Capítulo 19

John escrutó los ojos de Georgeanne y se rió por lo bajo. Estaba tratando de ser ruda pero era incapaz de pronunciar la palabra.

– … carne

Era sólo una de las cosas que le fascinaban de ella.

– Deseo tu corazón, tu mente y tu cuerpo. -John inclinó la cabeza y le rozó los labios con los de él-. Lo deseo todo de ti, para siempre -susurró, rodeándole la cintura con el brazo.

Ella tenía las palmas de las manos aplastadas contra su tórax como si tuviera intención de empujarlo, pero entonces abrió su suave boca y él sintió un triunfo tan dulce que casi lo hizo caer de rodillas. La deseaba ardientemente en cuerpo y alma y la levantó poniéndola de puntillas para saciar su hambre. Al cabo de unos segundos, el beso se convirtió en un frenesí carnal de bocas, lenguas y placer caliente, ardiente. John abrió la cremallera de la espalda del vestido, bajándoselo desde los hombros. Después deslizó el vestido y los finos tirantes del sujetador para desnudarla hasta la cintura. Le sujetó los brazos a los lados y luego paseó la mirada por su cuerpo hacia esos senos desnudos que se ofrecían a él y que eran su visión particular del paraíso. Le rodeó la cintura con un brazo mientras volvía a mirarla a la cara y le dio un beso suave en la mismísima cima del pecho izquierdo. Le lamió con la lengua la punta arrugada y ella gimió. Se arqueó hacia él que le succionó el pezón con la boca. Georgeanne intentó liberar los brazos, pero él la sujetaba con fuerza.

– John -gimió-. Quiero tocarte.

Él aflojó las manos y se movió para succionar el pecho derecho. Ya estaba a punto de estallar. Llevaba así varios meses. El pálpito de su ingle lo apuraba a empujarla contra la pared, levantarle el vestido hasta la cintura, y sepultarse profundamente en el interior de ese cuerpo caliente y acogedor. Ahora.

Ella liberó los brazos del enredo de tirantes y le sacó la camisa de los pantalones. John se enderezó y la observó con los ojos entrecerrados. Antes de ceder a su deseo y tomarla allí mismo junto a la puerta principal, la cogió de la mano y la condujo a la parte posterior de la casa.

– ¿Dónde está tu dormitorio? -le preguntó mientras recorrían el pasillo-. Sé qué está por aquí.

– La última puerta a la izquierda.

John entró en la habitación y se detuvo en seco. La cama tenía una colcha de flores y una cenefa de encaje. Una media docena de cojines llenos de lazos estaban dispuestos contra el cabecero. También había flores en el papel de la pared y en la tela de las sillas. Había una gran corona de flores encima del tocador y dos floreros llenos. Acababa de entrar en el nido de la esencia femenina.

Georgeanne se adelantó, sujetando el vestido sobre los senos.

– ¿Qué te pasa?

Él la miró, estaba allí rodeada de flores por todos lados y tratando de ocultarse con las manos, y fracasando miserablemente.

– Nada, lo que pasa es que aún estás vestida.

– Tú también.

Él sonrió y se descalzó.

– No por mucho tiempo. -Al cabo de unos segundos, él se había deshecho de toda la ropa y cuando volvió a mirar a Georgeanne casi explotó. Ella estaba de pie fuera de su alcance, llevando puestas sólo unas minúsculas braguitas y las medias sostenidas por unos ligueros rosados. Deslizó la mirada por el tentador trozo de muslo al descubierto por encima de las medias hasta las voluptuosas caderas de Georgeanne. Sus senos eran bellos y redondos, sus hombros suaves, su cara hermosa. Se acercó y la apretó contra sí. Ella era ardiente y suave, y todo lo que había querido siempre en una mujer. Tenía la intención de ir despacio. Quería hacer el amor con ella, quería prolongar el placer. Pero no pudo. Se sintió como un niño corriendo hacia su juguete favorito, incapaz de detenerse, lo único que lo detuvo por un momento fue la indecisión sobre dónde tocar primero. Quería su boca, sus hombros y sus senos. Quería besar su vientre, sus muslos y entre sus piernas.

La empujó encima de la cama, luego comenzó a rodar con ella. La besó en la boca y le pasó las manos con suavidad sobre el trasero. Tomó sus bragas y se las deslizó con brusquedad por las piernas. Frotó su erección contra el estómago suave para que sintiera cómo crecía por ella. La tensión de su ingle era cada vez más apremiante y pensó que iba a estallar.

Quería esperar. Quería asegurarse de que ella estaba preparada. Quería ser un amante tierno. La hizo rodar sobre su espalda y terminó de quitarle las bragas. Se sentó sobre los talones y la miró, estaba desnuda con excepción de las medias y el liguero. Ella levantó los brazos hacia él, y supo que no podría esperar. La cubrió con su cuerpo, acunando las caderas entre los suaves muslos, y le colocó las manos a ambos lados de la cara.

– Te amo, Georgeanne -le susurró mientras se miraba en sus ojos verdes-. Dime que me amas.

Ella gimió y le deslizó las manos con suavidad de los costados a las nalgas.

– Te amo, John. Siempre te he amado.

Él descendió rápida y profundamente en su interior y se dio cuenta de inmediato de que se había olvidado del condón. Por primera vez en años se sintió envuelto por carne caliente y resbaladiza. Luchó con desesperación por controlarse mientras la necesidad que sentía por ella le desgarraba el vientre. Se retiró, empujó otra vez, y ambos explotaron en un clímax vertiginoso.


Eran las tres de la madrugada cuando John salió de la cama y comenzó a vestirse. Georgeanne se aseguró la sábana alrededor de los senos y se incorporó para observar cómo se ponía los pantalones. Se iba. Sabía que no tenía otra opción. Ninguno de los dos quería que Lexie supiera dónde había pasado la noche. Pero en lo más profundo de su corazón le dolía su marcha. Le había dicho que la amaba. Se lo había dicho muchas veces. Era un poco difícil de creer. Era difícil que ella confiara en la alegría que sentía en lo más profundo de su ser.

Él cogió la camisa y metió los brazos en las mangas. Las lágrimas inundaron los ojos de Georgeanne y parpadeó para que se fueran. Quiso preguntarle si lo vería otra vez al día siguiente, pero no quería parecer posesiva y ansiosa.

– No hace falta que vayas demasiado temprano al Key Arena -le dijo él, refiriéndose a las entradas para el hockey que le había dado antes-. Para Lexie será suficiente con ver el partido sin las actuaciones previas. -Estaba sentado sobre el borde de la cama mientras se ponía los calcetines y los zapatos-. Id abrigadas. -Cuando acabó, se levantó y la cogió entre sus brazos. Se la puso en el regazo y la besó-. Te amo, Georgeanne.

Ella pensó que nunca se cansaría de oírle decir esas palabras.

– Yo también te amo.

– Te veré después del partido -le dijo, dándole un último beso. Luego se marchó, dejándola sola con la advertencia de Virgil inundando su mente y amenazando con destruir su felicidad.

John la amaba. Ella lo amaba. ¿La amaba lo suficiente como para renunciar al equipo? ¿Y cómo podría vivir ella consigo misma si lo hacía?


Los reflectores azules y verdes rodeaban el hielo como un caldero mareante de luces, mientras media docena de animadoras ligeras de ropa bailaban al ritmo de la estridente música rock que bombeaban los altavoces del Key Arena. Georgeanne podía sentir cómo los bajos le retumbaban en el pecho y se preguntaba cómo lo aguantaba Ernie. Observó al abuelo de John por encima de la cabeza de Lexie que tenía las manos en las orejas. No parecía que el fuerte ruido le molestara.

Ernie Maxwell estaba igual que siete años atrás, con su pelo blanco pelado al rape y su voz grave seguía pareciéndose a Burgess Meredith. En realidad, la única diferencia que encontró era que ahora llevaba un par de gafas de montura negra y un audífono en la oreja izquierda.

Cuando Georgeanne y Lexie encontraron sus asientos, la había sorprendido verlo allí esperándolas. No sabía qué esperar del abuelo de John, pero él la tranquilizó rápidamente.

– Hola, Georgeanne. Estás aún más guapa de lo que recordaba -le había dicho mientras les echaba una mano con las cazadoras.

– Y usted, señor Maxwell, está mucho mejor de lo que recuerdo -había declarado ella con una de sus encantadoras sonrisas.

Él se había reído.

– Siempre me han gustado las chicas sureñas.

La música se acalló de repente y las luces del Key Arena se apagaron, salvo los dos enormes logotipos de los Chinooks que permanecieron iluminados a ambos extremos de la pista.

– Señoras y caballeros, los Chinooks de Seattle. -La voz masculina resonó cada vez con más volumen en el recinto. Los seguidores se volvieron locos y, en medio de gritos y vítores, el equipo local salió patinado a la pista. Sus camisetas de punto blancas destellaban en la oscuridad. Desde su posición, varias filas por encima de la pista, Georgeanne escudriñó el dorsal de cada camiseta hasta que encontró «Kowalsky» escrito con letras mayúsculas azules encima del número once. Su corazón revoloteó con orgullo y amor. Ese enorme hombre con un casco blanco sobre la frente era suyo. Era todo tan reciente que aún le costaba trabajo creer que él la amaba. No había hablado con él desde que la había besado para despedirse y, desde entonces, había experimentado horribles momentos en los que temió haberlo soñado todo.

Aun desde lejos podía ver que llevaba las hombreras debajo de la camiseta y las espinilleras debajo de los calcetines acanalados que cubrían sus piernas y que desaparecían bajo los pantalones cortos. Sujetaba el palo de hockey con los grandes guantes acolchados que le cubrían las manos. Parecía tan impenetrable como el apodo que había recibido, tan firme como un muro.

Los Chinooks patinaron de portería a portería, luego finalmente se detuvieron formando una línea recta en medio de la pista. Las luces subieron de intensidad y anunciaron a los Coyotes de Phoenix. Pero cuando patinaron sobre la pista de hielo fueron abucheados por los admiradores de los Chinooks que abarrotaban el Key Arena. Georgeanne sintió tanta lástima por ellos que, si no hubiera temido por su seguridad, los hubiera vitoreado.

Los cinco suplentes de cada equipo salieron del hielo y los demás ocuparon sus posiciones en la pista. John se deslizó al círculo central, apoyó el stick en el hielo y esperó.

– Patear a esos tíos, chicos -gritó Ernie tan pronto como el disco se puso en movimiento al empezar el partido.

– ¡Abuelito Ernie! -dijo Lexie, conteniendo el aliento-. Has dicho una palabrota.

Ernie no oyó o prefirió ignorar la reprimenda de Lexie.

– ¿Tienes frío? -le preguntó Georgeanne a Lexie por encima del ruido que hacía la gente. Se habían abrigado con unos jerséis blancos de cuello vuelto, vaqueros y botas forradas.

Lexie apartó los ojos de la pista y negó con la cabeza. Señaló a John que se movía a gran velocidad sobre el hielo, dirigiéndole una mirada feroz a un jugador del equipo contrario que le había robado el disco. Lo empujó duramente contra la barrera, el plexiglás resonó y tembló, y Georgeanne pensó que lo derribarían y caería sobre el público. Oyó la jadeante respiración de ambos hombres, y no dudó de que después de aquel golpe, al otro jugador lo tendrían que arrastrar fuera de la pista. Pero ni siquiera se cayó. Los dos hombres se codearon y empujaron y, al final, el disco se deslizó hacia la portería de los Coyotes.

Observó a John patinar de lado a lado, empujando a los del equipo contrario por el hielo para quitarles el disco. Las colisiones eran a menudo encontronazos brutales, como choques de coches y, pensando en la noche anterior, esperó que no le dañaran nada vital.

El público era como una horda salvaje que llenaba el aire con groseras maldiciones. Ernie prefirió insultar casi todo el rato a los árbitros.

– A ver si abrís los jodidos ojos y prestáis atención al juego -gritó. Georgeanne nunca había oído tantos juramentos en tan corto período de tiempo, ni había oído tantos gritos en su vida. Además de maldecir y gritar, los jugadores se golpeaban y empujaban, patinaban rápido y se cebaban con los porteros. Al final del primer tiempo, ninguno de los dos equipos había anotado.

En el segundo tiempo John fue penalizado por empujar y tuvo que salir al banquillo.

– ¡Hijos de puta! -gritó Ernie a los árbitros-. Roenick se ha caído solo.

– ¡Abuelito Ernie!

Georgeanne no iba a discutirlo con Ernie, pero ella había visto cómo John deslizaba la hoja del stick bajo los patines del otro jugador y luego había tirado de él, haciéndolo caer. Y lo había hecho todo sin ningún esfuerzo aparente, luego se llevó la mano enguantada al pecho con una cara tan inocente que Georgeanne comenzó a preguntarse si quizá se habría imaginado al otro hombre deslizándose como una anguila por el hielo.

En el tercer tiempo, Dmitri consiguió marcar al fin para los Chinooks, pero diez minutos más tarde, los Coyotes igualaron el marcador. La tensión zumbaba en el aire del Key Arena, llenando las gradas y manteniendo a todos en el borde de los asientos. Lexie se puso de pie, demasiado excitada para estar sentada.

– Venga, papá -gritó, mientras John luchaba por el disco de caucho, luego salió disparado por el hielo. Inclinando la cabeza voló por encima de la línea central, luego salió de la nada uno de los jugadores de los Coyotes y se estrelló contra él. Si Georgeanne no lo hubiera visto, no habría creído que un hombre del tamaño de John pudiese dar vueltas por el aire. Aterrizó sobre el trasero y yació allí hasta que los silbidos cesaron. Todos los entrenadores de los Chinooks saltaron del banquillo y corrieron a la pista.

Lexie comenzó a llorar y Georgeanne contuvo el aliento, con una mala sensación en la boca del estómago.

– Tu padre está bien. Mira -dijo Ernie, apuntando hacia el hielo-, se está levantando.

– Pero le duele mucho -sollozó Lexie, que miraba cómo John patinaba lentamente, no hacia el banco, sino hacia el túnel por donde el equipo iba a los vestuarios.

– Estará bien. -Ernie rodeó la cintura de Lexie con el brazo y la apretó a su lado-. Él es «Muro».

– Mamá -gimió Lexie mientras las lágrimas le rodaban por la cara-, dale a papá una tirita.

Georgeanne no creía que una tirita fuera a ser de mucha ayuda. Ella también quería llorar, pensó mientras miraba fijamente el túnel de vestuarios, pero John no regresó. Algunos minutos más tarde, sonó el timbre, el partido se había terminado.

– ¿Georgeanne Howard?

– ¿Sí? -Levantó la vista hacia el hombre que se había colocado detrás de su asiento.

– Soy Howie Jones, uno de los entrenadores de los Chinooks. John Kowalsky me pidió que viniera a buscarla y la llevara con él.

– ¿Está muy malherido?

– No lo sé. Sólo quiere que la lleve con él.

– ¡Dios mío! -No podía pensar en ningún motivo por el que pediría verla a menos que estuviera seriamente herido.

– Es mejor que vayas -le dijo Ernie, levantándose.

– ¿Y qué hago con Lexie?

– La llevaré a casa de John y me quedaré con ella hasta que regreséis.

– ¿Estás seguro? -preguntó con los pensamientos girando tan rápido en su cabeza que no podía retener ninguno.

– Por supuesto. Ahora vamos, vete.

– Te llamaré para decirte lo que sepa. -Se inclinó para besar las mejillas mojadas de Lexie y cogió la cazadora.

– Oh, no creo que te dé tiempo a llamar.

Georgeanne siguió a Howie entre las gradas y luego se metió en el túnel por donde había visto que desaparecía John unos minutos antes. Caminaron sobre grueso y esponjoso caucho y entre hombres de uniforme. Giraron a la derecha para entrar en una estancia muy grande con una cortina que la dividía en dos zonas. La preocupación le puso un nudo en el estómago. A John le debía haber ocurrido algo terrible.

– Ya estamos llegando -le dijo Howie cuando pasaron por un pasillo lleno de hombres, vestidos con traje o ropa deportiva de los Chinooks. Llegaron hasta una puerta cerrada donde ponía «Vestuario», y girando a la derecha atravesaron otro par de puertas.

Y allí estaba John sentado, hablando con un reportero de televisión delante de un gran logotipo de los Chinooks. Tenía el pelo húmedo y la piel brillante; parecía lo que era, un hombre que había jugado duro, pero no parecía herido. Se había quitado la camiseta de punto y las hombreras y llevaba en su lugar una camiseta azul sudada que le moldeaba el gran pecho. Todavía llevaba puestos los pantalones cortos de hockey, los calcetines acanalados y las grandes almohadillas protectoras de las piernas, pero no los patines. Aun así, sin todo su equipo, se le veía enorme.

– Tkachuk te dio un buen golpe a cinco minutos del final. ¿Cómo te encuentras? -preguntó el reportero para después acercar el micrófono a la cara de John.

– Me siento bastante bien. Voy a tener alguna que otra magulladura, pero así es el hockey.

– ¿Entra en tus planes vengarte?

– De ninguna manera, Jim. No estoy tan mal de la cabeza, y con un tipo como Tkachuk cerca tienes que estar al acecho en todo momento. -Se limpió la cara con una toalla pequeña, luego recorrió con la mirada la habitación. Divisó a Georgeanne en la puerta y sonrió.

– Empatasteis esta noche. ¿Te conformas con ese resultado?

John volvió a prestar atención al hombre que lo entrevistaba.

– Por supuesto que no nos conformamos nunca con otra cosa que no sea ganar. Está claro que tenemos que aprovechar mejor las oportunidades. Y además necesitamos mejorar en defensa.

– A los treinta y cinco años todavía estás entre los mejores. ¿Cómo lo consigues?

Él sonrió abiertamente y se rió entre dientes.

– Bueno, es probable que sea el resultado de años de vida sana.

El reportero y el cámara se rieron con él.

– ¿Qué le ofrece el futuro a John Kowalsky?

El miró en dirección a Georgeanne y la señaló con el dedo.

– Eso depende de esa mujer de allí.

Georgeanne se quedó paralizada y empezó a mirar por detrás. El recinto estaba lleno de hombres.

– Georgeanne, cariño, me refiero a ti.

Ella volvió a mirar al frente y se señaló a sí misma.

– ¿Recuerdas que anoche te dije que sólo me casaría si estuviera locamente enamorado?

Ella asintió con la cabeza.

– Bueno, ya sabes que estoy locamente enamorado de ti. -Se puso de pie calzado sólo con los calcetines acanalados y le tendió la mano. Llena de estupor caminó hacia él y puso la mano en la suya.

»Te dije que no jugaría limpio. -La cogió por los hombros y la obligó a sentarse en la silla que acababa de desocupar. Luego miró al cámara-. ¿Estamos todavía en el aire?

– Sí.

Georgeanne levantó la mirada que comenzaba a empañársele. Intentó agarrarse a John, pero fue él quien la tomó de la mano.

– No me toques, cariño. Estoy un poco sudado. -Luego se arrodilló y la miró fijamente-. Cuando nos conocimos hace siete años, te hice daño y lo siento. Pero ahora soy un hombre diferente y en parte soy diferente gracias a ti. Has vuelto a mi vida y has conseguido que sea mejor. Cuando entras en una habitación, no siento frío porque has traído el sol contigo. -Hizo una pausa y le apretó la mano. Una gota de sudor se le deslizó por la sien y la voz le tembló un poco cuando continuó-: No soy ni un poeta, ni un romántico y no sé qué palabras usar para expresar con exactitud lo que siento por ti. Sólo sé que tú eres el aire de mis pulmones, los latidos de mi corazón, el deseo de mi alma y que sin ti estoy vacío. -Presionó su cálida boca contra la palma de la mano de Georgeanne y cerró los ojos. Cuando la miró otra vez, su mirada era muy azul y muy intensa. Metió la mano en la cinturilla de los pantalones cortos de hockey y sacó un anillo con un diamante azul rodeado por esmeraldas de al menos cuatro quilates-. Cásate conmigo, Georgie.

– ¡Oh, Dios mío! -Apenas podía ver y se enjugó las lágrimas con la mano libre-. No puedo creer que me esté ocurriendo esto. -Aspiró profundamente y levantó la mirada del anillo a la cara de John-. ¿Es de verdad?

– Por supuesto -le contestó, ligeramente ofendido-. ¿Crees que te pediría que te casases conmigo con un diamante falso?

– No hablo del anillo. -Sacudió la cabeza y se pasó la mano por las lágrimas que le resbalaban por las mejillas-. ¿De verdad quieres casarte conmigo?

– Sí. Quiero que envejezcamos juntos y que tengamos cinco niños más. Te haré feliz, Georgeanne. Te lo prometo.

Ella observó la apuesta cara de John y el corazón le palpitó con fuerza. La había elegido, en esa ocasión no había perdido ella. Y lo había hecho delante de una cámara de televisión, con un gran diamante, arrodillado a sus pies y cogiéndola de la mano. La noche anterior se había preguntado si la escogería. Se había preguntado qué haría si lo hiciese. Ahora sabía la respuesta a ambas preguntas.

– Sí, claro que me casaré contigo -le dijo, riéndose y llorando al mismo tiempo.

– Jesús -suspiró John mientras el alivio le inundaba la cara-. Me has llegado a preocupar.

Fuera, en las gradas, un atronador aplauso inundó el Key Arena, seguido por la gran ovación de miles de personas. Las paredes del Key Arena temblaron ante tan entusiasta respuesta.

John miró al cámara por encima del hombro.

– ¿Estamos saliendo por el Jumbotron?

El hombre levantó el pulgar, y John volvió a mirar a Georgeanne. Tomó su mano izquierda y le besó los nudillos.

– Te amo -le dijo, deslizándole el anillo en el dedo.

Georgeanne le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él.

– Te amo, John -le dijo entre sollozos al oído.

Él dejó que enterrara la cabeza contra su cuello y recorrió con la mirada a los hombres de la habitación.

– Eso es todo -les dijo, y el cámara cortó. Georgeanne se apoyó en él mientras los felicitaban, y no lo dejó separarse incluso cuando ya lo había hecho hasta el último hombre de la habitación.

– Te voy a poner perdida de sudor -le dijo John con suavidad, sonriéndole.

– No me importa. Te amo y también amo tu sudor. -Se puso de puntillas y se apretó contra él.

Él arrugó la frente.

– Bien, porque en parte eres responsable. Durante unos segundos eternos pensé que me ibas a decir que no.

– ¿Cuándo planeaste todo esto?

– Compré el anillo en San Luis hace cuatro días y hablé con la gente de la televisión esta mañana.

– ¿Tan seguro estabas de que diría que sí?

Él se encogió de hombros.

– Te dije que no iba a jugar limpio.

Georgeanne se acercó y lo besó. Había esperado mucho tiempo ese momento y puso todo su corazón en el beso. Sus bocas se amoldaron, abiertas y mojadas. Ella ladeó la cabeza y le lamió la punta de la lengua. Le deslizó las manos por los hombros, subiéndolas por el cuello hasta el pelo humedecido.

La lujuria inflamó la ingle de John y se apartó del dulce beso de Georgeanne.

– Alto -gimió.

Doblando las rodillas, metió una mano dentro de los pantalones cortos y se recolocó los atributos masculinos. El duro protector de plástico le pellizcaba los testículos y se contuvo para no jurar delante de Georgeanne.

– Mi amiguito está muy incómodo.

– Quítate el protector.

– Llevo cuatro capas de ropa y tengo que hacer una cosa antes de empezar a desnudarme. -Se enderezó y leyó la decepción en la verde mirada de Georgeanne.

– ¿Qué podría ser más importante que desnudarte para mí?

– Nada. -Ella le quería y, de hecho, quería estar rodeada por su varonil y poderoso pecho. La amaba de una manera en que nunca había amado a nadie. La amaba como amiga, como una mujer a la que respetaba y como una amante a la que deseaba a todas horas, todos los días. Y ella lo amaba. No sabía por qué pero lo amaba. Era un irascible jugador de hockey que maldecía con frecuencia, pero no se iba a cuestionar su buena suerte.

Ahora no quería más que llevarla a casa y desnudarla, pero primero tenían un último asunto pendiente. La tomó de la mano y la arrastró con él fuera de la habitación para atravesar el pasillo.

– Sólo necesito aclarar algo antes de irme.

Georgeanne frenó en seco.

– ¿Virgil?

– Sí. -Frunció el ceño, él se detuvo y le puso las manos en los hombros-. ¿Te da miedo?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Te va a hacer escoger? Te va a dar a elegir entre tu equipo y yo.

Un entrenador venía por el pasillo camino del vestuario y John se pegó más a Georgeanne para permitir que el hombre pasara.

– Felicidades, «Muro» -le dijo.

John inclinó la cabeza.

– Gracias.

Georgeanne lo agarró de la camiseta.

– No quiero que tengas que elegir.

Él volvió a mirar a Georgeanne y besó el ceño que tenía en la frente.

– Nunca hubo ninguna elección que hacer. Nunca hubiera escogido un equipo de hockey en vez de a ti.

– ¿Virgil te va a despedir?

Él se rió ahogadamente y negó con la cabeza.

– Virgil no me puede despedir, cariño. Me puede traspasar a otro equipo por quinientos mil dólares como mínimo, lo peor que me podría pasar es tener que llevar un pato en la camiseta. Pero eso no va a ocurrir.

– ¿Eh?

Él apretó su mano.

– Vamos. Cuanto antes hagamos esto, antes podremos irnos a casa.

La semana anterior le había dado luz verde a su agente para contactar con Pat Quinn, el gerente de los Vancouver Canucks. Vancouver estaba sólo a dos horas en coche desde Seattle y necesitaban un central de primera línea. John necesitaba controlar su futuro.

Con Georgeanne a su lado, penetró en la oficina de Virgil.

– Pensé que te encontraría aquí -le dijo.

Virgil lo miró desde el escritorio.

– Has estado ocupado. Veo que tu agente ha contactado con Quinn. ¿Has visto ya la oferta?

– Sí.

John cerró la puerta y rodeó con el brazo la cintura de Georgeanne.

– Tres temporadas y dos más si cumplo los objetivos.

– Tienes treinta y cinco años. Me sorprende que te ofrecieran eso.

John no creyó que estuviera tan sorprendido como decía. Era el trato usual con el capitán de un equipo o con cualquier jugador libre.

– Soy el mejor -le indicó.

– Me hubiera gustado que hablaras antes conmigo.

– ¿Por qué? La última vez que hablamos me dijiste que escogiera entre Georgeanne y el equipo. ¿Pero sabes qué? Ni siquiera lo tuve que pensar dos veces.

Virgil miró a Georgeanne y luego volvió a mirar a John.

– Fue todo un espectáculo el que montaste hace unos minutos.

John apretó más a Georgeanne contra su costado.

– Yo no hago nada a medias.

– No, no lo haces. Pero te has arriesgado bastante, sin mencionar la posibilidad de que te rechazara en directo en la ESPN.

– Sabía que me diría que sí.

Georgeanne lo miró y arqueó una ceja.

– Un poco engreído, ¿no crees?

John se inclinó y le susurró en el oído:

– Cariño, «poco» y «engreído» son dos palabras que un hombre nunca quiere oír juntas en la misma frase [5]. -La observó sonrojarse y se rió entre dientes. Aunque había habido esos segundos horribles cuando no se había sentido tan engreído. Segundos interminables cuando aún no le había respondido en los que había tenido la fugaz tentación de cargársela al hombro, marcharse de la habitación y tenerla secuestrada hasta que le dijera lo que quería oír.

– ¿Qué quieres, «Muro»?

John volvió a mirar a Virgil.

– ¿Perdón?

– Te he preguntado qué quieres.

Estaba serio, pero por dentro sonreía.

Jaque mate. El viejo bastardo se había tirado un farol.

– ¿Por qué?

– Tomé una decisión muy impulsiva y poco inteligente cuando amenacé con traspasarte. ¿Qué quieres para quedarte?

John se balanceó sobre los talones y pareció pensar la pregunta algunos momentos, pero ya había anticipado que Virgil se retractaría.

– Un defensa para la segunda línea me podría persuadir de olvidarme que me amenazaste con traspasarme. Y no hablo de un novato, puedes comprar a alguno de los mejores. Quiero un hombre con experiencia en el hockey. Alguien al que no le dé miedo jugar en las esquinas y se mantenga firme ante la red. Grande. Con mucho equilibrio. Que golpee con fuerza. Vas a tener que soltar mucho dinero por un tipo así.

Virgil entrecerró los ojos.

– Haz una lista y dámela mañana.

– Lo siento, estaré muy ocupado esta noche. -Georgeanne le dio un codazo en las costillas, y él la miró a la cara-. ¿Qué? Tú también estarás ocupada.

– Estupendo -dijo Virgil-. Dámela la próxima semana. Ahora, si me perdonas, tengo otros asuntos de los que ocuparme.

– Hay otra cosa más.

– ¿Un defensa de un de millón de dólares no es suficiente?

– No. -John negó con la cabeza-. Pídele perdón a mi novia.

– No creo que sea necesario -balbuceó Georgeanne-. De verdad, John. El señor Duffy ya te dio lo que querías. Creo que ha sido muy amable…

– Deja que me encargue de esto -la interrumpió John.

Virgil entrecerró los ojos aún más.

– ¿Exactamente por qué le pediría perdón a la señorita Howard?

– Porque le hiciste daño. Te dijo que lamentaba haber huido de la boda, pero tú le tiraste la disculpa a la cara. Georgie es muy sensible. -La apretó suavemente-. ¿No es así, nena?

Virgil se levantó y pasó la mirada de John a Georgeanne. Se aclaró la garganta varias veces y la cara se le puso al rojo vivo.

– Acepto sus disculpas, señorita Howard. ¿Aceptará ahora las mías?

John pensó que Virgil podía hacerlo un poco mejor e iba a abrir la boca para decirle que lo volviera a intentar, pero Georgeanne lo detuvo.

– Por supuesto -le dijo, y colocó la palma de la mano en la espalda de John. Le miró mientras deslizaba ésta hacia abajo-. Dejemos al señor Duffy con su trabajo -sugirió, con un brillo amoroso y tal vez un poco travieso en los ojos.

John le dio un beso rápido en los labios y salieron de la habitación. La apretó contra sí mientras iban andando lentamente por el pasillo hacia los vestuarios, y pensó en el sueño que había tenido después de regresar a su casa de madrugada. En lugar del sueño erótico que normalmente tenía con Georgeanne, había soñado con despertarse en una cama enorme llena de flores y rodeado por niñitas saltando por todas partes. Chicas muy femeninas con perros femeninos, que lo miraban a él como si fuera un superhéroe por matar arañas y salvar peces diminutos.

Quería ese sueño. Quería a Georgeanne. Quería una vida llena de niñas charlatanas con el pelo oscuro, muñecas Barbie y perros sin pelo. Quería camas con encaje, empapelado de flores y una mujer con una erótica voz sureña susurrándole al oído.

Él sonrió y deslizó la mano por el brazo de Georgeanne hasta el hombro. Aunque no tuvieran más hijos, tenía todo lo que quería.

Lo tenía todo.

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