Epílogo

Georgeanne se paró en las escaleras del Princeville Hotel en la isla de Kauai. El sol tropical le calentaba los hombros desnudos y la cabeza. Había tardado varios días en dominar completamente cómo ponerse el sarong, pero ahora llevaba uno fucsia con la parte de atrás de la floreada tela atada al cuello y cubriéndole el traje de baño. Se había puesto una gran orquídea detrás de una oreja y se había atado las sandalias en los tobillos. Se sentía muy femenina y pensó en Lexie.

Lexie habría adorado Kauai. Habría adorado las bellas playas y el agua fresca y azul. Pero Lexie tendría que conformarse con una camiseta. Georgeanne y John necesitaban pasar tiempo a solas y habían dejado a su hija con Ernie y la madre de John.

Un Jeep Cherokee alquilado aparcó en la cuneta. La puerta del conductor se abrió y el corazón se le hinchó bajo el pecho. Le gustaba cómo se movía John. Rebosaba confianza y caminaba con la elocuente seguridad de un hombre a gusto consigo mismo. Sólo un hombre tan seguro de sí mismo habría elegido llevar puesta una camisa azul con enormes flores rojas y grandes hojas verdes. Estaba tan seguro de sí mismo que algunas veces la abrumaba un poco. Si hubiera dejado que John hiciera las cosas a su manera, se habrían casado al día siguiente de haberse declarado. Lo había podido, retrasar un mes y así había podido planificar una bonita boda en una pequeña capilla en Bellevue.

Llevaban casados una semana y cada día lo quería más. Algunas veces sus sentimientos eran demasiado intensos y no podía contenerlos. Se refrenaba mirando al cielo y sonriendo, o riéndose sin razón aparente incapaz de contener su felicidad. Le había dado a John su confianza y su corazón. A cambio, él la había hecho sentirse segura y amada con una intensidad que algunas veces le quitaba el aliento.

Lo siguió con la mirada mientras rodeaba el Jeep. Abrió la puerta del acompañante, luego se giró y le sonrió. Georgeanne recordó la primera vez que lo había visto, de pie al lado de un Corvette rojo, con esos anchos hombros y esa elegancia innata, como un caballero con una brillante armadura.

– Aloha, señor -lo saludó en voz alta, descendiendo las escaleras para salir a su encuentro.

John frunció el ceño.

– ¿Llevas algo debajo de eso?

Ella se detuvo delante de él y encogió los hombros.

– Depende. ¿Eres un jugador de hockey?

– Sí. -Una sonrisa hizo desaparecer el ceño-. ¿Te gusta el hockey?

– No. -Georgeanne negó con la cabeza y bajó la voz, susurrando con aquella voz sureña que sabía que le volvía loco-. Pero puede que haga una excepción contigo, cariño.

Él la alcanzó y le deslizó las manos por los brazos desnudos.

– ¿Así que deseas mi cuerpo?

– Qué se le va a hacer. -Georgeanne suspiró y de nuevo sacudió la cabeza-. Soy una mujer débil y tú eres simplemente irresistible.

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