Capítulo 4

John miró la servilleta doblada al lado del tenedor y negó con la cabeza. No sabía qué se suponía que era, si un sombrero, un barco o algún tipo de gorro. Pero como Georgeanne le había informado que había decorado la mesa basándose en la guerra de secesión suponía que sería un sombrero. También había colocado flores amarillas y blancas en dos botellas de cerveza vacías. En medio de la mesa había extendido una fina capa de arena y conchas rotas entre las cuatro herraduras de la suerte que Ernie solía tener colgadas en la chimenea de piedra. John no creía que a Ernie le importara, pero por qué Georgeanne había puesto toda esa mierda encima de la mesa escapaba a su comprensión.

– ¿Quieres un poco de mantequilla?

Él miró a los seductores ojos verdes del otro lado de la mesa y se metió un bocado de tortitas con caramelo en la boca. Georgeanne Howard sería una coqueta incorregible, pero era una magnifica cocinera.

– No.

– ¿Qué tal la ducha? -le preguntó, dirigiéndole una sonrisa tan blanda como las tortitas que le había hecho.

Desde que él se había sentado a la mesa diez minutos antes, ella había hecho un gran esfuerzo para entablar conversación, pero él no estaba precisamente de un humor complaciente.

– Muy bien -contestó.

– ¿Viven tus padres en Seattle?

– No.

– ¿En Canadá?

– Sólo mi madre.

– ¿Están divorciados?

– No. -El profundo escote de la bata negra atrajo su mirada como un imán.

– ¿Dónde está tu padre? -le preguntó, mientras alcanzaba el zumo de naranja. El escote se abrió todavía más, exponiendo el borde verde del sujetador y el suave montículo de piel blanca y satinada.

– Murió cuando yo tenía cinco años.

– Lo siento. Sé cuánto duele perder a un padre. Perdí a los míos cuando era muy joven.

John levantó la mirada a su cara, impertérrito. Era bellísima. Curvilínea y suave, voluptuosa, hecha para hacer suspirar. Tenía las largas piernas bellamente formadas; era exactamente el tipo de mujer que le gustaba tener desnuda y en la cama. Ya había aceptado el hecho de que no podría acostarse con Georgeanne. Eso no le molestaría si no fuera porque ella sólo «fingía» que no podía mantener alejadas de él sus pequeñas y cálidas manos. Cuando le había dicho que no podían hacer el amor, su boquita había emitido un gemido de decepción, pero sus ojos habían chispeado de alivio. De hecho, nunca había visto tal alivio en la cara de una mujer.

– Fue en un accidente de barco -lo informó como si él le hubiera preguntado. Bebió un sorbo de zumo de naranja y después añadió-: en la costa de Florida.

John tomó un poco de bacón, después se sirvió el café. Gustaba a las mujeres. Se morían por darle sus números de teléfono y meterle la ropa interior en los bolsillos. Las mujeres no miraban a John como si mantener relaciones sexuales con él fuera algo similar a que las abrieran en canal.

– Fue un milagro que no estuviera con ellos. Mis padres odiaban no llevarme con ellos, por supuesto, pero yo tenía la varicela. Me habían dejado a regañadientes con mi abuela, Clarissa June. Recuerdo…

Desconectando de sus palabras, John bajó la vista al suave hueco de la garganta. No era un hombre engreído, o al menos no creía serlo. Pero que Georgeanne lo encontrara tan completamente «resistible», lo irritaba más de lo que le gustaba admitir. Colocó la taza de café sobre la mesa y cruzó los brazos. Después de ducharse, se había puesto unos vaqueros limpios y una camiseta blanca. Todavía pensaba salir. Todo lo que le faltaba era ponerse los zapatos y pirarse.

– Pero la señora Lovett estaba tan fría como un congelador de esos de Frigidaire… -Georgeanne continuaba con la cháchara, John se preguntó cómo había pasado del tema de sus padres a los refrigeradores-… y lloraba de una manera muy vulgar… durante toda la noche, hizo cosas la mar de tontas. Cuando LouAnn White se casó, le regaló… -Georgeanne hizo una pausa, su ojos verdes centelleaban con animación-… ¡una sandwichera Hot Dogger! ¿Te lo puedes creer? ¡No sólo le regaló un electrodoméstico, sino que encima servía para cocinar salchichas!

John reclinó la silla y estiró las dos piernas. Recordaba con claridad la conversación que había tenido con ella sobre su costumbre de divagar. Se dio cuenta de que ella no podía evitarlo. Era una coqueta y una charlatana incorregible.

Georgeanne empujó el plato a un lado y se inclinó hacia delante. La bata se le abrió un poco más mientras le confiaba:

– Mi abuela solía decir que Margaret Lovett era tan vulgar como la tele en tecnicolor.

– ¿Lo haces aposta? -le preguntó.

Los ojos de Georgeanne se agrandaron, curiosos.

– ¿El qué?

– Exhibir tus senos delante de mis narices.

Ella miró hacia abajo, se enderezó y agarrando firmemente la bata se la cerró hasta la garganta.

– No.

Las patas delanteras de la silla de John golpearon el suelo cuando se puso de pie. La miró fijamente a los ojos y cedió a la locura. Tendiéndole la mano, le pidió:

– Ven aquí. -Cuando ella se levantó y se detuvo delante de él, él le deslizó los brazos alrededor de la cintura y la apretó contra su pecho-. Voy a salir -le dijo, presionando sus curvas suaves-. Dame un beso de despedida.

– ¿Cuánto tardarás?

– Un rato -contestó, sintiendo cómo su miembro aumentaba de tamaño.

Como una gata desperezándose sobre el alféizar de la ventana, Georgeanne se arqueó contra él y le rodeó el cuello con los brazos.

– Podrías llevarme contigo -ronroneó.

John negó con la cabeza.

– Bésame y entenderás por qué.

Ella se puso de puntillas para hacer lo que le pedía. Lo besó como una mujer que sabía lo que estaba haciendo. Sus labios abiertos presionaban suavemente los de él. Ella sabía a zumo de naranja y a la promesa de algo más dulce. Lo acarició con la lengua, lo provocó y jugueteó con él. Le pasó los dedos por el pelo mientras le frotaba el pie contra la pantorrilla. Un ramalazo de pura lujuria recorrió el cuerpo de John, calentándole las entrañas y poniéndolo tan duro como una piedra.

Ella era una autentica provocadora y él la apartó lo suficiente como para poder mirarla a la cara. Tenía los labios brillantes, su respiración era ligeramente irregular y si sus ojos hubieran mostrado el más leve indicio de la excitación que él sentía, se hubiera girado para salir por la puerta. Satisfecho.

La mirada de John se detuvo en los suaves rizos caoba que le rodeaban la cara. La luz brillaba en cada rizo sedoso y quiso enterrar los dedos en ellos. Sabía que debería irse. Darse la vuelta y marcharse. Pero volvió a mirarla a los ojos.

Lo que vio no lo satisfizo. Aún no. La agarró por la nuca, ladeó la cabeza y la besó con toda su alma, a conciencia. Mientras su boca se recreaba en la de ella, la llevó hacia atrás hasta que el trasero de Georgeanne tropezó con el borde de la vitrina de trofeos. El beso continuó imparable, John le deslizó la boca por la mejilla y la barbilla. Sus labios se recrearon en el cuello, mientras le retiraba el pelo hacia la espalda. Olía a flores y la piel femenina era cálida y suave cuando le deslizó la bata de seda por el hombro. Él la sintió tensarse entre sus brazos y se dijo que debería detenerse.

– Hueles bien -susurró en su cuello.

– Huelo a hombre. -Georgeanne soltó una risita nerviosa.

John sonrió.

– Me paso mucho tiempo rodeado de hombres y créeme, cariño, no hueles a hombre. -Le deslizó la yema de los dedos bajo el borde esmeralda del sujetador y la besó en la piel suave de la garganta.

Automáticamente ella le cubrió la mano con la suya.

– Pensaba que no íbamos a hacer el amor.

– Y no lo vamos a hacer.

– ¿Entonces qué estamos haciendo, John?

– Estamos metiéndonos mano.

– ¿Y eso no conduce a hacer el amor? -Ella le soltó los hombros y cruzó los brazos.

– Esta vez no. Así que relájate.

John movió las manos a la parte posterior de sus muslos suaves y la izó con fuerza, levantándola del suelo. Antes de que ella pudiera objetar nada, la sentó sobre el borde de la vitrina, luego se metió entre sus muslos.

– ¿John?

– ¿Hum?

– Prométeme que no me lastimarás.

Él levantó la cabeza y le escrutó la cara. Estaba muy seria.

– No te lastimaré, Georgie.

– Ni harás nada que no me guste.

– Desde luego que no.

Ella sonrió y le volvió a colocar las palmas de las manos en los hombros.

– ¿Te gusta esto? -preguntó, subiendo las manos por la parte posterior de sus muslos y levantando la bata a su paso.

– Mmm-hum -contestó, entonces le lamió la oreja suavemente y le deslizó la punta de la lengua por el cuello-. ¿Y a ti te gusta esto? -preguntó ella contra su garganta. Luego le lamió la sensible piel con la lengua.

– Me encanta. -Él se rió quedamente. Le deslizó las manos hasta las rodillas, luego volvió a subirlas hasta que sus dedos tropezaron con el borde elástico de la ropa interior-. Todo en ti es estupendo. -John ladeó la cabeza y cerró los ojos. No podía recordar haber tocado a una mujer tan suave como Georgeanne. Le hundió los dedos en los cálidos muslos y se los abrió todavía más. Mientras la boca de Georgeanne le hacía cosas increíbles en la garganta, él deslizó las manos bajo la bata y la izó por las nalgas-. Tienes la piel suave, las piernas largas y un trasero precioso -dijo mientras la atraía contra su pelvis. El calor inundó su ingle y supo que si no tenía cuidado, podía hundirse en Georgeanne y quedarse allí un buen rato.

Georgeanne levantó la mirada.

– ¿Estás burlándote de mí?

John miró sus ojos claros.

– No -contestó, buscando el reflejo del deseo que él sentía sin encontrarlo-. Nunca me burlaría de una mujer semidesnuda.

– ¿No crees que esté gorda?

– No me gustan las mujeres flacas -contestó con rotundidad, y movió la mano de la cadera a las rodillas y luego la subió otra vez. Una chispa de interés brilló en los ojos de Georgeanne y, por fin, un poco de deseo.

Georgeanne buscó en los ojos entrecerrados de John alguna señal de que él le mentía. Desde el principio de la pubertad, había batallado constantemente contra su peso y había probado más dietas de las que podía recordar. Le tomó la cara entre las manos y lo besó. No era el beso mecánico y perfecto que le había dado antes, aquel coqueto beso con el que había intentado tentarlo. Esta vez ella quería tragarlo por entero. Tenía intención de mostrarle lo que esas palabras significaban para una chica que siempre se había considerado rellenita. Se dejó llevar, sintiendo cómo la iba invadiendo el deseo ardiente y vertiginoso. El beso se volvió tan hambriento como las manos que la tocaban, acariciaban, moldeaban para hacerla estremecer hasta las puntas de los pies. Ella sintió cómo se soltaba el cinturón de seda y cómo se abría la bata. Él le deslizó las manos por el estómago y la cintura. Luego le deslizó las cálidas palmas por encima de las costillas y con los pulgares rozó la parte inferior de sus abundantes senos. Un pequeño temblor, inesperado e intenso, la estremeció de pies a cabeza. Por primera vez en su vida, las caricias de un hombre en sus senos no le producían repulsión. Suspiró con sorpresa contra la boca de John.

John levantó la cabeza y escrutó sus ojos. Sonrió complacido ante lo que allí vio y le deslizó la bata por los hombros.

Georgeanne bajó los brazos y dejó que la seda negra se le deslizara hasta los muslos. Antes de que ella pudiese darse cuenta de sus intenciones, John movió las manos por su espalda y le desabrochó el sujetador. Alarmada por su rapidez, ella levantó las manos y mantuvo las copas verdes de encaje en su sitio.

– Soy grande -indicó en un impulso, luego creyó morir de vergüenza por decir algo tan estúpido y obvio.

– También yo lo soy -bromeó John con una sonrisa provocativa.

Se le escapó una risita nerviosa cuando uno de los tirantes del sujetador se le deslizó por el brazo.

– ¿Vas a tener esto puesto toda la noche? -preguntó él, deslizando los nudillos por el borde de encaje del sujetador.

Su ligera caricia le provocó un hormigueo en la piel. Le gustaban las cosas que decía y la forma en que la hacía sentir y no quería que se detuviera todavía. Le agradaba John y quería gustarle. Lo miró a los ojos mientras bajaba las manos. El sujetador le cayó lentamente en el regazo y ella contuvo el aliento temiendo que él hiciera algún comentario lascivo sobre sus senos, aunque esperaba que no lo hiciera.

– Jesús, Georgie -dijo-. Me dijiste que eras grande, pero te faltó decirme que eras perfecta. -Le ahuecó un pecho y la besó en los labios, dura y profundamente. Acarició lentamente el pezón con el pulgar de un lado a otro, rodeándolo y pasando por encima. Nadie la había acariciado jamás como John lo estaba haciendo en ese momento. La suave caricia la hacía sentir como si fuera delicada y frágil. Él no tiraba, ni retorcía, ni pellizcaba. No la agarraba con manos rudas esperando que lo disfrutara.

El deseo, la gratitud y el amor le surcaron las venas hasta el corazón, para acabar palpitando entre sus piernas. Mientras lo besaba, cerró los muslos alrededor de sus caderas, atrayéndolo más hacia su cuerpo, hasta que percibió la protuberancia dura contra la entrepierna. Las manos de Georgeanne tiraron de la camiseta, apartando la boca el tiempo suficiente para pasarla bruscamente sobre su cabeza. Una mata de vello oscuro cubría ese gran pecho, bajándole por el abdomen plano, rodeando el ombligo y desapareciendo por la cinturilla de los vaqueros. Dejó caer a un lado la camiseta, subiendo y bajando las manos por el pecho. Los dedos de Georgeanne se deslizaban por el vello fino, los músculos duros y la piel caliente. Podía sentir el latido del corazón de John y su respiración agitada.

Él gimió su nombre antes de que su boca capturase la de ella en otro beso ardiente. Las puntas de sus senos le rozaron el pecho y un dolor sordo se propagó por todo su cuerpo. Cada lugar que él tocaba, pulsaba con una pasión ardiente que ella nunca había sentido. Era como si su cuerpo siempre lo hubiera sabido, como si hubiera esperado durante toda su vida a que John la amase. Ella recorrió con las manos los duros planos de su espalda, recorriendo su columna vertebral para regresar a su tórax. Él contuvo el aliento cuando ella enganchó los dedos en la cinturilla de los vaqueros. Cuando le sacó el botón metálico del ojal, John la tomó de las muñecas. Apartó su boca de la de ella, dio un paso atrás y la miró con los ojos entrecerrados. Una arruga le surcaba la frente y sus mejillas morenas estaban ruborizadas. Parecía un hombre hambriento ante su plato favorito, pero no parecía muy contento. La miraba como si estuviera a punto de rechazarla.

– Joder, a la mierda con todo -juró al final, buscando las bragas de Georgeanne-. Soy hombre muerto de todas maneras.

Georgeanne plantó las manos detrás, sobre la vitrina, y levantó el trasero mientras él le bajaba las bragas por las piernas. Cuando él se colocó entre sus muslos otra vez, estaba desnudo. Y era grande. No había bromeado sobre eso. Ella extendió la mano y cerró el puño alrededor del poderoso eje de su pene. John cerró la mano alrededor de la de ella y se la subió hasta el grueso glande, después retrocedió. Estaba increíblemente duro y caliente dentro de su mano.

Él miró sus manos unidas y los muslos abiertos de Georgeanne.

– ¿Estás tomando algún anticonceptivo? -preguntó mientras movía la mano libre a la parte superior de su pelvis.

– Sí -y suspiró cuando sus dedos profundizaron en el vello púbico para acariciarle la carne resbaladiza, estimulándola hasta que pensó que se rompería en mil pedazos.

– Coloca las piernas alrededor de mi cintura -le pidió, y cuando ella lo hizo, él se zambulló dentro de ella. Levantó la cabeza y su mirada buscó la de ella-. Oh Dios, Georgie -exclamó desde lo más hondo de su pecho. Se retiró ligeramente, luego empujó hasta asentarse por completo, profundamente. La agarró por las caderas y se movió en su interior, lentamente al principio, después con rapidez. Los trofeos de la vitrina traquetearon y, con cada envite, Georgeanne sintió como si la empujara hacia un profundo abismo. Con cada empuje, su piel se calentaba unos grados más y su deseo por él se volvía más hambriento. Cada envite de su cuerpo era al mismo tiempo una tortura y una dulce dicha.

Ella pronunció su nombre varias veces mientras su cabeza caía hacia atrás contra la vitrina y cerraba los ojos.

– No te detengas -gritó mientras se sentía como si estuviera a punto de caer por un precipicio. El fuego se extendió a través de su piel, y sus músculos se tensaron involuntariamente mientras se abandonaba a un orgasmo largo y ardiente. Dijo cosas que normalmente la habrían conmocionado. No le importó. John la hacía sentir cosas -cosas increíbles- que nunca había sentido antes, y cada uno de sus pensamientos y sentimientos se centraban en el hombre que la sostenía tan estrechamente.

– Jesús -siseó John, enterrando el rostro en el hueco del cuello de Georgeanne. Le apretó con fuerza las caderas y, con un gemido profundo y gutural, empujó en ella una última vez.


La oscuridad envolvía la figura desnuda de John, tan oscura como su sombrío estado de ánimo. La casa estaba silenciosa. Demasiado silenciosa. Si escuchaba atentamente, casi podía oír la suave respiración de Georgeanne. Pero ella estaba durmiendo en el dormitorio y sabía que oírla era imposible.

Era la noche. La oscuridad. El silencio. Conspiraban contra él, susurrándole en el oído e invadiendo sus recuerdos.

Se llevó la botella de Bud a la boca bebiéndose con rapidez la mitad. Se puso delante de la ventana panorámica y contempló la gran luna amarilla y el rastro plateado de las olas. Todo lo que podía ver de su propio reflejo en el cristal era una silueta nebulosa. El contorno indefinido de un hombre que había perdido su alma y que no estaba demasiado interesado en encontrarla otra vez.

Inesperadamente, la imagen de su esposa, Linda, surgió ante él en la oscuridad. La imagen de la última vez que la había visto, dentro de una bañera de agua ensangrentada; allí su aspecto era muy diferente al de la chica saludable que había conocido en la escuela secundaria.

Sus pensamientos regresaron a aquella época en la escuela cuando había salido con ella. Pero después de graduarse, él se había ido lejos para jugar al hockey en las ligas menores. Toda su vida había girado en torno a ese deporte. Había jugado duro y, a la edad de veinte años, había sido el primer jugador fichado por los Toronto MapleLeafs en 1982. Su tamaño lo convertía en un jugador claramente dominante y se había ganado con rapidez el apodo de «Muro». Su destreza sobre el hielo lo había convertido en una estrella de la noche a la mañana. Su pericia social, sin embargo, lo había convertido en un ídolo de las groupies, quienes lo consideraban como un Mark Spitz de las pistas. John jugó para los Maple Leafs durante cuatro temporadas, hasta que los Rangers de Nueva York le ofrecieron un contrato más elevado, convirtiéndose en uno de los jugadores mejor pagados de la NHL. Había llegado a olvidarse por completo de Linda.

Cuando la volvió a ver, habían pasado seis años. Tenían la misma edad, pero distintas experiencias. John había visto mundo. Era joven, rico y había hecho cosas con las que otros hombres sólo podían soñar. Durante todos esos años, él había cambiado mucho mientras que Linda apenas lo había hecho. Era casi la misma chica con la que había retozado en el Chevy de Ernie. La misma chica que había usado el espejo retrovisor para repintarse el carmín que él se había comido a besos.

Se reencontró con Linda otra vez durante unas vacaciones de la liga de hockey. La sacó del pueblo. Se la llevó a un hotel y tres meses más tarde, después de decirle que estaba embarazada, la convirtió en su esposa. Su hijo, Toby, nació a los cinco meses de embarazo. Las siguientes cuatro semanas se las pasó observando cómo su hijo luchaba por vivir, mientras soñaba con enseñarle todas las cosas que sabía de la vida y el hockey. Pero sus sueños de un niñito revoltoso murieron dolorosamente con su hijo.

Mientras John sufría en silencio, la pena de Linda fue evidente para todos. Se pasaba los días llorando y durante mucho tiempo estuvo obsesionada con tener otro niño. John sabía que él era la razón de su obsesión. Se habían casado porque estaba embarazada, no porque la amase.

Debería haberla dejado en ese momento. Debería haberse ido, pero no había podido abandonarla. No mientras estuviera sumida en el dolor y él se sintiera responsable de su pena. Durante el año siguiente se mantuvo a su lado mientras ella iba de doctor en doctor. Se mantuvo a su lado mientras sufría varios abortos. Permaneció con ella porque una parte de él también quería otro bebé. Y vio cómo se hundía en la más profunda desesperación.

Se quedó a su lado, pero no fue un buen marido. La obsesión por tener otro hijo la volvió loca. Los últimos meses de su vida, no podía soportar ni siquiera tocarla. Cuanto más se aferraba ella, más ganas de escapar tenía él. En ningún momento ocultó sus líos con otras mujeres. A un nivel subconsciente, quería que ella lo dejara.

Pero prefirió suicidarse.

John se llevó la botella de cerveza a los labios y tomó un largo trago. Linda había querido que fuera él quien la encontrara, y así fue. Un año después, todavía podía recordar el color exacto de su sangre mezclada con el agua del baño. Podía ver su pálida cara y el húmedo cabello rubio. Podía oler el champú que había usado y ver los cortes que se había infligido desde las muñecas hasta los codos. Todavía podría sentir cómo se le revolvían las tripas.

Desde entonces, vivía con el peso de una horrible culpa. Todos los días buscaba olvidar sus recuerdos mientras la culpa lo devoraba.

John entró en el dormitorio y miró a la preciosa chica enredada en sus sábanas. La luz del vestíbulo iluminaba la cama y el oscuro pelo rizado. Tenía un brazo sobre el estómago y el otro estirado.

Suponía que debería darle pena Virgil por haberlo sustituido en su noche de bodas. Pero no lo hacía. No lamentaba lo que había hecho. Había disfrutado demasiado y, total, si alguien se enteraba de que ella había pasado la noche en su casa, daría por hecho que habían mantenido relaciones sexuales de todos modos. Así que, ¿qué demonios?

El cuerpo de Georgeanne estaba hecho para el sexo, pero se había dado cuenta de que no tenía tanta experiencia como había parecido cuando coqueteaba con él. Había tenido que enseñarle a dar y recibir placer. La había besado y la había recorrido con la lengua de pies a cabeza y, a su vez, la había enseñado qué hacer con esa boca tan exuberante que tenía. Ella era sensual e ingenua y él la encontraba increíblemente sexy.

John se tumbó a su lado en la cama y le deslizó la sábana blanca hasta la cintura. Parecía como si se hubiera dejado caer desnuda en un enorme charco de crema batida. Él se sintió de nuevo excitado y la cubrió con su cuerpo. Apretándole los senos con las manos, hundió la cara en la hendidura que formaron y la besó allí tiernamente. En ese lugar, con esa carne suave y caliente bajo él, no tenía que pensar en nada más. Todo lo que tenía que hacer era sentir placer. Al oír el profundo gemido de Georgeanne, levantó la vista hacia su cara. Lo miraba con ojos somnolientos.

– ¿Te he despertado? -le preguntó.

Georgeanne observó el hoyuelo de la mejilla derecha de John y su corazón comenzó a palpitar.

– ¿No ha sido ésa tu intención? -preguntó, tan conmovida por él que lo sentía hasta en el alma y, aunque él no le había dicho que se ocuparía de ella, sabía que al menos tenía que sentir algo. Se había arriesgado a la cólera de Virgil para estar con ella. Había puesto en peligro su carrera y Georgeanne encontraba excitante y terriblemente romántico el riesgo que había corrido por ella.

– Podría controlar mis manos y dejarte dormir. Pero no será fácil -le dijo, moviendo la palma de la mano por la cara externa del muslo desnudo de Georgeanne.

– ¿Tengo otra opción? -preguntó ella mientras le acariciaba el pelo de las sienes.

Él se deslizó hacia arriba hasta que tuvo el rostro encima del suyo.

– Me encantaría volver a hacerte gemir.

– Hum. -Georgeanne fingió considerar las posibilidades-. ¿Cuánto tiempo tengo para tomar una decisión?

– Ya no tienes tiempo.

John era joven y apuesto y, en sus brazos, se sentía segura y protegida. Era un amante maravilloso y podría ocuparse de ella. Y lo más importante, ella estaba locamente enamorada de él.

Amoldó sus labios a los de ella y la besó con una dulce pasión, y ella se sintió como si estuviera oyendo esa vieja canción de country. «She was… the happiest girl in the whole U.S.A.». [2]

También quería hacer feliz a John. Desde que mantuvo las primeras relaciones con el sexo opuesto a los quince años, Georgeanne se había transformado como un camaleón para convertirse en lo que fuera que su novio de turno quisiera. En el pasado había hecho de todo, desde teñirse el pelo de rojo a machacarse el cuerpo en un toro mecánico. Georgeanne siempre había hecho un extraordinario esfuerzo por complacer a los hombres de su vida para que no les quedara otro remedio que amarla.

Puede que John no la amara en ese momento, pero terminaría haciéndolo.

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