Capítulo 11

Las guerras por personal de servicio hacen furor en Londres. Lady Penwood insultó a la señora Featherington llamándola ladrona mal nacida, delante de nada menos que tres señoras de la sociedad, entre las que se contaba la muy popular vizcondesa Bridgerton viuda.

La señora Featherington contestó diciendo que la casa de lady Penwood no era mejor que el asilo de los pobres, enumerando los malos tratos a su doncella (cuyo nombre, según se ha enterado esta cronista, no es Estelle, como se aseguró, y no es, ni remotamente, francesa. La muchacha se llama Bess, y es oriunda de Liverpool).

Lady Penwood dejó ahí el altercado y se marchó pisando fuerte con mucho aspaviento, seguida por su hija, la señorita Rosamund Reiling. La otra hija de lady Penwood, Posy (la que, por cierto, llevaba un desafortunado vestido verde), se quedó atrás, con una expresión como de pedir disculpas, hasta que volvió su madre, la cogió por la manga y la sacó a rastras de allí.

Ciertamente esta cronista no hace las listas de invitados a las fiestas de sociedad, pero es difícil imaginar que se invite a las Penwood al próximo sarao de la señora Featherington.


Ecos de Sociedad de Lady Whistledown, 7 de mayo de 1817.


Hacía mal en quedarse. Muy mal.

Horrorosamente mal.

Pero no se movió ni una sola pulgada.

Había encontrado un canto rodado grande, de superficie plana, y allí estaba sentada, bastante oculta por un matorral ancho y bajo, con los ojos fijos en él.

Estaba «desnudo». Todavía le costaba creerlo.

Estaba parcialmente sumergido, claro, con el agua hasta el borde de su caja torácica. El borde «inferior» de su caja torácica, pensó, atolondradamente.

Aunque si quería ser totalmente sincera consigo misma, tendría que reformular ese pensamiento: Estaba, «por desgracia» sumergido parcialmente.

Ella era tan inocente como cualquier…, bueno, como cualquier inocente, pero, maldición, sentía curiosidad, y estaba más que medio enamorada de ese hombre. ¿Tan malo era desear que soplara una fuerte ráfaga de viento, lo bastante potente para formar una inmensa ola que arrastrara el agua que le cubría el cuerpo y la depositara en otra parte? ¿En cualquier otra parte?

Bueno, pues, era mala. Era mala y no le importaba.

Se había pasado la vida en el camino seguro, el camino prudente. Una sola noche en toda su corta vida había arrojado la prudencia al viento. Y esa noche había sido la más emocionante, la más mágica, la noche más estupendamente maravillosa de su vida.

Por lo tanto decidió continuar donde estaba, dejar correr los acontecimientos y ver lo que le tocara ver. No tenía nada que perder, al fin y al cabo. No tenía trabajo, no tenía ninguna perspectiva, aparte de la promesa de Benedict de encontrarle un puesto en el personal de servicio de su madre (y, por cierto, tenía la clara sensación de que eso no le convenía nada).

Así pues, continuó sentada, tratando de no mover ningún músculo, y manteniendo los ojos abiertos, muy abiertos.


Benedict no había sido jamás supersticioso y de ninguna manera se consideraba una persona poseedora de un sexto sentido, pero dos veces en su vida había experimentado una extraña sensación de preconocimiento, una especie de misterioso hormigueo que le advertía que iba a ocurrir algo importante.

La primera vez fue el día en que murió su padre. Jamás le había contado eso a nadie, ni siquiera a su hermano mayor, Anthony, que se sintió absolutamente aniquilado por la muerte de su padre. Pero esa tarde, cuando él y Anthony iban galopando por el campo, echando una estúpida carrera, sintió un raro adormecimiento en las extremidades, seguido por una especie de golpeteo en la cabeza. No fue algo exactamente doloroso, pero la sensación sí le vació el aire de los pulmones y le produjo un terror casi inimaginable.

Lógicamente, perdió la carrera, porque era muy difícil manejar las riendas con dedos adormecidos que se negaban a funcionar. Y cuando regresó a casa descubrió que su terror no había sido injustificado. Su padre ya había muerto, se había derrumbado por la picadura de una abeja. Todavía le costaba creer que un hombre tan fuerte y vital como su padre hubiera sido derribado por una abeja, pero no había ninguna otra explicación.

La segunda vez que le ocurrió, en cambio, la sensación fue absolutamente diferente. Ocurrió la noche del baile de máscaras dado por su madre, justo antes de ver a la mujer del traje plateado. Como la vez anterior, la sensación le comenzó en los brazos y las piernas, pero en lugar de sentir adormecimiento sintió un extraño hormigueo, como si de pronto recobrara la vida, después de años de sonambulismo.

Y entonces se giró y la vio, y en ese momento supo que ella era el motivo de que él estuviera allí esa noche; el motivo de que viviera en Inglaterra; demonios, el motivo de que hubiera nacido.

Pero entonces ella desapareció, demostrándole que había estado equivocado, pero en ese momento había creído eso, y si ella se lo hubiera permitido, él se lo habría demostrado a ella también.

Y en ese momento, metido en la laguna, con el agua lamiéndole el diafragma, más arriba del ombligo, nuevamente tenía la extraña sensación de que en cierto modo estaba más vivo que unos segundos antes. Era una sensación agradable, una excitante oleada de emoción que lo dejaba sin aliento.

Era igual que en esa ocasión, cuando la conoció a«ella».

Iba a ocurrir algo, o tal vez alguien estaba cerca. Su vida estaba a punto de cambiar.

Y estaba tan desnudo como cuando Dios lo echó al mundo, pensó, curvando los labios en una sonrisa irónica. Eso no daba ninguna ventaja a un hombre, a no ser que estuviera en medio de dos sábanas de seda con una atractiva joven su lado.

O debajo.

Avanzó unos pasos hacia la parte ligeramente más profunda, sintiendo pasar el blando lodo del fondo por entre los dedos de los pies. Sintió subir el agua un par de pulgadas. Estaba a punto de congelarse, maldita sea, pero al menos se sentía más cubierto.

Escrutó la orilla, mirando de arriba abajo los árboles y los arbustos. Tenía que haber alguien por allí. Nada fuera de eso podía explicar el extraño hormigueo que ya estaba sintiendo en todo el cuerpo.

Y si sentía hormiguear el cuerpo estando sumergido en un lago tan helado que le aterraba ver sus partes pudendas (se imaginaba a las pobres tan encogidas que ya no eran nada, lo cual no era lo que a un hombre le gusta imaginar), sí que tenía que ser un hormigueo muy potente.

– ¿Quién está ahí? -gritó.

No hubo respuesta. La verdad, no había esperado que alguien contestara, pero valía la pena preguntarlo.

Con los ojos entrecerrados, escudriñó nuevamente la orilla, dándose una vuelta completa, atento a cualquier señal de movimiento. No vio nada, aparte del suave movimiento de las hojas agitadas por la brisa, pero cuando terminó el detenido examen de la orilla, en cierto modo lo «supo».

– ¡Sophie!

Oyó una exclamación ahogada, seguida por una ráfaga de actividad.

– ¡Sophie Beckett! -gritó-, si huye de mí ahora, le juro que la seguiré, y no me tomaré el tiempo para vestirme.

Los ruidos provenientes de la orilla se hicieron más lentos.

– Le daré alcance -continuó él- porque soy más fuerte y más rápido. Y podría sentirme obligado a arrojarla al suelo para impedir que escape.

Los ruidos de movimiento cesaron por completo.

– Bien -gruñó-. Muéstrese.

Ella no apareció.

– Sophie -dijo él, en tono amenazador.

Pasado un instante de silencio, se oyeron unos pasos lentos y vacilantes, y entonces la vio, de pie a la orilla, con ese horrible vestido que deseaba ver hundido en el fondo del Támesis.

– ¿Qué hace aquí? -le preguntó.

– Salí a caminar. ¿Y qué hace usted aquí? Se supone que está enfermo. Eso -hizo un amplio gesto con el brazo, abarcándolo a él y al lago- de ninguna manera puede ser bueno para usted.

– ¿Me ha seguido? -preguntó él, pasando por alto la pregunta y el comentario de ella.

– Desde luego que no -repuso ella.

Él la creyó. No la creía poseedora del talento de actriz necesario para fingir ese grado de virtud.

– Jamás le seguiría hasta un pozo para bañarse -continuó ella-. Sería indecente.

Y entonces se le puso roja la cara, porque los dos sabían que ese argumento no tenía ni una pata para sostenerse. Si a ella le importaba tanto la decencia, se habría marchado del lago en el instante mismo en que lo vio, ya fuera por casualidad o no.

Él sacó una mano del agua y la apuntó hacia ella, e hizo un giro con la muñeca, indicándole que se diera media vuelta.

– Déme la espalda y espéreme -le ordenó-. Sólo tardaré un momento en ponerme la ropa.

– Volveré a la casa -ofreció ella-, así tendrá más libertad de movimiento y…

– Se quedará -interrumpió él, con voz firme.

– Pero…

Él se cruzó de brazos.

– ¿Tengo el aspecto de estar de humor para que se me discuta?

Ella lo miró con expresión sublevada.

– Si huye, le daré alcance -le advirtió él.

Sophie observó la distancia que los separaba y luego intentó calcular la distancia hacia Mi Cabaña. Si él se detenía a ponerse la ropa podría tener el tiempo para escapar, pero si no…

– Sophie, casi veo el vapor que le sale por las orejas. Deje de atormentar a su cerebro con inútiles cálculos matemáticos y haga lo que le pedí.

Ella notó que se le movía un pie. Si era por la urgencia de echar a correr de vuelta a casa o simplemente para darse media vuelta, jamás lo sabría.

– Ya -ordenó él.

Soltando un suspiro y un gruñido audibles, Sophie se cruzó de brazos, se giró y fijó la vista en el hueco de un nudo del árbol que tenía al frente, como si su vida dependiera de ello.

El infernal hombre no era en absoluto silencioso para hacer sus cosas, y aunque lo intentó, no fue capaz de dejar de escuchar y tratar de identificar cada uno de los sonidos de movimiento que oía detrás. Iba saliendo del agua, estaba cogiendo las calzas, empezaba a…

Un desastre; tenía una imaginación tremendamente perversa, y no había manera de evitarlo.

Él tendría que haberla dejado volver a la casa; pero no, la obligó a esperar, absolutamente humillada, mientras se vestía. Sentía la piel como si se la estuvieran quemando, y no le cabía duda de que tenía las mejillas de ocho tonalidades de rojo. Un caballero le habría permitido ir a esconder su vergüenza en su habitación de la parte de atrás de la casa y permanecer ahí lo menos tres días, a ver si en ese tiempo él olvidaba todo el asunto.

Pero era evidente que Benedict Bridgerton estaba resuelto a no ser caballeroso esa tarde, porque cuando movió uno de los pies, sólo para flexionar los dedos, que se le estaban adormeciendo, ¡de verdad!, él no dejó pasar medio segundo para gruñir:

– Ni se le ocurra.

– No me iba a marchar -protestó ella-. Se me estaba durmiendo el pie. ¡Y dése prisa! No es posible que tarde tanto en vestirse.

– ¿Ah no? -se burló él con voz arrastrada.

– Sólo hace esto para torturarme -masculló ella.

– Siéntase libre para mirarme en cualquier momento -dijo él, con la voz matizada de tranquila diversión-. Le aseguro que le pedí que me diera la espalda sólo para respetar sus sensibilidades, no las mías.

– Estoy bien donde estoy -repuso ella.

Al cabo de lo que a ella le pareció una hora pero que tal vez sólo fueron tres minutos, lo oyó decir:

– Ahora puede volverse.

Casi sintió miedo de hacerlo; él tenía ese tipo de sentido del humor perverso que lo impulsaría a ordenarle que se volviera antes de que hubiera terminado de vestirse.

Pero decidió creerle, aunque, la verdad, no tenía mucha opción en el asunto; se volvió. Con enorme alivio, y no poca desilusión, tuvo que reconocer si quería ser sincera consigo misma, comprobó que él estaba decentemente vestido, eso si no se tomaban en cuenta las manchas del agua que había pasado de su piel a la tela.

– ¿Por qué no me permitió volver a la casa? -le preguntó.

– La quería aquí -repuso él tranquilamente.

– Pero ¿por qué?

Él se encogió de hombros.

– Pues, no lo sé. Tal vez para castigarla por haber estado espiándome.

– No estaba… -comenzó ella automáticamente, pero interrumpió la frase, porque sí que había estado espiándolo.

– Inteligente muchacha -musitó él.

Ella lo miró enfurruñada. Le habría gustado decirle algo absolutamente divertido e ingenioso, pero tuvo la sensación de que si dejaba salir algo por la boca sería todo lo contrario, así que se mordió la lengua. Mejor ser una tonta callada que una habladora.

– Es de muy mala educación espiar al anfitrión -dijo él, poniéndose las manos en la cadera y arreglándoselas para adoptar un aire autoritario y relajado al mismo tiempo.

– Fue una casualidad -arguyó ella.

– Ah, eso se lo creo. Pero aunque no tenía la intención de espiarme, queda el hecho de que cuando se le presentó la oportunidad la aprovechó.

– ¿Y es muy raro eso?

– No, no, en absoluto. Yo habría hecho exactamente lo mismo.

Ella lo miró boquiabierta.

– No finja estar ofendida.

– No estoy fingiendo.

Él se le acercó un poco.

– A decir verdad, me siento muy halagado.

– Fue una curiosidad académica, se lo aseguro -dijo ella entre dientes.

La sonrisa de él se hizo irónica.

– ¿Quiere decir que habría espiado a cualquier hombre desnudo que hubiera encontrado?

– ¡Desde luego que no!

– Como he dicho -dijo él con voz arrastrada, apoyando la espalda en un árbol-, me siento halagado.

– Bueno, ahora que hemos establecido eso -dijo ella, sorbiendo por la nariz-, voy a volver a Su Cabaña.

Sólo había dado dos pasos cuando él alargó la mano y la cerró en un trocito de la tela del vestido.

– Creo que no.

Sophie giró la cabeza y lo obsequió con un cansino suspiro.

– Ya me ha avergonzado sin remedio. ¿Qué más podría desear hacerme?

– Ésa es una pregunta muy interesante -musitó él, haciéndola girar y tironeándola hacia él.

Sophie trató de plantar firmemente los talones en el suelo, pero no tenía fuerza para resistirse al tironeo de su mano. Avanzó un paso, medio tropezándose, y se encontró a sólo unas pulgadas de él. De pronto sintió el aire caliente, tremendamente caliente, y tuvo la extraña sensación de que ya no sabía mover las manos ni los pies. Le hormigueaba la piel, sentía desbocado el corazón, y el maldito se limitaba a mirarla fijamente, sin mover un solo músculo ni salvar lo que quedaba de distancia entre ellos.

Sólo la miraba.

– ¿Benedict? -susurró, olvidando que todavía lo llamaba señor Bridgerton.

Él sonrió, una sonrisa leve, perspicaz, una sonrisa que a ella le hizo bajar estremecimientos por toda la columna hasta otra parte.

– Me gusta cuando me llamas por mi nombre -dijo él.

– No fue mi intención -reconoció ella. Él le puso un dedo sobre los labios.

– Shh. No me digas eso. ¿No sabes que eso no es lo que le gusta oír a un hombre?

– No tengo mucha experiencia con hombres.

– Bueno, eso sí es algo que a un hombre le gusta oír.

– ¿Sí? -preguntó ella, dudosa.

Sabía que los hombres desean inocencia en sus esposas, pero claro, Benedict no iba a casarse con una muchacha como ella.

Él le pasó la yema del dedo por la mejilla.

– Es lo que deseo oír de ti.

Una suave bocanada de aire pasó por los labios de Sophie, al ahogar una exclamación. La iba a besar.

La iba a besar. Eso era lo más maravilloso y espantoso que podía ocurrir.

Pero, ay, cómo deseaba eso.

Sabía que lo lamentaría al día siguiente. Se le escapó una risita ahogada. ¿A quién quería engañar? Lo lamentaría dentro de diez minutos. Pero se había pasado los dos últimos años recordando cómo era estar en sus brazos, y no sabía si lograría pasar el resto de sus días sin tener por lo menos un recuerdo más para mantenerse viva.

Él subió suavísimamente el dedo de la mejilla a la sien y desde allí lo pasó por su ceja, alborotándole el suave vello, y continuó hasta el puente de la nariz.

– Qué bonita -musitó-, como un hada de cuento. A veces pienso que no puedes ser real.

La única respuesta de ella fue acelerar la respiración.

– Creo que te voy a besar -susurró él.

– ¿Crees?

– Creo que tengo que besarte -repuso él, con una expresión como si no creyera lo que decía-. Es como respirar; uno no tiene mucha opción en el asunto.

El beso de Benedict fue atormentadoramente tierno. Sus labios le rozaron los de ella en una caricia ligera como la de una pluma, de un lado a otro con la más levísima fricción. Fue absolutamente impresionante, pero hubo algo más, algo que la hizo sentirse mareada y débil. Se cogió de sus hombros, pensando por qué se sentía tan desequilibrada y rara, y de pronto lo comprendió.

Era igual que antes.

El modo como sus labios rozaban los de ella, con tanta suavidad y dulzura, el modo de empezar con lenta estimulación, no imponiéndose con violencia, era igual al que empleara en el baile de máscaras. Después de dos años de sueños, por fin estaba reviviendo el único y más exquisito momento de su vida.

– Estás llorando -dijo él, acariciándole la mejilla.

Sophie pestañeó y se pasó la mano por la cara para limpiarse unas lágrimas que no había notado caer.

– ¿Quieres que pare? -susurró él.

Ella negó con la cabeza. No, no quería que parara. Deseaba que la besara tal como la besó esa noche, en que la suave caricia dio paso a una unión más apasionada. Y deseaba que la besara más, porque esta vez el reloj no iba a dar las campanadas de medianoche y no tendría que escapar.

Y deseaba que él supiera que ella era la mujer del baile de máscaras. Y al mismo tiempo deseaba desesperadamente que no la reconociera nunca. Y estaba tan condenadamente confusa y…

Y él la besó.

La besó de verdad, con labios ardientes, y lengua voraz, con toda la pasión y el deseo que podría desear una mujer jamás. La hacía sentirse hermosa, preciosa, valiosa, tratándola como a una mujer, no como a una sirvienta, y hasta ese momento ella no había caído en la cuenta de cuánto echaba en falta que la trataran como a una persona. La gente bien y los aristócratas no veían a los criados, y procuraban no oírlos, y cuando se veían obligados a hablar con ellos, hacían la conversación lo más corta y superficial posible.

Pero cuando Benedict la besaba se sentía real.

Y cuando la besaba, lo hacía con todo el cuerpo. Sus labios, que comenzaran el beso con esa suavísima reverencia, estaban voraces y exigentes sobre los de ella. Sus manos, tan grandes y fuertes que parecían cubrirle toda la espalda, la estrechaban con una fuerza que le quitaba el aliento.

Y su cuerpo, santo Dios, debería ser ilegal la forma como lo apretaba contra el de ella, traspasándole su calor a través de la ropa, perforándole hasta el alma.

La hacía estremecerse; la hacía derretirse.

La hacía desear entregarse a él, algo que había jurado no hacer jamás fuera del sacramento del matrimonio.

– Oh, Sophie -musitó él con voz ronca, sus labios rozándole los de ella-. Nunca había sentido…

Ella se tensó, porque estaba bastante segura de que le diría que nunca se había sentido así antes, y no sabía qué sentiría ella al oír eso.

Por un lado, era fascinante ser la única mujer que lo hacía sentirse así, lo mareaba de deseo y necesidad. Por otro lado, la había besado antes. ¿No había sentido la misma exquisita tortura entonces también?

Cielo santo, ¿iba a sentir celos de sí misma? Él apartó la boca media pulgada.

– ¿Qué pasa?

Ella negó con un leve movimiento de la cabeza.

– Nada.

Él le puso un dedo bajo el mentón y le levantó la cara.

– No me mientas, Sophie. ¿Qué te pasa?

– Es… s… sólo que es… estoy nerviosa -medio tartamudeó ella-. Eso es todo.

Él entrecerró los ojos, con expresión de preocupada incredulidad.

– ¿Estás segura?

– Absolutamente segura. -Se liberó de sus brazos y se apartó unos pasos, pasándose los brazos por el pecho, abrazándose-. No hago este tipo de cosas, ¿sabes?

Mientras ella se alejaba él le observó atentamente la postura de la espalda: expresaba desolación.

– Lo sé -dijo dulcemente-. No eres el tipo de muchacha que lo haría.

Ella soltó una risita, y aunque no se volvió a mirarlo, él se imaginó su expresión.

– ¿Cómo sabes eso?

– Es evidente en todo lo que haces.

Ella no se volvió. No contestó nada.

Y entonces, antes de tener una idea de lo que iba a decir, a él le salió de la boca una pregunta de lo más extraña:

– ¿Quién eres, Sophie? ¿Quién eres en realidad?

Ella continuó sin volverse, y cuando habló, su voz sonó apenas más fuerte que un susurro.

– ¿Qué quieres decir?

– Algo no encaja bien -explicó él-. Hablas demasiado bien para ser una criada.

– ¿Es un delito desear hablar bien? -preguntó ella pasando nerviosamente la mano por los pliegues de su falda-. No se puede llegar muy lejos en este país con una dicción inculta.

– Se podría argumentar que no has llegado muy lejos con eso -dijo él, con intencionada suavidad.

Los brazos de ella se transformaron en garrotes; unos rígidos garrotes con pequeños puños en los extremos.

Y mientras él esperaba que dijera algo, ella echó a andar, alejándose.

– Espera -gritó. En tres zancadas le dio alcance, la cogió por la cintura y la obligó a girarse hacia él-. No te vayas.

– No es mi costumbre continuar en la compañía de las personas que me insultan.

Benedict casi se encogió, al tiempo que comprendía que siempre lo acosaría la angustiada expresión que vio en sus ojos.

– No era un insulto -le dijo-, y lo sabes. Sólo dije la verdad. No estás hecha para ser una criada, Sophie. Eso está claro para mí y debería estarlo para ti.

Ella se rió, con un sonido duro, frágil, que él nunca se habría imaginado oír en ella.

– ¿Y qué me aconseja que haga, señor Bridgerton? ¿Que busque empleo como institutriz?

A él eso le pareció una buena idea, y abrió la boca para decírselo, pero ella le cortó la palabra:

– ¿Y quién cree que me contrataría?

– Bueno…

– Nadie -ladró ella-. Nadie me contrataría. No tengo recomendaciones y me veo demasiado joven.

– Y bonita -añadió él, tristemente.

Jamás había pensado en el asunto de contratar institutrices, pero sabía que normalmente la tarea recaía en la madre, en la señora de la casa. El sentido común le decía que ninguna madre querría introducir en su casa a una jovencita tan bonita. Sólo había que ver lo que Sophie tuvo que soportar a manos de Phillip Cavender.

– Podrías ser la doncella de una señora -sugirió-. Por lo menos así no tendrías que limpiar orinales.

– Se llevaría una sorpresa -masculló ella.

– ¿Dama de compañía de una señora anciana?

Ella exhaló un suspiro. Fue un suspiro triste, cansino, que casi le rompió el corazón a él.

– Es usted muy amable al querer ayudarme -le dijo ella-, pero ya he explorado todos esos caminos. Además, no soy responsabilidad suya.

– Podrías serlo.

Ella lo miró sorprendida.

En ese momento él supo que tenía que tenerla. Había una conexión entre ellos, un vínculo extraño, inexplicable, que sólo había sentido otra única vez en su vida, con la dama misteriosa del baile de máscaras. Y mientras ella se había marchado, se había desvanecido en el aire, Sophie era muy real. Estaba cansado de espejismos. Deseaba una mujer a la que pudiera ver, tocar.

Y ella lo necesitaba. Tal vez ella no lo comprendiera todavía, pero lo necesitaba. Le cogió la mano y le dio un tirón, haciéndola perder el equilibrio, y la estrechó contra él cuando ella cayó sobre su cuerpo.

– ¡Señor Bridgerton! -gritó ella.

– Benedict -corrigió él con los labios en su oído.

– Suélt…

– Di mi nombre -insistió él.

Sabía ser muy tenaz cuando convenía a sus intereses, y no la iba a soltar mientras no oyera salir su nombre de pila de sus labios.

Y tal vez incluso ni entonces.

– Benedict -cedió ella al fin-. Yo…

– Shh.

La silenció con la boca, mordisqueándole la comisura de los labios. Cuando ella se ablandó y se relajó en sus brazos, él se apartó un poco, justo lo suficiente para mirarla a los ojos. Sus ojos estaban de un verde increíble a esa hora de la tarde, profundos como para ahogarse.

– Quiero que vengas a Londres conmigo -le susurró, hablando a borbotones para eliminar la posibilidad de considerar sus palabras-. Vente a vivir conmigo.

Ella lo miró sorprendida.

– Sé mía -continuó él, con la voz ronca y urgente-. Se mía ahora mismo. Sé mía eternamente. Te daré todo lo que desees. Lo único que quiero a cambio eres tú.

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