Capítulo 12

Continúan las numerosas elucubraciones acerca de la desaparición de Benedict Bridgerton. Según Eloise Bridgerton, que siendo su hermana debe saberlo, él tendría que haber vuelto a la ciudad hace varios días.

Pero como ciertamente debe de reconocer Eloise, un hombre de la edad y talla del señor Bridgerton no tiene ninguna necesidad de informar de su paradero a su hermana menor.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 9 de mayo de 1817.


– Quieres que sea tu querida -dijo ella secamente.

Él la miró confundido, aunque ella no logró discernir si eso se debía a que su afirmación era demasiado obvia o a que no le gustó su elección de palabras.

– Quiero que estés conmigo -insistió él.

El momento era espantosamente doloroso, sin embargo ella se sorprendió casi sonriendo.

– ¿En qué difiere eso de ser tu querida?

– Sophie…

– ¿En qué es diferente? -repitió ella, con la voz casi estridente.

– No lo sé, Sophie -repuso él, impaciente-. ¿Tiene importancia?

– Para mí, sí.

– Muy bien -dijo él, en tono cortante-. Muy bien. Sé mi querida y ten esto.

Ella escasamente tuvo tiempo para ahogar una exclamación cuando los labios de él descendieron sobre los suyos con una pasión que le convirtió en agua las rodillas. Ése no era un beso como los anteriores; era violento de necesidad y mezclado con una extraña rabia.

Le devoraba la boca en una primitiva danza de pasión; sus manos parecían estar en todas partes, sobre sus pechos, alrededor de la cintura e incluso debajo de la falda; las deslizaba por su piel, acariciando, amasando, frotando. Y todo el tiempo la tenía tan fuertemente apretada contra él que ella pensó que se iba a derretir y meterse en su piel.

– Te deseo -dijo él ásperamente, buscando con los labios la hendidura de la base de la garganta-. Te deseo ahora mismo, te deseo aquí.

– Benedict…

– Te deseo en mi cama -gruñó él-. Te deseo mañana. Te deseo pasado mañana.

Y ella era tan mala, tan débil, que se entregó al momento, arqueando el cuello hacia atrás para que él tuviera más fácil acceso. Era tan agradable sentir sus labios en la piel, produciéndole estremecimientos y hormigueos hasta el centro mismo de su ser. La hacía desearlo, desear todas las cosas que no podía tener y maldecir las que podía.

Y sin saber cómo, de pronto estaba en el suelo y él tendido allí con ella, la mitad de su cuerpo sobre el de ella. Era tan grande, tan potente, y en ese momento, tan perfectamente de ella. Una pequeña parte de su mente seguía funcionando y le decía que tenía que decir no, tenía que poner fin a esa locura, pero, Dios la amparase, no podía. No todavía.

Llevaba tanto tiempo soñando con él, tratando de recordar el aroma de su piel, el sonido de su voz. Habían sido muchísimas las noches en que las fantasías con él eran lo único que le hacía compañía.

Había vivido de sueños, y no era una mujer a la que se le hicieran realidad muchos. No deseaba perder ese todavía.

– Benedict -susurró, acariciándole los sedosos cabellos, y simulando que él no acababa de pedirle que fuera su amante, que ella era otra persona, cualquier otra.

Cualquier mujer, excepto la hija bastarda de un conde muerto, sin medios para mantenerse a no ser sirviendo a otros.

Al parecer sus murmullos lo envalentonaron, y la mano que llevaba rato haciéndole cosquillas detrás de la rodilla empezó a deslizarse hacia arriba, acariciándole y apretándole la suave piel del muslo. Años de arduo trabajo la habían hecho delgada, no rellenita y curvilínea como estaba de moda, pero a él no pareció importarle. De hecho, sintió más acelerados los latidos de su corazón y notó que la respiración le salía en resuellos más roncos.

– Sophie, Sophie, Sophie -gimió él, deslizándole frenético los labios por la cara hasta volver a encontrarle la boca-. Te necesito. -Apretó contra ella las caderas-. ¿Sientes cómo te necesito?

– Yo también te necesito -susurró ella.

Y sí que lo necesitaba. Dentro de ella había un fuego que llevaba años ardiendo suave. Verlo lo había atizado, reencendido, y su contacto era como queroseno, que la estaba incendiando.

Con los dedos de una mano él manipuló los grandes y feos botones de la espalda de su vestido.

– Voy a quemar esto -gruñó, acariciándole implacablemente la tierna piel de la corva de la rodilla con la otra mano-. Te vestiré de sedas y satenes. -Pasó la boca a la oreja, mordisqueándole el lóbulo y luego lamiéndole la piel que unía la oreja a la mejilla-. Te vestiré sin nada.

Ella se puso rígida. Él se las había arreglado para decir aquello que le recordaba por qué estaba ahí, por qué él la estaba besando. Eso no era amor, ni ninguna de las tiernas emociones con que había soñado; era pura lujuria. Y quería convertirla en una mujer mantenida.

Tal como fuera su madre.

Ay, Dios, qué tentador era eso, qué terriblemente tentador. Él le ofrecía una vida de ocio y lujos, una vida con él.

Al precio de su alma.

No, eso no era totalmente cierto, ni totalmente un problema. Ella sería capaz de vivir como la amante de un hombre. Los beneficios, ¿y cómo considerar la vida con Benedict otra cosa que beneficio?, podrían superar los inconvenientes. Pero si bien podía estar dispuesta a tomar esa decisión para su vida y reputación, no podía hacer eso para un hijo. ¿Y cómo podría no haber un hijo? Todas las amantes tenían hijos finalmente.

Emitiendo un atormentado sollozo, le dio un empujón y se apartó, rodando hacia el lado hasta ponerse en cuatro patas; después de recuperar el aliento, se puso de pie.

– No puedo hacer esto, Benedict -dijo, casi sin atreverse a mirarlo.

Él también se levantó.

– ¿Y eso por qué?

Algo en él la pinchó; tal vez la arrogancia de su tono o la insolencia de su postura.

– Porque no quiero -espetó.

Él entrecerró los ojos, no con incredulidad sino con rabia.

– Hace unos segundos lo deseabas.

– No eres justo conmigo -dijo ella en voz baja-. No era capaz de pensar.

Él adelantó el mentón en actitud belicosa.

– No debes pensar. De eso se trata.

Ella se ruborizó y terminó de abotonarse la espalda del vestido. Él había hecho muy bien el trabajo de impedirle pensar. Casi había arrojado por la borda toda una vida de juramentos y moralidad, todo por un perverso beso.

– Bueno, no quiero ser tu querida -dijo otra vez.

Tal vez si lo repetía muchas veces se sentiría más segura de que él no lograría romperle las defensas.

– ¿Y qué vas a hacer? -siseó él-. ¿Trabajar de criada?

– Si es preciso, sí.

– Prefieres servir a la gente, pulirles la plata, fregarles sus malditos orinales, que venirte a vivir conmigo.

Ella sólo dijo una palabra, pero con voz grave y sincera:

– Sí.

A él le relampaguearon de furia los ojos.

– No te creo. Nadie haría esa elección.

– La he hecho.

– Eres una tonta.

Ella guardo silencio.

– ¿Comprendes a qué renuncias? -insistió él, gesticulando como un loco.

Lo había herido, comprendió ella. Lo había herido e insultado su orgullo, y él daba manotazos como un oso herido. Asintió, aun cuando él no la estaba mirando.

– Podría darte todo lo que desees -continuó él, mordaz-. Ropa, joyas, demonios, olvida la ropa y las joyas, podría darte un maldito techo sobre tu cabeza, que es más de lo que tienes ahora.

– Eso es cierto -repuso ella, tranquilamente.

Él se le acercó, perforándole los ojos con los suyos.

– Podría darte todo.

Ella se las arregló para continuar bien erguida y no echarse a llorar. E incluso se las arregló para mantener firme la voz al decir:

– Si crees que eso es todo, tal vez no entenderías por qué debo rehusar.

Retrocedió un paso con el fin de volver a Su Cabaña a meter sus magras pertenencias en la bolsa, pero era evidente que él aún no había terminado con ella, porque la detuvo con un estridente:

– ¿Adónde vas?

– A la casa. A preparar mi bolsa.

– ¿Y adónde piensas ir con esa bolsa?

Ella lo miró boquiabierta. No esperaría que se quedara, ¿verdad?

– ¿Tienes un empleo? ¿Un lugar donde ir?

– No, pero…

Él se puso de manos en caderas y la miró indignado.

– ¿Y crees que te voy a permitir marcharte de aquí sin dinero ni perspectivas de trabajo?

Ella estaba tan sorprendida que empezó a pestañear, descontrolada.

– B… bueno, no pensé…

– No, no pensaste -ladró él.

Ella se limitó a mirarlo, con los ojos agrandados y los labios entreabiertos, sin poder dar crédito a sus oídos.

– Maldita idiota. ¿Tienes una idea de lo peligroso que es el mundo para una mujer sola?

– Eh, sí -logró decir ella-. En realidad sí.

Si él la oyó, no lo pareció. Simplemente siguió perorando acerca de los «hombres que se aprovechan», «mujeres indefensas» y«destinos peores que la muerte». Sophie no lo habría jurado, pero creyó oír incluso la frase «asados y púdines». A la mitad de su parrafada ya había perdido su capacidad de centrar la atención en sus palabras. Continuó mirándole la boca y oyendo el tono de su voz, al tiempo que trataba de asimilar el hecho de que él parecía extraordinariamente preocupado por su bienestar, tomando en cuenta que ella acababa de rechazarlo.

– ¿Has escuchado una sola palabra de lo que he dicho? -le preguntó él.

Ella no asintió ni negó con la cabeza sino que hizo una rara combinación de ambas cosas.

Benedict soltó una maldición en voz baja.

– Eso es -declaró-. Te vienes conmigo a Londres.

Eso pareció despertarla.

– ¡Acabo de decir que no!

– No tienes por qué ser mi maldita amante -dijo él entre dientes-. Pero no voy a dejarte para que te las arregles sola.

– Me las arreglaba bastante bien antes de conocerte.

– ¿Bien? -farfulló él-. ¿En la casa de los Cavender? ¿A eso le llamas bien?

– ¡No eres justo!

– Y tú no hablas como una persona inteligente.

Benedict pensó que su argumento era bastante sensato, si bien algo imperioso, pero estaba claro que Sophie no coincidía con su opinión porque de pronto se encontró, para su sorpresa, tumbado de espaldas en el suelo, abatido por un gancho con la derecha notablemente rápido.

– No vuelvas a llamarme estúpida -siseó ella.

Benedict cerró y abrió los ojos varias veces con el fin de recuperar la visión lo suficiente para ver una sola Sophie.

– No te…

– Sí, me llamaste estúpida -repuso ella, en tono furioso.

Acto seguido giró sobre sus talones, y en la fracción de segundo anterior a que echara a andar, él comprendió que sólo tenía una manera de impedírselo. No lograría levantarse rápidamente en el estado de aturdimiento en que se encontraba, de modo que se estiró y le cogió el tobillo con las dos manos, haciéndola caer de bruces al suelo, junto a él.

No fue una maniobra particularmente caballerosa, pero los mendigos no pueden elegir. Además, ella había dado el primer puñetazo.

– No irás a ninguna parte -gruñó.

Sophie levantó lentamente la cabeza, escupió tierra y luego lo miró furiosa.

– No puedo creer que hayas hecho esto -le dijo, dolida.

Benedict le soltó el pie y se incorporó hasta quedar de pie y agachado.

– Créelo.

– Eres un…

– No digas nada ahora -dijo él, levantando una mano-. Te lo ruego.

Ella lo miró con los ojos desorbitados.

– ¿Me lo ruegas?

– He oído tu voz, por lo tanto debes de haber hablado.

– Pero…

– En cuanto a rogarte -continuó él, interrumpiéndola eficientemente otra vez-. Te aseguro que sólo fue lenguaje figurado.

Ella abrió la boca para decir algo, y luego, pensándolo mejor, volvió a cerrarla, con la expresión irritada de una niñita de tres años. Benedict hizo una espiración corta y le ofreció la mano. Después de todo ella seguía sentada en la tierra y no con una expresión especialmente feliz.

Ella le miró la mano con visible repugnancia y luego pasó la mirada a su cara, y lo miró con tanta ferocidad que él pensó si no le habrían brotado cuernos. Sin decir palabra, ella no aceptó su ofrecimiento de ayuda y se levantó sola.

– Como quieras -musitó él.

– Mala elección de palabras -ladró ella y echó a andar.

Puesto que él ya estaba de pie, no fue necesario incapacitarla. La siguió, manteniéndose detrás de ella a una molesta, seguro distancia de sólo dos pasos. Al cabo de un minuto ella giró la cabeza y le dijo:

– Por favor, déjame en paz.

– Creo que no puedo.

– ¿No puedes o no quieres?

Él lo pensó un momento.

– No puedo.

Ella lo miró ceñuda y reanudó la marcha.

– Lo encuentro tan difícil de creer como tú -dijo él, reanundando la marcha también.

Ella se detuvo y se giró.

– Eso es imposible.

– No puedo evitarlo -explicó él, encogiéndose de hombros-. Me siento absolutamente reacio a dejarte marchar.

– Reacio dista mucho de «no puedo»

– No te salvé de Cavender para luego dejarte desperdiciar tu vida.

– Ésa no es una decisión que debas tomar tú.

Ella tenía su punto de razón en eso, pero él no se sentía inclinado a ceder.

– Tal vez, pero la tomaré de todos modos. Te vienes conmigo a Londres. Y no se hable más.

– Quieres castigarme porque te rechacé.

– No -repuso él, considerando esas palabras mientras hablaba-. No. Me gustaría castigarte, y en el estado mental en que me encuentro incluso llegaría a decir que mereces que te castigue, pero no lo hago por eso.

– ¿Por qué, entonces?

– Por tu bien.

– Eso es lo más paternalista, lo más desd…

– Tienes razón sin duda -interrumpió él-, pero en este determinado caso, en este determinado momento, sé lo que es mejor para ti y es evidente que tú no, así que… no, no vuelvas a pegarme.

Sophie se miró la mano cerrada en un puño, la que sin darse cuenta había echado hacia atrás, lista para golpear. Él la estaba convirtiendo en un monstruo. No había otra explicación. Jamás había golpeado a nadie en su vida, y ahí estaba lista para hacerlo por segunda vez ese día.

Sin dejar de mirársela, abrió lentamente la mano y extendió y separó los dedos como una estrella de mar, y permaneció así contando hasta tres.

– ¿Cómo pretendes impedirme que siga mi camino? -preguntó en voz muy baja.

– ¿Importa eso? -preguntó él, encogiéndose de hombros tranquilamente-. Ya se me ocurrirá algo.

Ella lo miró boquiabierta.

– ¿Quieres decir que me vas a atar y…?

– No he dicho nada de esa suerte -la interrumpió él-, pero la idea ciertamente tiene sus encantos -añadió, con una pícara sonrisa.

– Eres despreciable.

– Y tú hablas como la heroína de una mala novela -replicó él-. ¿Qué dijiste que estuviste leyendo esta mañana?

Sophie sintió moverse los músculos de su mejilla y la mandíbula tan apretada que estaba a punto de romperse los dientes. No entendería jamás cómo se las arreglaba Benedict para ser el hombre más maravilloso y el más horrendo del mundo al mismo tiempo. Aunque en ese momento parecía estar ganando el lado horrendo y, dejando de lado la lógica, estaba segura de que si continuaba un segundo más en su compañía, le explotaría la cabeza.

– ¡Me marcho! -declaró, con gran resolución y dramatismo, en su opinión.

– Y yo te sigo -contestó él con una media sonrisa irónica.

Y el maldito continuó caminando a dos pasos detrás de ella todo el camino a la casa.


Benedict no solía tomarse mucho trabajo en molestar a los demás con la notable excepción de sus hermanos, pero Sophie Beckett le hacía surgir el demonio que llevaba dentro. Se puso en la puerta de su habitación mientras ella metía sus cosas en su bolsa, apoyado despreocupadamente en el marco. Estaba cruzado de brazos de un modo que sabía la fastidiaría, y tenía la pierna derecha ligeramente doblada y la punta de la bota apoyada en la puerta para que no se cerrara.

– No olvides tu vestido -le dijo amablemente. Ella lo miró furiosa. -El feo -añadió, por si era necesaria esa aclaración.

– Los dos son feos -ladró ella.

Ah, una reacción, por fin.

– Lo sé.

Ella reanudó la tarea de meter cosas en la bolsa.

– Siéntete libre para coger un recuerdo -dijo él haciendo un amplio gesto con el brazo.

Ella se enderezó y plantó las manos en las caderas.

– ¿Incluye eso el servicio de té de plata? Podría vivir varios años con lo que me darían por él.

– Por supuesto que puedes llevarte el servicio de té -repuso él afablemente-, puesto que estarás en mi compañía.

– No seré tu querida -siseó ella-. Ya te lo dije. No. No puedo hacer eso.

Algo en la forma como ella dijo «no puedo» le pareció importante, significativo. Lo pensó un momento, mientras ella echaba las últimas cosas y cerraba la bolsa tirando del cordón.

– Eso es -musitó.

Como si no lo hubiera oído, ella se dirigió a la puerta y lo miró con intención. Él comprendió que quería que le dejara paso para poder marcharse. Continuó inmóvil, sin siquiera mover un músculo, aparte del dedo que se pasó, pensativo, por el contorno de la mandíbula.

– Eres ilegítima -dijo.

Ella palideció.

– Lo eres -dijo él, más para sí mismo que para ella.

Curiosamente esa revelación lo aliviaba bastante. Explicaba el rechazo de ella, convirtiéndolo en algo que no tenía nada que ver con él y tenía todo que ver con ella.

Le quitaba la espina.

– No me importa que seas ilegítima -dijo, tratando de no sonreír.

Ése era un momento serio, pero, por Dios, sentía deseos de sonreír de oreja a oreja, porque ella vendría con él a Londres y sería su amante. Ya no habría más obstáculos y…

– No entiendes nada -dijo ella, negando con la cabeza-. No se trata de si yo valgo lo suficiente para ser tu querida.

– Yo cuidaría de cualquier hijo que pudiéramos tener -dijo él solemnemente, apartándose del marco de la puerta.

Ella se puso aún más rígida, si era posible eso.

– ¿Y tu esposa?

– No tengo esposa.

– ¿Nunca la tendrás?

Él se quedó inmóvil. Por su mente pasó danzando la imagen de la misteriosa dama del baile de máscaras. Se la había imaginado de muchas maneras; a veces llevaba el vestido plateado que llevaba esa noche. A veces no llevaba nada encima.

A veces llevaba un vestido de bodas.

Sophie, que le había estado observando la cara con los ojos entrecerrados, emitió un bufido despectivo, y pasó por su lado saliendo de la habitación.

Él la siguió pisándole los talones.

– Ésa no es una pregunta justa, Sophie.

Ella continuó avanzando por el corredor y al llegar a la escalera comenzó a bajarla sin detenerse.

– Creo que es más que justa.

Él bajó corriendo la escalera y al llegar abajo se volvió, bloqueándole el paso.

– Tengo que casarme algún día, Sophie.

Ella se detuvo, por necesidad, pues él le bloqueaba el camino.

– Sí, tú tienes que casarte. Pero yo no tengo por qué ser la querida de nadie.

– ¿Quién fue tu padre, Sophie?

– No lo sé -mintió ella.

– ¿Quién fue tu madre?

– Murió al nacer yo.

– Creía haberte oído decir que era ama de llaves.

– Está claro que no dije la verdad -repuso ella, indiferente a que él la hubiera cogido en una mentira.

– ¿Dónde te criaste?

– Eso no tiene ningún interés -dijo ella, tratando de pasar.

Él le cogió el brazo y la mantuvo firmemente en su lugar.

– Yo lo encuentro muy interesante.

– ¡Suéltame!

El grito resonó en el silencioso vestíbulo, lo suficientemente fuerte para que acudieran los Crabtree corriendo a rescatarla. Pero la señora Crabtree había ido al pueblo y el señor Crabtree estaba fuera de la casa, no podía oírla. No había nadie que la ayudara; estaba a merced de él.

– No puedo dejarte marchar -le susurró él-. No estás hecha para una vida de servidumbre. Esa vida te matará.

– Si fuera a matarme, ya me habría matado hace años -replicó ella.

– Pero ya no tienes por qué seguir haciéndolo -insistió él.

– No te atrevas a hacerme esto -dijo ella, casi temblando de emoción-. No haces esto porque te preocupe mi bienestar. Lo que pasa es que no te gusta que te frustren.

– Eso es cierto -reconoció él-, pero tampoco quiero verte abandonada a la deriva.

– He estado a la deriva toda mi vida -susurró ella, y sintió el picor de unas traicioneras lágrimas.

Dios de los cielos, no quería llorar delante de ese hombre. No debía llorar en ese momento, sintiéndose tan desequilibrada y débil. Él le acarició la barbilla.

– Permíteme que yo sea tu áncora.

Sophie cerró los ojos. Su caricia era dolorosamente dulce, y una parte no muy pequeña de ella ansiaba aceptar su ofrecimiento, dejar la vida que se había visto obligada a vivir y echar su suerte con él, con ese hombre fabuloso, maravilloso, enfurecedor, que había acosado sus sueños esos años.

Pero el dolor de su infancia estaba demasiado vivo todavía. Y el estigma de su bastardía lo sentía como una marca a fuego en el alma. No podía hacerle eso a un hijo.

– No puedo -susurró-. Ojalá…

– ¿Ojalá qué? -preguntó él, ansioso.

Ella negó con la cabeza. Había estado a punto de decirle que ojalá pudiera, pero comprendió que esas palabras serían imprudentes. Él se aferraría a ellas y empezaría a insistir de nuevo.

Y eso le haría más difícil negarse.

– No me dejas otra opción, entonces -declaró él, implacable. Ella lo miró a los ojos.

– O vienes conmigo a Londres y… -levantó una mano para silenciarla al ver que ella iba a protestar- y te encontraré un puesto en la casa de mi madre -añadió con intención.

– ¿O? -preguntó ella.

– O tendré que informar al magistrado de que me has robado.

De pronto a ella la boca le supo a ácido.

– No harías eso.

– No deseo hacerlo, ciertamente.

– Pero lo harías.

– Lo haría -asintió él.

– Me colgarían. O me deportarían a Australia.

– No si yo pidiera otra cosa.

– ¿Y qué pedirías?

Notó que los ojos de él estaban extrañamente sosos, y comprendió que él no estaba disfrutando más que ella de esa conversación.

– Pediría que te dejaran bajo mi custodia -dijo él.

– Eso sería muy cómodo para ti.

La mano de él, que le había estado acariciando la barbilla, bajó hasta el hombro.

– Sólo quiero salvarte de ti misma.

Sophie caminó hasta una ventana cercana y se asomó, sorprendida de que él no hubiera intentado impedírselo.

– Me vas a hacer odiarte, ¿sabes?

– Puedo vivir con eso.

Ella le hizo una seca inclinación de la cabeza.

– Te esperaré en la biblioteca, entonces. Quiero marcharme hoy.

Benedict la observó alejarse, manteniéndose absolutamente inmóvil hasta que ella entró en la biblioteca y cerró la puerta. No huiría. No era el tipo de persona para echarse atrás una vez dada su palabra.

No podía dejar marchar a Sophie; «ella» se había marchado, la fabulosa y misteriosa «ella», pensó con una amarga sonrisa, la mujer que le había tocado el corazón.

La mujer que ni siquiera quiso decirle su nombre.

Pero ahora estaba Sophie, y le «producía» cosas, cosas que no había sentido desde «ella». Estaba harto de suspirar por una mujer que prácticamente no existía. Sophie estaba ahí, y Sophie sería de él.

Además, pensó con una sonrisa resuelta, Sophie no lo abandonaría.

– Puedo vivir con tu odio -dijo a la puerta cerrada-, pero no puedo vivir sin ti.

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