– Ésta sí que es gorda -masculló Mae mientras se llevaba el Kahlua con crema hasta los labios y bebía un sorbo. Una brillante sandalia negra colgaba precariamente de los dedos de su pie derecho mientras lo balanceaba. Por encima del borde del vaso observó el Chevy que pasaba lentamente por delante de ella traqueteando y expulsando un montón de humo negro. Agitó la mano delante de la cara y se preguntó si no habría sido un error sentarse en la terraza. Desde esa mesita tenía una vista muy clara de cualquiera que se dirigiera hacia la barra del antiguo bar de jazz. El flujo melodioso del saxofón se deslizaba a través de las puertas abiertas y llenaba el oscuro atardecer del centro de la ciudad. Alrededor de ella, las parejas hablaban de lo mismo que la mayoría de los habitantes de Seattle: lluvia, café y Microsoft.
Volvió a poner la bebida en la mesa y echó un vistazo al reloj.
– No viene -se dijo a sí misma mientras se calzaba con brusquedad la sandalia. Era viernes por la noche. Y, para variar, no había tenido que trabajar, pero parecía que se había pintado los labios y los ojos para nada. Incluso se había puesto un vestido. Un bonito vestido negro sin absolutamente nada debajo. Se estaba congelando y su último amante, Ted, era el sujeto que no daba señales de vida.
Probablemente lo habría retenido su esposa, pensó, cogiendo el bolso. Normalmente no llevaba bolso, pero esa noche no tenía dónde llevar el dinero; ni siquiera en la ropa interior. Cogió un billete de diez y lo dejó sobre la mesa. No iba a esperarlo más. No estaba tan desesperada.
– Hola, ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
Mae levantó la mirada y abrió la boca para decirle al moscón que se esfumara. Pero en vez de eso frunció el ceño y dijo:
– Y pensar que creía que la noche no podía ir peor.
Hugh Miner se rió y se dirigió a los hombres que iban con él.
– Seguid adelante -dijo, cogiendo una silla de la mesa de Mae-, me reuniré con vosotros en un momento.
Mae observó cómo rodeaba la mesa y agarró el bolso.
– Ya me iba.
– Puedes quedarte y tomar una copa, ¿no?
– No.
– ¿Por qué no?
«Porque me estoy congelando», pensó.
– ¿Por qué iba a querer hacerlo?
– Porque invito yo.
Las copas gratis nunca habían sido un incentivo para Mae, pero justo en ese momento una camarera pelirroja se acercó a la mesa y comenzó a hacer el tonto. Gorgojeó, se restregó contra el hombro de Hugh y, en resumen, hizo de todo menos ponerse de rodillas para hacerle una mamada. Era bonita, con grandes ojos azules y un cuerpo precioso, le pidió a Hugh un autógrafo, pero para su sorpresa él declinó.
– Pero te diré que haremos, Mandy -le dijo a la camarera-. Si me traes una caña y… -se interrumpió y fijó la mirada en Mae-. ¿Qué estás bebiendo? -preguntó.
Ella no podía irse. No ahora. No cuando Mandy la estaba fulminando con los ojos. Las mujeres nunca estaban celosas de Mae Heron.
– Kahlua con crema.
– Si me traes una caña y una Kahlua con crema, te estaría realmente agradecido -terminó.
– ¿Cómo de agradecido?
Ella miró alrededor, luego se apoyó en él y le susurró al oído.
Hugh se rió por lo bajo.
– Mandy -le dijo-, de verdad que no estoy interesado y eso que me estás proponiendo está prohibido por la Ley en algunos estados. Aunque he venido con Dmitri Ulanov que es extranjero y no sabe que podrían arrestarlo por eso que sugieres. Quizá acepte tu oferta.
Cuando ella se rió y se marchó, Hugh se reclinó en el asiento y fijó la mirada en el trasero de Mandy.
– Creía que no estabas interesado -le recordó Mae.
– No hay nada malo en mirar -dijo, centrando la atención en Mae-, pero no es tan bonita como tú.
Mae estaba segura de que él decía eso a todas las mujeres que conocía y no se sintió halagada.
– ¿Qué quería hacer contigo?
Hugh negó con la cabeza y sus ojos avellana brillaron.
– Pues no sabría decirte.
– ¿Siempre eres tan discreto?
– Sí. -Se quitó la cazadora de cuero y se la pasó por encima de la mesa. Sus hombros parecían muy anchos bajo la camisa de colores.
– ¿Se me ve la piel de gallina desde ahí? -preguntó mientras aceptaba agradecida la cazadora. Le quedaba enorme y la sintió caliente sobre los hombros. Y tenía el olor almizcleño de ese hombre.
Él sonrió.
– Tus montículos son notables, sí.
Mae no tuvo que preguntar de qué montículos hablaba, ella ya los había sentido tensarse antes y había pasado vergüenza.
– ¿Qué contestas a mi pregunta? -le preguntó.
– ¿Qué pregunta?
– ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como éste?
– ¿Como yo?
– Sí. -Él sonrió-. Dulce. Encantadora. Supongo que atraerás a un montón de hombres con esa personalidad tuya tan cálida.
Ella no creyó que estuviera siendo gracioso.
– ¿Quieres saber de verdad por qué estoy aquí?
– Por eso pregunté.
Podía mentir o inventarse algo. Pero al final decidió impresionarlo con la verdad. Se remangó los puños de la chaqueta y se apoyó en la mesa.
– Espero a mi amante casado, vamos a tener sexo duro toda la noche en el Marriott.
– ¡Joder!
Lo había dejado anonadado, bien. Ahora sería de esperar que le largara un rollo sobre la integridad, un hombre que sospechaba que llevaría a la quiebra al Departamento de Moralidad.
– ¿Toda la noche?
Decepcionada por esa reacción, ella se reclinó.
– Bueno, íbamos a tener sexo duro, pero no ha aparecido. Supongo que no pudo escaparse.
La camarera se acercó para dejar las bebidas en la mesa. Cuando colocó la cerveza de Hugh delante de él, le susurró algo al oído. Él negó con la cabeza y buscó la cartera en el bolsillo trasero de los pantalones, luego le dio dos billetes de cinco.
La camarera apenas se había alejado cuando Mae preguntó:
– ¿Qué quería esta vez?
Hugh se llevó la cerveza a los labios y tomó un largo trago antes de posarla con suavidad sobre la mesa.
– Saber si John iba a aparecer esta noche.
– ¿Y vendrá?
– No, pero aunque estuviera aquí, ella no es su tipo.
Mae tomó un sorbo de su bebida.
– ¿Y cuál es su tipo?
Hugh sonrió.
– Tu amiga.
Cuando él sonreía y se le iluminaban los ojos de esa manera, Mae podía entender por qué algunas mujeres lo encontraban tan atractivo.
– ¿Georgeanne?
– Sí. -Rodeó el cuello de la botella con los dedos-. A él le gustan las mujeres como ella. Siempre ha sido así. Si no fuera así, no lo estaría pasando tan mal. Lo ha dejado destrozado.
Mae casi se atragantó con la bebida. Se lamió el licor de café del labio y murmuró:
– ¿Que lo ha dejado destrozado? Georgeanne es una persona estupenda y él ha convertido su vida en un infierno.
– Yo de eso no sé nada. Sólo conozco la versión de John, bueno, la verdad es que él no habla de su vida con nadie, pero sé que cuando se enteró de la existencia de Lexie se quedó helado. Estuvo unos días tenso y con los nervios de punta. Sólo hablaba de ella. Canceló un viaje a Cancún que llevaba meses preparando y pasó también de la Copa Mundial. En vez de eso invitó a Lexie y a Georgeanne a su casa de Oregón.
– Sólo porque quería conseguir con mentiras que Georgeanne confiara en él para joderla bien jodida, en los dos sentidos.
Él se encogió de hombros.
– No sé lo que sucedió en Oregón, pero tiene sentido lo que tú estás insinuando.
– Y sobre eso de que él está herid…
– ¿Mae? -Les interrumpió una voz masculina. Ella se giró a la izquierda y alzó la mirada para encontrarse a Ted que estaba de pie al lado de la mesa-. Siento el retraso, pero he tenido problemas para llegar a tiempo.
Ted era bajo y delgado y Mae se fijó por primera vez que llevaba los pantalones muy subidos. Parecía muy enclenque al lado del pedazo de hombre sentado al otro lado de la mesa.
– Hola, Ted -lo saludó Mae y luego le presentó a Hugh-. Éste es Hugh Miner.
Ted sonrió y le tendió la mano al conocido portero.
Hugh ni sonrió ni le dio la mano a Ted. Se levantó y miró fijamente al hombre de menor tamaño.
– Sólo voy a decírtelo una vez -dijo con voz calmada-. Vete al infierno o te daré una paliza.
La sonrisa de Ted y su mano cayeron al mismo tiempo.
– ¿Qué?
– Si te acercas a Mae otra vez, te golpearé hasta que no seas más que un muñón ensangrentado.
– ¡Hugh! -jadeó Mae.
– Luego cuando tu esposa vaya al hospital para identificar tu cuerpo -continuó-, le contaré por qué tuve que patearte el culo.
– ¡Ted! -Mae se puso de pie colocándose entre los dos hombres-. Está mintiendo. No te va a hacer daño.
Ted pasó la mirada de Hugh a Mae, luego sin decir ni una palabra se giró sobre los talones y prácticamente corrió calle abajo. Mae soltó la chaqueta de Hugh en la mesa y se acercó a él. Cerrando el puño comenzó a darle puñetazos en el pecho.
– ¡Eres un matón! -Las personas que estaban sentadas cerca comenzaron a mirarla, pero no le importó.
– Ay. -Él levantó la mano y se frotó el pecho-. Para ser tan poca cosa, pegas bastante fuerte.
– ¿Qué te pasa? Era mi cita -se enfureció Mae.
– Sí, y deberías estarme agradecida. Qué gusano.
Ella sabía que Ted era un poco gusano, pero era un gusano atractivo. Además había tardado tres meses en encontrarlo y ni siquiera lo había catado. Cogió el bolso de la mesa y miró al final de la calle. Si se apuraba, aún podría alcanzarlo. Cuando se estaba marchando, sintió que unos dedos le apretaban el brazo con fuerza.
– Deja que se vaya.
– No. -Mae trató de liberar el brazo, pero no pudo-. Maldito seas -juró mientras veía desvanecerse la última posibilidad de alcanzar a Ted-. Seguro que ya no me llamará más.
– Seguro que no.
Ella frunció el ceño ante la cara de risa de Hugh.
– ¿Por qué lo has hecho?
Él se encogió de hombros.
– No me gustó.
– ¿Qué? -Mae se rió sin humor-. ¿Y a quién le importa si te gusta a ti o no? No necesito tu aprobación.
– No es el hombre que necesitas.
– ¿Cómo lo sabes?
Él le sonrió.
– Porque te aseguro que ese hombre soy yo.
Esta vez la risa de Mae sonó divertida.
– Debes de estar bromeando.
– Estoy hablando en serio.
No lo creyó.
– Eres exactamente el tipo de tío con el que no salgo nunca.
– ¿Qué tipo?
Ella se miró el brazo que él sujetaba con fuerza.
– El de los machotes musculosos y egocéntricos. Hombres que creen que pueden mangonear a los que son más pequeños y débiles que ellos.
Hugh le soltó el brazo y cogió la chaqueta de la mesa.
– No soy un egocéntrico y no trato mal a la gente.
– ¿En serio? ¿Y que es lo que acaba de pasar con Ted?
– Ted no cuenta -puso la chaqueta sobre los hombros de Mae otra vez-, pero seguro que él sí tiene el síndrome ese de los que mangonean a los débiles y pequeños. Seguro que golpea a su mujer.
Mae lo miró ceñudamente ante tan escandalosa suposición.
– ¿Y qué pasa conmigo?
– ¿Contigo?
– A mí me tratas mal.
– Cariño, tú sí que me tratas como si fueras un martillo de demolición.
Le subió el cuello de su cazadora hasta la barbilla y le puso las manos sobre los hombros.
– Y creo que te gusto más de lo que quieres admitir.
Mae le recorrió con la mirada y cerró los ojos. Esto no podía estar pasando.
– Ni siquiera me conoces.
– Sé que eres hermosa y que pienso todo el tiempo en ti. Me siento muy atraído por ti, Mae.
Sus ojos se abrieron de par en par.
– ¿Por mí? -Los hombres como Hugh no se sentían atraídos por mujeres como ella. Era un as del deporte. Y ella era una chica de pecho plano demasiado flaca que no había tenido ni una cita hasta después del bachillerato-. No tiene gracia.
– No creo que la tenga. Me gustaste desde la primera vez que te vi en el parque. ¿Por qué crees que te he estado llamando?
– Pensé que te iba eso de acosar a las mujeres.
Él se rió.
– No. Sólo a ti. Tú eres especial.
Por un momento Mae se permitió creerlo. Por un momento se sintió halagada por las atenciones de ese gran deportista, pero no tenía intención de salir con él. El momento duró hasta que recordó cómo se había metido con ella la primera vez que se habían visto.
– Eres realmente imbécil -dijo ella.
– Espero que me des la oportunidad de hacerte cambiar de idea.
Ella le agarró la muñeca.
– Te aseguro que no tiene gracia.
– Nunca pensé que fuera gracioso. Normalmente soy yo quien rechazo a las tías. Nunca me había sentido atraído por alguien que me odiara.
Estaba tan serio que casi le creyó.
– Yo no te odio -confesó.
– Bueno, eso es un principio, creo. -Él deslizó las manos de los hombros al cuello de Mae y le inclinó la barbilla con los pulgares-. ¿Todavía tienes frío?
– Un poco. -El calor de esas manos en la garganta se extendió hasta su vientre. Estaba sorprendida y algo pasmada ante esa reacción.
– ¿Quieres que cojamos las bebidas y entremos?
La sorpresa se transformó en confusión.
– Quiero ir a casa.
La decepción asomó en la mueca que esbozó Hugh y movió las manos a la parte superior de sus brazos.
– Te acompañaré al coche.
– Vine en taxi.
– Entonces te llevo a casa.
– De acuerdo, pero no te invitaré a entrar -dijo ella. Había mujeres que la podían considerar promiscua, pero todavía tenía sus reglas. Hugh Miner era guapo y tenía éxito, pero, aunque se comportaba como un perfecto caballero, no era su tipo.
– Eso depende de ti.
– Te lo digo en serio. No puedes entrar.
– Vale. Si quieres, te prometo que ni siquiera me bajaré de la moto.
– ¿Moto?
– Bueno, vine en la Harley. Te va a encantar. -Le pasó el brazo sobre los hombros y se dirigieron hacia la entrada del bar-. Antes tengo que buscar a Dmitri y a Stuart para decirles que me marcho.
– No puedo montar contigo en una moto.
Se detuvieron en la entrada y dejaron pasar a un grupo delante.
– Claro que puedes. No dejaré que te caigas.
– No estoy preocupada por eso. -Ella lo miró a la cara iluminada por la luz anaranjada de la bombilla que había encima de la puerta-. Es que no llevo ropa interior.
Él se quedó helado durante unos segundos, luego sonrió.
– Bueno, quién lo iba a decir. Ya tenemos algo en común. Yo tampoco.
John siguió a Caroline Foster Duffy a través del pasillo de la gran casa de Virgil, en Bainbridge. Tenía el cabello rubio con hebras grises y unas pequeñas arrugas habían aparecido en las comisuras de sus ojos. Era una de esas mujeres lo suficientemente afortunadas como para madurar con gracia y sabiduría. Tenía la sabiduría de no luchar contra la edad ni con un tinte azul ni con cirugía plástica y la gracia para mantenerse bella a los sesenta y cinco años.
– Virgil te está esperando -dijo mientras atravesaban el comedor. Se detuvo ante una puerta de doble hoja de caoba y miró a John con la preocupación brillando en sus ojos azul claro-. Voy a tener que pedirte que tu visita sea lo más corta posible. Sé que Virgil te llamó para verte esta noche, pero lleva un par de días trabajando más duro de lo normal. Está cansado, pero no descansa. Sé que le pasa algo, aunque no me dice qué es. ¿Sabes que puede ser? ¿Es algo del equipo?
– No lo sé -contestó John. Estaba en el segundo año de un contrato de tres y no tenía que preocuparse de las negociaciones hasta el año siguiente, así que dudaba que Virgil le hubiera llamado para discutir sobre su contrato. Y además, no se ocupaba de las negociaciones en persona, pagaba a una agencia de representantes deportivos para que se encargaran de sus asuntos profesionales.
– Creí que quería hablarme de los futuros fichajes -dijo, aunque pensaba que el deseo de Virgil de hablar con él en persona resultaba extraño, sobre todo, un viernes por la noche.
Caroline frunció el ceño antes de darse la vuelta para abrir la puerta del estudio.
– Ha llegado John -le anunció, entrando en el despacho de Virgil. John la siguió a una habitación decorada con cuero y madera color cereza, esculturas de pescadores japoneses y litografías de Currier e Ives. Las diferentes texturas daban impresión de riqueza y buen gusto-. Pero sólo le dejo quedarse media hora -continuó Caroline-. Luego lo acompañaré a la puerta para que puedas descansar.
Virgil levantó la vista de los papeles dispersos por el escritorio.
– Cierra la puerta al salir -fue lo que le respondió a su esposa.
Ella no dijo nada, pero apretó los labios en una delgada línea al salir de la habitación.
– ¿Por qué no te sientas? -Virgil le señaló una silla en el lado contrario del escritorio.
John escrutó la cara del anciano, y supo por qué lo había llamado. La amargura y la fatiga habían hecho aparecer unas grandes ojeras bajo los ojos de Virgil. En ese momento aparentaba los setenta y cinco años que tenía. John se sentó en un sillón de cuero y esperó.
– El otro día parecías genuinamente sorprendido de ver a Georgeanne Howard en televisión.
– Lo estaba.
– ¿No sabías que hacía un programa aquí en Seattle?
– No.
– ¿Cómo es eso, John? Sé de buena tinta que os conocéis bien.
– Parece que, por lo que se ve, no nos conocemos tanto -contestó John, preguntándose qué sabía Virgil exactamente.
Virgil cogió una hoja de papel y se la pasó por encima del escritorio.
– Este papel dice que estás mintiendo.
John tomó el documento y rápidamente examinó la copia de la partida de nacimiento de Lexie. Aparecía como el padre de Lexie, algo que lo complacía, pero no le gustaba que husmearan en su vida personal. Lanzó el papel encima del escritorio y se enfrentó a la mirada de Virgil.
– ¿Dónde has obtenido esto?
Virgil agitó la mano para quitarle importancia a la pregunta de John.
– ¿Es verdad?
– Sí, lo es. ¿Dónde lo has conseguido?
Virgil encogió los hombros.
– Contraté a alguien para investigar un poco a Georgeanne e imagina mi sorpresa cuando vi tu nombre. -Sostuvo en alto varios documentos legales junto con la aceptación de John de su paternidad. Virgil no se los entregó, pero no necesitaba hacerlo. John tenía una copia en casa-. Al parecer has tenido una niña con Georgeanne.
– Eso ya lo sabías, ¿por qué no te dejas de sandeces y vas al grano?
Virgil soltó los papeles.
– Ésa es una de las cosas que siempre me han gustado de ti, John. No te andas por las ramas. -Y sin apartar la mirada, preguntó-: ¿Tuviste relaciones sexuales con mi novia antes o después de que me dejara plantado en el altar haciéndome parecer un viejo tonto y ridículo?
Si bien a John no le gustaba que husmearan en su pasado o en su vida personal, en esa ocasión pensaba que la pregunta de Virgil era algo justo. Lo respetaba lo suficiente para creer que merecía una respuesta.
– Conocí a Georgeanne después de que abandonara la boda. Nunca la había visto antes; salía de la casa cuando yo me iba y me pidió que la llevara. No llevaba vestido de novia y no sabía quién era.
Virgil se recostó en la silla.
– Pero lo averiguarías en algún momento.
– Sí.
– Y a pesar de saberlo, te acostaste con ella.
John frunció el ceño.
– Obviamente. -Tal y como estaban las cosas, le había hecho a Virgil un gran favor llevándose a Georgeanne de la boda. Ella podía ser muy mezquina y John no creía que Virgil se tomara nada bien que le dijeran que no era memorable en la cama. No como John. Virgil estaba mejor sin ella. Ella podía conseguir que un hombre se sintiera ardiente y duro para luego hacerlo avergonzarse de sí mismo al recordarle con aquella voz dulce y afilada su segundo matrimonio con una stripper. Era muy cruel, de eso no tenía ninguna duda.
– ¿Cuánto tiempo fuisteis amantes?
– No demasiado. -Conocía a Virgil y sabía que no le había llamado para oír los detalles jugosos-. Déjate de rollos y ve al grano.
– Eres un jugador de hockey condenadamente bueno y nunca me ha importado dónde metes la polla. Pero cuando jodiste a Georgeanne me jodiste a mí.
John se levantó y durante un segundo consideró saltar sobre el escritorio y golpear a Virgil hasta hacerle perder el sentido. Si no hubiera sido tan mayor, lo hubiera hecho. Georgeanne era la mujer más seductora y ardiente con la que había estado, pero no era una mujer para follar y olvidar. Era mucho más que eso para él y no merecía que hablaran de ella como si fuera basura. A duras penas reprimió la cólera.
– Todavía no has ido al grano.
– Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas.
A John no le gustaba que lo amenazaran más de lo que le gustaba que se metieran en su vida.
– ¿Estás amenazándome con un traspaso?
Virgil estaba mortalmente serio cuando le dijo:
– Sólo si me fuerzas a hacerlo.
John consideró decirle a Virgil que se fuera a la mierda y darle una patada en su viejo culo arrugado. Cinco meses antes lo hubiera hecho. Aunque a John le encantaba jugar en los Chinooks y no se veía jugando en otro equipo, no respondía bien a las amenazas. Pero ahora tenía demasiado que perder. Acababa de descubrir que tenía una hija y le acababan de dar la custodia compartida.
– Georgeanne y yo tenemos una hija, así que tal vez deberías aclararme qué entiendes por «tener».
– Puedes ver a tu hija todo lo que quieras -comenzó Virgil-. Pero no toques a la madre. No salgas con ella. No te cases con ella, o tú y yo tendremos problemas.
Si Virgil le hubiera amenazado así hacía un año o tan sólo unos meses atrás, lo más probable era que hubiera forzado un traspaso. Pero ¿cómo podía ejercer de padre con Lexie si tenía que mudarse a Detroit, a Nueva York o incluso a Los Angeles? ¿Cómo podía ver crecer a Lexie si no vivían en el mismo estado?
– Demonios, Virgil -dijo, observándolo-, no sé quién desagrada más al otro, si Georgeanne a mí o yo a ella. Si me lo hubieras preguntado la semana pasada, te podrías haber ahorrado preocupaciones y me hubieras ahorrado el paseito hasta aquí. Quiero a Georgeanne lo mismo que a un grano en el culo y ella me quiere aún menos.
Los ojos cansados de Virgil llamaron a John mentiroso.
– Tú recuerda lo que te he dicho.
– No soy propenso a olvidar. -John lo miró por última vez, luego se giró y salió de la habitación. Salió de la casa con el ultimátum de Virgil resonando en sus oídos. «Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas».
Esperó el transbordador durante quince minutos y cuando llegó a su casa flotante, lo absurdo de la amenaza de Virgil hizo que esbozara una sonrisa. Suponía que el viejo pensaba que había encontrado la venganza perfecta. Y lo podría haber sido, pero John y Georgeanne ni siquiera podían tolerar estar juntos en la misma habitación. Forzarlos a estar juntos habría sido un castigo más apropiado.
Timbres, campanas, gritos, rechinar de llantas y vasos rotos resonaron en los oídos de John mientras veía cómo Lexie chocaba con violencia contra árboles, se subía a las aceras y atropellaba a los peatones.
– Soy bastante buena -gritó ella por encima de ese caos.
Clavó la vista en la pantalla delante de Lexie y sintió que empezaban a palpitarle las sienes.
– Ten cuidado con esa señora mayor -le advirtió demasiado tarde. Lexie la atropello haciéndola volar por los aires.
A John no le gustaban demasiado ni los videojuegos ni las salas de juegos. No le gustaban los centros comerciales, prefería comprarse lo que necesitaba por correo, y tampoco solía ir a ver películas de dibujos animados. La partida terminó y John giró la muñeca para mirarse el reloj.
– Ya es hora de irnos.
– ¿Gané, John? -preguntó Lexie, señalando la puntuación en la pantalla. En el dedo medio, llevaba puesto un anillo de plata con filigranas que le había comprado en una joyería del Pike Place Market, y en el asiento junto al de ella estaba el gato de cristal que le había comprado en otra tienda. La parte de atrás del Range Rover estaba cargada de juguetes y sólo estaban matando el tiempo antes de que él y Lexie entraran en el cine para ver El jorobado de Notre Dame.
Estaba tratando de comprar el amor de su hija. Era tenaz. Y no le importaba. Le compraría cualquier cosa, se pasaría horas en docenas de salas de juegos o viendo películas de Disney, si con ello conseguía que su hija lo llamara «papá» una sola vez.
– Casi ganaste -mintió, tomándola de la mano-. Coge el gato -añadió; luego se dirigieron a la salida de la sala de juegos. Haría cualquier cosa por tener delante de él a la antigua Lexie.
Cuando la había recogido antes en su casa, la había encontrado en la puerta sin huella de sombras o coloretes. Era sábado, y si bien prefería verla sin maquillaje, estaba tan desesperado por que volviera a ser la niña que había conocido en junio que le había sugerido que se pusiera un poco de brillo en los labios. Ella había declinado la sugerencia con una sacudida de cabeza.
Podría haber intentado hablar con Georgeanne de nuevo sobre el inusual comportamiento de Lexie, pero no estaba en casa cuando fue a buscar a la niña. Según la canguro, que llevaba un piercing en el lado derecho de la nariz, Georgeanne estaba trabajando, pero volvería a casa antes de que él regresase con Lexie.
Tal vez podría hablar con Georgeanne más tarde, pensó mientras se dirigían al cine. Quizá por una vez, podrían comportarse como adultos razonables para poder decidir qué era más conveniente para su hija,. Sí, quizá podrían. Pero había algo en Georgeanne que hacía aflorar sus peores instintos y el deseo de enfrentarse a ella.
– ¡Mira! -Lexie se paró bruscamente y clavó la mirada en el escaparate de la tienda de enfrente. Detrás del cristal varios gatitos con rayas rodaban como pelotas peludas y se perseguían alrededor de un rascador en forma de poste. Eran unos seis gatos recién nacidos y ella los observaba maravillada, John atisbo un vislumbre de la niñita que le había robado el corazón en Marymoor Park.
– ¿Quieres entrar y echar un vistazo rápido? -le preguntó.
Lo miró como si hubiera sugerido un delito grave.
– Mamá dice que yo no… -Se interrumpió y le dedicó una sonrisa-. Vale. Entraré contigo.
John abrió la puerta de la tienda de animales para dejar entrar a su hija. La tienda estaba vacía con excepción de una vendedora que escribía algo en una libreta detrás del mostrador.
Lexie le pasó a John el gato de cristal que le había comprado, luego caminó hacia la jaula y se detuvo delante. Metió la mano dentro y movió los dedos. De inmediato, un atigrado gato amarillo la agarró y le envolvió su pequeño cuerpo peludo alrededor de la muñeca. Ella se rió tontamente y levantó el gatito a su pecho.
John metió la figura de cristal en el bolsillo de la pechera de su polo azul y verde, y luego se arrodilló al lado de Lexie. Rascó al gatito entre las orejas y con los nudillos rozó la barbilla de su hija. No sabría decir qué era más suave.
Lexie lo miró tan excitada que apenas se podía contener.
– Me encanta, John.
Él tocó la pequeña oreja del gatito y volvió a acariciar la barbilla de Lexie.
– Me puedes llamar papá -le dijo, conteniendo el aliento.
Los grandes ojos azules de Lexie parpadearon una vez, dos veces, luego ella escondió una sonrisa en la parte superior de la cabeza del gatito. Apareció un hoyuelo en su pálida mejilla, pero no dijo ni una sola palabra.
– Todos esos gatitos ya están vacunados -anunció la vendedora desde atrás de John.
John se miró la punta de las deportivas mientras la decepción le embargaba el corazón.
– Sólo estamos mirando -le dijo mientras se levantaba.
– Les puedo dejar ese gatito atigrado por cincuenta dólares. Es una ganga.
John creía que con la obsesión de Lexie por los animales si Georgeanne hubiera querido que tuviera uno, ya se lo habría comprado.
– Su madre probablemente me mataría si aparece en casa con un gatito.
– ¿Y un perrito? Justo acaba de llegarme un pequeño dálmata.
– ¿Un dálmata? -Lexie los oyó-. ¿Tenes un dálmata?
– Venid por aquí. -La vendedora apuntó hacia una pared de perreras de cristal.
Lexie devolvió el gatito a la jaula con suavidad y se movió hacia las perreras. Los cubículos de cristal estaban vacíos con excepción del dálmata, un perro esquimal en la parte de atrás y una rata grande sobre un tazón de comida.
– ¿Qué es eso? -preguntó Lexie, señalando la rata casi sin pelo con enormes orejas.
– Es un chihuahua. Es un perro muy pequeño.
John pensó que no deberían llamarlo perro. Le temblaba todo el cuerpo y parecía patético, era una vergüenza para la raza canina.
– ¿Tene frío? -preguntó Lexie, presionando la frente contra el cristal.
– Espero que no. Trato de mantenerlo muy caliente.
– Debe estar asustado. -Colocó la mano en la perrera y dijo-: Añora a su mamá.
– Oh, no -dijo John mientras recordaba cómo había tenido que rescatar un pececillo en el Pacífico. Pero no se veía fingiendo salvar a un tembloroso perro estúpido-. No, no añora a su mamá. Le gusta vivir aquí solo. Apuesto a que le gusta pasar la noche en su plato de comida. Apuesto a que está soñando algo agradable ahora mismo, que se estremece porque está soñando que hay un fuerte viento.
– Los chihuahuas son una raza nerviosa -informó la vendedora.
– ¿Nerviosa? -John apuntó hacia el perro-. Está dormido.
La mujer sonrió.
– Sólo necesita un poco de calor y mucho amor -dijo; luego se dirigió a unas puertas de vaivén. Unos segundos más tarde la parte de atrás de la perrera de cristal se abrió y un par de manos cogieron al perro.
– Tenemos que irnos si queremos llegar a tiempo a la película. -John lo dijo demasiado tarde. La mujer volvió y puso el perro en brazos de Lexie.
– ¿Cómo se llama? -preguntó Lexie mientras miraba a los pequeños y brillantes ojos que le devolvían la mirada.
– No tiene nombre -contestó la mujer-. Es su dueño quien debe ponérselo.
La pequeña lengua rosada del perro salió como una flecha y lamió la barbilla de Lexie.
– Le gusto.
John miró el reloj, deseando que Lexie y el perro se separaran.
– La película va a empezar. Tenemos que irnos ya.
– Ya la he visto tres veces -dijo sin apartar los ojos del perro-. Eres un perrito precioso -dijo con un acento arrastrado muy parecido al de su madre-. Dame un besito.
– No. -John negó con la cabeza, sintiéndose de repente como un piloto de avión intentando aterrizar con un solo motor-. Nada de besos.
– Ha dejado de temblar. -Lexie se frotó la mejilla contra la cara del perrito y él le lamió la oreja.
– Tienes que devolverlo.
– Pero lo quiero y me quiere. ¿No me lo puedo quedar?
– Oh, no. Tu madre me mataría.
– No le importará.
John oyó la mentira en la voz de Lexie y se arrodilló a su lado. Podía sentir cómo el otro motor de su avión imaginario comenzaba a fallar. Tenía que pensar rápidamente algo antes de estrellarse contra el suelo.
– Sí, lo hará, pero ¿sabes qué? Te compraré una tortuga y la puedes tener en mi casa, y cada vez que vengas puedes jugar con ella.
Con el perro feliz entre los brazos, Lexie se apoyó en el pecho de John.
– No quiero una tortuga. Quiero al pequeño Pongo.
– ¿Pongo? No puedes ponerle nombre, Lexie. No es tuyo.
Las lágrimas comenzaron a caer de los ojos de Lexie y le tembló la barbilla.
– Pero le quiero y me quiere.
– ¿No prefieres tener un perro de verdad? Podemos mirar perros de verdad el próximo fin de semana.
Ella negó con la cabeza.
– Éste es un perro de verdad. Pero algo pequeño. Y no tiene mamá, y si lo dejo aquí me echará de menos y lo pasará muy mal. -Las lágrimas le empaparon las pestañas cuando sollozó-. Por favor, papá, déjame conservar a Pongo.
El corazón de John colisionó contra sus costillas y amenazó con salírsele por la garganta. Miró la cara lastimosamente triste de su hija y finalmente se estrelló. Ardió. Fue incapaz de impedirlo. Era tonto, pero le había llamado «papá». Cogió la cartera y le entregó la Visa a la feliz dependienta.
– De acuerdo -dijo, la cogió y la estrechó entre sus brazos-. Pero tu mamá nos va a matar.
– ¿En serio? ¿Puedo quedarme con Pongo?
– Supongo que sí.
Su llanto se incrementó y enterró la cara en el cuello de su padre.
– Eres el mejor papá del mundo -gimió y él sintió la humedad contra la piel-. Seré buena por siempre jamás. -Le temblaron los hombros, el perro temblaba y John temió ponerse a temblar también-. Te quiero, papá -susurró.
Si no hacía algo rápido, empezaría a llorar igual que Lexie. Comenzaría a llorar como una chica allí mismo, delante de la vendedora.
– Yo también te quiero -dijo, luego se aclaró la voz-. También compraremos comida.
– Y probablemente necesitareis un transportín -informó la dependienta tomando la tarjeta de crédito-. Y como tiene muy poco pelo también un suéter.
Cuando John cargó a Lexie, a Pongo y los accesorios del perro en el Range Rover, tenía casi mil dólares menos en la cuenta. Mientras atravesaban la ciudad hacia Bellevue, Lexie habló sin parar y le cantó nanas al perro. Pero cuanto más se acercaban a su calle, más callada estaba. Cuando John aparcó al lado de la acera, el silencio llenaba el coche.
John le tendió la mano a Lexie para salir del vehículo y tampoco hablaron mientras caminaban por la acera. Se detuvieron bajo la luz del porche mirando la puerta cerrada, posponiendo el momento en que tendrían que enfrentarse a Georgeanne con esa rata temblorosa en los brazos de Lexie.
– Se va a poner como una loca -le informó Lexie apenas en un susurro.
John sintió cómo su manita asía la de él.
– Sí, nos va a salpicar la mierda.
Lexie no lo corrigió. Sólo inclinó la cabeza y dijo:
– Sí.
«Puedes tener tu carrera con los Chinooks o puedes tener a Georgeanne. Pero no puedes tener las dos cosas». Casi se rió. Incluso aunque admitiera que estaba locamente enamorado de Georgeanne, creía que después de esa noche su carrera estaba tan segura como Fort Knox.
La puerta se abrió y la predicción de John sobre las salpicaduras de mierda se hizo realidad. Georgeanne pasó la mirada de John a Lexie, luego al perro que temblaba en los brazos de su hija.
– ¿Qué es eso?
Lexie se calló y dejó hablar a John.
– Ah, entramos en una tienda de animales…
– ¡Oh no! -gimió Georgeanne-. ¿La dejaste entrar en una tienda de animales? No se la puede dejar entrar. La última vez que entró lloró tanto que vomitó.
– Bueno, el lado bueno, es que esta vez no se puso enferma.
– ¿El lado bueno? -Georgeanne señaló los brazos de Lexie y gritó-: ¿Es eso un chihuahua?
– Eso es lo que dijo la dependienta, pero yo no estoy demasiado convencido.
– Devuélvelo.
– No, mami. Pongo es mío.
– ¿Pongo? ¿Ya le pusiste nombre? -Miró a John y entrecerró los ojos-. Estupendo. Pongo puede vivir con John.
– No tengo patio.
– Tienes cubierta. Con eso basta.
– No puede vivir con papá porque entonces sólo lo podría ver los fines de semana, y no podría enseñarle a comportarse.
– ¿Enseñar a quién? A Pongo o a tu papá.
– Eso no tiene gracia, Georgie.
– Lo sé. Devuélvelo, John.
– Ojalá pudiera. Pero la vendedora dijo que no puede devolverse. No puedo devolver a Pongo. -Veía a Georgeanne allí de pie tan guapa como siempre y muy, muy enfadada. Pero por primera vez desde Cannon Beach no quería pelearse con ella. No quería provocarla más-. Lo siento, pero Lexie empezó a llorar y no pude decir que no. Le puso nombre y lloró en mi cuello y cuando me quise dar cuenta, ya le había dado a la dependienta mi tarjeta de crédito.
– Alexandra Mae, entra en casa.
– Ajá -dijo Lexie, luego abrazó a su perro, agachó la cabeza y pasó corriendo delante de su madre.
John se movió para seguirla, pero Georgeanne le cortó el paso.
– Le he dicho a esa niña durante cinco años que no puede tener a una mascota hasta que cumpla diez. Te la llevas unas horas y vuelve a casa con un perro sin pelo.
Él levantó su mano derecha.
– Lo sé y lo siento. Prometo que compraré toda su comida y Lexie y yo lo llevaremos a adiestrar.
– ¡Puedo pagar su maldita comida! -Georgeanne levantó las manos y se presionó la frente con los dedos. Sentía como si fuera a estallarle la cabeza-. Estoy tan enfadada que no puedo pensar.
– ¿Ayudaría que te dijera que compré un libro sobre esa raza?
– No, John -suspiró ella, dejando caer las manos-. No ayudaría.
– También tengo un transportín. -La tomó de la muñeca y la arrastró con él-. Le compré un montón de cosas.
Georgeanne trató de ignorar la aceleración de su pulso cuando la cogió.
– ¿Qué clase de cosas?
Él abrió una de las puertas traseras del Range Rover y le pasó un pequeño transportín para perros.
– Supongo que se pasará la noche ahí y así no se hará pis en el suelo -dijo, y luego metió la cabeza dentro del vehículo otra vez-. Aquí hay un libro de entrenamiento, otro de chihuahuas y otro más, hizo una pausa para leer el título, Cómo educar un perro para vivir con él. Comida, galletitas para perros, juguetes para masticar, collar y correa y un suéter pequeño.
– ¿Suéter? ¿Compraste todo esto en la tienda?
– Voy a cerrar. -Dio la vuelta y metió la cabeza por el otro lado.
Por encima del transportín, Georgeanne recorrió con la mirada los bolsillos traseros del pantalón de John. Sus vaqueros estaban descoloridos en algunos lugares y estaban sujetos por un cinturón de cuero.
– Sé que está por aquí en alguna parte -le dijo, y ella rápidamente miró al maletero del todoterreno. Estaba lleno de grandes bolsas de juguetes y una caja donde ponía Ultimate Hockey.
– ¿Qué es todo eso? -preguntó, señalándolo con la cabeza.
John la miró por encima del hombro.
– Son cosas que he comprado para Lexie. No tengo nada para ella cuando está en mi casa, así que hemos comprado algo. No puedo creer cuánto cuestan las Barbies. No sabía que valían sesenta dólares cada una. -Se enderezó y le dio un tubo-. Es la pasta dentífrica de Pongo.
Georgeanne estaba consternada.
– ¿Has pagado sesenta dólares por una Barbie?
Él se encogió de hombros.
– Bueno, piensa que una venía con un perro de lanas, otra con una chaqueta estampada de cebra y una boina a juego, creo que no me timaron demasiado.
Lo habían embaucado. A los pocos días de abrir las cajas, Lexie tendría esas muñecas desnudas por la casa y parecería que las había recogido de una tienda de segunda mano. Georgeanne raramente compraba juguetes caros a Lexie. Su hija no los trataba mejor porque hubieran costado más y, además, había muchos meses en los que Georgeanne no podría permitirse el lujo de gastarse ciento veinte dólares en unas muñecas
Tenía tendencia a volverse un poco loca y gastar bastante en navidades y en los cumpleaños, pero tenía que hacer cálculos y ahorrar dinero para esas ocasiones. John no lo hacía. El mes pasado, cuando su abogado había elaborado el acuerdo de custodia, se había enterado de que John ganaba seis millones de dólares al año jugando al hockey e invirtiendo. Ella nunca podría competir con eso.
Miró la cara sonriente de John y se preguntó qué estaría tramando. Si no tenía cuidado, él lo tomaría todo y ella se quedaría sin nada excepto ese perro sin pelo.