Georgeanne se llevó una mano a su corazón dolorido. Asió el lazo blanco del corpiño mientras dentro de su pecho el amor y el odio colisionaban como un martillo de demolición para destrozarle el corazón. Vestida de nuevo con el traje de novia rosa y las frágiles sandalias de tacón alto, luchó contra las lágrimas ardientes que le anegaban los ojos. Cuando vio cómo el Corvette rojo de John se perdía en el tráfico, notó que perdía la batalla. Se le empañó la vista, pero las lágrimas no le proporcionaron alivio alguno.
Ni siquiera al observar desaparecer a John, podía creer que se hubiera deshecho de ella en la acera del Aeropuerto Internacional de Seattle-Tacoma. No era sólo que la hubiera abandonado, es que ni siquiera había mirado atrás.
A su alrededor se arremolinaban ejecutivos trajeados o turistas con ropas ligeras de verano. Los taxistas descargaban equipajes mientras el tubo de escape de sus taxis expulsaba humo caliente. Los maleteros bromeaban con los clientes mientras una impersonal voz masculina avisaba por los altavoces de que el área reservada delante del aeropuerto era sólo para carga y descarga. Los sonidos que se mezclaban caóticamente en torno a Georgeanne eran semejantes al confuso zumbido de su cabeza. La noche anterior John se había comportado de manera muy distinta al hombre indiferente que la había despertado esa mañana con un Bloody Mary en la mano. La noche anterior habían hecho el amor una y otra vez; nunca se había sentido más cerca de un hombre. Y estaba segura de que John había sentido lo mismo. Estaba segura de que él no hubiera corrido tal riesgo a menos que ella le importase. Si no hubiera sentido nada por ella, no habría puesto en peligro su carrera con los Chinooks. Pero esa mañana se había comportado como si se hubieran dedicado a ver reestrenos en la tele en lugar de a hacer el amor. Cuando le anunció que le había reservado un vuelo a Dallas, lo dijo como si estuviera haciéndole un gran favor. Cuando la había ayudado a ponerse de nuevo el corsé y el vestido de novia rosa, su contacto había sido impersonal. Muy diferente de las cálidas caricias de la noche anterior. Cuando la ayudó a vestirse, Georgeanne había luchado contra sus confusos sentimientos. Había luchado por encontrar las palabras adecuadas para convencerle de que la dejara quedarse con él. Le insinuó su disposición para hacer y ser cualquier cosa que él quisiera, pero él había ignorado tan sutiles sugerencias.
Camino del aeropuerto, había subido tanto el volumen de la música que la conversación había sido imposible. Durante la hora que había durado el trayecto en coche, ella se había torturado con miles de preguntas. Se había preguntado qué habría hecho mal o qué habría sucedido para cambiarlo todo. Sólo su orgullo impidió que desconectara el casete y le exigiera una respuesta. Sólo el orgullo le hizo contener las lágrimas cuando la ayudó a salir del coche.
– El avión sale dentro de una hora. Tienes tiempo de sobra para recoger la tarjeta de embarque en facturación y pillar el vuelo -la informó John mientras le daba su neceser de noche.
Sintió como si el pánico le retorciera el estómago. El miedo hizo desaparecer el orgullo y abrió la boca para suplicarle que la llevara de regreso a la casa de la playa, donde se sentía segura. Sus siguientes palabras la detuvieron.
– Con ese vestido seguro que vas a obtener al menos dos propuestas de matrimonio antes de llegar a Dallas. No quiero darte consejos de cómo vivir tu vida, Dios sabe lo mucho que he enredado la mía, pero tal vez deberías usar algo más la cabeza cuando elijas a tu próximo novio.
Lo amaba tanto que le dolía y a él no le importaba si se casaba con otro hombre. La noche que habían compartido no había significado nada para él.
– Ha sido un placer conocerte, Georgie -había añadido despreocupadamente, luego se había dado la vuelta y se había ido.
– ¡John! -El nombre se le escapó de los labios, a pesar de su orgullo.
Él se había girado, y ella supo que su cara había revelado lo que sentía. John había suspirado con resignación.
– Nunca quise lastimarte, pero te dije desde el principio que no me jugaría mi carrera con los Chinooks por ti. -Hizo una pausa y añadió-: No es nada personal.
Luego se dio la vuelta, bajó la acera y salió de su vida.
A Georgeanne comenzó a dolerle la mano y miró hacia abajo, al neceser que sujetaba con fuerza. Tenía los nudillos blancos y aflojó su presa.
El denso humo del tubo de escape le provocó nauseas y, finalmente, se dio la vuelta y entró en el aeropuerto. Tenía que salir de allí. Tenía que irse, pero no sabía a dónde. Sentía todos sus circuitos sobrecargados e intentó dejar la mente en blanco. Encontró el mostrador de facturación y «no» le dijo al agente, «no tenía equipaje para facturar». Con la tarjeta de embarque en una mano y el neceser en la otra, abandonó el mostrador.
Pasó delante de las tiendas de regalos, los restaurantes y las ventanillas de información de vuelos. El sufrimiento la envolvía como una capa de niebla negra. Mantuvo la mirada baja, imaginaba que su pena se traslucía en su cara y que si la gente la miraba atentamente, sabría lo que le pasaba.
Se darían cuenta de que a nadie le importaba un bledo Georgeanne Howard. Ni en ese estado ni en otro. Había plantado a su única amiga, Sissy, y si Georgeanne se muriese en ese momento, no le importaría a nadie o por lo menos no de verdad. Bueno, su tía Lolly sí haría como si le importara. Prepararía la gelatina O'Jell y lloraría como si no estuviera aliviada de no tener que ocuparse más de Georgeanne. Por un instante, Georgeanne se preguntó si su madre se entristecería, pero supo la respuesta antes de ni siquiera pensarlo: no. Billy Jean nunca se entristecería por esa niña a la que nunca había querido.
Entró en la zona de embarque cuando su frágil control comenzaba a quebrarse. Se sentó de cara a las ventanas y tomó un ejemplar del Seattle Times del asiento de al lado dejando el neceser en la butaca de vinilo. Miró por la ventana a la pista de aterrizaje y una nítida imagen de la cara de su madre apareció en su mente, recordándole la única vez que se había encontrado con Billy Jean.
Había sido el día del entierro de su abuela, había levantado la mirada del ataúd y había visto la cara de una elegante mujer muy bien peinada con el pelo oscuro y los ojos verdes. No habría reconocido quién era la mujer si Lolly no se lo hubiera dicho. Durante un instante la pena por la muerte de su abuela se fusionó en su interior con aprensión, alegría, esperanza y una miríada de emociones conflictivas. Durante toda su vida, Georgeanne había recreado el momento en que finalmente conocería a su madre.
Mientras crecía, le habían dicho que Billy Jean era demasiado joven y que cuando ella nació no quería tener hijos todavía. Como consecuencia, Georgeanne llevaba toda su vida soñando con el día en que su madre cambiaría de idea.
Pero cuando Georgeanne alcanzó la adolescencia, ya había perdido las esperanzas de que se hicieran realidad sus sueños sobre un reencuentro con su madre. Había descubierto que Billy Jean Howard era ahora Jean Obershaw, esposa de León Obershaw representante en Alabama, y madre de dos niños pequeños. El día que supo de la otra familia de su madre fue el día en que tuvo que afrontar la cruda realidad. Su abuela había mentido. Billy Jean sí quería tener hijos. Simplemente, no la había querido a ella.
En el entierro de su abuela, cuando Georgeanne por fin miró a Billy Jean, había esperado no sentir nada. Le sorprendió profundamente encontrar algo en su corazón, todavía albergaba la fantasía de una madre cariñosa. Se había aferrado al sueño de que su madre podría llenar el vacío que tenía en su interior. A Georgeanne le temblaron las manos y las rodillas cuando se presentó a la mujer que la había abandonado poco después de nacer. Había contenido el aliento… esperando… anhelando. Pero Billy Jean apenas la miró cuando le dijo:
– Sé quién eres. -Luego se volvió y se dirigió a la parte trasera de la iglesia. Después del funeral desapareció, probablemente de regreso con su marido y sus hijos. De regreso a su vida.
El anuncio de la llegada de un vuelo trajo a Georgeanne de vuelta a la realidad. Más pasajeros comenzaron a llenar la zona de embarque y cogió el neceser para colocárselo sobre el regazo. Una mujer de mediana edad con rizos blancos y un vestido de poliéster se dirigió al asiento vacío. Georgeanne cogió automáticamente el ejemplar del Seattle Times para que la mujer se pudiera sentar. Lo colocó encima del neceser y dirigió la mirada a las ventanas, observando un autobús de pasajeros y un remolque de equipajes. Normalmente, le habría sonreído a la mujer y quizá la habría obsequiado con una agradable conversación. Pero no se sentía con ganas de ser amable. Pensaba en su vida y en que no debía relacionarse con personas que no podían corresponder a su amor.
Se había enamorado de John Kowalsky en menos de veinticuatro horas. Sus sentimientos por él habían surgido tan deprisa que apenas podía creerlo. Pero sabía que eran reales. Pensaba en sus ojos azules y en el hoyuelo que aparecía en su mejilla derecha cada vez que sonreía. Pensaba en cómo la rodeaban esos fuertes brazos, haciéndola sentir segura. Si cerraba los ojos, podía sentir sus manos en la espalda, levantándola contra la vitrina como si no pesara nada. No había conocido a ningún otro hombre -ni siquiera algún antiguo novio al que había creído amar-, que la hubiera hecho sentir de la misma manera que John.
«Deberías haberme dicho que eres perfecta», le había dicho, haciendo que se sintiera como la Reina de las fiestas de San Antonio. Ningún hombre la había hecho sentirse tan deseable. Ningún hombre la había dejado destrozada.
Comenzaron a arderle los ojos de nuevo y se le nubló la vista. En los últimos días había tomado algunas decisiones desafortunadas. Lo peor había sido decidir casarse con un hombre lo suficientemente viejo como para ser su abuelo. Luego estaba el haber huido de la boda como una cobarde. Lo único que no había sido una elección había sido enamorarse de John. Simplemente había ocurrido.
Una solitaria lágrima le resbaló por la mejilla y se la enjugó con el pañuelo. Ahora tenía que sobreponerse a lo de John. Tenía que retomar su vida.
«¿Qué vida?». No la esperaban ni en casa ni en el trabajo. No tenía ningún familiar con quien hablar y lo más probable era que su única amiga la odiara. Todas sus ropas estaban en poder de Virgil, quien -sin ningún género de duda- la despreciaría. El hombre que amaba no le correspondía. Se había deshecho de ella, dejándola en la acera sin mirar atrás.
No tenía a nada ni a nadie salvo ella misma.
– Atención -anunció una voz femenina-, los pasajeros del vuelo 624, con destino a Dallas-Fort Worth, deberán embarcar en quince minutos.
Georgeanne miró la tarjeta de embarque. «Quince minutos», pensó. Quedaban quince minutos para subirse a un avión que la llevaría de regreso a la nada. Nadie estaría allí para recogerla. No tenía a nadie. Nadie se iba a ocupar de ella. Nadie le diría qué hacer.
Nadie excepto a sí misma. Sólo Georgeanne Howard.
El pánico le atenazó el estómago y miró el ejemplar del Seattle Times que estaba encima del neceser de su regazo. Sentía la sobrecarga emocional a flor de piel. Para evitar estallar, se concentró en el periódico. Movió los labios mientras leía lentamente los anuncios clasificados.
El letrero de Catering Heron colgaba desmañadamente del lado derecho. La tormenta de la noche del jueves lo había maltratado tanto que se había roto una de las cadenas, con lo que el gran pájaro majestuoso pintado en el letrero parecía a punto de caer en picado sobre la acera. Los rododendros plantados a cada lado de la puerta habían sobrevivido a los fuertes vientos, pero los geranios rojos eran otra historia.
Sin embargo, dentro del pequeño edificio, todo estaba en perfecto orden. La oficina de la parte delantera del reconvertido almacén tenía un escritorio y una mesa redonda. En la pared colgaba una gran fotografía de dos personas idénticas vestidas con la misma ropa. Cada uno sujetaba el extremo de un billete de un dólar. En la cocina, relucían una cortadora industrial, una afiladora y otros instrumentos de cocina, todos de acero inoxidable. Una selección de menús reposaba en la bandeja que había encima del refrigerador y el horno de convección dominaba la esquina opuesta.
La dueña estaba en el cuarto de baño con una goma azul entre sus labios. La luz fluorescente zumbaba y parpadeaba arrojando una sombra gris sobre la cara de Mae Heron, cuyos ojos marrones estudiaban el reflejo en el espejo de encima del lavabo mientras se cepillaba el cabello rubio y se hacía una coleta.
Mae era el ejemplo perfecto de una chica de cara lavada con un jabón casero tipo Ivory Soap. No necesitaba usar ni crema limpiadora, ni tónicos para la piel con sabor a fruta, ni gastarse el dinero en cremas selectas. Odiaba la sensación de llevar maquillaje. Algunas veces se aplicaba un poco de rímel, pero tenía poca práctica y no se lo aplicaba demasiado bien, no como Ray. Ray siempre había tenido buen ojo para el maquillaje.
Mae se miró de perfil y levantó una mano para aplastar un mechón de pelo rebelde de la coronilla. Se habría vuelto a hacer la coleta si no hubiera sonado el timbre de la puerta anunciando la llegada del cliente que estaba esperando. La señora Candace Sullivan era una cliente asidua de Catering Heron y se había puesto en contacto con Mae para encargarle el catering para la celebración de las bodas de oro de sus padres. Candace era la mujer de un reputado cardiólogo. Gozaba de una muy buena situación económica y era la última esperanza que tenía Mae de poder conservar vivo el sueño de Ray y ella.
Se miró para estar segura de que el polo azul lucía impecable sobre los pantalones cortos caquis y aspiró profundamente. No se desenvolvía demasiado bien con esa parte del negocio. Besar culos y hacer la pelota a los clientes había sido uno de los talentos de Ray. Ella se dedicaba a la administración del negocio. Era la contable. No era una buena relaciones públicas. Se había pasado toda la noche y parte de la mañana estrujando los números hasta sentir arenilla en los ojos, pero no había otra solución; no importaba lo creativa que fuera con las cuentas, si el negocio de catering que Ray y ella habían abierto tres años antes no recibía encargos pronto, tendría que cerrar. Necesitaba a la señora Sullivan; necesitaba su dinero.
Mae alcanzó el sobre de manila del lavabo y salió del cuarto de baño. Atravesó la cocina, pero se paró un momento en la puerta que conducía a la oficina. La joven parada en medio de la habitación no se parecía en lo más mínimo a la señora Sullivan. De hecho, parecía salida de la Mansión Playboy. Era todo lo que Mae no era: alta, pechugona, con espeso pelo oscuro y bonita piel bronceada. Con sólo pensar en tomar el sol, la piel de Mae se ponía roja como una langosta.
– Eh… ¿puedo ayudarla en algo?
– Vengo a solicitar el trabajo -contestó con voz arrastrada, claramente sureña-. De ayudante del Chef.
Mae miró el periódico que la mujer sujetaba en una mano, luego observó el vestido rosa de raso con un gran lazo blanco. A su hermano Ray le habría encantado ese vestido. Le habría encantado ponérselo.
– ¿Ha trabajado antes en una empresa de catering?
– No. Pero soy muy buena cocinera.
Si se fiaba de su aspecto, Mae dudaba sinceramente que la mujer supiera siquiera hervir agua. Pero no solía juzgar a la gente ni por su color ni por su ropa. Se había pasado la mayor parte de su vida defendiendo a su hermano gemelo de la gente que lo juzgaba sin conocerlo, incluyendo a su propia familia.
– Soy Mae Heron -dijo.
– Es un placer, señora Heron.
La mujer dejó el periódico en una mesa al lado de la puerta, luego caminó hacia Mae y le tendió la mano.
– Me llamo Georgeanne Howard.
– Bueno, Georgeanne, le daré una solicitud para rellenar -dijo, moviéndose detrás del escritorio. Si obtenía el encargo de los Sullivan, necesitaría un ayudante, pero dudaba que fuera a esa mujer a quien contratara. No sólo prefería contratar cocineros con experiencia, sino que dudaba de la cordura de alguien que se ponía ese vestido tan provocativo para solicitar un puesto en la cocina.
Aunque no pensaba contratar a Georgeanne, pensó que era mejor que rellenara una solicitud y rechazarla con motivos. Estaba rebuscando en uno de los cajones cuando sonó de nuevo el timbre de la puerta. Miró hacia fuera y reconoció a su acaudalada clienta. Como la mayoría de la gente que bebía cócteles, jugaba al tenis e iba al club de campo, el pelo de la señora Candace Sullivan parecía un casco plateado. Las joyas eran auténticas, las uñas falsas y, en general, era como cualquiera otra ricachona con la que hubiera trabajado Mae. Conducía un coche de ochenta mil dólares, pero regateaba en nimiedades como el precio de las frambuesas.
– Hola, Candace. Ya lo tengo todo preparado. -Mae apuntó hacia la mesa redonda donde había tres álbumes de fotos-. ¿Por qué no toma asiento? Estaré con usted en un momento.
La señora Sullivan miró con curiosidad a la chica de rosa y le dirigió una sonrisa a Mae.
– La tormenta del jueves parece haber causado daños en el exterior del edificio -dijo educadamente, al tiempo que tomaba asiento.
– Eso parece. -Mae sabía que tendría que reparar el letrero y comprar plantas nuevas, pero en ese momento no tenía dinero.
– Puede sentarse aquí -le dijo a Georgeanne, colocando la solicitud en el escritorio. Luego, con el sobre del presupuesto en la mano, atravesó la habitación y tomó asiento en la mesa redonda.
– He trabajado en varios menús para que pueda escoger. Cuando hablamos por teléfono, le sugerí el pato como plato principal. -Sacó los menús del sobre, los puso en la mesa y señaló la primera elección-. Con pato asado, recomendaría arroz silvestre, ya sea con verduras mixtas o guisantes verdes. Un panecillo en la cena hará…
– Oh, no sé -suspiró la señora Sullivan.
Mae estaba preparada para esa respuesta.
– Tengo muestras en la nevera.
– No, gracias. Acabo de comer.
Ocultando la irritación, movió el dedo a la siguiente opción.
– Quizá preferiría bocaditos de espárrago. O de alcachofa…
– No -interrumpió Candace-. Creo que no. Creo que me gusta más la idea del pato.
Mae pasó al siguiente menú.
– Vale. Y qué le parece de primero costilla de ternera en su jugo, patatas doradas, guisantes verdes…
– He ido a tres fiestas este año donde sirvieron costilla. Quiero algo diferente. Algo especial. Ray sí que tenía ideas innovadoras.
Mae pasó las páginas y colocó encima el tercer menú. Tenía muy poca paciencia y no era buena para esto. No congeniaba con los clientes adinerados que no sabían qué querían y que encima no aceptaban ninguna de las sugerencias que les mostraba.
– Sí, Ray era maravilloso -dijo, al perder a su hermano hacía seis meses había sentido cómo moría parte de su corazón y de su alma.
– Ray era el mejor -continuó la señora Sullivan-. Ya sabe, él era un… pues bien… ya sabe.
Sí, Mae lo sabía, y si Candace no tenía cuidado, se encontraría de patitas en la calle. Si bien Ray podía haber pasado por alto su intolerancia, Mae no.
– ¿Qué le parece Chateaubriand? -preguntó, señalando la tercera opción.
– No -contestó Candace. En menos de diez minutos había rechazado todas las ideas. Mae quiso matarla, pero tuvo que recordarse que necesitaba el dinero.
– Para el cincuenta aniversario de mis padres había pensado en algo un poco más exclusivo. No me ha mostrado nada especial. Cómo desearía que Ray estuviera aquí. Habría ideado algo realmente único.
Todos los menús que Mae le había mostrado estaban bien. De hecho, eran del archivador de Ray. Mae sintió que perdía los nervios y se obligó a preguntar tan amablemente como le fue posible:
– ¿Qué había pensado?
– Bueno, no lo sé. El negocio es suyo. Se supone que las innovaciones son cosa suya. -Pero Mae nunca había sido creativa-. No he visto nada especial. ¿No tiene otra cosa?
Mae cogió un catálogo y se puso a hojearlo.
Dudaba encontrar allí algo que le gustara a Candace. Estaba convencida de que esas exclusivas razones de la señora Sullivan la conducirían a ella a la bebida.
– Éstas son fotos de otros caterings que hemos hecho. Quizá vea algo que le guste.
– Eso espero.
– Perdón. -La chica de rosa del escritorio se levantó-. Perdonen que me meta donde no me llaman, pero no he podido evitar escucharlas. Tal vez podría ayudarlas.
Mae se había olvidado de que Georgeanne estaba en la habitación y se giró para mirarla.
– ¿Dónde fueron sus padres de luna de miel? -preguntó Georgeanne desde detrás del escritorio.
– A Italia -contestó Candace.
– Hum. -Georgeanne posó la punta del bolígrafo sobre el labio inferior-. Podría empezar con Pappa al Pomodoro -aconsejó; su italiano sonaba peculiar con ese acento sureño-. Luego carne de cerdo asada a la florentina servida con patatas, zanahorias y una rebanada gruesa de bruschetta. O, si prefiere pato, podría ir acompañado de pasta y una ensalada fresca.
Candace miró a Mae, y luego a la otra mujer.
– Mamá adora la lasaña con salsa de albahaca.
– Lasaña con ensalada de radicchio sería perfecta. Como postre quedaría perfecto un delicioso pastel de albaricoque.
– ¿Pastel de albaricoque? -preguntó Candace menos entusiasmada-. No lo he tomado nunca.
– Es absolutamente maravilloso -se apresuró a contestar Georgeanne.
– ¿Está segura?
– Por completo. -Se inclinó hacia adelante y apoyó los codos en el escritorio-. Vivian Hammond, de los Hammonds de San Antonio, está loca por el pastel de albaricoque. Le gusta tanto, que rompió la tradición del Club de la Rosa Amarilla y lo sirvió en la fiesta anual. -Entornó los ojos y susurró como si compartiera un jugoso cotilleo-. Para que vea, hasta que Vivían hizo eso, el club siempre había servido pastel de limón en sus reuniones, limón del mismo color que las rosas amarillas. -Hizo una pausa, se reclinó en la silla, y ladeó la cabeza-. Naturalmente, su madre estaba avergonzada.
Mae arqueó las cejas y clavó los ojos en Georgeanne. Había algo familiar en ella. No podía decir qué era y se preguntó si se habrían conocido antes.
– ¿En serio? -preguntó Candace-. ¿Por qué no sirvieron las dos cosas?
Georgeanne encogió los hombros.
– Quién sabe. Vivian es una mujer excepcional.
Cuanto más hablaba Georgeanne, más fuerte era en Mae la sensación de familiaridad.
Candace miró el reloj, luego miró a Mae.
– Me gusta la idea de la comida italiana y necesitaré un pastel de albaricoque para cien personas.
Cuando la señora Sullivan abandonó el edificio, Mae escribió el menú, rellenó el contrato y el cheque de la señal. Se recostó contra la mesa y cruzó los brazos.
– Tengo que hacerle algunas preguntas -dijo. Cuando Georgeanne la miró desde el otro extremo, Mae consultaba el menú que sujetaba en la mano.
– ¿Qué es Pappa al Pomodoro?
– Sopa de tomate.
– ¿La sabe cocinar?
– Por supuesto. Es muy fácil.
Mae colocó el menú sobre la mesa y se levantó.
– ¿Ha inventado esa historia sobre el pastel de albaricoque?
Georgeanne trató de parecer contrita, pero una leve sonrisa se insinuaba en la comisura de sus labios.
– Bueno…, la embellecí un poco.
Ya sabía Mae por qué le sonaba esa mujer. Georgeanne era una artista impenitente de las fantochadas, igual que Ray. Durante un breve momento sintió que el vacío de su muerte se diluía un poco. Abandonó la mesa y caminó hacia el escritorio.
– ¿Alguna vez ha trabajado como ayudante de chef o de camarera? -preguntó, mirando la solicitud de empleo.
Georgeanne cubrió rápidamente el papel con las manos, no sin que Mae notara la mala caligrafía y que había escrito en experiencia profesional «Chief» en lugar de Chef.
– Fui camarera en Luby antes de trabajar en Dillard's y he recibido todas las clases de cocina que pueda imaginar.
– ¿Ha trabajado alguna vez en un catering?
– No, pero puedo cocinar cualquier cosa, desde comida griega a sueca, desde baklava a sushi, y soy muy buena relaciones públicas.
Mae miró a Georgeanne y esperó no equivocarse.
– Tengo una pregunta más. ¿Quiere el trabajo?