a un tío por el aire de un golpe. Luego simplemente se encogió de hombros y patinó fuera de la pista.
Georgeanne se preguntó a dónde quería llegar.
– ¿Qué tiene que ver eso conmigo?
– ¡Te acostaste con él! No me lo puedo creer. ¡No sólo es un jugador, es un imbécil!
En secreto Georgeanne estuvo de acuerdo, pero se hizo la estirada.
– Fue hace mucho tiempo. Y además, quien esté libre de pecado, que tire la primera piedra, ¿no crees?
– ¿Qué se supone que quieres decir?
– Quiero decir que cualquier mujer que se haya acostado con Bruce Nelson no tiene derecho a juzgar a nadie.
Mae cruzó los brazos y se hundió más en el sofá.
– No era tan malo -se quejó.
– ¿En serio? Era el niño mimado de mamá y sólo saliste con él porque lo podías tratar mal, igual que al resto de los hombres con los que sales.
– Por lo menos yo tengo una vida sexual normal.
Habían tenido esa misma conversación muchas veces. Mae consideraba que la falta de sexo de Georgeanne era algo enfermizo y Georgeanne consideraba que Mae debería practicar y decir la palabra «no» más a menudo.
– Sabes, Georgeanne, la abstinencia no es normal y un día de éstos vas a explotar -predijo-. Y Bruce no era un mimado, era un encanto.
– ¿Encanto? Tenía treinta y ocho años y aún vivía en casa de su madre. Me recordaba a mi primo tercero, Billy Earl de San Antonio. Billy Earl estuvo viviendo con su madre hasta que se murió, pero era tan retorcido como el que más. Robaba gafas por si llegaba a tener astigmatismo. Lo que, claro está, nunca pasó porque todos mis parientes tienen la vista perfecta. Mi abuela solía decir que debíamos rezar por él. Debíamos rezar para que nunca tuviera caries o las personas con dentadura postiza no estarían a salvo de Billy Earl.
Mae se rió.
– Te lo estás inventando.
Georgeanne levantó la mano derecha.
– Es cierto, te lo juro. Billy Earl era así. -Volvió la mirada al cojín que tenía en el regazo y pasó los dedos sobre las flores blancas bordadas-. De cualquier manera, estaba claro que te gustaba Bruce o no te habrías acostado con él. Algunas veces nuestros corazones hacen la elección por nosotras.
– Oye. -Mae palmeó el respaldo del sofá con la mano para captar la atención de Georgeanne. Cuando levantó la vista, Mae le dijo-: No me gustaba Bruce. Sentía lástima por él y llevaba sin sexo mucho tiempo, y sí, lo reconozco, es una razón malísima para acostarse con un hombre. No la recomendaría. Si pareció que te estaba juzgando, lo siento. No quería hacerlo, te lo juro.
– Lo sé -dijo Georgeanne suavemente.
– Bien. Ahora, dime. ¿Cómo conociste a John Kowalsky?
– ¿Quieres la historia completa?
– Si.
– De acuerdo. ¿Recuerdas que cuando nos conocimos llevaba puesto un pequeño vestido rosa?
– Sí. Suponía que te ibas a casar con Virgil Duffy con ese vestido.
– Eso es. -Hacía años Georgeanne le había contado a Mae todo lo referente a su boda con Virgil, pero se había saltado toda la parte de John. Ahora se la contó. Todo. Todo, excepto los detalles privados. Nunca había sido de ese tipo de personas que hablaba con franqueza y libertad sobre el sexo. Nunca se le hubiera ocurrido discutir de eso con su abuela y todo lo que sabía lo había aprendido en la clase de salud del colegio o de novios ineptos que tampoco sabían nada del tema ni se preocuparon de si ella disfrutaba o no.
Luego había conocido a John y le había enseñado cosas que no había pensado que fueran físicamente posibles hasta esa noche. La había hecho arder bajo sus manos y su boca hambrienta, devolviéndole todas las caricias cuando se lo pidió al oído. Él había conseguido que lo deseara y, desde ese momento, había hecho todo lo que le pidió y algunas cosas más.
Incluso ahora no quería pensar en esa noche. Ya no reconocía a la joven que había ofrecido su cuerpo y su amor tan fácilmente. Esa mujer ya no existía y no tenía ninguna razón para recuperarla.
Pasando por alto los detalles morbosos, le contó a Mae la conversación que había tenido con John esa mañana y el acuerdo al que habían llegado en su casa flotante.
– No sé cómo van a salir las cosas, sólo espero que Lexie no salga herida -concluyó, repentinamente agotada.
– ¿Qué le vas a decir a Charles? -preguntó Mae.
– No lo sé -contestó, abrazándose al cojín y apoyando la cabeza contra el respaldo del sofá para mirar fijamente el techo-. Sólo he salido con él dos veces.
– ¿Vas a volver a salir con él?
Georgeanne pensó en el hombre con el que había salido el mes pasado. Lo había conocido cuando contrató los servicios Catering Heron para el décimo cumpleaños de su hija. La había llamado al día siguiente y habían quedado para cenar en Las Cuatro Estaciones. Georgeanne sonrió.
– Espero que sí.
– Entonces lo mejor es que se lo digas.
Charles Monroe estaba divorciado y era el hombre más agradable con el que Georgeanne había salido. Era propietario de una emisora de televisión por cable, tenía una posición económica desahogada y una sonrisa maravillosa que iluminaba sus ojos grises. No vestía demasiado bien. No era un chico GQ, y sus besos no la hacían arder. Era más bien una brisa cálida, agradable y relajante.
Charles nunca la acorralaba ni presionaba, le daba tiempo, y Georgeanne creía que podía involucrarse en una relación más profunda con él. Le gustaba bastante y, lo más importante, Lexie ya lo había conocido y también le gustaba.
– Creo que se lo diré.
– Y yo creo que no le va a gustar la noticia -predijo Mae.
Georgeanne giró la cabeza de golpe y miró a su amiga.
– ¿Por qué?
– Porque aunque odio a los hombres violentos, John Kowalsky es un machote y Charles se morirá de celos. Podría llegar a pensar que todavía hay algo entre tú y ese jugador de hockey.
Si Charles se enfadaba con ella, sería sólo porque le había contado la historia que se había inventado sobre el padre de Lexie y no la verdad. No le preocupaba que se pusiera celoso.
– Charles no tiene de qué preocuparse -dijo con la seguridad de una mujer que daba por hecho que no había ni la más remota posibilidad de que pudiera liarse con John otra vez-. Además, aunque yo fuera tan tonta para creer que podría volver a tener algo con John, éste me odia. Ni siquiera soporta mirarme. -La idea de que ocurriera algo entre ella y John era tan absurda que ni siquiera malgastó el tiempo en pensarlo-. Le diré a Charles que iré el jueves a comer con él.
Cuando cuatro días después se encontró con Charles en un pequeño restaurante de la calle Madison, no surgió el momento de contárselo. Antes de que pudiera explicarle lo que sucedía con John, Charles le propuso algo que la dejó sin palabras.
– ¿Qué opinas de presentar un programa en la tele local? -le preguntó entre emparedados de pastrami y ensalada de col-. Una especie de Martha Stewart del noroeste. Lo haríamos el sábado entre las doce y media y la una. Poco después del Garaje de Margie y antes del programa de deportes de la tarde. Tendrías libertad para hacer lo que quisieras. En unos programas podrías cocinar y en otros arreglar flores secas u ordenar la cocina.
– No puedo ponerme a ordenar la cocina -susurró, conmocionada de pies a cabeza.
– Era sólo una idea. Confío en ti. Tienes un talento natural y quedarías genial en la televisión.
Georgeanne se llevó una mano al pecho, y le salió una voz chillona cuando contestó:
– ¿Yo?
– Sí, tú. Cuando lo discutí con mi gerente, pensó que era una gran idea. -Charles le dirigió una sonrisa alentadora y ella casi se creyó que podría ponerse delante de una cámara de televisión y presentar un programa. La oferta de Charles atraía su faceta más creativa, pero se interpuso la realidad. Georgeanne era disléxica. Había aprendido a compensarlo, pero si no se fijaba bien todavía leía mal. Y si estaba nerviosa, tenía que detenerse a pensar qué era correcto y qué no. Y además estaba lo de su peso. Sabía que una cámara añadía cinco kilos. Y claro, Georgeanne, que consideraba que ya tenía varios kilos de más, no quería imaginarse cómo quedaría con otros cinco, o sea que no podía aparecer en televisión leyendo palabras que no existían y pareciendo gorda. Y tenía que tener en cuenta a Lexie. Georgeanne ya se sentía demasiado mal por la cantidad de tiempo que su hija pasaba con canguros.
Miró los ojos grises de Charles y dijo:
– No, gracias.
– ¿Ni siquiera vas a considerar la idea?
– Acabo de hacerlo -dijo, cogiendo su tenedor y pinchando en la ensalada de col. No quería pensar más sobre eso. No quería pensar en las posibilidades ni en la oportunidad que estaba rechazando.
– ¿Ni siquiera quieres saber cuánto te pagaré?
– No. -Hacienda se quedaría con la mitad y ella no sería más que una idiota gordita a la que sólo le quedaría la mitad de lo que le pagaban.
– ¿Pensarás en ello un poco más?
Parecía tan decepcionado que le dijo:
– Lo pensaré. -Pero sabía que no cambiaría de idea.
Después del almuerzo la acompañó a su coche y una vez que llegaron al Hyundai oscuro, él cogió su llave y la metió en la cerradura.
– ¿Cuándo nos volveremos a ver?
– Este fin de semana es imposible -dijo, sintiéndose un poco culpable por no haber mencionado a John-. ¿Por qué no venís de visita Amber y tú el martes por la noche y cenáis con Lexie y conmigo?
Charles la cogió de la muñeca y le dejó las llaves en la palma de la mano.
– Eso suena bien -y alzando la mano, le acarició el cuello-. Pero quiero verte a solas más a menudo -luego rozó sus labios con los de él y el beso fue como un descanso en un día ocupado. Un «ahh» relajante o un largo baño en un jacuzzi. ¿Qué importaba si sus besos no la volvían loca? No quería un hombre que la hiciera perder el control. No quería que las caricias de un hombre la convirtieran otra vez en una ninfómana delirante. Ya había pasado por eso y había salido escaldada.
Ella rozó su lengua con la suya y sintió su rápida inspiración. La mano de Charles se desplazó a su cintura y la apretó contra su pecho. La envolvió entre sus brazos. Él quería más. Si no hubieran estado en un parking en el centro de Seattle, le podría haber dado lo que le pedía.
Sentía cariño por Charles, y con el tiempo tal vez podría enamorarse de él. Habían pasado muchos años desde que había hecho el amor. Muchos años desde que había estado con un hombre. Cuando se apartó y miró los ojos graves de Charles, pensó que ya era hora de cambiar todo eso. Había llegado el momento de intentarlo de nuevo.