Qué agitación y prisas en Bruton Street. El viernes por la mañana vieron salir corriendo de su casa a la vizcondesa Bridgerton viuda acompañada por su hijo Benedict. El señor Bridgerton prácticamente arrojó a su madre dentro de un coche, y al instante partieron como alma que lleva el diablo. Francesca y Hyacinth se quedaron en la puerta, y esta cronista ha sabido de muy buena tinta que se oyó exclamar a Francesca una palabra muy impropia de una dama.
Pero la casa Bridgerton no es la única en que se ha visto semejante agitación. También ha habido muchísima actividad en la casa de las Penwood, la que culminó en una pelea en público, en la escalinata de entrada de la casa, entre la condesa y su hija, la señorita Posy Reiling.
Puesto que esta cronista nunca le ha tenido simpatía a lady Penwood, sólo puede exclamar: «¡Hurra por Posy!»
Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 16 de junio de 1817
Hacía frío, un frío tremendo. Y se oía un desagradable ruido de furtivos correteos por los rincones, correteos que no dejaban ninguna duda de que eran de animalillos de cuatro patas. O incluso peor, de animales de cuatro patas. O, para ser más exactos, de versiones grandes de animalillos de cuatro patas.
Ratas.
– Ay Dios -gimió Sophie.
No tenía por costumbre pronunciar el nombre del Señor en vano, pero ése le pareció tan buen momento como cualquiera para empezar. Tal vez él la oiría, y tal vez él castigaría a las ratas. Sí, eso iría muy bien: un buen golpe con un rayo. Un rayo grande, de proporciones bíblicas. El rayo golpearía la tierra, se extendería como tentáculos eléctricos alrededor del globo y achicharraría a todas las ratas.
Era un sueño bonito para tener ahí, junto con aquel en que se encontraba viviendo feliz para siempre como la señora de Benedict Bridgerton.
Hizo una rápida inspiración al sentir atravesado el corazón por una repentina punzada de dolor. De los dos sueños, temía que el que tenía más probabilidades de hacerse realidad era el del raticidio.
Estaba sola. Absoluta y verdaderamente sola. No entendía por qué eso le dolía tanto, porque, la verdad, siempre había estado sola. Desde que su abuela la depositara en la escalinata de la entrada principal de Penwood Park no había tenido jamás a nadie que la defendiera, a ninguna persona que pusiera los intereses de ella por encima, o siquiera al mismo nivel, de los propios.
Le gruñó el estómago, recordándole que podía añadir hambre a su creciente lista de desgracias.
Y sed. No le habían llevado ni siquiera un sorbo de agua para beber. Empezaba a tener fantasías muy raras con el té.
Hizo una larga y lenta espiración, procurando no olvidar que debía inspirar por la boca después. La hediondez era espantosa, abrumadora. Le habían dado un tosco orinal para que aliviara sus necesidades corporales, pero hasta el momento había tratado de usarlo con la menor frecuencia posible. Habían vaciado el orinal antes de arrojarlo dentro de su celda, pero no lo habían limpiado, y cuando lo cogió notó que estaba mojado, lo cual la impulsó a soltarlo inmediatamente, con todo el cuerpo estremecido de repugnancia.
Claro que había vaciado muchos orinales en su vida, pero las personas para las que trabajaba por lo general se las arreglaban para acertar dentro, por así decirlo. Por no decir que siempre había podido lavarse las manos después.
Y allí, además del frío y el hambre, no podía ni sentirse limpia en su piel.
Era una sensación horrible.
– Tienes una visita.
Sophie se puso de pie de un salto al oír la voz bronca y hostil del alcaide. ¿Podría ser que Benedict hubiera descubierto dónde estaba? ¿Podría ser que hubiera deseado acudir en su ayuda? ¿Habría…?
– Bueno, bueno, bueno.
Era Araminta. Se le cayó el corazón al suelo.
– Sophie Beckett -cacareó Araminta, acercándose a la celda y cubriéndose la nariz con un pañuelo como si Sophie fuera la causa del hedor-. Nunca me habría imaginado que fueras a tener la audacia de enseñar tu cara en Londres.
Sophie cerró firmemente la boca para obligarse a no hablar. Araminta quería enfurecerla con burlas, y de ninguna manera le daría esa satisfacción.
– Las cosas no van bien para ti, me temo -continuó Araminta, sacudiendo la cabeza en fingida compasión. Se acercó otro poco y susurró-. El magistrado no siente mucha simpatía por los ladrones.
Sophie se cruzó de brazos y se puso a mirar fijamente la pared. Si miraba a Araminta, aunque sólo fuera fugazmente, no sería capaz de resistirse a abalanzarse sobre ella y seguro que los barrotes de la celda le lastimarían gravemente la cara.
– Ya le pareció mal el robo de las pinzas de los zapatos -continuó Araminta, dándose golpecitos en el mentón con el índice-, pero se puso muy furioso cuando le informé del robo de mi anillo de bodas.
– ¡Yo no…!
Alcanzó a reprimir el resto de la exclamación; justamente eso era lo que deseaba Araminta: sacarla de quicio.
– ¿Ah, no? -replicó Araminta, sonriendo maliciosamente y agitando los dedos-. Parece que no lo llevo, y es tu palabra contra la mía.
Sophie abrió la boca, pero de ella no salió ningún sonido. Araminta tenía razón; ningún juez aceptaría su palabra contra la de la condesa de Penwood.
Araminta sonrió con una expresión vagamente felina.
– El hombre de la puerta, creí oírle decir que era el alcaide, dijo que no es probable que te cuelguen, así que no tienes por qué preocuparte en ese punto. La deportación es una consecuencia mucho más probable.
Sophie casi se echó a reír. Sólo el día anterior había estado haciendo planes para emigrar a Estados Unidos. Y al parecer sí dejaría Inglaterra, aunque su destino sería Australia. E iría encadenada.
– Suplicaré que tengan clemencia -dijo Araminta-. No quiero que te maten, sólo quiero que… te marches.
– Todo un modelo de caridad cristiana -masculló Sophie-. Seguro que el juez se conmoverá.
Araminta se pasó distraídamente los dedos por la sien echándose atrás un mechón.
– Pero ¿no será conmovedor? -dijo, mirándola y sonriendo, con una expresión dura, lúgubre.
Repentinamente Sophie sintió la urgente necesidad de saber…
– ¿Por qué me odia? -preguntó en un susurro.
Araminta estuvo un momento mirándola fijamente y después contestó:
– Porque él te amaba.
Sophie no pudo decir nada, muda por la sorpresa.
Los ojos de Araminta brillaron con una dureza que los hacían parecer quebradizos.
– Jamás le perdonaré eso.
Sophie negó con la cabeza, incrédula.
– Nunca me amó.
– Te vestía, te alimentaba -dijo Araminta, entre dientes, con los labios fruncidos-. Me obligó a vivir contigo.
– Eso no era amor. Eso era sentimiento de culpabilidad. Si me hubiera amado no me habría dejado con usted. No era estúpido, tenía que saber lo mucho que usted me odiaba. Si me hubiera amado no me habría olvidado en su testamento. Si me hubiera amado… -no pudo continuar, atragantada con sus palabras.
Araminta se cruzó de brazos.
– Si me hubiera amado -continuó Sophie-, se habría tomado el tiempo para hablar conmigo. Podría haberme preguntado como me había ido el día, o qué estaba estudiando, o si me gustaba el desayuno. -Tragó saliva para evitar un sollozo, y se volvió de espaldas. Le resultaba muy difícil mirar a Araminta en ese momento-.Nunca me amó -dijo en voz baja-. No sabía amar.
Durante un largo rato ninguna de las dos dijo nada.
– Quería castigarme -dijo Araminta finalmente.
Sophie se giró lentamente.
– Por no darle un heredero -continuó Araminta, y las manos comenzaron a temblarle-. Me odiaba por eso.
Sophie no supo qué decir. No sabía si había algo que decir. Pasado otro largo rato, Araminta volvió a hablar:
– Al principio te odiaba porque eras un insulto para mí. Ninguna mujer debería tener que albergar a la bastarda de su marido.
Sophie guardó silencio.
– Pero después… pero después…
Ante la enorme sorpresa de Sophie, Araminta se apoyó en la pared como desmoronada, como si los recuerdos la hubieran despojado de toda su fuerza.
– Pero después eso cambió -dijo Araminta al fin-. ¿Cómo él pudo tenerte a ti con una puta y yo no pude darle un hijo?
Sophie no le vio mucha utilidad a defender a su madre.
– No sólo te odiaba -continuó Araminta en un susurro-Odiaba verte.
Eso no sorprendió a Sophie.
– Odiaba oír tu voz; odiaba ver que tus ojos eran iguales a los de él; odiaba saber que estabas en mi casa.
– Era mi casa también -dijo Sophie tranquilamente.
– Sí. Lo sé. También odiaba eso.
De pronto Sophie levantó la cara y la miró a los ojos.
– ¿A qué ha venido? ¿No le basta lo que ha hecho? Ya ha conseguido que me deporten a Australia.
Araminta se encogió de hombros.
– No sé, parece que no puedo mantenerme alejada. Hay algo tan agradable en verte en prisión. Tendré que estar tres horas en la bañera para quitarme la fetidez, pero vale la pena.
– Entonces ha de disculparme si voy a sentarme en el rincón y hago como que leo un libro -espetó Sophie-. No hay nada agradable en verla a usted.
Fue hasta la destartalada banqueta de tres patas que era el único mueble de su celda y se sentó, procurando disimular lo desgraciada que se sentía. Araminta la había derrotado, cierto, pero no destrozado el alma, y de ninguna manera permitiría que creyera eso.
Se cruzó de brazos, sentada de espaldas a la puerta de la celda, con el oído atento a cualquier sonido que indicara que Araminta se marchaba.
Pero Araminta continuó allí.
Finalmente, pasados unos diez minutos de esa tontería, Sophie se levantó de un salto y gritó:
– i¿Se va a marchar?!
Araminta ladeó ligeramente la cabeza.
– Estoy pensando -dijo.
Sophie deseó preguntarle «¿en qué?», pero sintió un poco de miedo de oír la respuesta.
– Me gustaría saber cómo es la vida en Australia -musitó Araminta-. Nunca he estado allí, naturalmente; ninguna persona civilizada que yo conozca consideraría la posibilidad de ir allí. Pero he oído decir que el clima es tremendamente caluroso. Y tú con esa piel tan blanca. Ese precioso cutis tuyo no va a sobrevivir a ese ardiente sol. De hecho…
Pero una repentina conmoción en el corredor que hacía esquina con ése interrumpió lo que fuera que iba a decir (afortunadamente, porque Sophie ya temía verse impulsada a intentar asesinarla si oía una palabra más).
– ¿Qué demonios pasa? -exclamó Araminta, retrocediendo unos pasos y estirando el cuello para ver mejor hacia el otro corredor. En ese instante Sophie oyó una voz muy conocida.
– ¿Benedict? -musitó.
– ¿Qué has dicho? -le preguntó Araminta.
Pero Sophie ya estaba con la cara pegada a los barrotes de su celda.
– ¡He dicho «déjenos pasar»! -tronó la voz de Benedict.
Sophie olvidó que no deseaba particularmente que los Bridgerton la vieran en ese degradante lugar. Olvidó que no tenía ningún futuro con Benedict. Lo único que fue capaz de pensar fue que él estaba ahí, que había venido a por ella.
– ¡Benedict! – gritó. Si hubiera podido pasar la cabeza por entre los barrotes lo habría hecho.
Entonces resonó en el aire un fuerte golpe, claramente el de un puño contra hueso, seguido por un ruido más apagado, lo más probable el de un cuerpo al encontrarse con el suelo.
Se oyeron pasos apresurados y entonces…
– ¡Benedict!
– ¡Sophie! Dios mío, ¿cómo estás?
Benedict pasó las manos por entre los barrotes y las ahuecó en sus mejillas. Sus labios encontraron los de ella. El beso no fue uno de pasión sino de terror y alivio.
– ¿Señor Bridgerton? -graznó Araminta.
Con un esfuerzo, Sophie logró apartar los ojos de Benedict para mirar la horrorizada cara de Araminta. En la agitación y emoción del momento había olvidado que Araminta aún no sabía nada sobre sus lazos con la familia Bridgerton.
Ése era uno de los momentos más perfectos de su vida. Tal vez eso significaba que era una persona frívola, pensó. Tal vez significaba que no tenía en el orden adecuado sus prioridades. Pero simplemente le encantó que Araminta, para quien la posición social y el poder lo eran todo, fuera testigo de ese beso dado por uno de los solteros más codiciados de Londres.
Claro que también estaba muy feliz de ver a Benedict.
Benedict se apartó de mala gana, sus manos acariciándole suavemente la cara mientras retrocedía unos pasos. Después se cruzó de brazos y dirigió a Araminta una mirada de furia capaz de chamuscar la tierra.
– ¿De qué la acusa? -le preguntó.
Los sentimientos de Sophie hacia Araminta bien podían calificarse de «aversión extrema», pero jamás habría calificado a la mujer de estúpida. Pero en ese momento pensó que tal vez tendría que reevaluar ese juicio, porque Araminta, en lugar de echarse a temblar y acobardarse ante esa furia, plantó las manos en sus caderas y chilló:
– ¡Robo!
En ese momento apareció lady Bridgerton en la esquina del corredor.
– No creo que Sophie haya hecho algo así -dijo, corriendo a ponerse al lado de su hijo. Miró a Araminta un momento, con los ojos entornados-. Y usted nunca me ha caído bien, lady Penwood -añadió, en tono bastante desdeñoso.
Araminta retrocedió un paso y se puso una mano en el pecho, ofendida.
– No se trata de mí -resopló. Dirigió una mirada fulminante a Sophie-. Se trata de esa muchacha, que tuvo la audacia de robarme mi anillo de bodas.
– No le he robado su anillo de bodas, y lo sabe -protestó Sophie-. Lo último que querría de usted…
– ¡Robaste las pinzas de mis zapatos!
Sophie apretó los labios en una línea belicosa.
– ¡Ja! ¿Lo ven? -exclamó Araminta, mirando alrededor como para contar cuántas personas habían visto-. Clara admisión de culpa.
– Es su hijastra -rechinó Benedict-. Jamás tendría que haber estado en una posición en que se le ocurriera que tenía que…
– ¡No se atreva a llamarla jamás hijastra mía! -chilló Araminta con la cara contorsionada y roja-. No significa nada para mí. ¡Nada!
– Con su perdón -terció lady Bridgerton en un tono extraordinariamente amable-, pero si de verdad no significara nada para usted, no estaría en esta asquerosa prisión intentando hacerla colgar por robo.
Araminta se salvó de tener que contestar por la llegada del magistrado, seguido por un malhumorado alcaide que, daba la casualidad, también llevaba un ojo sorprendentemente morado.
Puesto que el alcaide le había dado una palmada en el trasero cuando la arrojó de un empujón en la celda, Sophie no pudo resistir una sonrisa.
– ¿Qué pasa aquí? -preguntó el magistrado.
– Esa mujer -dijo Benedict, imposibilitando con su voz fuerte y grave cualquier otro intento de contestar- ha acusado de robo a mi novia.
¿Novia? Sophie consiguió mantener la boca bien cerrada, pero de todos modos tuvo que cogerse firmemente de los barrotes de la celda porque las piernas se le habían convertido en agua.
– ¿Novia? -exclamó Araminta.
El magistrado se irguió en toda su estatura.
– ¿Y puede saberse quién es usted, señor? -preguntó, muy consciente de que Benedict era alguien importante, aunque no sabía exactamente quién.
Benedict se cruzó de brazos y dijo su nombre. El magistrado palideció.
– ¿Algún parentesco con el vizconde?
– Es mi hermano.
– Y ella… -tragó saliva y apuntó a Sophie- ¿es su novia?
Sophie esperó que algún signo sobrenatural agitara el aire, marcando a Benedict como mentiroso, pero ante su sorpresa, no ocurrió nada. Vio incluso que lady Bridgerton asentía.
– No puede casarse con ella -dijo Araminta. Benedict giró la cabeza hacia su madre.
– ¿Hay algún motivo que indique la necesidad de que yo consulte a lady Penwood sobre esto?
– Ninguno que se me ocurra -repuso lady Bridgerton.
– No es otra cosa que una puta -siseó Araminta-. Su madre era una puta y eso se here… ¡ay!
Benedict la había cogido por el cuello antes de que alguien se diera cuenta de que se había movido.
– No me obligue a golpearla -gruñó.
El magistrado le tocó el hombro.
– Debería soltarla, de verdad.
– ¿Podría amordazarla?
El magistrado pareció dudoso, pero finalmente negó con la cabeza.
Benedict soltó a Araminta con visible renuencia.
– Si se casa con ella -dijo Araminta, masajeándose el cuello-,me encargaré de que todo el mundo se entere de quién es: la hija bastarda de una puta.
– Me parece que no necesitamos ese tipo de lenguaje -dijo severamente el magistrado a Araminta.
– Le aseguro que no tengo la costumbre de hablar de esa manera -repuso ella, sorbiendo desdeñosamente por la nariz-, pero la ocasión justifica un lenguaje fuerte.
Sophie se mordió un nudillo al ver a Benedict flexionando y estirando los dedos de un modo de lo más amenazador. Estaba claro que él pensaba que la ocasión justificaba puños fuertes.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Araminta.
– La ha acusado de un delito muy grave. -Tragó saliva-. Y se va a casar con un Bridgerton.
– Yo soy la condesa de Penwood -chilló Araminta-. ¡Condesa!
El magistrado miró de uno en uno a los ocupantes del corredor. En calidad de condesa, Araminta tenía el rango superior, pero al mismo tiempo era sólo una Penwood contra dos Bridgerton, uno de los cuales era muy corpulento, estaba muy furioso y ya había metido su puño en el ojo del alcaide.
– ¡Me robó! -gritó Araminta.
– ¡No, usted le robó a ella! -rugió Benedict.
Sus palabras produjeron un silencio instantáneo.
– ¡Le robó su infancia! -exclamó Benedict, estremecido de ira.
Había grandes lagunas en su conocimiento de la vida de Sophie, pero sabía que esa mujer había causado gran parte del sufrimiento que él siempre veía reflejado en el fondo de sus ojos verdes. Y estaría dispuesto a apostar que su querido y difunto padre era el causante del resto. Miró al magistrado y explicó:
– Mi novia es la hija ilegítima del difunto conde de Penwood. Y a eso se debe que la condesa viuda la haya acusado falsamente de robo. Su motivo es venganza y odio, pura y simplemente.
El magistrado pasó la mirada de Benedict a Araminta. Al cabo de un instante, dijo a Sophie:
– ¿Es cierto eso? ¿La han acusado falsamente?
– ¡Robó las pinzas de los zapatos! -chilló Araminta-. Juro por la tumba de mi marido que robó las pinzas.
– Vamos, madre, por el amor de Dios, yo cogí esas pinzas.
Sophie abrió la boca, pasmada.
– ¿Posy?
Benedict miró a la recién llegada, una jovencita baja, ligeramente regordeta, que claramente era la hija de la condesa. Después miró a Sophie, que se había puesto blanca como una sábana.
– Vete -siseó Araminta-. No tienes nada que hacer en esta discusión.
– Pues sí que tiene -dijo el magistrado a Araminta-, si ella cogió las pinzas de los zapatos. ¿Desea presentar cargos contra ella?
– ¡Es mi hija!
– ¡Pónganme en la celda con Sophie! -exclamó Posy, poniéndose una mano en el pecho con gran dramatismo-. Si la deportan por robo, a mí también deben deportarme.
Por primera vez en varias semanas, Benedict se sorprendió sonriendo.
El alcaide sacó sus llaves y dio un codazo al magistrado.
– ¿Señor? -dijo, titubeante.
– Guarde esas llaves -espetó el magistrado-. No vamos a encarcelar a la hija de la condesa.
– No las guarde todavía -terció lady Bridgerton-. Quiero libre inmediatamente a mi futura nuera.
El alcaide miró al magistrado, indeciso.
– Ah, pues, muy bien, déjela libre -dijo el magistrado apuntando en dirección a Sophie-. Pero nadie va a ir a ninguna parte mientras yo no haya aclarado esto.
Araminta se ofendió y refunfuñó, pero el alcaide abrió la puerta de la celda. Sophie salió y al instante avanzó para echarse en brazos de Benedict, pero el magistrado la interceptó estirando un brazo.
– No tan rápido. No tendremos ninguna reunión de tortolitos mientras yo no descubra a quién se ha de arrestar.
– No se va a arrestar a nadie -gruñó Benedict.
– ¡Irá a Australia! -chilló Araminta apuntando a Sophie.
– ¡Métanme en la celda! -suspiró Posy, poniéndose el dorso de la mano en la frente-. ¡Fui yo!
– Posy, ¿quieres callarte? -le susurró Sophie-. Créeme, no te conviene estar en esa celda. Es horrorosa. Y hay ratas.
Posy retrocedió, alejándose de la celda.
– Nunca recibirá otra invitación en esta ciudad -dijo lady Bridgerton a Araminta.
– ¡Soy condesa! -siseó Araminta.
– Y yo soy más popular -replicó lady Bridgerton.
Tan extrañas eran esas despectivas palabras en su boca que tanto Benedict como Sophie la miraron boquiabiertos.
– ¡Basta! -exclamó el magistrado. Miró a Posy y, señalando a Araminta, le preguntó-: -¿Es su madre?
Posy asintió.
– ¿Y confiesa haber sido usted la que robó las pinzas de los zapatos?
Posy volvió a asentir.
– Y nadie le ha robado su anillo de bodas. Está en su joyero, en casa.
Nadie hizo ninguna exclamación de sorpresa, porque a nadie sorprendió eso. Pero Araminta protestó de todos modos:
– ¡No está!
– En tu otro joyero -aclaró Posy-. El que guardas en el tercer cajón de la izquierda.
Araminta palideció.
– Parece que no tiene nada de qué acusar a la señorita Beckett. lady Penwood -dijo el magistrado.
Araminta se estremeció de rabia y estirando un brazo tembloroso apuntó con un dedo a Sophie:
– Me robó -dijo con voz ahogada y volvió sus ojos furiosos hacia Posy-. Mi hija miente. No sé por qué, y no sé que espera ganar con eso, pero miente.
Sophie sintió un desagradable revoloteo en el estómago. Posy iba a tener problemas terribles cuando volviera a su casa. Era imposible saber qué haría Araminta para vengar esa humillación en público. No podía permitir que Posy se echara la culpa por ella. Tenía que…
– Posy no…
Las palabras le salieron de la boca antes de tener tiempo para pensarlo, pero no pudo acabar la frase porque Posy le enterró el codo en el abdomen.
– ¿Iba a decir algo? -le preguntó el magistrado.
Sophie negó con la cabeza, sin poder hablar, sin aliento: Posy le había enviado el aliento a Escocia.
El magistrado exhaló un cansino suspiro y se pasó la mano por sus ralos cabellos rubios. Miró a Posy, después a Sophie, después a Araminta y después a Benedict. Lady Bridgerton se aclaró la garganta, obligándolo a mirarla a ella también.
– Es evidente que esto es muchísimo más que una pinza de zapato robada -dijo el magistrado, con una expresión que decía a las claras que preferiría estar en cualquier otra parte.
– Pinzas -corrigió Araminta sorbiendo por la nariz-. Eran dos.
– Sean una o dos, está claro que hay odio entre ustedes, y antes de condenar a nadie quiero saber por qué.
Durante un instante nadie habló, y de pronto hablaron todos a la vez.
– ¡Silencio! -rugió el magistrado-. Usted -señaló a Sophie-. Comience.
Al tener a todos los presentes pendientes de sus palabras, Sophie se sintió tremendamente tímida.
– Eehhh…
El magistrado se aclaró la garganta, muy audiblemente.
– Lo que dijo él es correcto -se apresuró a decir Sophie, señalando a Benedict-. Soy hija del conde de Penwood, aunque él nunca me reconoció como a tal.
Araminta abrió la boca para decir algo, pero el magistrado le dirigió una mirada tan fulminante que volvió a cerrarla.
– Viví en Penwood siete años antes de que ella se casara con el conde -continuó Sophie haciendo un gesto hacia Araminta-. El conde decía que era mi tutor, pero todos sabían la verdad. -Calló un momento, al recordar la cara de su padre, pensando que no debía sorprenderla el no poder imaginárselo con una sonrisa en la cara-. Me parezco mucho a él.
– Conocí a tu padre -dijo lady Bridgerton dulcemente-. Y a tu tía. Eso explica por qué desde el principio he tenido la impresión de que ya te conocía.
Sophie la miró y le sonrió, agradecida. En el tono de lady Bridgerton había un no sé qué muy tranquilizador, que le produjo un agradable calorcillo interior y la hizo sentirse un poco más segura.
– Continúe, por favor -dijo el magistrado.
Ella asintió y continuó:
– Cuando el conde se casó con la condesa, ella no quería que yo siguiera viviendo allí, pero él insistió. Yo lo veía muy rara vez, y no creo que pensara mucho en mí, pero me consideraba su responsabilidad y no quería que me echaran. Pero cuando murió… -Tragó saliva, para pasar el bulto que se le había formado en la garganta. Jamás había contado su historia a nadie; las palabras que salían de su boca se le antojaban raras, desconocidas-. Cuando murió, su testamento especificaba que la parte de lady Penwood se triplicaría si me mantenía en su casa hasta que yo cumpliera los veinte años. Y eso hizo ella. Pero mi posición cambió drásticamente. Me convertí en sirvienta. Bueno, no en sirvienta exactamente. -Sonrió irónica-. A una sirvienta se le paga. Así que, en realidad, podría decir que me convertí en una especie de esclava.
Miró a Araminta. Ésta estaba de brazos cruzados con la nariz apuntando hacia arriba y con los labios ligeramente fruncidos. De pronto cayó en la cuenta de las muchas veces que había visto esa misma expresión en la cara de Araminta; más veces que las que se atrevía a contar, tantas como para destrozarle el alma.
Sin embargo, allí estaba, sucia y sin un céntimo, pero con su mente y temple todavía fuertes.
– ¿Sophie? -dijo Benedict, mirándola con expresión preocupada-. ¿Te ocurre algo?
Ella negó lentamente con la cabeza, porque acababa de comprender que de verdad todo estaba bien. El hombre al que amaba acababa de pedirle (de un modo algo indirecto) que se casara con él, Araminta iba a recibir por fin el apaleo que se merecía, y a manos de los Bridgerton, nada menos, que la dejarían hecha jirones cuando acabaran, y Posy…, bueno, tal vez eso era lo más hermoso de todo. Posy, que siempre había deseado ser una hermana para ella, que jamás había tenido el valor de ser ella misma, se había enfrentado a su madre, y muy posiblemente la había salvado. Estaba segura al cien por cien que si Benedict no hubiera ido allí y declarado que ella era su novia, el testimonio de Posy habría sido lo único que la habría salvado de la deportación, o incluso de la ejecución. Y ella sabía mejor que nadie que Posy pagaría muy caro su valor. Era posible que Araminta ya estuviera planeando la manera de hacerle la vida un infierno.
Sí, todo estaba bien, y de pronto se sorprendió irguiéndose más.
– Permítanme que acabe mi historia -dijo-. Después que murió el conde, lady Penwood me mantuvo en su casa en calidad de doncella sin salario. Aunque la verdad es que yo hacía el trabajo de tres criadas.
– ¡Lady Whistledown dijo eso mismo el mes pasado! -exclamó Posy, entusiasmada-. Le dije a madre que…
– ¡Cierra la boca, Posy! -ladró Araminta.
– Cuando cumplí los veinte -continuó Sophie-, no me echó de casa. Hasta el día de hoy no sé por qué.
– Creo que ya hemos oído suficiente -dijo Araminta.
– Pues yo no creo que hayamos oído suficiente -ladró Benedict.
Sophie miró al magistrado, en busca de orientación. Él asintió, y ella continuó:
– Sólo puedo deducir que disfrutaba con tener a alguien a quien mandar. O tal vez le gustaba tener una criada a la que no tenía que pagarle. El conde no me dejó nada en su testamento.
– ¡Eso no es cierto! -exclamó Posy.
Sophie la miró asombrada.
– Te dejó dinero -insistió Posy.
Sophie sintió que se le aflojaba la mandíbula.
– Eso no es posible. Yo no tenía nada. Mi padre se preocupó de dejar asegurado mi mantenimiento hasta los veinte años, pero después de eso…
– Para después de eso te dejó una dote -dijo Posy con bastante energía.
– ¿Una dote?
– ¡Eso no es cierto! -chilló Araminta
– «Es» cierto -rebatió Posy-. No deberías dejar pruebas incriminatorias por ahí, madre. El año pasado leí la copia del testamento del conde. -Dirigiéndose a los demás presentes, añadió-: Estaba en el mismo joyero donde guardó su anillo de bodas.
– ¿Me robó la dote? -dijo Sophie a Araminta, con una voz que sonó apenas como un débil susurro.
Todos esos años había creído que su padre la dejó sin nada. Sabía que nunca la había amado, que la consideraba poco más que su responsabilidad, pero le dolió que le dejara dotes a Rosamund y a Posy, que ni siquiera eran hijas de él, y no a ella.
Jamás se le había ocurrido pensar que no le hubiera dejado nada adrede; había creído que, simplemente, la había olvidado.
Lo cual le sentaba peor que un desaire intencionado.
– Me dejó una dote -musitó, como desconcertada. -Tengo una dote -dijo a Benedict.
– No me importa si tienes o no tienes una dote -repuso él-. Yo no la necesito.
– A mí sí me importa -dijo ella-. Yo creía que me había olvidado. Todos estos años he creído que cuando hizo su testamento, simplemente se olvidó de mí. Sé que no podría haberle dejado dinero a su hija bastarda, pero él decía a todo el mundo que yo era su pupila. Y no había ningún motivo para que no asegurara el porvenir de su pupila. -Sin saber por qué, miró a lady Bridgerton-. Podría haber legado algo a su pupila. La gente hace eso todo el tiempo.
El magistrado se aclaró la garganta y miró a Araminta.
– ¿Y qué le ocurrió a esa dote?
Araminta no contestó.
Lady Bridgerton se aclaró la garganta.
– Creo que no es muy legal malversar la dote de una joven. -Sonrió, con una sonrisa muy satisfecha-. ¿Eh, Araminta?