Capítulo 8

Tengo la impresión de que hoy en día no se pueden dar dos pasos en un baile de Londres sin tropezarse con una señora de la sociedad lamentándose de las dificultades de encontrar buen servicio. Efectivamente, esta cronista llegó a creer que la señora Featherington y lady Penwood se iban a enzarzar en una pelea a puñetazos en la velada musical de los Smythe-Smith de la semana pasada. Parece ser que hace un mes lady Penwood le birló la doncella a la señora Featherington en sus mismas narices, prometiéndole que le pagaría mejor y le regalaría ropa desechada. (Es preciso hacer notar que la señora Featherington también le daba ropa desechada a la pobre muchacha, pero cualquiera que haya visto los atuendos de las señoritas Featherington comprenderá por qué la doncella no consideraba esto un beneficio.)

Pero la trama se complicó cuando la susodicha doncella volvió a toda prisa donde la señora Featherington a suplicarle que la volviera a emplear. Parece que la idea que tiene lady Penwood sobre el trabajo de una doncella incluye deberes que corresponderían más exactamente a la fregona, camarera de la planta superior «y» cocinera.

Alguien debería decirle a esta señora que una sola criada no puede hacer el trabajo de tres.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 2 de mayo de 1817.


– Antes de que cualquiera de los dos vaya a buscar una cama, vamos a encender el hogar y calentarnos. No la salvé de Cavender sólo para que se muera de gripe.

Sophie lo observó agitarse con otro acceso de tos, tan fuerte que lo obligó a doblarse por la cintura. No pudo dejar de comentar:

– Con su perdón, señor Bridgerton, pero yo diría que de los dos es usted el que está en más peligro de contraer la gripe.

– Cierto -resolló él-, y puedo asegurarle que no tengo el menor deseo de contraerla. Así pues… -nuevamente se dobló, atacado por la tos.

– ¿Señor Bridgerton? -dijo ella, preocupada.

Él tragó saliva y escasamente logró decir:

– Ayúdeme a encender el fuego -tos, tos- antes de que la tos me deje inconsciente.

Sophie frunció el ceño, preocupada. Los accesos de tos eran cada vez más seguidos, y cada vez la tos sonaba más ronca, como si le saliera del fondo del pecho.

No le llevó mucho tiempo encender el fuego; ya tenía bastante experiencia en encenderlo como criada, y muy pronto los dos estaban con las manos lo más cerca posible de las llamas sin quemarse.

– Me imagino que su muda de ropa no estará seca -dijo él, haciendo un gesto hacia la empapada bolsa.

– Lo dudo -repuso ella, pesarosa-. Pero no importa. Si estoy bastante rato aquí, se me secará la ropa.

– No sea tonta -se mofó él, girándose para que el fuego le calentara la espalda-. Seguro que le encontraré algo para que pueda cambiarse.

– ¿Tiene ropa de mujer aquí? -preguntó ella, dudosa.

– No será tan quisquillosa que no pueda ponerse unas calzas y una camisa por una noche, ¿verdad?

Hasta ese momento ella había sido tal vez así de quisquillosa, pero dicho de esa manera, le pareció bastante tonto.

– Supongo que no -dijo. Sí que parecía atractiva cualquier ropa seca.

– Estupendo -dijo él enérgicamente-. Entonces usted podría ir a encender los hornillos en dos dormitorios mientras yo busco ropa para los dos.

– Yo puedo dormir en un cuarto para la servidumbre -se apresuró a decir Sophie.

– Eso no es necesario -dijo él saliendo de la sala e indicándole que lo siguiera-. Tengo habitaciones para invitados, y usted no es una criada aquí.

– Pero soy una criada -repuso ella, corriendo detrás.

– Haga lo que quiera, entonces. -Empezó a subir la escalera, pero tuvo que detenerse a la mitad, con otro ataque de tos-. Puede subir al ático, donde encontrará algún cuarto diminuto para el servicio, con un pequeño jergón duro, o puede elegir una habitación con colchón de pluma y edredón de plumón.

Sophie pensó que debía recordar su lugar en el mundo y subir el siguiente tramo de escalera hasta el ático, pero, ay, Dios, un colchón de plumas y un edredón de plumón se le antojaba el cielo en la tierra. Hacía años que no dormía con esas comodidades.

– Buscaré una pequeña habitación para invitados -accedió-. Eh… la más pequeña que tenga.

La boca de Benedict medio se curvó en una sonrisa que insinuaba un «se lo dije».

– Elija la que quiera, pero no ésa -dijo, señalando la segunda puerta de la izquierda-. Ésa es la mía.

– Encenderé el hornillo allí inmediatamente, entonces.

Él necesitaba el calor más que ella; además, sentía una extraordinaria curiosidad por ver cómo era el interior de su dormitorio. Se pueden saber muchas cosas de una persona por la decoración de su dormitorio. Aunque claro, se dijo, haciendo un gesto displicente, eso si la persona tenía los fondos suficientes para decorar su habitación de la manera preferida. Sinceramente dudaba de que alguien pudiera haberse hecho una idea sobre ella por la decoración del pequeño torreón que había ocupado en la casa de los Cavender; eso sin contar que no tenía ni un penique a su nombre.

Dejando su bolsa en el corredor, entró en el dormitorio de Benedict. Era una habitación hermosa, acogedora y masculina, y muy cómoda. Pese a que Benedict había dicho que rara vez iba allí, había todo tipo de efectos personales en el escritorio y las mesillas: retratos en miniatura de los que debían de ser sus hermanos y hermanas, libros encuadernados en piel, e incluso un pequeño jarrón de cristal lleno de…

¿Piedras?

– Qué extraño -musitó, acercándose, aun sabiendo que eso era una tremenda intrusión.

– Cada una tiene su significado para mí -dijo una voz ronca detrás de ella-. Las he coleccionado desde… -se interrumpió para toser-, desde que era niño.

Sophie sintió subir el rubor hasta la raíz de los cabellos, al verse así sorprendida fisgoneando descaradamente, pero seguía picada su curiosidad, de modo que sacó una. Era una piedra de color rosado con una accidentada vena gris que la atravesaba por el medio.

– ¿Y ésta?

– Ésa la recogí en una excursión -explicó con voz tierna-. Dio la casualidad de que ese día murió mi padre.

– ¡Oh! Lo siento -dijo ella dejando caer la piedra sobre las demás, como si la hubiera quemado.

– Hace mucho tiempo.

– De todos modos lo siento.

– Yo también -dijo él, sonriendo tristemente.

Y entonces le vino un acceso de tos tan fuerte que tuvo que apoyarse en la pared.

– Tiene que calentarse -dijo ella-. Deje que encienda el fuego.

Benedict dejó un atado de ropa sobre la cama.

– Para usted.

– Gracias -repuso ella, sin desviar la atención de su trabajo en el pequeño hornillo de hierro.

Era peligroso seguir en la misma habitación con él, pensó. No creía que él fuera a hacerle ninguna insinuación indebida; era demasiado caballero para hacer requerimientos a una mujer que apenas conocía. No, el peligro estaba rotundamente en el interior de ella. La aterraba pensar que si pasaba mucho tiempo en compañía de él podría enamorarse perdidamente.

¿Y qué ganaría con eso?

Nada, aparte de un corazón roto.

Continuó varios minutos más inclinada sobre el hornillo, atizando la llama hasta estar segura de que no se apagaría.

– Ya está -anunció cuando quedó satisfecha. Se incorporó y arqueó ligeramente la espalda para estirarse, y se giró a mirarlo-. Eso tendría que… ¡Dios mío!

La cara de Benedict Bridgerton estaba francamente verde.

– ¿Se siente mal? -preguntó, corriendo a su lado.

– No me siento muy bien -contestó él, con la voz estropajosa, apoyándose pesadamente en el poste de la cama.

Daba la impresión de que estuviera algo borracho, pero ella había estado con él al menos dos horas y sabía que no había bebido nada.

– Tiene que meterse en la cama -dijo, y casi se cayó al suelo cuando él decidió dejar el poste y apoyar en ella su peso.

– ¿Viene? -le preguntó él, sonriendo.

Ella se apartó de un salto.

– Ahora sí que sé que está afiebrado.

Él levantó la mano para tocarse la frente, pero se golpeó la nariz.

– ¡Ay! -aulló.

Ella hizo un gesto de compasión. Él subió la mano hasta la frente.

– Mmm, podría tener un poco de fiebre.

Podía ser un gesto de familiaridad horroroso, pensó ella, pero estaba en juego la salud de un hombre, de modo que le tocó la frente. No estaba ardiendo, pero tampoco estaba fresca.

– Tiene que quitarse esa ropa mojada.

Inmediatamente. Benedict se miró y pestañeó, como si ver su ropa empapada fuera una sorpresa.

– Sí -musitó, pensativo-. Creo que sí. -Llevó las manos a los botones, pero los dedos pegagosos y adormecidos se le resbalaban. Finalmente se encogió de hombros y la miró, impotente-. No puedo.

– Ay, Dios. Déjeme… -Empezó a desabotonarle el primer botón, retiró las manos, nerviosa, y al cabo de un instante, apretó los dientes y volvió a intentarlo. Los fue desabotonando rápidamente, tratando de desviar la vista a medida que se iba abriendo la camisa dejando al descubierto otro trocito más de piel-. Ya casi está, sólo un momento más.

Él no contestó nada, así que alzó la vista y lo miró. Estaba con los ojos cerrados y el cuerpo se le mecía ligeramente. Si no hubiera estado de pie, ella habría jurado que estaba dormido.

– ¿Señor Bridgerton? -le dijo suavemente-. ¿Señor Bridgerton?

Él levantó bruscamente la cabeza.

– ¿Que? ¿Qué?

– Se ha quedado dormido.

Él cerró y abrió los ojos, confuso.

– ¿Qué tiene de malo eso?

– No se puede quedar dormido con la ropa puesta.

Él se miró.

– ¿Cómo se me desabotonó la camisa?

Sin hacer caso de la pregunta, ella lo empujó hasta dejarlo con la parte de atrás de las piernas apoyadas en la cama.

– Siéntese -le ordenó.

Debió decirlo en el tono autoritario necesario, porque él obedeció.

– ¿Tiene algo seco para ponerse? -le preguntó.

Él se quitó la camisa y la dejó caer al suelo en un bulto informe.

– Nunca duermo vestido.

A Sophie le dio un vuelco el estómago.

– Bueno, creo que esta noche debería ponerse algo y… ¿Que hace?

Él la miró como si le hubiera hecho la pregunta más estúpida del mundo.

– Me estoy quitando las calzas.

– ¿No podría esperar a que yo le diera la espalda?

Él la miró sin expresión.

Ella también lo miró.

Él continuó mirándola. Finalmente dijo:

– ¿Y bien?

– ¿Y bien qué?

– ¿No se va a poner de espaldas?

– ¡Ah! -gritó ella, girándose de un salto, como si alguien le hubiera encendido fuego bajo los pies.

Moviendo cansinamente la cabeza de uno a otro lado, Benedick se movió hasta el borde de la cama y se quitó las medias. Que Dios lo protegiera de las señoritas remilgadas. Era una criada, por el amor de Dios. Aun en el caso de que fuera virgen, y dado su comportamiento, sospechaba que lo era, sin duda habría visto un cuerpo masculino. Las criadas se pasaban la vida entrando y saliendo de las habitaciones sin golpear a la puerta, llevando sábanas, toallas y lo que fuera. Era inconcebible que ella no se hubiera encontrado nunca ante un hombre desnudo.

Se quitó las calzas, tarea nada fácil, puesto que la tela estaba más que mojada y tuvo que desprendérsela de la piel. Cuando estaba totalmente desnudo, arqueó una ceja mirando la espalda de Sophie. Ella estaba muy rígida, con las manos fuertemente apretadas en puños a los costados.

Sorprendido, cayó en la cuenta de que verla lo hacía sonreír.

Comenzaba a sentirse un poco débil, y le llevó dos intentos lograr levantar la pierna lo suficiente para meterse en la cama. Con considerable esfuerzo se inclinó y levantó el borde del edredón, se arrastró un poco debajo y se cubrió el cuerpo. Por fin, absolutamente extenuado, apoyó la cabeza en la almohada y emitió un gemido.

– ¿Cómo se siente? -preguntó Sophie.

– Bien -trató decir con un enorme esfuerzo, pero lo que le salió fue una especie de «bomm».

La oyó moverse, y cuando logró reunir algo de energía, medio abrió un párpado. Ella estaba junto a la cama. Parecía preocupada.

Sin saber por qué, encontró agradable eso. Hacía mucho tiempo que una mujer que no fuera pariente estuviera preocupada por su bienestar.

– Estoy bien -dijo entre dientes, tratando de sonreírle tranquilizador.

Pero la voz le sonó como si viniera de un largo y angosto túnel. levantó una mano y se tiró la oreja. Le parecía que su boca hablaba tenue; el problema tenía que ser del oído.

– ¿Señor Bridgerton? ¿Señor Bridgerton?

Volvió a abrir un párpado.

– Vaya a acostarse -gruñó-. Séquese.

– ¿Está seguro?

Él asintió. Ya le resultaba muy difícil hablar.

– Muy bien. Pero voy a dejar abierta su puerta. Si necesita algo, llámeme.

Él volvió a asentir, o al menos lo intentó. Y al instante se quedó dormido.


Sophie tardó escasamente un cuarto de hora en los preparativos para acostarse. Estimulada por una sobreabundancia de energía nerviosa, se quitó la ropa mojada, se puso la seca y encendió el hornillo de su habitación, pero tan pronto como su cabeza tocó la almohada cayó rendida por un agotamiento total y absoluto, que parecía proceder de sus mismos huesos.

Había sido un día muy, muy largo, pensó adormilada. Un día realmente larguísimo, entre atender a sus quehaceres de la mañana, correr por toda la casa para escapar del asedio de Cavender y sus amigos… Se le cerraron los párpados. Sí, el día había sido extraordinariamente largo y…

De repente se sentó en la cama sobresaltada. El fuego del hornillo ardía suave, lo que significaba que debió quedarse dormida. Pero estaba agotadísima cuando se durmió, por lo tanto algo tuvo que despertarla. ¿Sería el señor Bridgerton? ¿La habría llamado? Cuando lo dejó para venir a acostarse no tenía muy buen aspecto, pero tampoco estaba a las puertas de la muerte.

Bajó de la cama de un salto, cogió una vela y corrió hacia la puerta de la habitación. Allí tuvo que cogerse la cinturilla de las calzas prestadas por Benedict, porque le iban bajando por las caderas. Cuando salió al corredor oyó el sonido que debió despertarla.

Era un gemido ronco, al que siguió un ruido de movimiento agitado y luego algo que sólo podía interpretarse como un quejido.

A toda prisa entró en la habitación de Benedict y se detuvo junto al hornillo a encender la vela. Él yacía en su cama con una inmovilidad casi antinatural. Se le acercó un poco, con los ojos fijos en su pecho. Sabía que no podía estar muerto, pero se sintió muchísimo mejor al ver que el pecho le subía y le bajaba con la respiración.

– ¿Señor Bridgerton? -susurró-. ¿Señor Bridgerton?

No hubo respuesta.

Se acercó otro poco y se inclinó sobre la cama.

– ¿Señor Bridgerton?

Él sacó bruscamente la mano y le cogió el hombro haciéndola perder el equilibrio y caer encima de la cama.

– ¡Señor Bridgerton! ¡Suélteme! -chilló.

Pero él comenzó a moverse, agitado, gimiendo y girándose a un lado y otro de la cama. Su cuerpo despedía tanto calor que ella comprendió que estaba muy afiebrado.

Cuando logró liberarse y bajar de la cama, él continuaba agitado, dándose vueltas y vueltas, y hablando dormido, encadenando palabras que formaban frases sin ningún sentido.

Después de observarlo un momento en silencio le puso la mano en la frente. La tenía ardiendo.

Se mordió el labio inferior, pensando qué podía hacer. No tenía ninguna experiencia en atender enfermos con fiebre, pero le parecía que lo lógico sería enfriarlo. Por otro lado, siempre había visto que las habitaciones de enfermos las mantenían calientes, bien cerradas para que no entrara aire, o sea que quizá…

En ese momento Benedict se dio otra vuelta y musitó:

– Bésame.

Sophie soltó la cinturilla de las calzas y éstas cayeron al suelo. Se le escapó un gritito y se apresuró a agacharse y cogerlas. Sujetando firmemente la cinturilla con la mano derecha, alargó la izquierda para darle unas palmaditas en la mano, pero lo pensó mejor y la retiro.

– Está soñando, señor Bridgerton -dijo.

– Bésame -repitió él.

A la tenue luz de la solitaria vela vio que a él se le movían rápidamente los ojos bajo los párpados. Qué increíble ver soñar a otra persona, pensó.

– ¡Bésame, caramba! -gritó él de pronto.

Sophie dio un salto atrás, sorprendida y se apresuró a afirmar la vela en la mesilla.

– Señor Bridgerton… -comenzó, con toda la intención de explicarle por qué no podía ni siquiera ocurrírsele besarlo, pero entonces pensó ¿por qué no?

Con el corazón desbocado, se inclinó y depositó unos suavísimos, ligerísimos besos en sus labios.

– Te amo -susurró-. Siempre te he amado.

Con un inmenso alivio, vio que él no se movía. Ése no era precisamente un momento que deseara que él recordara por la mañana. Y justo cuando acababa de convencerse de que él había vuelto a dormirse profundamente, él comenzó a mover la cabeza de un lado a otro, dejando profundas depresiones en la almohada de plumas.

– ¿Dónde estás? -gruñó él, con voz ronca-. ¿Dónde te has metido?

– Estoy aquí -contestó ella.

Él abrió los ojos y por un instante pareció estar totalmente lúcido.

– No tú -dijo y volviendo a cerrar los ojos continuó moviendo la cabeza de lado a lado.

– Bueno, yo soy lo único que tiene -masculló Sophie-. No se mueva -añadió con una risita nerviosa-. Vuelvo enseguida.

Y con el corazón acelerado por el miedo y los nervios, salió corriendo de la habitación.

Si algo había aprendido Sophie en sus tiempos de criada era que la mayoría de las casas se organizaban esencialmente de la misma manera. Y por ese motivo no tuvo ningún problema para encontrar sábanas limpias para cambiarle las mojadas a Benedict; también encontró un jarro, que llenó de agua fría, y unas cuantas toallitas para humedecerle la frente.

Cuando entró en el dormitorio, él yacía inmóvil otra vez, pero su respiración era superficial y rápida. Volvió a tocarle la frente; no podía estar segura, pero le pareció que estaba más caliente.

Dios santo; ésa no era buena señal, y ella no estaba en absoluto cualificada para atender a un paciente con fiebre. Ni Araminta, ni Rosamund ni Posy habían estado enfermas ni un solo día, jamás, y los Cavender eran personas extraordinariamente sanas también. Lo más cercano a cuidar de un enfermo que había hecho en toda su vida era atender a la madre de la señora Cavender, que no podía caminar. Pero jamás había cuidado de alguien con fiebre.

Metió una toallita en la jarra y la estrujó para que no chorreara.

– Esto tendría que hacerle sentir mejor -susurró, aplicándosela cuidadosamente sobre la frente-. Al menos eso espero -añadió, en tono muy poco seguro.

Él no hizo el menor intento de retirar la cabeza al contacto con la mojada y fría toalla. Eso ella lo interpretó como excelente señal, de modo que mojó y estrujó otra. Pero no tenía idea de dónde podía ponerla. El pecho no le pareció un lugar adecuado, y de ninguna manera iba a bajarle la manta hasta más abajo de la cintura, a no ser que el pobre hombre estuviera en las puertas de la muerte, y aún en ese caso, no sabía qué demonios podría hacer por ahí abajo que lo resucitara. Así que finalmente le pasó la toalla mojada por detrás de las orejas y por los costados del cuello.

– ¿Se siente mejor con esto? -le preguntó, sin esperar respuesta, lógicamente, sino pensando que debía continuar con su conversación unilateral-. La verdad es que no sé mucho de cuidar enfermos, pero me parece que le iría bien algo fresco en la frente. Si yo estuviera enferma, seguro que me gustaría.

Él se movió inquieto, musitando palabras incoherentes.

– ¿Ah, sí? -contestó ella, tratando de sonreír pero sin conseguirlo-. Me alegra que piense eso.

Él masculló otra cosa.

– No -dijo ella, pasándole la toalla fresca por la oreja-. Me parece mejor lo que dijo primero.

Él se quedó inmóvil.

– Será un placer para mí reconsiderarlo -dijo ella, preocupada-. No se ofenda, por favor.

Él no se movió.

Sophie suspiró. No se podía conversar mucho rato con un hombre inconsciente sin empezar a sentirse absolutamente idiota. Le quitó la toalla de la frente y puso la mano. La sintió pegajosa; pegajosa y todavía caliente, combinación que no habría creído posible.

Dedidió no volver a ponerle la toalla, así que la dejó encima de la jarra. Era muy poco lo que podía hacer por él en ese preciso momento, de modo que se incorporó, y para estirar las piernas dio una lenta vuelta por la habitación, deteniéndose a coger y examinar desvergonzadamente todo lo que podía cogerse y también examinando algunas de las cosas fijas.

La colección de retratos en miniaturas fue su primera parada. Había nueve sobre el escritorio; coligió que eran de los padres y hermanos de Benedict. Comenzó a poner las de los hermanos por orden de edad, pero luego se le ocurrió que lo más probable era que los retratos no se hubieran pintado todos al mismo tiempo, por lo que igual podía estar mirando el retrato de su hermano mayor a los quince años y el del hermano menor a los veinte.

La sorprendió lo mucho que se parecían todos: el mismo color de pelo, castaño oscuro, las bocas anchas, y la elegante estructura ósea. Los miró detenidamente tratando de comparar el color de los ojos, pero eso le resultó imposible a la tenue luz de la vela; además, normalmente en los retratos en miniatura no se distinguía bien el color de los ojos.

Junto a las miniaturas estaba el jarrón con la colección de piedras. Cogió unas cuantas y, una a una, las hizo rodar un poco en la mano. «¿Por qué son tan especiales para ti?», pensó en un susurro, devolviéndolas con sumo cuidado a su lugar. A ella le parecían simples piedras, pero tal vez él las encontraba más interesantes y únicas porque representaban recuerdos especiales. Encontró un pequeño cofre de madera que le fue absolutamente imposible abrir; tenía que ser una de esas cajas con truco de que había oído hablar, que venían de Oriente. Y lo más curioso, a un lado del escritorio había un gran cuaderno de dibujo; estaba lleno de dibujos a lápiz, principalmente paisajes, pero también algunos retratos. ¿Los había dibujado Benedict? Miró de cerca el margen inferior de cada dibujo; las pequeñas iniciales parecían ser dos bes.

Se le escapó una exclamación ahogada y una sonrisa no invitada le iluminó la cara. Jamás se habría imaginado que Benedict era un artista. Jamás había leído nada acerca de eso en Whistledown, y ciertamente eso era algo que la columnista de cotilleo podría haber descubierto a lo largo de los años.

Llevó el cuaderno cerca de la mesilla para examinarlo a la luz de la vela y fue pasando las páginas. Deseó sentarse a mirarlo y dedicar diez minutos a contemplar cada dibujo, pero consideró intromisión examinar sus dibujos con tanto detalle; tal vez sólo quería justificar su fisgoneo, pero no encontraba tan incorrecto echarles una mirada.

Los paisajes eran variados. Algunos eran de Mi Cabaña (¿o debía llamarla Su Cabaña?) y otros eran de una casa más grande; supuso que ésa era la casa de campo de la familia Bridgerton. En la mayoría de los paisajes no había ninguna estructura arquitectónica, sólo un arroyo burbujeante, un árbol agitado por el viento, una pradera bajo la lluvia. Y lo pasmoso era que los dibujos captaban el momento, verdadero y completo. Habría jurado que el agua del arroyo burbujeaba y que el viento agitaba las hojas de ese árbol.

El número de retratos era menor, pero ella los encontró infinitamente más interesantes. Había varios de una niña que tenía que ser su hermana menor, y unos cuantos de una mujer que supuso era su madre. Uno de los que más le gustó representaba un juego al aire libre. Al menos cinco hermanos Bridgerton sostenían unas largas mazas, y una de las niñas, dibujada en primer plano, estaba a punto de golpear una bola para hacerla pasar por un aro; tenía la cara arrugada por la concentración.

El dibujo le provocó deseos de reírse fuerte. Sintió la alegría de ese día, y eso la hizo sentir ansias de tener una familia.

Miró a Benedict, que seguía durmiendo apaciblemente. ¿Comprendería él la suerte que tenía por haber nacido en ese numeroso y amoroso clan?

Exhalando un largo suspiro, continuó pasando las páginas hasta que llegó al final. El último dibujo era diferente de los demás porque parecía ser una escena nocturna, y la mujer que llevaba recogida la falda hasta más arriba de los tobillos e iba corriendo por…

¡Buen Dios! Ahogó una exclamación, pasmada. ¡Era ella!

Se acercó el dibujo a la cara. Él había captado a la perfección los detalles del vestido, ese vestido maravilloso, mágico, que fuera suyo por una sola noche. Había recordado incluso sus guantes largos hasta los codos, y los detalles de su peinado. Su cara era menos reconocible, pero eso había que disculparlo, puesto que nunca se la había visto entera.

Bueno, nunca hasta esa noche.

En ese momento Benedict emitió un gemido y cuando ella lo miró vio que se estaba moviendo inquieto. Cerró el cuaderno y fue a dejarlo en su lugar. Después se acercó a la cama.

– ¿Señor Bridgerton? -susurró.

Cómo deseaba llamarlo Benedict, tutearlo. Así era como pensaba en él; así lo había llamado siempre en sus sueños esos dos largos años. Pero eso sería una familiaridad inexcusable, y ciertamente no iba bien con su posición como criada.

– ¿Señor Bridgerton? -repitió-. ¿Se siente mal?

Él abrió los ojos.

– ¿Se le ofrece algo?

Él cerró y abrió los ojos varias veces, y ella no pudo saber si la había oído o no. Parecía tener los ojos desenfocados, y ni siquiera podía saber si la veía.

– ¿Señor Bridgerton?

– Sophie -dijo él, con voz rasposa. Seguro que tenía la garganta seca e irritada-. La criada.

– Estoy aquí -dijo ella, asintiendo-. ¿Qué se le ofrece?

– Agua.

– Enseguida.

Había metido las toallitas en el agua de la jarra, pero decidió que ése no era el momento para ser delicada, de modo que cogió el vaso que había subido de la cocina y lo llenó.

– Tenga.

Él tenía las manos temblorosas, de modo que ella continuó sujetando el vaso mientras él se lo llevaba a la boca. Bebió dos sorbos y volvió a poner la cabeza en la almohada.

– Gracias -susurró.

Sophie le tocó la frente. Seguía caliente, pero él parecía estar lúcido otra vez, por lo que decidió interpretar eso como señal de que había empezado a bajarle la fiebre.

– Creo que se sentirá mejor por la mañana.

Él se rió. No fuerte ni con nada parecido a vigor, pero se rió.

– No lo creo -graznó.

– Bueno, no totalmente recuperado -concedió ella-, pero creo que se sentirá mejor que ahora.

– Bueno, sería difícil que me sintiera peor.

Sophie le sonrió.

– ¿Se siente capaz de moverse hacia un lado de la cama para que pueda cambiarle las sábanas?

Él asintió e hizo lo que le pedía. Después cerró los ojos cansados, mientras ella iba de uno a otro lado de la cama.

– Ése es un buen truco -comentó cuando ella terminó.

– La madre de la señora Cavender solía ir de visita con frecuencia -explicó ella-. Estaba postrada en cama, así que tuve que aprender a cambiarle las sábanas sin que ella se levantara. No es demasiado difícil.

Él asintió.

– Ahora me volveré a dormir.

Sophie le dio una palmadita tranquilizadora en el hombro, no pudo evitarlo.

– Se sentirá mejor por la mañana -susurró-. Se lo prometo.

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