Capítulo 10

Aunque respondió afirmativamente a la invitación (o eso dice lady Covington), Benedict Bridgerton no hizo acto de presencia en el baile anual de los Covington. Se oyeron quejas de jovencitas (y de sus madres) en el salón.

Según ha dicho lady Bridgerton (la madre, no la cuñada), el señor Bridgerton se marchó al campo la semana pasada y desde entonces no se han tenido noticias de él. No os inquietéis, aquellas que podríais temer por la salud y bienestar del señor Bridgerton; lady Bridgerton parecía más molesta que preocupada. El año pasado, fueron nada menos que cuatro las parejas que fijaron su compromiso después del baile de los Covington, y el año anterior fueron tres.

Para gran consternación de lady Bridgerton, si el baile de los Covington de este año estimula compromisos matrimoniales, su hijo Benedict no se contará entre los novios.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 5 de mayo de 1817 2 de mayo de 1817.


Benedict descubrió muy pronto que una convalecencia larga, y alargada, tenía sus buenas ventajas.

La más evidente era la cantidad y variedad de la muy excelente comida que salía de la cocina de la señora Crabtree. Siempre lo hahían alimentado bien en Mi Cabaña, pero la señora Crabtree se ponía realmente a la altura de las circunstancias cuando alguien estaba confinado en su lecho de enfermo.

Y mejor aún, el señor Crabtree se las había arreglado para interceptar los tónicos de la señora Crabtree y reemplazarlos por una dosis del mejor coñac suyo. Él se bebía obedientemente hasta la última gota, pero la última vez que miró por la ventana le pareció ver que tres de sus rosales habían muerto, y que presumiblemente era allí donde el señor Crabtree tiraba el tónico.

Ése era un triste sacrificio, pero uno que él estaba más que bien dispuesto a hacer después de su última experiencia con el tónico de la señora Crabtree.

Otro beneficio de su prolongada permanencia en la cama era el sencillo hecho de poder, por primera vez en muchos años, disfrutar de quietud y tranquilidad. Leía, dibujaba, e incluso cerraba los ojos y simplemente soñaba despierto, y todo eso sin sentirse culpable por desatender otros deberes y quehaceres.

Muy pronto llegó a la conclusión de que sería perfectamente feliz llevando una vida de perezoso.

Pero la mejor parte de su tiempo de recuperación, con mucho, era Sophie. Ella iba a verle varias veces al día, a veces para ahuecarle los almohadones, a veces a llevarle comida, y a veces sólo para leerle. Él tenía la impresión de que su solicitud se debía a que deseaba sentirse útil y agradecerle con obras el haberla salvado de Phillip Cavender.

Pero en realidad no le importaba mucho el motivo de que fuera a verle; simplemente le agradaba que lo hiciera.

Al principio ella se mostraba callada y reservada, evidentemente para atenerse al criterio general de que a los sirvientes no se los debe ver ni oír. Pero él no aceptaba nada de eso y con toda intención le entablaba conversación, aunque sólo fuera para que no se marchara. O la provocaba y pinchaba, simplemente para irritarla, porque le gustaba muchísimo más cuando escupía fuego que cuando se mostraba mansa y sumisa.

Lo principal era que le agradaba estar en la misma habitación con ella, ya fuera que estuvieran conversando o ella estuviera pasando las páginas de un libro mientras él miraba por la ventana. Había un algo en ella que hacía que su sola presencia le produjera paz.

Un golpe en la puerta lo sacó de sus reflexiones; ilusionado levantó la vista y gritó:

– ¡Adelante!

Sophie asomó la cabeza y su melena rizada hasta los hombros se agitó ligeramente al rozarse con el marco de la puerta.

– La señora Crabtree pensó que le gustaría tomar un té de mediodía.

– ¿Té? ¿O té con galletas?

– Ah, con galletas, cómo no.

– Excelente. ¿Y me acompañará en tomarlo?

Ella titubeó, como hacía siempre, pero enseguida asintió, también como hacía siempre. Ya hacía tiempo que había comprendido que no servía de nada discutir con Benedict cuando él estaba resuelto a conseguir algo.

Y a Benedict le agradaba eso.

– Le ha vuelto el color a las mejillas -comentó ella, dejando la bandeja en una mesa cercana-. Y ya no se le ve tan cansado. Yo diría que muy pronto podrá levantarse.

– Ah, sí, pronto -repuso él, evasivo.

– Cada día está más sano -continuó ella.

– ¿Le parece? -dijo él sonriendo bravamente.

Ella detuvo el movimiento de coger la tetera para servir, y sonrió irónica.

– Sí. Si no, no se lo habría dicho.

Benedict le observó las manos mientras ella servía el té en la taza para él. Sus movimientos tenían una elegancia innata, y servía el té como si estuviese acostumbrada desde la cuna. Estaba claro que el té de la tarde era otra de las habilidades aprendidas gracias a la generosidad de los empleadores de su madre. O tal vez sólo se debía a que había observado atentamente a las damas cuando servían el té.

Él había notado que era una mujer muy observadora.

Habían realizado ese rito con tanta frecuencia que ella no necesitaba preguntarle cómo prefería el té.

Ella le pasó la taza, con leche y sin azúcar, y luego un plato con galletas y panecillos escogidos.

– Sírvase una taza -le dijo él, mordisqueando una galleta-, y venga a sentarse a mi lado.

Ella volvió a titubear. Él ya sabía que lo haría, aun cuando había accedido a acompañarlo. Pero él era un hombre paciente, y su paciencia fue recompensada con un suave suspiro cuando ella cogió otra taza de la bandeja.

Ella se sirvió la taza, con dos terrones de azúcar y apenas un chorrito de leche, fue a sentarse junto a la cama en el sillón de respaldo alto tapizado en terciopelo, y lo miró por encima del borde de la taza mientras bebía un sorbo.

– ¿No se va a servir galletas? -le preguntó él. Ella negó con la cabeza.

– Acabo de comer unas recién salidas del horno.

– Suerte la suya. Siempre son mejores cuando están calientes. -Se pulió otra galleta, se sacudió unas pocas migas de la manga y cogió otra-. ¿Y cómo ha pasado el día?

– ¿Desde la última vez que le vi, hace dos horas?

Benedict la miró con una expresión que decía que había captado el sarcasmo, pero decidió no contestar.

– Estuve ayudando a la señora Crabtree en la cocina -explicó ella-. Está preparando un estofado de carne para la cena y la ayudé pelando las patatas. Después cogí un libro de su biblioteca y me fui al jardín a leerlo.

– ¿Sí? ¿Qué leyó?

– Una novela.

– ¿Y era buena?

– Tonta pero romántica. Me gustó.

– ¿Y anhela vivir un romance?

El rubor de ella fue instantáneo.

– Ésa es una pregunta muy personal, ¿no cree?

Él abrió la boca para contestar algo trivial, como «Valía la pena intentarlo», pero al mirarle la cara, sus mejillas deliciosamente sonrojadas, los ojos bajos, mirándose la falda, le ocurrió algo de lo más extraño.

Comprendió que la deseaba.

La deseaba, de verdad.

No habría sabido decir por qué eso lo sorprendía. Claro que la deseaba. Era un hombre de sangre tan roja y caliente como cualquiera, y un hombre no puede pasar un tiempo prolongado con una mujer tan traviesa y adorable como Sophie sin desearla. Demonios, deseaba a la mitad de las mujeres que conocía, puramente de un modo que podría calificarse de baja intensidad, no urgente.

Pero en ese momento, con esa mujer, el deseo se le hizo urgente.

Cambió de posición y arregló los pliegues del edredón. Al cabo de un instante, tuvo que volver a cambiar de posición.

– ¿Siente incómoda la cama? -le preguntó Sophie-. ¿Necesita que le ahueque los almohadones?

El primer impulso de él fue contestar que sí, agarrarla cuando se inclinara sobre él, y entonces seducirla, puesto que estarían, muy convenientemente, en la cama. Pero lo asaltó la sospecha de que ese determinado plan no le resultaría bien con Sophie, de modo que contestó:

– Estoy bien.

No pudo evitar hacer una mueca al notar que la voz le salió extrañamente temblorosa.

Ella estaba mirando sonriente las galletas del plato.

– Tal vez una más -dijo.

Él apartó el brazo para que ella pudiera acceder fácilmente al plato, el cual estaba apoyado, recordó tardíamente, en su regazo. Verla alargar la mano hacia sus ingles, aunque en realidad era hacia el plato con galletas, le produjo cosas raras, en las ingles, para ser exactos.

Tuvo una repentina visión de algo… cambiando de sitio ahí debajo, y se apresuró a coger el plato, no fuera que perdiera el equilibrio.

– ¿Le importa si cojo la última…?

– ¡Estupendo! -graznó él.

Ella cogió una galleta de jengibre del plato y frunció el ceño.

– Se ve mejor -comentó acercándola a su nariz para aspirar su olor-, pero su voz no suena mejor. ¿Le duele la garganta?

Benedict se apresuró a beber un poco de té.

– No, nada. Debí tragar un poco de polvo.

– Ah, beba más té, entonces. Eso no le molestará mucho rato. -Dejó su taza en la bandeja-. ¿Quiere que le lea?

– ¡Sí! -exclamó él, arrebujándose el edredón alrededor de la cintura.

Igual a ella se le ocurría retirar el plato, tan estratégicamente situado, Y ¿cómo quedaría él entonces?

– ¿De veras está bien? -le preguntó ella, mirándolo con más extrañeza que preocupación.

Él consiguió hacer una sonrisa tensa.

– Estoy muy bien.

– De acuerdo, entonces -dijo ella, levantándose-. ¿Qué le gustaría que le leyera?

– Ah, cualquier cosa -repuso él, con un alegre movimiento de la mano.

– ¿Poesía?

– Espléndido.

Habría dicho «Espléndido» aunque ella le hubiera ofrecido leerle una disertación sobre la flora de la tundra ártica.

Sophie se dirigió a una estantería acondicionada en una hornacina en la pared y estuvo un momento mirando su contenido.

– ¿Byron? ¿Blake?

– Blake -contestó él con firmeza.

Una hora de las tonterías románticas de Byron lo haría caer por el borde, de seguro.

Ella sacó un delgado libro de poemas y volvió a sentarse en el sillón, agitando su nada atractiva falda con el movimiento.

Benedict frunció el ceño. Hasta ese momento no se había fijado en lo feo que era su vestido.

No tan feo como el que le prestara la señora Crabtree, pero ciertamente no estaba diseñado para hacer resaltar lo mejor de una mujer.

Debería comprarle un vestido nuevo. Ella no lo aceptaría jamás, lógicamente, pero ¿y si por una casualidad se le quemara la ropa que llevaba puesta?

– ¿Señor Bridgerton?

Pero ¿cómo arreglárselas para quemarle el vestido? Ella no tendría que llevarlo puesto, y eso ya de suyo implicaría una cierta dificultad…

– ¿Está escuchando? -le preguntó Sophie.

– ¿Mmm?

– No me está escuchando.

– Lo siento. Perdone. Se me había escapado la mente. Continúe, por favor.

Ella empezó de nuevo, y él, con el fin de demostrarle con qué atención la estaba escuchando, fijó la vista en sus labios. Y eso resultó ser un tremendo error.

Porque de pronto lo único que veía eran esos labios, y no lograba dejar de pensar en besarla. Entonces comprendió, con la más absoluta certeza, que si uno de ellos no salía de la habitación en los próximos treinta segundos, él iba a hacer algo por lo que le debería mil disculpas.

Y no era que no planeara seducirla, no, sólo que prefería hacerlo con algo más de sutileza.

– Ay, Dios -se le escapó.

Sophie lo miró extrañada. Y él la comprendió, porque el «ay, Dios» le salió como a un completo idiota. Haría años que no decía esa expresión, si es que la había dicho alguna vez.

Demonios, estaba hablando igual que su madre.

– ¿Pasa algo? -le preguntó ella.

– No, sólo que recordé algo -repuso él, muy estúpidamente, en su opinión.

Ella alzó las cejas, interrogante.

– Algo que había olvidado -explicó él.

– Las cosas que uno recuerda -dijo ella, como si estuviera muy divertida- suelen ser cosas que había olvidado.

Él la miró ceñudo.

– Necesito estar solo un momento -dijo.

Ella se levantó al instante.

– Faltaría más.

Benedict reprimió un gemido. Condenación; ella parecía dolida. No había sido su intención herir sus sentimientos. Sólo necesitaba que ella saliera de la habitación para no agarrarla y meterla en la cama.

– Es un asunto personal -le explicó, con el fin de que ella se sintiera mejor, pero sospechando que lo único que hacía era hacer el tonto.

– Ahhh -exclamó ella, como si de pronto entendiera-. ¿Quiere que le traiga el orinal?

– Yo puedo caminar hasta el orinal -replicó él, olvidando que no necesitaba el orinal.

Ella asintió y fue a dejar el libro en una mesa.

– Le dejaré para que se ocupe de sus asuntos. Sólo tiene que tirar del cordón cuando me necesite.

– No la voy a llamar como a una criada -gruñó él.

– Pero es que soy una…

– No. Para mí no lo es.

Las palabras le salieron con más dureza de la necesaria, pero él siempre había detestado a los hombres que acosaban a criadas impotentes. La sola idea de que él pudiera convertirse en uno de esos seres repelentes le producía bascas.

– Muy bien -dijo ella, en el tono sumiso de una criada, y luego de hacerle una venia, como una criada, se marchó.

Él estaba bastante seguro de que eso lo hacía sólo para fastidiarlo.

En el instante en que ella cerró la puerta, bajó de la cama de un salto y corrió a asomarse a la ventana. Estupendo, nadie a la vista. Se quitó la bata y se puso un par de calzas, una camisa y una chaqueta. Volvió a mirar por la ventana. Estupendo. Nadie.

– Botas, botas -masculló.

Paseó la vista por la habitación. ¿Dónde diablos estaban sus botas? No sus botas buenas, el par para ensuciar en el barro. Ah, ahí. Cogió las botas y se las puso.

Volvió a la ventana. No había aparecido nadie. Excelente. Pasó una pierna por el alféizar, luego la otra, y se cogió a una rama larga y fuerte de un olmo cercano. El resto fue un fácil número de balancearse avanzando por la rama, llegar al tronco, deslizarse y saltar al suelo.

Y de allí, directo al lago. Al muy frío lago. A darse un baño muy frío.

– Si necesitaba el orinal podría haberlo dicho -iba mascullando Sophie-. Como si yo nunca hubiera tenido que llevar y traer orinales.

Bajó el último peldaño de la escalera, sin saber a qué iba a la planta baja. No tenía nada concreto que hacer ahí; había bajado simplemente porque no se le ocurrió otra cosa.

No entendía por qué él tenía tanta dificultad para tratarla como a lo que ella era: una criada. No paraba de insistir en que ella no trabajaba para él y que no tenía que hacer nada para ganarse la manuntención en Mi Cabaña, y luego en la misma parrafada le aseguraba que le encontraría un puesto en la casa de su madre.

Si él la tratara como a una criada, ella no tendría ninguna dificultad para recordar que era una nadie ilegítima y que él era un miembro de una de las familias más ricas e influyentes de la alta sociedad.

Cada vez que él la trataba como a una persona real (y sabía por experiencia que la mayoría de los aristócratas no tratan a sus criados como a nada parecido ni remotamente a una persona real) la hacía recordar el baile de máscaras, cuando por una noche perfecta ella fue una dama elegante, el tipo de mujer que tenía el derecho a soñar con un futuro con Benedict Bridgerton.

Él actuaba como si ella realmente le cayera bien y disfrutara de su compañía. Y tal vez era así. Pero eso tenía el efecto más cruel de todos, porque la estaba haciendo amarlo, haciendo creer a una pequeña parte de ella que tenía el derecho a soñar con él.

Y luego, inevitablemente, tenía que recordar la verdad de la situación y eso le dolía muchísimo.

– ¡Ah, está ahí, señorita Sophie!

Levantó la vista del suelo, donde había estado siguiendo distraídamente las figuras del parquet, para mirar a la señora Crabtree que venía bajando la escalera.

– Buen día, señora Crabtree. ¿Cómo va ese estofado?

– Bien, muy bien -repuso la señora Crabtree, distraída-. Nos escasearon un poco las zanahorias, pero creo que va a estar muy sabroso de todos modos. ¿Ha visto al señor Bridgerton?

Sophie la miró sorprendida.

– En su habitación, hace sólo un minuto.

– Pues, ahora no está ahí.

– Creo que quería usar el orinal.

La señora Crabtree ni siquiera se sonrojó; ése era el tipo de cosas que solían hablar los criados acerca de sus empleadores.

– Bueno, si lo usó, no lo usó, si sabe lo que quiero decir. La habitación olía fresca como un día de primavera.

– ¿Y no estaba allí? -preguntó Sophie, ceñuda.

– Ni el pelo.

– No me imagino adónde podría haber ido.

La señora Crabtree se plantó las manos en sus anchas caderas.

– Yo lo buscaré abajo y usted arriba. Seguro que una de las dos lo encuentra.

– No me parece buena idea, señora Crabtree. Si salió de su habitación debía tener una buena razón. Lo más probable es que no desee que lo encuentren.

– Pero es que está enfermo -alegó la señora Crabtree.

Sophie reflexionó sobre eso, trayendo su imagen a la mente. Su piel tenía un color saludable, y no se veía cansado en lo más mínimo.

– De eso no estoy muy segura, señora Crabtree -dijo al fin-. A mí me parece que se finge enfermo a propósito.

– No sea tonta -bufó la señora Crabtree-. El señor Bridgerton jamás haría una cosa así.

– Yo tampoco lo habría creído -repuso Sophie, encogiéndose de hombros-, pero de verdad, ya no parece estar ni un poquito enfermo.

– Eso es mi tónico -aseguró la señora Crabtree, asintiendo satisfecha-. Ya le dije cómo aceleraría su recuperación.

Sophie había visto al señor Crabtree vaciar las dosis de tónico en los rosales, y también había visto las consecuencias; no era una vista agradable. Cómo se las arregló para sonreír y asentir, jamás lo sabría.

– Bueno, a mí me gustaría saber adónde fue -dijo la señora Crabtree-. No debería estar levantado, y lo sabe.

– Seguro que no tardará en volver -le aseguró Sophie en tono tranquilizador-. Mientras tanto, ¿necesita ayuda en la cocina?

– No, no -contestó la señora Crabtree negando con la cabeza-. Lo único que necesita ese estofado es cocerse. Usted es una invitada aquí y no debería tener que mover ni un dedo.

– No soy una invitada -protestó Sophie.

– Bueno, ¿qué es, entonces?

Eso hizo pensar a Sophie.

– No tengo idea -repuso finalmente-, pero ciertamente no soy una invitada. Una invitada sería… una invitada sería… -intentó de encontrarles algún sentido a sus pensamientos y sentimientos.

Supongo que una invitada sería una persona que fuera de la misma clase social, o por lo menos aproximada. Una invitada sería una persona que nunca hubiera tenido que servir a otra, ni fregar suelos, ni vaciar orinales. Una invitada sería…

– Cualquier persona a la que el dueño de la casa decida invitar como huésped -replicó la señora Crabtree-. Eso es lo bueno de ser el dueño de la casa. Usted puede hacer lo que desee. Y debería dejar de menospreciarse. Si el señor Bridgerton ha decidido considerarla huésped de su casa, usted debería aceptar su juicio y pasarlo bien. ¿Cuándo fue la última vez que pudo vivir cómodamente sin tener que romperse los dedos trabajando a cambio?

– No creo que él me considere una huésped en su casa -musitó Sophie-. Si fuera así, habría instalado a una persona que me acompañara, para proteger mi reputación.

– Como si yo fuera a permitir algo incorrecto en mi casa -protestó la señora Crabtree, erizada.

– No, claro que usted no lo permitiría. Pero tratándose de la reputación, la apariencia es tan importante como la realidad. Y a los ojos de la sociedad, un ama de llaves no cuenta como acompañante, por muy estricta y pura que sea su moralidad.

– Si eso es cierto, entonces necesita una acompañante, señorita Sophie.

– No sea tonta. No necesito acompañante porque no soy de la clase de él. A nadie le importa que una criada viva y trabaje en la casa de un hombre soltero. Nadie piensa mal de ella, y ciertamente ningún hombre que la considerara para casarse con ella la consideraría deshonrada. Así son las cosas en el mundo -añadió, encogiéndose de hombros-. Y es evidente que el señor Bridgerton piensa así, lo reconozca o no, porque ni una sola vez ha dicho que es indecoroso que yo esté aquí.

– Bueno, pues, a mí no me gusta -declaró la señora Crabtree-. No me gusta nada, nada.

Sophie no pudo dejar de sonreír, porque encontraba muy consolador que al ama de llaves le importara.

– Creo que voy a salir a caminar. Siempre que esté usted segura de que no necesita ayuda en la cocina. Y aprovechando -añadió con una sonrisa irónica- que me encuentro en esta rara y nebulosa posición. Puede que no sea una huésped, pero es la primera vez en muchos años que no soy una criada, y voy a disfrutar de mi tiempo libre mientras pueda.

– Eso, señorita Sophie, haga eso -dijo la señora Crabtree, dándole una cordial palmadita en el hombro-. Y coja alguna flor para mí mientras pasea.

Sophie se dirigió a la puerta sonriendo de oreja a oreja. El día estaba precioso, más cálido y soleado de lo que correspondía a la estación, y el aire estaba impregnado con la dulce fragancia de las flores de primavera. Ya no recordaba la última vez que dio un paseo por el simple placer de disfrutar del aire fresco.

Benedict le había hablado de una laguna que había en las cercanías; tal vez podría caminar hacia allá, e incluso meter los pies en el agua si se sentía particularmente osada.

Miró hacia el cielo y le sonrió al sol. El aire estaba cálido, pero seguro que el agua todavía estaría helada; sólo era comienzos de mayo. De todos modos, sería agradable. Cualquier cosa que representara tiempo de ocio y momentos apacibles y solitarios sería agradable.

Con el ceño fruncido se detuvo un momento a observar el horizonte, pensativa. Benedict había dicho que el lago estaba situado al sur de Mi Cabaña. Si seguía una ruta hacia el sur se internaría en un trozo de bosque muy denso. Pero bueno, un poco de ejercicio no la mataría.

Se adentró en el bosque, y fue abriéndose paso, saltando por encima de las enormes raíces, apartando las ramas bajas y sintiéndolas golpearle la espalda con despreocupada relajación. Arriba se filtraban débiles rayitos de sol por entre el follaje de la bóveda formada por las copas de los árboles, y cerca del suelo más parecía anochecer que mediodía.

Más adelante divisó un claro, el que supuso debía ser la laguna. Cuando ya estaba cerca, vio el brillo del sol en el agua, y exhaló un largo suspiro de satisfacción, feliz por no haber errado el camino.

Pero al acercarse más oyó ruido de chapoteos, y con igual cantidad de terror y curiosidad, comprendió que no estaba sola.

Sólo estaba a unos cinco o seis palmos de la orilla del lago, donde la vería fácilmente cualquiera que estuviera en el agua, de modo que se aplastó detrás del tronco de un enorme roble; si tuviera un solo hueso sensato en el cuerpo, se daría media vuelta y volvería a la casa, pero no pudo evitar asomar la cabeza para ver quién podía ser la persona tan loca que se metía a bañarse en el lago cuando aún no había empezado la estación de calor.

Lenta y sigilosamente salió de detrás del árbol y avanzó un poco, procurando mantenerse lo más oculta posible.

Y vio a un hombre.

Un hombre «desnudo».

Un hombre desn… ¿Benedict?

Загрузка...